III

Había días en que a Lucio le hubiera gustado tener un amigo con quien charlar de Verónica. Más de una vez se sintió tentado (al final de un partido, o en el vestuario del trabajo) de decirle al Gordo Denegri o a Lombardo de ir a tomar un vino al bar y hablar de ella. No era para vanagloriarse de tener un amante (aunque no dejaba de agradarle la idea de que sus compañeros de trabajo lo admirasen por su conquista), sino para tener más claro lo que estaba ocurriendo. Él no era muy ducho en estas cuestiones. No era como el Gordo, que se había acostado con medio plantel femenino de vendedoras de boletos de la estación Plaza Once, y seguía casado, hablando de la patrona y los pibes como si esas amantes circunstanciales no existieran más que en el momento de acostarse con ellas. Seguramente, Denegri o el propio Lombardo, soltero con novia distinta todos los meses, tendrían alguna palabra iluminadora sobre su relación con Verónica.

Pero no se había animado a decirles nada. Se iba del laburo o del partido de los sábados caminando solo, rumiando los últimos encuentros con su amante, o fantaseando con volver a verla. Había algo que no se atrevía a pensar y era en cortar. Esa idea le parecía una traición mayor que la infidelidad a su esposa. Como si con Verónica hubieran comenzado algo que no podía acabarse de manera simple y clara. Terminar con ella no entraba ni siquiera en el campo de las conjeturas.

Sin embargo, sabía que tarde o temprano iba a ocurrir. Un malestar se había instalado entre ellos. Primero de manera silenciosa y sutil, luego de forma más directa, Verónica necesitaba algo que él no llegaba a definir ni mucho menos satisfacer. Los días que Lucio se iba del departamento de ella a su casa eran los peores. Mientras él se vestía, Verónica entraba en un mutismo del que no volvía a salir hasta el siguiente encuentro o cuando hablaban por teléfono.

Ninguno de los dos aludía al tema. Lucio creía sospechar que Verónica simplemente se estaba hartando de tener un amante, un tipo casado que se volvía con su esposa. Podría haber hablado con ella, explicarle que había dos universos distintos. Y que en uno de esos universos, marcado por lo increíble, por lo misterioso y el horror de los trenes, estaba ella. Que de la misma manera que quería arrancarse de la cabeza los cuerpos aplastados por su tren, también quería quedarse eternamente entre las piernas de Verónica, o simplemente quedarse mirándola mientras ella ponía un CD en su computadora y entrecerraba los ojos para seguir mejor la canción. Canciones que, por otra parte, él desconocía hasta ese momento y que desde entonces formaban parte también de ese universo donde la felicidad y la locura lo subían y lo bajaban como en una montaña rusa salvaje. Podría haberle explicado todo esto, haberle dicho cuánto la necesitaba y la deseaba, pero en esos instantes también recordaba cómo ella misma se había ocupado de traer a la cama, la muerte y el dolor. Cómo disfrutaba hundiendo sus dedos en las heridas. Se le presentaba el rostro agitado de Verónica diciéndole asesino mientras tenían sexo, se acordaba de esa sonrisa ambigua y satisfecha. A los moretones que Verónica le dejaba, él había respondido con otros cardenales que quedaban en la piel de ella. Y si Verónica alcanzaba el placer a costa de arañarle el cerebro, él reaccionaba a su manera: ser indiferente a la angustia de ella era su respuesta.

Para colmo, a Lucio comenzaron a atacarlo calambres en las piernas mientras cogían. No un calambre circunstancial, sino algo sistemático. Bastaba que tensara su cuerpo para que sintiera que sus piernas eran aplastadas por una roca y luego atravesadas por un cuchillo. Disminuía sus movimientos, congelaba sus piernas para que el dolor pasara. La fuerte molestia permanecía hasta que se separaban en la cama y el cuerpo volvía lentamente a su estado natural. Tampoco de esto dijo nada, pero a Verónica seguramente su comportamiento le resultaba extraño. Él, con las piernas doloridas, y ella, cayendo en un silencio autista, estaban a años luz de aquel beso en ese viaje en tren fantasmagórico, a pesar de que había ocurrido hacía solo unos meses.