V

Maldita casualidad. Mientras, tirada en el sillón, pensaba en la charla que había tenido esa noche con Lucio en La Perla, desde el equipo de música sonaba The Other Woman interpretada por Nina Simone. La hacía sentirse una estúpida.

Ella no iba a llorar hasta quedarse dormida como la protagonista de la canción. Había sido un error arreglar ese encuentro en el bar. ¿Qué quería conseguir? O mejor: ¿por qué se engañaba de ese modo? Hacía rato que Lucio había dejado de ser una fuente a la que sacarle información. Querer volver a ponerlo en su lugar era una forma adolescente de negar lo que le estaba pasando: cada vez se sentía más unida a él. Necesitaba verlo, compartir el tiempo con él. Odiaba profundamente el momento en que él se iba y la dejaba sola. Ella conocía las reglas del juego. Tampoco iba a ser tan infantil de querer cambiarlas, pero no podía evitar sentirse molesta, angustiada, implorante. Aunque su forma de implorar fuera tan estúpida como para citarlo para una charla profesional. «Estás derrapando mal, Vero», se dijo en voz alta, y le sonó más como un acto de autoconmiseración que una crítica a su actitud.

Para colmo, esa noche en la que le pidió datos, contactos, recuerdos, nada de lo que él estaba dispuesto a ofrecer (¿y qué estaba dispuesto a ofrecer, eh?, ¿su cuerpo?, ¿sus gestos de hombre casado y padre de dos hijos?), terminaron abruptamente la charla, salieron a la calle, se saludaron con un beso rápido en la mejilla, como hacían siempre en la calle, y cada uno se fue por su lado. Él a comer la pasta casera de su mujercita (porque las esposas siempre cocinan comida casera) y ella a la soledad de su departamento. Y ella quería que la hubiera acompañado a su departamento, habrían cogido o no, habrían tomado una cerveza o un vino, habrían charlado o mirado el cuerpo del otro en silencio. Es cierto, después se habría ido con su esposa, pero al menos… ¿Al menos qué?