Desde que habían comenzado a encontrarse en el departamento de ella, no habían vuelto a quedar en un bar. La cita en un lugar público era una señal muy clara de que Verónica quería separar ese encuentro de los momentos que pasaban juntos en el departamento. Eligieron La Perla, porque a Lucio le quedaba cerca de su trabajo.
Esta vez el maquinista se ubicó en el sector de fumadores. Ella llegó casi al mismo tiempo que él. Se saludaron con un beso en la mejilla, como hacían cuando se despedían en la puerta del edificio de Verónica. Ella sacó una carpeta azul y se la pasó. Dentro había artículos periodísticos. Ella quería que los viera, que le dijera si había estado en alguno de esos casos. Él no podía concentrarse en las notas, ni siquiera podía leer los títulos. Y, sin embargo, cada página le recordaba lo que había ocurrido. Las muertes, los compañeros que habían dejado de conducir trenes. El Gringo Sosa, que pasó un mes internado en un psiquiátrico después de matar a uno de los pibes; Marquitos Leme, que había renunciado y nadie supo más nada de él. No. Él no se había visto involucrado directamente en ninguno de esos accidentes, pero formaban parte de su propia historia.
Verónica le pedía algo absurdo. Había puertas que estaban cerradas y que Lucio no estaba dispuesto a abrir. Si Verónica entrevistaba a sus compañeros de trabajo, algo se rompería entre ellos. El silencio que día a día ellos conquistaban se derrumbaría por la nimia razón de una nota periodística. Era absurda, casi idiota la insistencia de Verónica. ¿Cómo podía ser que no entendiera nada, que siguiera sin entender?
Porque si lo que ella pretendía era saber qué se sentía al aplastar el cuerpo de una persona con el peso de un tren, él podría contarle cada uno de sus muertos. Los rostros, los ruidos, los gritos. Estaban ahí los seis, con él. Sus seis muertos. En ese bar, entre el humo de los cigarrillos, en la pátina sucia de los pisos, en cada una de esas sillas que parecían vacías.