Rafael sabía que una de sus virtudes —poco reconocida por los demás, como todas sus virtudes— era la observación. Se daba cuenta de muchas cosas mirando alrededor. Veía donde los demás —seguros de sí mismos— permanecían ciegos. Lo que más le gustaba de eso es que nadie veía lo que él veía. Mucho menos cuando estaba detrás del mostrador del bar del club Brisas, un ser casi invisible para todos, salvo para los chicos, a los que intentaba alegrarles el día regalándoles un sándwich o algún snack. De los adultos que se juntaban para jugar a las cartas reconocía a cada uno a la perfección: al fracasado, al resentido, al violento, al putañero, al que se escapaba de su casa porque no soportaba a su familia, al que estaba solo y encontraba en esas mesas un remedo de algo parecido a una familia. No le gustaba esa gente, no le gustaba lo que veía. Pero no estaba para sutilezas: lo suyo era atender. Era una suerte que hubiera encontrado ese trabajo después de haber pasado tanto tiempo sin poder hacerse cargo de su propia vida. Ahora sabía que desde ahí, desde ese lugar invisible del bar de Brisas, podía comenzar a andar un camino que lo llevara a Martina, tal vez a Andrea.
—Rafa, ¿me das una Coca grande?
Los chicos se vinieron todos sobre el mostrador. El que le pedía la gaseosa era el Peque, el chico que vivía en la misma casa que su madre y su hija. Sacó de su bolsillo un billete de cinco pesos y los demás pusieron sus monedas para llegar a los nueve pesos que valía la botella. Era la primera vez que lo veía a Peque con un billete. Les pasó la botella y les sirvió en un plato grande una generosa porción de palitos salados, que devoraron como termitas en un par de segundos.
El Peque estaba de buena racha: además del billete, Rafael había notado cómo lo trataba Rivero. Ese tipo desagradable, que maltrataba a los chicos siempre que podía, se comportaba distinto con el Peque. No lo insultaba, no lo retaba y en cambio usaba palabras elogiosas cada vez que tocaba la pelota. Rafael no era un especialista en fútbol, pero podía darse cuenta de que el Peque no era un crack en potencia. Entonces, ¿qué era lo que llevaba a Rivero a alabarlo tanto? Porque se notaba —al menos Rafael lo notaba— que en ese aliento había algo servil, como si se viera obligado a ser generoso en sus dichos. Rivero no tenía pinta de abusador de pibes, pero igual lo vigilaría sin que nadie se diera cuenta. Las ventajas de ser invisible.