III

Porque Rafael sabía que pasaba algo y que Rivero era responsable. Eso lo notaba con solo observar al técnico, que se movía por el club como si fuera el dueño. De hecho, era el que tomaba decisiones que le hubieran correspondido al presidente del club, un viejo que fumaba toscanos y que se la pasaba jugando a las cartas con otros jubilados.

Pero si había algo que no esperaba, era que el propio Rivero se le acercara y le abriera las puertas hacia un lugar que no sabía si estaba dispuesto a llegar. Fue una tarde en la que todavía estaba muy fresca la conversación que había tenido con Martina sobre el Peque y cuando todavía no se apagaba entre los habituales parroquianos del club el recuerdo del chico muerto en las vías.

Rivero se había acomodado en una de las mesas del bar. Se había pedido un fernet con cola y cuando Rafael se lo llevó le pidió que se quedara, que se sentara, que quería hablar con él. Rafael no había comentado con nadie sus dudas. Rivero no podía saber nada, a no ser que leyera la mente. O fuera más bicho, más observador que él.

—Me dijeron que tenés una hija. ¿Qué edad tiene?

—Diez años.

—Uh, esa es una linda época. Todavía no joden con los novios.

Rafael no pensaba ofrecerle nada de él, ni siquiera una sonrisa de compromiso. Así que solo asintió levemente con la cabeza y se quedó esperando a que Rivero retomara su discurso.

—Me imagino que con lo que ganás acá no te alcanza para una mierda, ¿no? Más si estás separado, porque estás separado, ¿no? Que pasarle guita a la bruja, que la piba necesita cuadernos y lápices, que alguna novia que hay que invitar a salir. ¿Tenés novia?

—No por ahora.

—Ni que hablar si vas a cabarutes. Las minas están cada vez más caras. Bueh, así es la vida. Escuchame, che, ¿te interesa ganarte unos pesitos extras?

—Sí, todo lo que sea trabajo.

—Bien, te cuento. Antes, una pregunta: ¿te interesa el fútbol, ves partidos?

—Sí, bastante.

Un león, eso era lo que parecía Rivero. Un león bien alimentado, poderoso, que nada lo asusta. Que puede ser generoso incluso con la presa que está por comer.

—Mirá, ando necesitando alguien de confianza. Alguien que esté atento, que sepa observar. Este club es un semillero. Los pibes llegan acá y los pulimos. Convertimos en finos jugadores a los rústicos que traemos de la calle. Y de acá se van a Argentinos Juniors, a Vélez, a River. Tenemos el prestigio de contar con pibes de primera calidad. Si no fuera porque el club está hecho mierda, podríamos jugar en las mejores ligas infantiles, pero qué se le va a hacer. El presidente prefiere tener a estos viejos de mierda jugando a las cartas. ¿No te parece que habría que rajar a todos estos viejos?

—No lo había pensado.

O tal vez uno de esos leones de circo. Que parecen tranquilos pero capaces de dar un zarpazo, una mordida mortal cuando uno menos se lo espera.

—Yo lo que quiero es seguir alimentando las canteras de los grandes clubes con buenos jugadores. Y para eso necesito gente. Porque a la mayoría de los pibes que juegan acá los encontramos jugando en la calle, en las plazas. Tengo gente buscando en esos lugares, yo mismo salgo todos los fines de semana a mirar pibes. Parezco un viejo bufarrón buscando pendejos. Pero la verdad es que así es como después sacamos a los buenos. —Rivero tomó un largo trago de su fernet con cola. Se limpió la boca con la mano y continuó—: No te la hago larga. Necesito a alguien que vaya a buscar pibes a los campitos que hay del otro lado de la autopista Dellepiane. ¿Ubicás el lugar?

—Sí, conozco.

—Mejor, entonces. Hay que ir, mirar a los pibes que juegan al fútbol, charlar con ellos y traer para el club a los que valen la pena. Ojo, viste que dije los que valen la pena y no los mejores. Porque no siempre una cosa coincide con otra. A mí no me interesa el pendejito habilidoso que quiere ser estrella. Ojo, que si hay un Tévez lo agarramos y lo traemos. Pero lo que quiero es al pibe con garra, valiente, que va al frente. Y ahí necesito que sepas tanto de fútbol como de psicología. Hablá con los pibes. Si ves que son muy delicados, que enseguida están detrás los padres hinchando las bolas, a esos no me los traigas. Los mejores son los que se arreglan solos. ¿Me seguís?

—Creo que sí. Pibes con espíritu de hombres.

—Exacto. Vos lo dijiste. Veo que me entendés. El laburo lo tendrías que hacer el fin de semana o cuando puedas. No te voy a estar vigilando si cumplís horario. Hay cien mangos por el laburito semanal, pero por cada pibe que traigas y que valga la pena, hay quinientos mangos. Linda cifra, ¿no? Y te los pago tiquitiqui, al momento que el pibe firma la ficha del club. Los cien mangos los cobrás sí o sí todos los lunes. ¿Estás de acuerdo?

Rafael sentía que estaba poniendo la cabeza en la boca del león. Un león que en ese momento le mostraba los dientes en una sonrisa aparentemente paternal, cariñosa, pero que no era más que la entrada a las fauces de una bestia.

—Sí, claro que sí. Este sábado voy a ver a los chicos jugar.

—Excelente. Lo mejor son los pibes de más o menos diez años. Qué lástima que no tenés un hijo varón. Si no, me lo traías y te lo sacaba un Maradona.