Ese jueves llegó a su casa temprano. Los chicos estaban jugando con una pelota inflable en la habitación y él se unió a ellos tirándose al piso y haciéndose el payaso durante un rato. Hasta que Mariana le dijo que había preparado mate. Fueron a la cocina y ahí se quedaron poco más de media hora, mateando y comiendo un bizcochuelo horneado por la madre de Mariana. Como quedaban un par de horas antes de la cena, Lucio decidió arreglar finalmente la cortina de la habitación de los chicos, que se había roto hacía una semana. Debía cambiar varias tiras que estaban podridas y se habían quebrado. Tenía algunas de repuesto que le habían quedado de una cortina vieja que se había negado a tirar. Estaba contento, porque ahora le eran útiles, como siempre sospechó que iba a ocurrir. El trabajo le llevó más de una hora. Después se puso a llenar la bañera y cuando tenía agua suficiente fue en busca de Fabián y Patricio. Fabián se había dormido en el piso. Lo despertó suavemente y cuando le dijo que tenía que bañarse el chiquito se puso a llorar. Hubo que prometerle que después de cenar le iban a dar un chocolate. Metió a los dos chicos en la bañera y se dedicó a lavarlos durante un buen rato. Mariana ya le había separado toallones y ropa limpia para los dos. El baño quedó empapado y con la ropa sucia tirada en el piso. Cuando estuvieron listos fueron al living. La cena ya estaba servida: espaguetis con estofado de pollo.
Mientras Mariana los llevaba a acostarse, Lucio levantó la mesa y lavó los platos y las ollas. Cuando Mariana volvió, él todavía no había terminado con la limpieza. Ella aprovechó y fue a la computadora, porque necesitaba bajarse unos ejercicios prácticos para la clase de 5° grado. Lucio nunca usaba Internet. Lo aburría. Tenía una dirección de email que le había sacado Mariana, que nunca chequeaba. Ella sí pasaba bastante tiempo en la computadora. Él prefería ver televisión o escuchar la radio mientras hacía algún trabajito en casa.
Estaba justamente mirando la tele cuando sonó su celular. Por un momento temió que fuera Verónica. Un temor absurdo, porque ella no lo llamaba nunca; se limitaba a mandarle mensajitos de texto. Era un compañero de trabajo.
—El chapa 7 embistió a un pendejo. En el coche comando estaba Malvino.
—Pendejos de mierda.
—Una garcha.
—¿Dónde está ahora?
—Lo llevaron al Central de Haedo, porque estaba con un ataque de nervios. Fueron Pierini y Saúl para allá.
—¿Y el chico?
—No llegó a saltar. Lo agarró bien en el medio.
Cortó puteando. Mariana lo miraba, pero no necesitaba que le explicara nada. Tampoco necesitó que le dijera nada cuando Lucio salió a la calle: quería estar solo. Caminó por la vereda, dio vuelta a la esquina y decidió llamar a Verónica. Era absurdo. No la llamaba porque quisiera pasarle información para su nota, sino porque necesitaba oír su voz, compartir con ella ese momento. Si hubiera podido, se habría tomado un colectivo y habría ido hasta el departamento de ella. Pero no se animaba a hacer eso.
Cuando cortaron no se sintió mejor. Había esperado que la voz de ella actuara como un bálsamo para su angustia, pero no había funcionado. Estaba ahí, en medio de la noche, en una calle solitaria y, sin embargo, se sentía en el medio de una vía de tren. Podía oír los gritos, ver el rostro del chico, la sensación de reducir a polvo un cuerpo.