Una semana antes de que Lucio llamara a Verónica para avisarle del último accidente, estuvieron juntos en el departamento de la calle Lerma. A él le gustaba ir a un lugar tan distinto de su casa. Le resultaba fascinante que hubiera tantos libros, CDs y revistas repartidos por todas partes y que sin embargo todo guardara una especie de orden. Como si fuera un escenario especialmente preparado. Le faltaba el desorden interminable que generaban sus hijos en la casa. Le faltaban los muñecos tirados en el piso, los pedazos de comida que cada tanto aparecían en los lugares más inesperados, las medias solitarias en cualquier rincón.
Lo que hacía disfrutable la relación de amantes era lo mismo que hacía llevadero un matrimonio de muchos años: la rutina. Verónica y Lucio habían construido sus propios hábitos que repetían con placer. El mensaje de texto de ella, el llamado de él, la llegada de Lucio al departamento, la música que sonaba bajito como una banda de sonido para sus vidas, los primeros besos en el ascensor reanudados en la cocina mientras descorchaban una botella de vino, o las caricias mientras ella preparaba la cafetera italiana, desnudarse a medias si tenían sexo en el sofá, desnudarse completamente en la habitación, las excursiones de Verónica para cambiar la música, o para buscar unos chocolates, o unas galletitas importadas; la ropa que siempre se perdía entre las sábanas, o debajo de la cama, o quedaba en el living; los últimos besos en el ascensor, el saludo formal en la puerta. No había tiempo para mucho más en esas dos o tres horas que compartían como mínimo una vez por semana, nunca más de tres.
A veces algo rompía esa rutina. Una frase dicha que no se volvía a repetir.
—Me gusta tu espalda —le decía ella mientras la recorría con una uña larga pintada de rojo—. Parece un animal vivo. Me gusta imaginar tu espalda mientras me cogés, cómo se mueve encima de mí. Si te descubriera cogiendo con otra mina, no podría reaccionar, me quedaría mirando tu espalda. Pero si estuvieras abajo, con la espalda contra la cama, entonces sí te mataría.
O aquella noche en que llovía torrencialmente. Verónica insistió en abrir la ventana de la habitación que daba a la calle y él buscaba su cuerpo mientras ella miraba por la ventana, entregada más a la lluvia que a él.
Y esa vez en que se quedaron sin preservativos. Ella se ofreció a chupársela hasta acabar.
—¿Y el culo? —preguntó Lucio en tono casual.
Ella le pidió que cerrara los ojos y se fue hasta el baño. Al rato volvió y empezó a acariciarle los muslos, la verga, el vientre con una sustancia oleosa. Un perfume de jazmines invadió la habitación. Las manos de Verónica se movían sabiamente.
—¿Te gusta? —le preguntó y él apenas movió la cabeza, sin abrir los ojos.
Verónica se acostó a su lado boca abajo. Lucio abrió los ojos. Ella le ofreció el frasquito que contenía la esencia con la que lo había acariciado. Él se untó las manos y acarició la espalda de ella, bajó hasta su culo y lo acarició profundamente. Dejó el frasquito sobre la mesa de noche y la penetró mientras ella gemía con la boca entreabierta y mantenía los ojos entrecerrados. Él acercó su mano a la boca de ella, que primero la lamió y después la mordió. Una mordida que crecía a medida que él la embestía. El dolor se extendía de su mano al brazo, pero no atinó a sacar la mano de la boca. Al contrario, se apretó más fuertemente contra ella y, recién cuando acabó, Verónica atinó a abrir la boca y a cerrar fuertemente los ojos. Del dedo que le había mordido corría un hilo de sangre. Se limpió contra su propia pierna y se volteó sobre un costado de la cama. Quedaron así, él boca arriba, ella boca abajo, varios minutos en silencio, escuchando el ritmo agitado de la respiración de Lucio.