IV

No lo comentó con sus compañeros, pero el Gordo Denegri le habló a él. Le preguntó si lo acompañaba a visitar a Carlos Malvino. Desde que había atropellado al chiquito en Ciudadela, Malvino no había vuelto a trabajar. Seguía con licencia médica. El Gordo Denegri era el más amigo de Malvino y hasta se conocían las familias porque cada tanto se juntaban para comer. Precisamente, por medio de la esposa se había enterado de que Malvino seguía mal. Todos los días Malvino iba a un hospital psiquiátrico de día. Pasaba ahí la mañana y la tarde y después se volvía a su casa. La esposa también había contado que la psiquiatra le había recomendado que Malvino se encontrara con sus compañeros de trabajo, que necesitaba enfrentarse con la realidad de su oficio ferroviario. El Gordo Denegri no se animaba a ir solo y le pidió a Lucio que lo acompañara. La clínica psiquiátrica quedaba en Ramos Mejía, en un lugar absurdo por varias razones. Estaba en un piso 17, lo que parecía un despropósito para un lugar que trataba a gente con problemas mentales. ¿Y si alguien se arrojaba desde un balcón? ¿O si a algún paciente se le daba por ir a otro piso? ¿Qué pensarían los vecinos del edificio al saber que a la vuelta de la escalera podía estar esperando un psicótico con tendencias asesinas? Además, la clínica tenía su entrada por la avenida Rivadavia. Desde el piso 17 debía de verse perfectamente el trazado del ferrocarril Sarmiento que pasaba a menos de cincuenta metros de la entrada. No parecía la mejor idea tratar en ese lugar a alguien que había tenido una situación perturbadora en esas mismas vías a unos kilómetros de ahí.

Sobre todo esto iban reflexionando en el tren que los llevó desde Plaza Miserere. El Gordo y Lucio se habían ubicado en un vagón del medio para estar alejados de los conductores. Resultaba extraño recorrer esos caminos como pasajeros, sentados en un lugar que no era para ellos. Tal vez por eso no pararon de hablar de la clínica, y hasta se rieron cuando el Gordo dijo que la ubicación de la clínica en un piso 17 le resultaba muy loco.

En el ascensor, cuando tocaron el botón del 17, sintieron que los demás los miraban raro. Pensarían que ellos dos estaban yendo a atenderse. Desde afuera, la clínica podría haber sido un departamento común y corriente, o un consultorio médico. Nada hacía sospechar que del otro lado de la puerta había pacientes psiquiátricos. Tocaron el timbre y la puerta se abrió.

La recepcionista los hizo esperar unos minutos hasta que apareció una doctora. Debía de tener unos cincuenta años y llevaba un guardapolvos abierto. Era la única que tenía algún tipo de uniforme, así que resultaba difícil saber si las personas que cruzaban la sala de espera eran pacientes o doctores. La psiquiatra les hizo un par de preguntas, pero no parecía demasiado interesada en charlar con ellos. Como si esas visitas formaran parte de una rutina que ella había repetido incontables veces. Insistió en que era importante que su amigo tomara contacto con la realidad cotidiana de su vida anterior al accidente. La doctora llamó a alguien (¿un enfermero?, ¿otro paciente?) para que los acompañara a donde estaba Carlos Malvino. El departamento ocupaba todo el piso 17. Cruzaron unos salones en los que había gente charlando o escribiendo. Parecía una escuela para adultos, con hombres y mujeres de edades muy diversas, que se movían silenciosamente. Malvino estaba sentado a una mesa junto a otros tres. Cuando vio al Gordo y a Lucio, se acercó a ellos con el rostro serio que era habitual en él. Les dio un abrazo y se ubicaron en una especie de pequeño living que estaba en el mismo cuarto. Los pacientes primero miraron hacia ellos y después volvieron a sus actividades sin darles importancia.

—Qué buena vida que te das, ¿eh? —dijo el Gordo mientras se repantigaba en el sillón.

—Me hacen dibujar, me hacen escribir boludeces. Ya estoy harto de esta manga de tarados.

Estaba mal afeitado, tenía una camisa que no parecía muy limpia. Por lo demás, no resultaba muy distinto al Malvino huraño que conocían desde hacía casi una década. Hablaron de fútbol, de la selección, que tenía un encuentro esa semana. Lucio contó algo del partido que jugaron los conductores contra mantenimiento el sábado anterior. El Gordo no había ido porque tenía más hernias que costillas. Uno de los conductores, el Negro Pernía, se había jodido los ligamentos y no iba a poder volver al trabajo hasta después de la operación. La empresa iba a tener que tomar nuevos conductores porque estaba faltando gente para las horas pico. El Gordo le preguntó a Malvino si tenía para mucho y Malvino se encogió de hombros. Luego agregó que los médicos no entendían nada y los dos compañeros asintieron. Le decían que tenía un trastorno por estrés postraumático. Los médicos hablaban raro y no resolvían nada.

Después de un silencio que les permitió oír el cuchichear de los tipos que estaban en la mesa, Malvino les confesó que no pensaba volver a conducir un tren. El Gordo amagó con decir algo, pero solo repitió alguna palabra sin sentido. Lucio sentía que le costaba concentrarse en lo que decían sus amigos, porque el murmullo del entorno le taladraba la cabeza. Sin pensar, le dijo a Malvino que hacía bien. «Qué mierda», se quejó el Gordo sin necesidad de aclarar a qué hacía referencia. Malvino dijo que iba a pedir que lo pasaran como control de estación. El Gordo recordó que, cuando él se llevó puesto un auto, había pasado meses con el temor de que en cada cruce se adelantara un vehículo cuando él pasaba. Malvino dijo que no sentía miedo, sino odio.

—Odio al pendejo hijo de puta que estaba en la vía. Si me cruzo al otro, te juro que le reviento la cabeza contra la pared como si fuera un gato.

—Qué mierda —repitió el Gordo como una letanía.

—Cuando me acuerdo de cómo reventé a ese pibe me alegro. Porque se lo merecía. Son unos hijos de puta. Te cagan la vida esos soretes. Todos los que se tiran son unos soretes. Y los pelotudos que se caen, que no se dan cuenta de que viene el tren por la vía… ¿qué carajo hacen en la vía esos pelotudos? No quiero volver a manejar un tren nunca más, pero si lo hiciera los pisaría a todos. No tocaría bocina ni clavaría el freno por esas basuras. Hay que pisarlos. No queda otra.

Estuvieron con Malvino menos de una hora. En el ascensor, el Gordo Denegri dijo:

—Está hecho bolsa.

Lucio no contestó. Se sentía demasiado azorado con sus propios pensamientos. Malvino le había descubierto lo que él desconocía: el odio. Porque Lucio también odiaba a esos a los que había atropellado. Ni siquiera se salvaba ese adolescente que lo había mirado como pidiendo perdón. Todos eran basura. Tenía razón Malvino. Los odiaba y odiaba ese trabajo y a los pibes que jugaban a ver quién era más macho. Y odiaba al pendejo idiota que no saltaba a tiempo y se reventaba debajo de los vagones. Ese odio le quemaba el pecho, le tapaba los oídos como el murmullo de los otros locos en ese lugar de mierda donde no pensaba ir nunca más.