III

¿Por qué el muchacho le pedía perdón con la mirada? Se llamaba Pablo Muñoz, tenía veintidós años, era soltero y estudiaba economía en la Universidad de Morón. Todo eso lo supo después, cuando lo leyó en Diario Popular. Había salido una nota más larga de lo habitual porque el chico resultó ser el hijo de un diputado provincial. Lucio había guardado la página del diario donde había salido la nota. Pablo Muñoz había entrado en su vida. Lo había agarrado por los ojos y no lo había soltado hasta que la imagen del muchacho se convirtió en ruido bajo sus pies.

Unos días después de que el chico se dejara arrollar por el tren, Lucio fue hasta la Universidad de Morón. Se quedó en la puerta, mirando a los jóvenes que entraban y salían. Se imaginaba que Pablo Muñoz había hecho lo mismo muchas veces. Si no se hubiera puesto delante del tren o si él hubiera llegado a detenerlo a tiempo, allí estaría, con una mochila llena de cuadernos y apuntes.

¿Era perdón lo que el muchacho le pedía con esa última mirada? Lo había pensado cada día, cada hora desde que se lo había llevado por delante. Una mañana —tres semanas más tarde— creyó que había encontrado la respuesta, que sabía lo que quería decirle con esa mirada.

Esa misma mañana había ido hasta la ciudad de La Plata. Preguntó por el Palacio Legislativo hasta que lo encontró. Una vez ahí, trató de ubicar al diputado Muñoz. Le preguntaron de qué partido era el diputado porque había tres con ese apellido. Lucio no lo sabía, así que le dijo a la recepcionista:

—El diputado al que se le murió un hijo debajo de un tren.

Lo hicieron esperar en el hall de entrada, donde convivían personas muy disímiles unidas por el aspecto de estar esperando un favor. A los diez minutos apareció una mujer de unos cincuenta años preguntando quién era Lucio Valrossa. La mujer le dijo que era una asistente del diputado, y le preguntó cuál era la razón de su visita.

—Yo manejaba el tren que atropelló a su hijo.

La mujer le dijo que esperase y se fue por donde había venido. Unos minutos más tarde regresó acompañada de un señor calvo, petiso y gordo, que tenía aspecto desprolijo a pesar de su saco y su corbata. La mujer señaló a Lucio, pero no se acercó a él. Solo el diputado fue hacia donde estaba el maquinista.

—Quería decirle que siento lo que pasó con su hijo.

El diputado Muñoz movió afirmativamente la cabeza. No tenía nada para responderle. Podía tal vez preguntar si el muchacho había sufrido cuando el tren lo arrolló, o si pensaba que había sido un accidente. Pero el diputado parecía no querer hablar de esas cosas. No quería que viniera nadie a contarle lo que no estaba dispuesto a escuchar.

—Hay algo más. Cuando apareció su hijo, ya no se podía detener la formación antes de que lo atropellara. Vi bien a su hijo. Tenía una mirada triste. Estoy seguro de que con esa mirada me quiso decir algo: él no quiso matarse. Ya no quería matarse.

El diputado lo escuchaba mirándose los cordones de sus mocasines. Cuando Lucio terminó de hablar, Muñoz le dijo:

—Le agradezco que haya venido hasta acá para decirme esto.

Le extendió la mano y dio media vuelta. Lucio se quedó unos segundos más en el hall. Pensó en la mirada de Pablo Muñoz, en ese pedido de perdón. No le pedía disculpas por haber saltado. Le rogaba que dijera que no había querido matarse. Ahora también lo sabía el padre, y sintió que había una piedra menos colgada de su alma.