Los varones amantes del fútbol sienten un placer extra cuando ven un buen picado y es probable que no miren todo el encuentro porque solo diez o veinte minutos son suficientes para descubrir que esos partidos de fútbol, armados informalmente, que no respetan algunas reglas básicas del fútbol, como la ley del off side, que no cuentan con la presencia de un árbitro y deben basar su desarrollo en un pacto de caballeros para reconocer las infracciones, los laterales, la legalidad de los goles, algo que no siempre se cumple, esos partidos pueden resultar mucho más fascinantes que un encuentro de fútbol profesional en un estadio y ni qué hablar de verlo por televisión, esa adulteración absoluta del fútbol deporte convertido en mero juego para multitudes que en la mayoría de los casos jamás sabrán del gusto de tirar una rabona, de ensayar una gambeta, o de recibir un hachazo por animarse a avanzar con la pelota dominada entre dos roperos con autorización para matar, como suele ocurrir en los picados.
Había no más de diez personas viendo jugar a esos chicos en la Plaza Calabria. Algunos debían de ser padres o amigos, porque los alentaban llamándolos por su nombre o les hacían indicaciones. Ese pequeño grupo esparcido a lo largo de la improvisada cancha se renovaba con cierto ritmo. Los chicos —enfrentados en equipos de seis o siete jugadores— tenían entre diez y quince años. Era notable la diferencia de contextura física entre los más grandotes y los pequeños, como si las distintas edades o el tamaño de los cuerpos no tuvieran alguna importancia a la hora de armar a los equipos.
Entre los que permanecían más tiempo de lo habitual mirando el picado se encontraba Rafael. Había pasado gran parte de la mañana viendo distintos partidos armados en los terrenos del viejo barrio Parque Almirante Brown y había llegado hasta la Plaza Calabria. Buscaba chicos que parecieran de la edad que le había pedido Rivero. Miraba unos minutos y, cuando llegaba a la conclusión de que ahí no se escondía ningún talento especial, seguía recorriendo el parque con el aspecto de un amante del fútbol con todo el tiempo del mundo en esa mañana de sábado de espíritu primaveral.
Los últimos minutos los había pasado observando a esos chicos de la plaza que se movían con rapidez, sin ninguna disciplina táctica, pero con una claridad asombrosa a la hora de saber dónde pararse y adónde ir a buscar la pelota. Como siempre, las defensas eran rústicas, revoleadoras de pelota, atemorizarían a cualquiera que se les cruzara, sobre todo porque eran los que le sacaban por lo menos una cabeza al resto de los pibes. En uno de los equipos había un morochito no muy alto, flaco, puro nervio, que jugaba con la seriedad de un adulto. En realidad, todos jugaban así, como si fuera la final de un campeonato. El chico morocho corría rápido, tenía dominio de pelota y una zurda que disparaba fuerte. Además, no le tenía miedo a las piernas que raspaban lindo y sabía poner el cuerpo para disminuir el efecto del golpe y a la vez, de paso, golpear al contrario. Ese chico sabía jugar a la pelota y era valiente.
Rafael había llegado con el partido empezado, así que no sabía bien cómo estaba el marcador, pero mientras estuvo ahí el equipo del chico encarador hizo cuatro goles contra dos que hicieron los otros. Cuando terminaron de jugar casi no hubo festejos, como si el resultado fuera lo de menos. Los chicos se reunían en pequeños grupos y el habilidoso estaba con otros tres que empezaron a caminar rumbo a la avenida España. Rafael se les acercó. Los felicitó por cómo jugaban y los pibes, acostumbrados seguramente a que les dijeran eso, no le prestaron mayor atención. Al habilidoso le dijo que él era del club Brisas de Primavera y que estaban buscando futbolistas. Le preguntó la edad. Tenía once. Parecía más chico por la altura. Se llamaba Jonathan. Los otros quisieron saber en qué división jugaba Brisas. Les explicó que era un club de papy fútbol, pero que a muchos los llevaba el propio club a probarse a Vélez o a River, tal como a Rafael le había dicho Rivero. Eso les gustó a los cuatro chicos. Uno preguntó si podían ir a probarse todos y Rafael le dijo que ahora estaban buscando solo para algunos puestos, pero que en el futuro por qué no. Jonathan preguntó qué colores tenía el club y si le daban una camiseta y un pantaloncito para jugar. Violeta y naranja. Sí, le daban el equipo para los partidos oficiales y lo pagaba el club. Eso pareció convencer a Jonathan, que dijo que sí, que iba a ir. Rafael le explicó cómo llegar al club desde el parque. El chico conocía bien las calles, así que entendió perfectamente. Rafael les dio diez pesos para que se compraran una Coca. Los pibes se fueron felices.
Rafael sospechaba que Rivero no buscaba chicos solo para armar un buen equipo de fútbol. Y si él tenía esa sospecha, no debía acercar a ningún pibe al club. Pero también había pensado que, si no llevaba a nadie, Rivero le iba a hacer la vida imposible. Lo mejor era acercar a algún pibe y tratar de descubrir los misterios de Rivero.