Impulsados por la felicidad de irse, expulsados por el sistema educativo que no los quería ni un minuto más ahí, los chicos salieron de la escuela como una plaga de hormigas blancas. Arrastraban los pies hasta que se ponían a correr, iban callados hasta que comenzaban a insultar, parecían tiernos hasta que le pegaban entre cuatro a un compañerito. En medio de esa multitud iban Dientes y el Peque. Se retrasaron porque en la fila hubo promesa de pelea entre otros dos compañeros, pero al llegar a la puerta cada uno se fue por su lado. Así que Dientes y el Peque partieron hacia la casa.
Como de la nada, apareció Rivero. Dientes notó que el Peque retrocedió un pequeño paso. Un gesto imperceptible que solo él podía notar en su amigo.
—Peque, mi viejo, me abandonaste el equipo.
Rivero sonreía, detenido a un metro de ellos, que también estaban quietos. Alrededor, los demás chicos caminaban empujándose unos a otros, ajenos a la escena. Dientes pensó en el perro al que habían envenenado, cuando los descubrió robando los cables y se quedó mirándolos en la entrada del garaje.
—Vení que tengo que hablar con vos.
El Peque avanzó y Dientes se quedó quieto. Estaba claro que Rivero no quería que Dientes participara de la charla. Rivero y el Peque comenzaron a caminar. Dientes los siguió varios metros atrás. No avanzaron mucho. Al llegar a la esquina, se detuvieron. Rivero era el que más hablaba. El Peque parecía apabullado y cada tanto movía suavemente la cabeza de un lado a otro. El técnico lo palmeó en el hombro y se fue. Dientes se acercó al Peque.
—¿Qué quería?
—Que vuelva al juego de los trenes.
—¿Qué le dijiste?
—Que no.
—¿Se enojó?
—No sé. Le dije que mi vieja no me dejaba más salir de noche solo. Ahí se fue.
Dientes se volvió y corrió hacia donde se había ido el técnico. Le gritó:
—¡Rivero, Rivero!
Rivero se dio vuelta y lo miró con extrañeza, como si no reconociera al chico que estaba al lado del Peque unos minutos antes, o al que lo acompañó cuando su amigo fue por primera vez al Brisas. Dientes se presentó.
—Yo soy amigo del Peque. Fuimos juntos al club, ¿se acuerda?
—Creo que sí.
—El Peque me dijo que usted hace un juego de aguante en las vías.
—El Peque habla demasiado.
—A mí me gustaría jugar.
Rivero se quedó callado unos segundos, mirándolo, como si con los ojos pudiera entrarle al cerebro y leer todo lo que pensaba.
—¿Cuántos años tenés?
—Doce.
—¿Y tus padres te dejan salir de noche?
—Vivo con mi mamá nada más. Ella me deja hacer lo que quiera —exageró Dientes.
Hubo otro silencio de Rivero. Al final le dijo:
—Jugás a la pelota también, ¿no?
—Sí, casi todos los días.
—Bueno, venite al club el martes. No te prometo nada. Pero no hagas como el boludo de tu amigo. No andes boqueando por ahí ni lo del Peque ni lo que me dijiste a mí. Los hombres hablamos poco y hacemos mucho.
Dientes dio media vuelta y fue corriendo a donde lo esperaba el Peque. Mientras corría esquivando a algunos compañeros de la escuela, pensó que él también se iba a ganar cien pesos. Él tenía más aguante que nadie.