—¿Sabés qué hora es?
—No.
—Las cinco y media.
Verónica le hablaba desde la cama. Él se había levantado unos minutos antes con la boca reseca. Había ido silenciosamente hasta la cocina y se había servido un vaso de agua de la canilla. Volvió a la habitación evitando llevarse por delante algún mueble. Trataba de recordar dónde estaba cada cosa: el escritorio, los sillones, la mesa ratona, la puerta del cuarto, el placard. En la habitación se oía la respiración acompasada de Verónica. Por los intersticios de la persiana baja entraba la luz de la calle. Se acercó a la ventana y miró hacia fuera. No se veían autos ni transeúntes. Fue en ese momento que Verónica se despertó y le habló.
No, no sabía la hora, salvo que todavía faltaba para el amanecer. Fue hacia la cama y se acostó, no tanto porque tuviera ganas de seguir durmiendo como porque se sentía un poco ridículo de pie, en calzoncillos. Tampoco quería que Verónica encendiera la luz.
Habían pasado la noche juntos por primera vez. Mariana y los chicos se habían ido a pasar el fin de semana a la casa de una tía de su esposa en San Pedro. Él los hubiera acompañado, pero ese sábado le tocaba trabajar. Dudó en decirle a Verónica que tenía la noche disponible para un encuentro que iba más allá de las pocas horas que se veían semanalmente. Pensó que tal vez era mejor ir del trabajo a su casa y pasar esa noche solo, viendo un partido de fútbol o alguna película en el cable mientras tomaba una cerveza bien fría y comía una hamburguesa. Pasó todo un día dudando. Le gustaba la idea de estar con Verónica una noche entera, aunque no sabía si además de ser una idea atractiva podía ser algo bueno. Harto de sus propias dudas y sabiendo que si no le decía iba a estar todo el tiempo pensando en ella, le mandó un mensaje de texto para contarle la novedad.
Fue al departamento cuando terminó el último recorrido que le tocaba ese día en el ferrocarril. Verónica había pedido sushi para la cena. Lucio lo comió con cierta aversión. No le gustaba el pescado en general y mucho menos la idea de que estaba crudo. Tampoco le pareció rica la mezcla de queso blanco con palta y arroz. En cambio, le resultó divertido agarrar esos arrollados con los palitos. Le resultaba fácil manejarlos. Así que tomaba con destreza las porciones de sushi, las sumergía en una saladísima salsa de soja que al menos mataba el gusto del pescado. El vino blanco que tomaron compensaba los sufrimientos gustativos que estaba soportando en esa cena.
—Hoy soy tu geisha —dijo ella en algún momento de la noche (qué lejano le resultaba ahora, unas seis horas después).
Luego de desnudarse, Verónica lo había hecho acostar a lo largo de la cama. Él quería acariciarla, pero ella no lo dejó. Le empujó las manos hacia los costados, como si fuera un crucificado o como si le hubiera atado los brazos a los bordes de la cama. Ella le puso un forro y se montó sobre él. Se movía despacio, subía y bajaba con la espalda recta, sin que ninguna otra parte de sus cuerpos, salvo los sexos, entraran en contacto. A Lucio le gustaba mirarla desnuda, le gustaban las formas redondeadas de sus caderas, la piel blanca salpicada de lunares, las tetas firmes que se movían en cada subida y bajada de ella sobre su verga. Le hubiera gustado morderle la cintura, acariciarle pesadamente los pezones, pero ella había respondido con brusquedad a los intentos de él de levantar los brazos.
Verónica acabó sin cambiar el ritmo de sus subidas y bajadas, solo las volvió más marcadamente intensas.
—Dicen que las geishas hacen acabar a los shogunes sin mover el cuerpo, solo contrayendo los músculos vaginales. Pero yo soy una falsa geisha. No sé hacerlo.
Inclinó su cuerpo hasta besarlo, después tomó las manos de Lucio y las apoyó en sus tetas. Comenzó a moverse cada vez más rápido mientras las manos de Lucio le apretaban el cuerpo con rudeza.
Seis horas después, Lucio intentaba dormirse en esa cama ajena. No se sentía incómodo. Tampoco sabía si le gustaba o no estar en ese momento ahí. Lo cierto es que se hallaba en la habitación de Verónica, acostado al lado de ella, esperando que amaneciera el domingo. ¿Desayunarían como un matrimonio? ¿Leerían el diario en silencio? ¿Jugarían a los esposos que no eran, a la rutina que no compartían, al amor sosegado que no los embargaba?
Pasó una hora más pensando en todo eso y, cada minuto que transcurría, algo en su interior le decía que era un error continuar en ese lugar. Se volvió a levantar y comenzó a vestirse. Verónica se sentó en la cama.
—Veo que sos madrugador, incluso el domingo.
—Es que me acordé que…
—No, Lucio, por favor. No pongas excusas. Solo para martirizarte un poco te digo que no sos original. A los tipos les agarra el síndrome de Cenicienta pero con unas horas de retraso.
Verónica buscó el corpiño, que estaba tirado al costado de la cama. Como si ponerse el corpiño hubiera consumido las fuerzas que le quedaban, se desplomó en la cama. Lucio se acercó y se sentó a su lado. Le acarició la cara y el cuello.
—No soy Cenicienta —dijo él.
—Pero ¿serías Cenicienta si yo te lo pidiera? ¿Serías lo que yo te pidiera que fueras?
—Por supuesto.
—¿Te pondrías una máscara por mí?
—¿Una máscara?
—No el rostro de un amante, sino otra forma de amor. Una máscara, no más que eso.
Lucio no entendió exactamente qué le pedía, pero se imaginó que había un reclamo, un pedido que él no podía satisfacer ni en ese momento ni nunca. Así y todo repitió:
—Por supuesto. Por vos lo haría.