VI

Pasó cuatro días sin tener noticias de Verónica. Él tampoco le había mandado ningún mensaje de texto ni la llamó. Aunque cada vez que recibía un sms pensaba que era ella. Y finalmente fue ella el lunes por la mañana. Verónica le texteó: «Necesito pedirte un favor».

—Necesito pedirte un favor —repitió ella cuando la llamó por teléfono—. ¿Podrías acompañarme a un lugar?

—¿Acompañarte?

—Uf, es difícil de explicar. Bah, en realidad es sencillo.

—¿Difícil o sencillo?

—Necesito que me acompañes a Lugano. Iría sola, pero me parece que es mejor si voy con alguien. Y pensé en vos.

Quedaron en encontrarse a la mañana siguiente en Rivadavia y Avenida La Plata. Ella iba a pasar con un auto, un Volkswagen Gol blanco, e irían hacia Villa Lugano. No le aclaró más.

Esta vez ella llegó puntual: a las once de la mañana. A Lucio le sorprendió que en el asiento de atrás hubiera una silla de bebés.

—El auto es de una de mis hermanas —se apuró a explicar Verónica—. Hasta se huele el olor de la papilla.

—Yo no huelo nada —y mirando la silla de bebé dijo—: Marca Chicco, mis hijos tenían la silla de comer de la misma marca.

Tomaron por la autopista que va a Ezeiza y descendieron a los pocos minutos en el acceso a la calle Larrazábal. Fueron por unas calles que Lucio no conocía y que Verónica llevaba marcadas en un plano.

—Para el cumpleaños a mi hermana le voy a regalar un GPS.

—¿Dónde estamos yendo?

—A visitar algunas casas.

—¿Tu familia?

—No, no te asustes. La esquina de Larrazábal y Zelarrayán es, para llamarlo de alguna manera, el centro geográfico de donde provienen los chicos que fueron atropellados por el Sarmiento en los últimos cinco años. Tengo datos de las direcciones de seis casos. Incluso tengo la dirección del pibe que se murió la semana pasada.

Verónica detuvo el auto en un cruce y se quedó mirando.

—Por acá anduvieron seguramente estos chicos. ¿Qué harían? ¿Limpiarían parabrisas? Mirá esos pibes con guardapolvos. ¿No tendrían que estar en la escuela? Cualquiera de ellos podría ser el próximo, pero ¿cómo puedo averiguarlo?

Volvió a poner el auto en marcha y siguió internándose por esas calles.

—¿Son todos de acá? —preguntó Lucio—. ¿Esto qué es? ¿Mataderos?

—Me parece que Mataderos es más hacia la izquierda. Esto es Lugano, Villa Soldati a mi derecha y también hacia mi izquierda la Villa 15, más conocida como Ciudad Oculta. De ahí son dos casos, el último y uno más. Pero hoy quiero recorrer los otros cuatro. Llegamos, acá tenemos nuestra primera parada.

Verónica estacionó el auto y le pidió a Lucio que esperara dentro. Bajó y fue hacia una casa de revoque grueso y vidrios rotos en la parte superior de la medianera como protección. Golpeó la puerta de chapa. Al rato salió una mujer de unos setenta años. Hablaron un par de minutos y se saludaron. Verónica volvió al auto.

—Empezamos mal. La familia se mudó al poco tiempo del accidente. Sigamos.

Verónica tomó por las mismas calles que ya había recorrido, atravesó un barrio de monoblocks a muy baja velocidad, como si pudiera descubrir lo que le interesaba con solo dar vueltas por la zona. Buscó la dirección y después de muchos intentos infructuosos dio con el edificio. Se bajó y regresó a los pocos minutos. Se metió en el auto golpeando la puerta. Se le notaba que volvía fastidiada.

—Los del departamento no saben nada. Según una vecina, los padres y el chico vivían ahí, pero se mudaron cuando el nene era casi un bebé. Obviamente, nunca hicieron el cambio de domicilio y los muy pelotudos del juzgado no comprobaron la dirección.

Revisó los datos del tercero. Llegaron en diez minutos. El lugar era una cuadra de casas bajas en cuyas veredas se acumulaba la basura. Verónica buscó el número que tenía anotado y fue hacia allí. La puerta estaba abierta. Dijo «hola» en voz bien alta. Apareció una chica con un bebé en brazos. Lucio veía desde el auto cómo Verónica hablaba y la chica movía la cabeza negativamente.

—Vamos. Acá no saben nada.

La cuarta dirección era una casa de departamentos que se venía abajo. Había un gordo morocho sentado en la puerta con aspecto de pocos amigos. Lucio se ofreció a bajar en lugar de ella. Verónica dudó y al final aceptó que bajaran los dos.

—Buenas —dijo Verónica.

El hombre debía de tener unos cuarenta años, sudaba a pesar del fresco. O tal vez era una capa de grasa que lo cubría. Los miró serio.

—¿Acá vive la familia Palmieri?

El hombre la miró como si no hablara castellano. Verónica insistió:

—La familia Palmieri. Carlos y Elvira Palmieri. Uno de los hijos se llama Luis y perdió un brazo en un accidente de trenes. ¿Se acuerda?

—Me acuerdo. —Dejó pasar unos segundos y agregó—: Esa familia no vive más acá. Creo que se volvieron a Paraguay.

—¿No sabe si puedo ubicarlos de alguna manera?, ¿hay algún familiar de ellos?

—¿No le dije que se fueron? No conozco a nadie de su familia.

Verónica estaba por volverse al auto cuando Lucio le preguntó:

—Y del chiquito que perdió el brazo, ¿se acuerda?

—Claro, cómo no me voy a acordar.

—¿Sabe cómo fue que se accidentó?

—Ese chico andaba todo el día en la calle. También… con los padres que tenía.

—¿Nunca le dijeron cómo fue el accidente?

—La madre andaba como loca después. Pero si ni lo cuidaba.

—¿Y el chico qué hacía todo el día, iba a la escuela?

—No iba nunca, qué va a ir.

—¿Pedía monedas, cartoneaba?

—No servía para ganarse el peso ese chico. Vivía todo el día jugando a la pelota.

—¿Era bueno jugando al fútbol?

—Así decían. Hasta que perdió el brazo el pobrecito.

—¿Jugaba acá en la calle?

—Acá, en todos lados. Jugaba en un club, creo.

—¿En el Deportivo Español? ¿En Yupanqui?

—No, creo que era de este lado de la autopista. Un club de papy fútbol, no de cancha grande.

—¿Sabe qué club?

—¿Cómo quiere que lo sepa?

Volvieron al auto. Verónica se sentó y lo miró con los ojos muy abiertos. Después lo besó en la boca. El gordo miraría sin entender.