—¿Te duele?
—No.
—Estás enojado.
Lucio la miró por el espejo. Verónica estaba parada detrás, los dos en el baño.
—Tampoco.
Lucio se miró nuevamente el labio. Había dejado de sangrar, pero se le había inflamado. Se puso agua fría. Verónica se sentó sobre la tapa del inodoro, desnuda, las piernas entreabiertas. Lo observaba como si fuera un objeto de estudio. Él también estaba desnudo, el pelo revuelto, las mejillas coloradas. Se lavó la cara. Le hubiera gustado darse una ducha, pero le pareció que ella lo iba a tomar a mal. ¿Cuándo había empezado a notar que había cosas que él hacía que a ella la ponían de mal humor? ¿Cuándo había empezado a cuidarse de no molestarla? Tal vez fue aquella vez en que estaban los dos acostados desnudos en la cama. Él le acariciaba el vientre. Le gustaba su ombligo, el comienzo del monte de Venus, la piel tersa y pálida. Le había dicho:
—Me imagino tu panza embarazada. Me gustaría hacerte un bebé para ver tu pancita.
Verónica se había puesto tensa. Le apartó la mano que tenía sobre ella.
—No digas boludeces. No digas aquello que no estás dispuesto a bancarte.
—Yo me banco lo que sea —dijo sin darse cuenta todavía de cómo se había enojado Verónica.
—No. No digas que me querés ver con panza de embarazada porque no es verdad. No me digas que querés estar conmigo en pareja porque tampoco es verdad. No digas nada que no quieras o no puedas cumplir.
Ahora ella se había puesto de pie y se había parado detrás de él para abrazarlo. A Lucio le gustaba que ella fuera tan alta como él. Las manos de Verónica le acariciaban el pecho.
—Tu mujer se va a dar cuenta de que alguien te mordió la boca.
Lucio no dijo nada. Fue a la habitación y comenzó a vestirse. No encontraba el boxer por ningún lado. Al final apareció detrás de la cama, debajo de la almohada que se había caído al piso.
Verónica se tiró sobre las sábanas boca abajo. Lucio contempló ese cuerpo que había estado hacía unos minutos entre sus manos y sintió cierto vértigo, la sensación de que tarde o temprano todo aquello se iba a terminar. Se puso los pantalones y se arrodilló sobre la cama. Quería acariciarla una vez más, tocarla, sentirla, poseerla, todo aquello que le hiciera descubrir que estaban vivos y estaban juntos y tenían una cuota de la felicidad del mundo para ellos.
Pasó una mano por su espalda, bajó al culo y de ahí a las piernas. Verónica tenía moretones en los muslos, en las nalgas, en el costado izquierdo por debajo del pecho. Esos moretones se los había hecho él. Algunos eran de un color violáceo, otros más rojos o amarillos. Ahora él ya había acabado, estaba vistiéndose, se despedía, y por eso podía acariciarla con esa suavidad. Pero cuando se encontraban con el deseo a flor de piel no podían evitar amarse con dureza. Se mordían, se empujaban, se apretaban hasta que les dolían las manos. Él tenía varios cortes, la espalda rasguñada. El cuerpo de ella se había poblado de cardenales. Y, sin embargo, no había quejas. Ninguno de los dos había pedido ser más suave. Lucio no sabía qué pasaba por la cabeza de ella, pero él se sentía sorprendido de sus propios deseos. Nunca había tenido sexo con su esposa de esa manera.
Verónica no lo miraba. Mantenía los ojos cerrados mientras él bajaba la mano hasta su sexo y lo tocaba. Luego él apartó los dedos. Lucio deseaba en ese momento que la vida permaneciera así. Que algo de ella se quedase en él, aunque fuera en sus manos: la humedad, el olor de su cuerpo. Todo se perdería en los siguientes minutos.
Se recostó a su lado y le besó el cuello. Ella se dio vuelta y lo miró a los ojos.
—Vos sabes que te quiero, ¿no?
Lucio no atinó a decir nada. La besó y, cuando se separaron, ella le dijo:
—Gracias.
—¿Gracias por qué?
—Por tu silencio.