II

Era cierto que no tenía carteras Gucci, pero tampoco sabía bien cómo convenía ir vestida a la villa. Había hablado con el cura y Pedro la había invitado a ir esa misma tarde, a pesar de que no le había aclarado para qué quería charlar con él.

Se decidió por un pantalón negro bastante discreto, unos zapatos bajos que le parecían horribles y un pulóver de lana granate, que no usaba desde una época en la que le gustaba flagelarse poniéndose ropa que la hacía sentirse ridícula. Le pidió nuevamente el auto a su hermana Leticia, que ya estaba acostumbrada y ni siquiera preguntaba adónde iba.

Esta segunda vez, el viaje a los barrios de la zona sur le resultó más amigable, aunque eligió otro camino. No fue por la autopista, sino que tomó la avenida Eva Perón y rodeó Ciudad Oculta hasta doblar por la avenida Piedrabuena. Miró buscando un estacionamiento pago, pero al final decidió dejarlo en la calle.

El cura la esperaba en la entrada de la villa, en el cruce de Piedrabuena y avenida Argentina. Fue muy fácil reconocerlo por su atuendo: la camisa azul grisáceo con cuello mao que culminaba en esa especie de tira blanca que suelen usar los sacerdotes. Llevaba también un jean azul petróleo ajustado como un rockabilly de los años sesenta. El cinturón, con una hebilla rectangular, parecía puesto para hacer juego con la tira del cuello. Encima llevaba un sobretodo negro abierto, lo que le daba cierto aire alla Neo, el personaje de Keanu Reeves en Matrix, pero diez años después. Hubo algo que le llamó la atención: el cura era pelado. O mejor dicho, se pelaba. Se notaba que esa calvicie era fruto de pasar bastante tiempo con la afeitadora frente al espejo. En algún punto, sin saber por qué (al fin y al cabo era judía y los preceptos de Roma la tenían sin cuidado), ese gesto narcisista le pareció un escándalo.

Él también pareció reconocerla. ¿Estaría vestida con un uniforme que él podía descifrar? ¿Uniforme de periodista? ¿De chica de clase media que está por meterse en una villa miseria?

—Usted es el padre Pedro, ¿no? —preguntó a modo de saludo. Como periodista sagaz estaba dejando mucho que desear.

—Vos sos Verónica —le dio un beso mientras ella estiraba torpemente la mano para saludarlo—. Te voy a pedir que me tutees y que me llamés Pedro, como todos aquí. —Señaló la villa como si ese lugar fuera suyo—. Si te parece, vamos a la parroquia y ahí hablamos tranquilos de lo que necesitás.

Al menos esa parte de la villa estaba lejos de ser un lugar que despertara temor. Verónica veía pasar gente, madres con chicos, adolescentes con guardapolvos, como en cualquier barrio de Buenos Aires. Es cierto que las casas eran más precarias, pero nada parecía indicar que ella necesitara hacer ese viaje hasta la parroquia en compañía del cura. Si hubiera ido sola, podría haber llegado sin problema.

—Debo parecer una mala periodista si a alguien vestido de sacerdote le pregunto si es el cura que me está esperando.

—Pensé que preguntabas porque creías que podía ser otro sacerdote. Tampoco somos tan pocos.

El juego de palabras, bastante tonto, la envalentonó para decirle:

—Siempre me llamó la atención esa tira blanca que llevan ustedes en el cuello. ¿Cómo se llama?

Habían llegado a la parroquia, una iglesia humilde de ladrillo que emergía sólida entre las casas de alrededor. El cura abrió una puerta que estaba cerrada con llave y la hizo pasar a una especie de oficina.

—Esto —dijo sacándoselo— es el clergyman.

Lo puso sobre una biblioteca que había a un costado. Colgó el sobretodo en un perchero y le hizo un gesto para que ella se sentara en una silla mientras él se acomodaba del otro lado del escritorio. Se desabrochó dos botones de la camisa y se arremangó mientras le explicaba.

—El clergyman es lo que reemplazó a las sotanas. La verdad es que no lo usamos mucho. Yo ando por acá sin nada. No es necesario para mostrarse como un sacerdote.

—¿No te obligan a usar el cuello?

—Los salesianos tenemos una visión muy amplia de la vida. ¿Sos católica? Generalmente no pregunto a nadie que venga aquí de qué religión es, pero te veo interesada en estas cuestiones de etiqueta sacerdotal.

—Debe ser porque soy judía. Todo lo cristiano me llama la atención.

—Justamente los rabinos no ortodoxos suelen vestir mucho más de civil que nosotros los católicos. Te puedo ofrecer café o agua.

La oferta parecía más bien una forma de terminar la conversación religiosa. Verónica no quiso nada y le contó lo que había ido a buscar a Ciudad Oculta. Le dijo que estaba haciendo una investigación periodística sobre chicos que habían sido atropellados por trenes. Que dos de los chicos muertos eran de esa villa y ella quería hablar con sus familias.

—Conozco los dos casos —dijo el padre Pedro.

Había perdido el tono despreocupado del principio. La miraba a los ojos como si estuviera tratando de leerle la mente. Lo mejor era no ocultarle la verdad.

—Algunos datos que tengo y algunas conclusiones que saqué me hacen pensar que no fueron meros accidentes, que hay algo detrás. Algo y alguien, por supuesto.

—Y pensás que la familia puede saberlo.

—La verdad, Pedro, es que estoy bastante perdida con todo esto. Tengo algunos indicios, muy pocos datos concretos y demasiadas líneas de fuga de la investigación. No. No creo que la familia lo sepa, pero tal vez puedan ayudarme a encontrar pistas más firmes.

El cura tamborileaba los dedos sobre el escritorio. Parecía medirla.

—El primer caso ocurrió hace tres años.

—Agustín Ramírez, hijo de Luciana Ramírez, tenía once años —recitó de memoria Verónica.

—Los conocía bien a los dos. —Pedro había dejado quieta su mano, su rostro era menos desconfiado—. Venían a nuestro comedor. Luciana se marchó al poco tiempo de la muerte de Agustín. Se fue a Santiago del Estero. Ahí tenía familia. No sé cómo podrías ubicarla.

—¿Y a Vicen? ¿Lo conocías?

El sacerdote movió afirmativamente la cabeza.

—Carmen y sus otros hijos viven acá cerca.

—¿Vicen tenía hermanos?

—Cuatro. Él era el segundo. El más chico es un bebé de pocos meses. Carmen siempre se ha preocupado mucho por sus hijos. No solo los trae a comer, sino que se preocupa por que tengan sus vacunas, los lleva al dispensario que hay acá y hace todo lo posible para que los más grandes vayan a la escuela. Vicen era de andar solo y a veces haciendo lío, pero todos los pibes de por acá son así. Era un buen chico.

—Me gustaría hablar con ella.

—Por lo general, a la mañana ella trabaja. Podemos ver si por casualidad está.

Caminaron unos trescientos metros por la avenida que cruzaba la villa y después doblaron hacia la derecha. Las casas parecían más abigarradas en esa parte, como si las hubieran metido a presión y se hubieran aplastado una al lado de la otra. Pedro se detuvo frente a una puerta de metal oxidado que apenas parecía encajar en la pared sin revoque.

Abrió la puerta una mujer de edad indefinida, menuda, el pelo corto muy negro, vestida con un batón descolorido y, encima, un saquito de lana negra. A pesar del frío iba arremangada. Pedro las presentó, y le explicó que Verónica era periodista y estaba interesada en saber de Vicen.

—No quiero hablar de eso.

Verónica se había mantenido un par de pasos detrás del cura. Se adelantó un poco y miró hacia dentro de la casa por el espacio que dejaba la mujer en el vano de la puerta. Se sorprendió cuando descubrió que desde el interior alguien la miraba a ella. Era una joven y tenía un bebé en brazos. Verónica volvió a retroceder.

Pedro le insistió, le dijo que siempre era bueno tratar de aclarar cómo habían ocurrido los hechos. La madre de Vicen se mantuvo firme. Por detrás de ella se asomó la joven que tenía el bebé en brazos. En realidad, era una adolescente. Serían dos de los hermanos de Vicen.

—Andá para dentro vos —la retó la mujer.

La adolescente se encogió de hombros y dio media vuelta.

Verónica pensó en decir algo, pero se dio cuenta de que era inútil. Si no la convencía el sacerdote, difícilmente ella podría argumentar con algo más decisivo. Verónica se sintió vacía y desubicada. Quería irse, alejarse de esa mujer que la miraba con desconfianza. Se veía a sí misma como una movilera de televisión buscando el dolor de las víctimas para mostrarlo al aire. Pero no, ella no quería eso. No quería el dolor para convertirlo en una nota. Ella buscaba datos, pistas. Sacar a la luz lo que había de turbio en la muerte de ese chico.

La mujer cerró la puerta y los dejó a ellos dos ahí parados. Fue Verónica la que dijo «vamos». El cura parecía más confundido y frustrado que ella. Caminaron en silencio hacia la parroquia. Ella creía que se diluía la única pista con la que contaba y que todo lo que sospechaba alrededor de las muertes de los chicos se borraba. Por un momento pensó que no tenía nada, que debía abandonar esa historia.

—No hay que darse por vencido, Verónica —le dijo el cura como si le leyera la mente—. Voy a volver a hablar con Carmen. Tal vez a solas, ella pueda reflexionar y nos cuente algo que te sirva.

Se habían detenido en la puerta de la parroquia. Las palabras de Pedro la habían conmovido y tenía ganas de llorar. Se sentía una estúpida por emocionarse por lo que decía un cura. Lo mejor era irse rápido de ahí. Le pidió que, si se enteraba de algo, la llamase. Él quiso acompañarla hasta la salida de la villa, pero Verónica se negó. El sacerdote insistió y ella no sabía si lo hacía porque realmente era peligroso que ella anduviera sola o si simplemente quería ser amable. El caso es que llegaron a la avenida Argentina sin que volvieran a hablar.

Se despidió de Pedro, cruzó la avenida y se dirigió a su auto. Estaba buscando las llaves en su cartera cuando escuchó:

—Ey, señora.

Del otro lado del vehículo, sobre la vereda y a la altura del baúl, estaba parada la hermana de Vicen. Sola, sin el bebé en brazos con el que la había visto unos minutos atrás.

—A mi hermano lo mataron, ¿no?

Lo dijo casi en un susurro que a Verónica le costó oír. Tal vez ni siquiera había dicho eso exactamente. Verónica rodeó el auto y se acercó a la adolescente. Miró hacia el lado de la villa. Se le cruzó la idea de que en cualquier momento podía aparecer la madre para hacerla volver a la casa. Pensó en subirla al auto y llevarla lejos para charlar.

—Cuando se fue con el cura yo la seguí. Quería hablar con usted.

—¿Cómo te llamás?

—Milagros. Me dicen Mili.

En la otra cuadra se veía el cartel de un bar. La tomó levemente del hombro y le dijo:

—Vení.

Mili la siguió y fueron al bar. Pidió una Coca-Cola para la chica y un café para ella. Mili estaba seria, pero no parecía incómoda. Tenía un buzo azul y, encima, una campera de jean que no se quitó.

—A tu hermano lo atropelló un tren, pero lo que pienso es que él estaba en las vías porque alguien lo había llevado ahí.

—Vicen siempre se metía en quilombos.

Debía de tener quince o dieciséis años. A Verónica le pareció una chica hermosa. Ejercía ese tipo de atracción que resultaba agresiva para las otras mujeres y que acobardaba a los hombres. A Verónica le hubiera gustado ser así a esa edad.

—¿Vicen iba a la escuela?

—Iba. Había repetido cuarto grado. Mi vieja casi lo mata.

—¿A qué escuela iba?

—A la 24, como yo.

—¿Vos estudiás?

—Dejé en segundo año.

Verónica no se animó a preguntarle qué hacía. No quería ponerse en el papel de un adulto dando consejos a una adolescente que tal vez se drogaba o se prostituía, o esperaba que algo ocurriera en su vida que la sacara de la villa. No estaba para eso. En pocos años esa chica iba a parecer de treinta y cuando llegara a los treinta iba a parecer de cincuenta. Se llenaría de hijos en el mejor de los casos, si es que no moría joven por culpa del paco, o en manos de un marido borracho y golpeador.

—Además de la escuela, ¿con quién se juntaba tu hermano?

—Con los pibes del barrio.

—¿Pibes de su edad?

Mili se encogió de hombros como había hecho cuando su madre la había mandado a que se metiera en la casilla.

—De su edad, más grandes, más chicos. —Mili tomó un sorbo corto de su Coca-Cola y agregó—: Le gustaba jugar a la pelota. Quería ser futbolista.

—¿Iba a algún club?

—Sí, jugaba en Brisas de Primavera. Una vez lo escuché decir que su técnico lo iba a llevar a River o a Vélez para que jugara ahí.

—¿Te acordás cómo se llamaba el técnico?

—No.

Tomó otro sorbo y se quedó callada.

Verónica le iba a hacer otra pregunta, pero algo la detuvo. Hacía muchos años, un fotógrafo le había dado una clase de periodismo. Ella tenía veinte años y escribía sus primeras notas para una revista de información general. Entrevistaba a una mujer que había sido víctima de una mala praxis médica. Le habían diagnosticado erróneamente una enfermedad y la medicación que le habían dado la había dejado estéril. Las preguntas de Verónica, prolijamente escritas en un anotador, eran sobre el papel de los médicos, sobre el hospital, las características del tratamiento, cómo habían descubierto el error. En cierto momento la mujer hablaba de que su marido la había convencido de denunciar a la clínica y a los médicos y se quedó callada. Verónica iba a aprovechar ese silencio para preguntar algo de tipo legal. En ese instante, el fotógrafo (un tipo de unos cuarenta años, malhumorado y cínico, al que ella seguía recordando como uno de sus maestros en el oficio) apoyó su mano en la rodilla de ella. Él se había agachado para tomar una foto y desde esa posición había tocado su pierna. Verónica lo miró confundida. Le pareció una desubicación del tipo, pero él hizo un gesto con la boca, un gesto leve que indicaba que se quedara callada. Cuando volvió la vista a la paciente, la mujer empezó a hablar de lo frustrante que había sido su vida desde entonces, saber que nunca iba a tener hijos, que su matrimonio había comenzado a destruirse desde ese momento, que se habían separado. Cuando salieron de la entrevista, el fotógrafo encendió el enésimo cigarrillo del día y, como quien dice algo al pasar, le comentó: «A veces, nena, callarse es la mejor pregunta que podés hacer». «Si me quedo muda, no hay entrevista», le había contestado ella, que creía saberlo todo. «Mirá, nena, es como una canción, una música, tenés que sentir en tu interior ese llamado al silencio para que el otro diga lo que uno quiere escuchar desde que empezás el reportaje. Si fueras varón, te lo explicaría con una metáfora futbolística que no vas a entender. Tenés que saber hacer la pausa. Y dejá de anotar preguntas, que parecés una estudiante de periodismo».

Y ese momento de silencio había llegado con Mili. La chica volvió a tomar de su Coca-Cola y trayendo de la mente algo que luchaba por salir desde hacía mucho tiempo recordó:

—Hace unos meses el técnico lo llevó a un partido de noche. Vicen apareció como a la una de la mañana. Me lo crucé en la avenida. Él me dijo un montón de pavadas. Bueh, con Vicen nos puteábamos mucho. Nos peleábamos seguido. Yo le dije que no era hora para que un pendejo como él ande en la calle. Y él me dijo algo parecido. Para burlarme saqué un billete de cien pesos que tenía guardado y él sacó de su pantalón otro billete de cien. Me asusté. Pensé que lo había agarrado uno de esos tipos degenerados. Me puse como loca. Lo tomé del cuello y le di un par de cachetazos preguntándole de dónde había sacado la guita. En otra ocasión él me hubiera devuelto las cachetadas a las patadas, pero se ve que se asustó y me dijo: «Me los gané jugando contra otro pibe». Yo no le creí, pero tampoco me animé a decirle nada a mi vieja. El día que lo pisó el tren él había dicho que iba a la cancha, pero yo pienso que fue al mismo lugar donde ganó la plata.

—¿Te dijo qué tipo de juego era?

—Sí, pero no entendí. Sonaba todo a un invento para que le dejara de pegar cachetazos. Era contra otro pibe. Es lo único que me acuerdo.