II

En los últimos meses, Rafael se había hecho amigo de Julián, casi podría decirse que era su único amigo, si no contaba a los compañeros del programa de recuperación. Julián no se llamaba Julián sino que tenía un nombre levemente similar: Xian. Julián era chino y tenía un local de autoservicio a unos metros de la pensión donde vivía Rafael. Xian había decidido llamarse Julián, su mujer china se llamaba Elsa y a la hija de ambos, que había nacido en Argentina, le pusieron Juliana.

Había empezado como una simple relación comercial. Rafael iba habitualmente al minimercado de Julián a comprar lo que necesitaba para el día: fiambre, pan, fideos, arroz, sobrecitos de jugo Tang, hamburguesas, papel higiénico, jabón, bizcochitos de grasa, yerba mate. No mucho más. De a poco, Julián comenzó a mostrarse como una persona curiosa. No tanto de la vida de Rafael como de las costumbres argentinas. Podía preguntarle qué debía hacer en caso de chocar con su camioneta, o adónde ir para vacunarse contra el sarampión, o por qué no se debía hervir el agua cuando se cebaba mate. Rafael al comienzo le contestaba apurado, pero después descubrió que Julián no solo estaba dispuesto a aprender sobre la forma de vida nacional, sino que estaba dispuesto a hablar de él mismo. Fue Rafael, entonces, el que empezó a preguntar. Así se enteró de que Julián había llegado al país cinco años atrás, que antes había vivido dos años en Londres. Que había nacido en Beijing y que Elsa, su mujer, era de un pueblito a quinientos kilómetros de la capital china.

—Yo, hombre de ciudad. Ella, mujer de campo.

Julián era profesor de artes marciales y escritor. Había publicado un libro sobre técnicas de kung-fú.

—Vendí muchos miles de ejemplares. Yo no gané nada. Todo para el Estado. Por eso me fui.

En Londres había dado clases y había intentado traducir el libro, pero no se acostumbró a esa ciudad. Le ofrecieron venir a Buenos Aires, donde ya estaban viviendo muchos familiares. No era difícil poner un negocio, si se contaba con el apoyo de sus conciudadanos.

—Yo pagué todo. No tengo deudas ni enemigos. Todos contentos —dijo y se rio porque así se llamaba su minimercado: Todos Contentos.

No hubiera pasado de ser una amistad entre cliente y comerciante (como las que recordaba en su infancia en Bernal, cuando su padre se pasaba las tardes hablando con el almacenero del barrio mientras picaban unos pedacitos de queso provolone), si no hubiera sido porque un día Julián le dijo que quería ser hincha de algún club de fútbol. Si le recomendaba alguno. Rafael le dijo que él era de Independiente.

—Rojo recuerda bandera de mi país. Otro equipo.

—Qué sé yo. Podés ser de Boca, River, Huracán, Chacarita. Cualquiera menos Racing.

—Chacarita. Me gusta el nombre: Chacarita.

—Mirá que se está por ir al descenso.

—No importa. El amor por la camiseta es más fuerte. Yo, a partir de ahora hincha de Chacarita.

Unas semanas más tarde Chacarita jugaba contra Independiente en San Martín y Julián lo invitó a ir a la cancha. Fueron juntos a la tribuna popular de Chacarita. Julián no pudo festejar mucho porque el Rojo ganó 2 a 0, pero se sabía la formación de su equipo y hasta insultó al técnico con una precisión ofensiva envidiable. Mientras volvían en el 114 (Julián sin ganas de hablar ni de preguntar, deprimido por la derrota), Rafael le contó de sus adicciones pasadas, de su hija, de Andrea. Cuando bajaron del colectivo, Julián le dijo:

—Vos tenés fuerza. Me gusta la gente con fuerza. En kung-fú enseñaba a usar el espíritu. Vos sos un luchador y ya ganaste varias batallas. Eso es muy bueno.

Tal vez por esas palabras, Rafael fue a contarle a Julián cuando Andrea, finalmente, lo llamó por teléfono. Julián escuchó la noticia moviendo afirmativamente la cabeza, dio un par de indicaciones en chino a su esposa y a sus empleados y le dijo:

—Vamos al café.

Esa fue la primera vez que se ubicaron en una de las mesas del viejo bar Por La Vuelta, que quedaba en Zambroni y Obligado. La moza, una chica que no llegaba a los veinte años, les trajo dos expresos bien cargados.

—Estaba muy seria. Le dije que quería que nos viéramos, que habláramos. No parecía muy convencida de que nos encontráramos, pero al final aceptó.

—Tiene miedo de imaginar que estás bien y verte mal. Pero te va a ver bien. Vos andá tranquilo.

Como entraba a trabajar después del mediodía, esa mañana para Rafael las horas pasaban tranquilas. Quería quedarse ahí, en ese bar, delante de una taza de café, escuchando la voz levemente aguda de Julián. Ir a Brisas de Primavera le resultaba incómodo. No podía hacerse el ciego. Invisible para los demás, sí. Ciego para sí mismo, no.