Era una duda menor, pero no se la podía quitar de la cabeza: ¿quién debía ponerle el nombre a un peluche? ¿El que lo regala o quien lo recibe? Porque una cosa es regalar un peluche cualquiera, impersonal, un muñeco más, y otra muy distinta es darle a alguien un peluche con personalidad. Decidió bautizarlo. Era un perrito peludo y con la lengua afuera. Plumero le pareció un buen nombre.
Esa mañana Rafael iba a encontrarse con Martina en la plaza. Su hija iría con su abuela y pasarían juntos un rato. Rafael estaba contento porque había cobrado en el club. Pudo pagar la habitación que alquilaba, comprarle un regalo a Martina y hasta se consiguió un celular con tarjeta para él. Le cargó veinte pesos y anotó el número en un papel que le daría a su madre. Para que lo tuviera ella, pero también que se lo pasara a Andrea. Quería hablar con su exmujer.
Después de mucho tiempo, se afeitó. Se sacó la barba que lo había acompañado todos esos años. Ahora que se miraba en el espejo con el rostro limpio, se vio a sí mismo diez años atrás, cuando era poco más que un adolescente que había terminado la secundaria en la escuela nocturna y soñaba con estudiar arte. En esa época, se imaginaba que con el tiempo se convertiría en un escultor como Henry Moore, famoso y premiado. Una década más tarde era un sobreviviente. Podría haber sido peor.
Tenía el cabello largo. Se lo ató con una colita y su cara quedó todavía más despejada, la frente amplia, más visibles los ojos marrones pequeños, temerosos a pesar suyo. Siempre había tenido esa mirada de tipo tímido, pero no lo era. La gente se confundía con él. No era timidez, sino indiferencia, rechazo, incomprensión. Cualquier cosa menos timidez. Se acarició la mejilla. Su piel estaba suave. Le gustaba verse como aquel adolescente que se había perdido hacía tantos años. Como si se salteara todo ese tiempo de mierda para reaparecer ahora.
Caminó las cuadras que separaban la plaza de la pensión con paso tranquilo. Era temprano y quería disfrutar cada momento de ese sábado. Cuando llegó al lugar de encuentro, su hija y su madre todavía no estaban. Se sentó en un banco libre y contempló esa mañana fríamente primaveral. El mes siguiente ya haría más calor. Si estuvieran todavía en invierno, se tendría que haber conseguido una campera más gruesa que la que tenía y que servía solo para días como ese.
Vio a su madre y a su hija antes de que ellas lo descubrieran. Venían de la mano, distraídas con los chicos que corrían o jugaban a la pelota. Martina tenía una campera inflable rosa con capucha imitación piel. Pensó en todos los esfuerzos que habría hecho Andrea para que su hija estuviera bien alimentada, fuera a la escuela y llevara ropa de buena calidad. Cuatro años en los que él había estado ausente, armando quilombo, molestando a su propia familia. También pensó en su madre, que había sacrificado su vida para ayudar a Andrea y a Martina, es decir, a él, en detrimento de sus hermanos. Esos hermanos que a Rafael lo trataban con desprecio o indiferencia, su manera de manifestar los celos por el amor que le ofrecía su madre. Rafael se puso de pie y las saludó cuando finalmente ellas lo vieron.
—Papá, parecés otro, un tipo mucho menos viejo.
—No soy viejo.
Su madre le acarició la cara, como buscando los restos de la barba perdida. Después se alejó y se puso a caminar por la plaza. Prefería dejarlos solos. Darles ese breve tiempo para que pudieran relacionarse. Martina debía de recordar perfectamente a su padre en el hogar. Había vivido el descontrol que él generaba y sufrido como nadie con su partida del hogar. Había reclamado por él y lo seguía haciendo. Volver a verlo era una exigencia más que un ruego. Se lo había pedido a su madre y había fracasado. Lo había intentado con la abuela, que le prometió que, cuando el padre estuviera bien, ella la iba a llevar a verlo, aunque su madre no quisiera. Y la abuela cumplió la promesa. Allí estaba Martina, con su perro Plumero en una mano y la otra tomada de su padre rumbo al puesto de gaseosas.
Martina le contaba todo, quería que su padre pudiera reconstruir su vida segundo a segundo en cada encuentro que tuvieran. Cómo estaba la casa en la que vivía, cómo era la escuela. Le habló de su maestra, de sus compañeros, de su mejor amiga. Le explicó con detalle qué era un máximo común múltiplo y un mínimo común divisor. Le repitió de memoria una lección sobre San Martín y lo desafió a que le preguntara la capital de todas las provincias argentinas. Solo dudó en Chubut. Le dijo que no le gustaba jugar con los varones de la escuela porque eran todos unos brutos, aunque a ella le gustaba jugar a la pelota. Que en la casa tenía dos amigos, el Peque y Dientes. Rafael le dijo que se acordaba de los dos chicos. Que a Dientes no lo veía desde hacía mucho tiempo, pero que al Peque lo veía seguido en el club donde él trabajaba porque jugaba ahí al fútbol.
—Pobre Peque —dijo Martina—. Hace más de una semana que no sale de su pieza. La mamá dice que está enfermo.
Rafael cayó en la cuenta de que hacía días que el Peque no iba al club. No le había prestado atención a su ausencia, por cómo habían quedado todos consternados cuando supieron que Vicen había muerto atropellado por un tren en Ciudadela. En el club se habían enterado igual que todo el mundo: primero apareció la noticia en la televisión sin decir quién era la víctima, a los pocos días alguien trajo el Tiempo Argentino, donde informaban que el chico atropellado por el tren era Vicente Garamona, Vicen, el pibe que venía desde Ciudad Oculta para jugar al fútbol en el club. Rafael no podía creer que una vida quedara trunca por algo tan idiota y peligroso como jugar en las vías del tren. Alguien, un parroquiano de los que pasaban las tardes entre naipes y vasos de vino moscato, recordó que otro chico que iba al club había perdido un brazo por jugar a lo mismo. Todos se preguntaban qué podía estar haciendo Vicen en Ciudadela, tan lejos de donde vivía. Alguien dijo que los pibes de la villa recorrían toda la ciudad buscando cartones o robando estéreos de los autos. Rafael no decía nada mientras servía los vasos de vino, pero para él era obvio que si estaba saltando en las vías no había ido a robar a Ciudadela. Sin embargo, no podía entender qué hacía tan lejos, haciendo qué. El recuerdo de Vicen lo había alejado momentáneamente de su hija. Por un momento tuvo miedo de que le pasara algo a ella, tan pequeña y frágil como era ese chico. Escuchar la voz de Martina lo tranquilizaba.
—Pero la mamá no sabe la verdad.
—¿Qué es lo que no sabe?
—Que no está enfermo.
—¿Se hace el enfermo para no ir a la escuela?
—No, está loco. Se volvió loco.
—Bueno, no será para tanto.
—Me lo dijo Dientes. Me dijo que el Peque había visto algo que lo había vuelto loco.
—¿Algo?
—Vio morir a alguien. Dientes dice que el Peque le dijo que no le dijera a nadie que vio morir a otro pibe.
—¿Y cómo lo vio?
—No sé. Pero Dientes dice que el pibe estalló en mil pedazos, como en las películas de terror.
—Dientes te dijo eso para asustarte. Debe ser todo un invento.
—Si yo no me asusto con nada.