VII

El sábado habían jugado contra los de mantenimiento de Moreno. Uno de esos partidos a los que mejor hubiera sido faltar. Los tipos debían de creer que estaban jugando la final del mundo por cómo ponían. Para colmo, había varios con botines. Uno de esos le clavó a Lucio los tapones en la pantorrilla. No lo quebró porque dios es bueno, pero esos cortes tardarían en cicatrizar.

Verónica descubrió su pierna lastimada después de haber tenido sexo. Se acercó a las heridas y las miró fascinada, como si estuviera frente a pequeñas piedras preciosas. Apoyó su dedo en una. Lucio movió hacia atrás la pierna.

—No seas maricón —le dijo buscándole los ojos.

Lucio no dijo nada. Puso la pierna en el mismo lugar que antes. Ella la acarició rodeando cada una de las heridas. Tenían forma de rubíes. Volvió a poner la yema de un dedo sobre la que estaba todavía en carne viva. Apenas la tocó. Una caricia tan leve que podría creerse que no tenía contacto con la pierna de Lucio. Hizo presión levemente. Lucio sintió que le quemaba.

—No me digas que te duele.

Lucio le sonrió y ella debió de tomarlo como una invitación a que apretara más fuerte. Hundió su dedo en la llaga hasta que sintió que Lucio temblaba. Él no aguantó más y se retiró un poco. Ella ahora contemplaba su dedo, que tenía sangre de él. Se lo lamió y después chupó el hilito de sangre que había comenzado a correr por la pantorrilla de Lucio. Verónica le hundió sus largas uñas cerca de la rodilla. Lucio quiso tomarle un pezón y ella le dio un cachetazo corto y rápido en la mano mientras seguía chupándole la pierna. El chirlo lo sorprendió. Debía cuidarse de ella. La tomó de los cabellos tan rápido y fuerte como pudo. Verónica gritó. Lucio aprovechó para ponerse a su lado e intentó acostarse sobre su espalda, pero ella se dio vuelta ágilmente y quedó boca arriba. Lucio la tomó de las muñecas con una sola mano. Una mano fuerte y grande. Las de ella parecían dos gorriones atrapados. Era evidente que a ella le dolía, pero no se quejó. Lucio golpeaba sus caderas contra la pelvis de ella, que seguía sin quejarse. La golpeaba cada vez más duro, con toda la rudeza que podía darle a su cuerpo entrando y saliendo del cuerpo de ella.

Verónica lo miraba a los ojos y le sonreía.

—Dale, asesino, cogeme así.

Él golpeó todavía con más fuerza mientras la palabra asesino lo cubría como una saliva pegajosa. Acabó y no se desplomó sobre ella, sino que se acostó a su lado. Verónica lo miró con una sonrisa indescifrable.