VI

No le dijo nada a Dientes y le volvió a mentir a su madre. Esa noche llegó a la esquina por donde lo pasaría a buscar Rivero. Era extraño, pero pensaba más en lo que haría al día siguiente, yendo a comprar con Dientes, que en lo que estaba por pasar en unos minutos. Rivero y el tipo de la campera de motoquero llegaron enseguida. El Peque subió atrás. Todavía no estaba su contrincante, así que se limitó a apoyar la cara contra el vidrio y mirar la ciudad de noche. Se alejaron de su barrio por una avenida donde el intenso tráfico volvía lento el andar de los autos. Al rato llegaron a unas calles oscuras. Detuvieron el auto, el hombre de la campera de cuero se bajó, miró para todos lados, y volvió a entrar.

—Esperemos unos minutos. Ya va a venir.

Rivero llevaba la radio a un volumen muy bajo. Lo subió un poco y el Peque pudo escuchar a unos comentaristas deportivos que hablaban de un partido de fútbol. La oscuridad del lugar era tan densa que ninguno de los tres se dio cuenta de que el otro chico estaba a unos pocos metros. Rivero volvió a encender el motor, le hizo luces al pibe, que se acercó corriendo y se subió en el asiento trasero libre. El Peque lo conocía. Se llamaba Vicen y jugaba en una categoría más grande que él. Alguna vez habían compartido una gaseosa después de un partido. Era de los pibes que al Peque le caían bien. No sabía por qué, tal vez porque nunca se burlaba de los demás, o porque hablaba poco.

En el auto tampoco habló mucho, más bien estuvo todo el tiempo en silencio, mirando por su ventanilla, como el Peque. Retomaron por la avenida y llegaron a una autopista. Era la primera vez que el Peque se subía a una autopista de noche y al instante quedó fascinado con las luces de los autos que circulaban por debajo, como si estuvieran en un cruce de rutas y ellos fueran por la más alta. Los autos parecían animales extraños, o naves espaciales, algo fuera de lo común. Silenciosos, veloces, los que iban por su lado, pero lentos los que se movían debajo de ellos. Hubiera querido que el coche se detuviera para ver durante horas esas luces blancas y rojas que se movían a su alrededor.

Vicen no parecía tan fascinado por el espectáculo de los autos, porque sacó algo del bolsillo y se puso a mirarlo.

—¿Qué son? —le preguntó el Peque.

—Figus, ¿juntás?

—¿Cuáles?

—Las figus de los jugadores.

—Ah, no.

Dejaron la autopista. Tras dar varias vueltas llegaron a una calle oscura que cruzaba unas vías, similar a la que habían ido la vez anterior. Había unos galpones sin luz alguna en cada una de las cuatro esquinas, y si no fuera por los autos estacionados, en cuyo interior se veían las siluetas de sus ocupantes, cualquiera habría dicho que estaban en un rincón abandonado de la ciudad.

—¿Vos ya hiciste esto? —le preguntó Vicen al Peque cuando bajaron del auto.

—Ajá. Soy el ganador.

—Yo gané dos veces —le dijo Vicen como quitándole importancia a sus éxitos.

Rivero les dio veinte pesos a cada uno.

Como la vez anterior, algunos de los que estaban en los autos salieron para ver a los pibes de cerca. Algunos saludaron al Peque con un «qué tal, campeón» o con un «vamos, nene». El Peque respondía a los saludos con una sonrisa. Le gustaba que lo reconocieran.

Después de que Rivero y el hombre de la campera tomaran las apuestas de los que estaban fuera y dentro de los autos y hablaran con otras personas por teléfono, los chicos se ubicaron en las vías. Segundos después, el hombre de la campera los hizo volver. Un auto venía por esa calle y cruzó las vías antes de que bajaran las barreras. No hubo tiempo para que los chicos se colocaran antes de que pasara el tren y tuvieron que esperar al siguiente. Durante esos minutos regresaron al auto de Rivero y se quedaron en silencio, incluso el hombre de la campera, que ya no hablaba por teléfono y había encendido un cigarrillo. El humo llenó el interior del coche. No se oía ningún ruido, nadie volvió a pasar por la calle. Rivero miró su reloj y los hizo bajar. Se ubicaron en los mismos lugares en las vías y esperaron. Recién entonces Vicen rompió el silencio, como retomando la conversación que habían tenido al llegar.

—¿Cuántas veces ganaste vos?

—Una.

—¿Contra quién?

—Contra el Cholito.

—Ese juega a la pelota conmigo.

—Me quiso asustar contándome boludeces.

—Qué forro.

—Yo no me asusto con nada.

—Yo tampoco. ¿Si empatamos nos dan la mitad de la plata a cada uno?

—Ni idea.

—Igual voy a ganar yo.

—Ja. Sí, claro.

A lo lejos apareció la luz amarilla del tren, primero débil, pero siempre firme y cada vez más visible, arrastrando una masa de sombras.

—Peque.

—¿Qué?

—¿Y si saltamos los dos ahora?

—Ni en pedo.

El tren venía precedido de la luz y por delante de la luz venía el viento que les pegaba en la cara a los dos chicos que miraban fijo hacia delante, los ojos bien abiertos. El cuerpo del Peque se tensó como un gato asustado.

Se acercaba.

En ese momento no pensaba en los cien pesos. Solo miraba al tren y de reojo a Vicen.

Tenía que ganar. Pero Vicen no saltaba.

Demasiado cerca.

¿Hasta cuándo esperar?

Un poco más.

—Dale, boludo, saltá —le gritó el Peque.

Sintió la respuesta de Vicen.

—No.

Y el Peque, sin quererlo y sin pensarlo, saltó hacia fuera de la vía. El sonido del tren lo cubrió como si cayera sobre él la pierna de un monstruo. Pero solo eran ruidos, gritos, que lo mantenían tirado en la tierra, al lado de la vía. Su ojo o su cuerpo había registrado algo que duraba una milésima de segundo, y era a Vicen quieto en la vía. Quieto cuando él saltaba y el tren pasaba entre rechinos y una bocina aterradora. El Peque miró hacia el tren, que se había detenido; el último vagón había quedado a su lado. Miró hacia abajo pero no vio nada. Era todo negro. Y por encima de su cabeza, gritos. Más gritos.

El Peque se puso de pie y comenzó a correr en paralelo a las vías, alejándose del tren. Corrió en la oscuridad dejando los gritos atrás. Corrió sin ver porque estaba oscuro y porque estaba llorando o aullando él también. Vio una calle al costado y dobló por allí para salir de las vías. Frenó al llegar a la cuadra siguiente y se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba. Saber que estaba perdido lo asustó más, y se sentó en el cordón de la vereda a llorar. Le faltaba el aire, se ahogaba, pero no podía parar. Sentía que nunca más iba a volver a ver a su mamá, a sus hermanitos. Se limpió los mocos y las lágrimas con la manga de la campera. Un auto frenó a su lado. Era el de Rivero. El otro tipo le ordenó que se subiera.

—¿Y Vicen? —preguntó con ganas de sentir que había saltado y él no se había dado cuenta. No le importaba haber perdido. Quedarse sin los cien pesos.

—Vicen te ganó.

—¿Saltó?

No le contestaron. El auto iba más rápido de lo normal. Rivero le dijo:

—Escuchame, Peque, ni una palabra a nadie de lo que pasó.

—Si hablás vas a ir preso.

—¿Preso?

—Vicen no saltó a tiempo porque vos esperaste demasiado para saltar. Si hubieras saltado antes, él estaría vivo.

—Te pueden acusar de asesinato. Así que no le digas nada a nadie por más que te pregunte cualquiera.

—Ni a tu madre, ni a la policía, ni a tus amigos. A nadie. Vas preso toda tu vida. ¿Me entendés?

—Pero yo le dije que saltara.

—No importa. Vas preso igual.

—Te callás y no te pasa nada de nada.

Lo dejaron en el mismo lugar de la otra vez. Volvió a correr, pero en esta ocasión no llevaba un billete apretado en la mano. Sentía que un puño le cerraba el pecho y la garganta.