Le quemaba el bolsillo, las manos, los ojos. El Peque durmió con el billete de cien pesos debajo de la almohada. Pensaba despertarse a cada hora para controlar que el billete no se fuera, pero cuando despertó era la hora de siempre. Buscó el billete y ahí estaba, tan violeta como la noche anterior. Se vistió y lo guardó de nuevo en el pantalón.
Dientes no estaba en el patio, así que fue al fondo a buscarlo. La madre lo hizo pasar y le sirvió un vaso de leche, que era lo que estaba tomando su amigo. El Peque comió algunas galletitas y no dijo nada. No necesitaba hablar ni explicar qué hacía ahí, porque no era raro que desayunara con Dientes. Salieron juntos a la calle y recién ahí el Peque le dijo que tenía algo para mostrarle. Metió una mano en el bolsillo y extrajo el billete arrugado.
—¿De dónde lo sacaste?
—No te puedo decir.
—Se lo robaste a tu vieja.
—No. No se lo robé a nadie.
—¿Quién te lo dio?
—Me lo gané. Pero no te puedo contar.
—No seas forro, decime.
—Te lo digo, pero si se lo contás a otro te reviento.
—¿A quién le voy a contar? ¿A la conchuda de mi hermana?
—Me lo gané en un juego. Rivero me lo dio —y le contó la propuesta de su director técnico, le describió la noche, las vías, la gente, Cholito, el salto, la corrida y el billete que se había ganado.
—¿Y si te pisaba el tren?
—¿Cómo me va a pisar, boludo, si yo salto antes de que llegue? Es lo más fácil del mundo. Cholito se asustó, el muy forro.
—Es un forro Cholito.
El Peque ya había decidido lo que iba a hacer con la plata. Quería unos botines para jugar al fútbol, como tenían algunos de sus compañeros de Brisas. Fueron a una casa de deportes que había en avenida Castañares. Los atendió un vendedor de mala gana, que les dijo que los botines más baratos salían a doscientos veinte pesos. Ni siquiera se los mostró. Dientes y el Peque salieron mirando para el suelo.
—Si gano dos veces más, voy a tener trescientos.
—Y si ganás cinco, tenés quinientos, ¿y?
Pero el Peque no quería ahorrar. Un billete no era más que una promesa de un futuro con botines relucientes, unos botines que le permitirían jugar mejor. Y él no quería una promesa. Quería ver y sentir esos cien pesos convertidos en cosas. Como si fuera un mago. Tengo un billete en la mano y de pronto, paf, tengo una pelota, o una Coca de dos litros, o lo que sea.
—Que se metan los botines en el culo. Me voy a comprar unas papas fritas.
—¿Unas papas nada más?
—Y lo que se me cante. Vamos al chino.
—Mejor vamos al Coto.
Se fueron hasta el hipermercado que estaba sobre Larrazábal. Tomaron un carrito pero ese día no hicieron como otras veces, en que se colgaban o corrían carreras entre las góndolas. Mucho menos probaron los productos con disimulo. Hoy tenían cien pesos, más que la mayoría de las personas que estaban alrededor de ellos.
Cargaron dos cajas de Oreo bañadas en chocolate, un blíster de seis alfajores de dulce de leche, dos paquetes de bizcochitos, dos caramelos grandes Lengüetazo, un paquete de pastillitas de goma, unas papas fritas grandes clásicas, unas papas fritas chicas con sabor a jamón crudo (para probar) y un pack de seis latas de gaseosa.
—Noventa y cuatro con sesenta —dijo la cajera después de pasar por el escáner todos los productos—. ¿Quieren donar cuarenta centavos a la Fundación Favaloro?
—Sí —dijo el Peque.
—No —dijo más alto Dientes.
—¿Quieren o no quieren?
—No, no queremos.
Metieron todo en cuatro bolsas y salieron del Coto cargados como nunca lo habían hecho.