I

Parecen un cuadro. O una foto. Son tres personas y nadie las observa. Están quietas, en la vereda que rodea una plaza. Hay árboles, chicos que corren y perros que se husmean al fondo de la imagen, y, en primer plano, autos que cruzan la calle. Pero todo lo que no sea ellos tres está fuera de foco o dibujado con trazos gruesos. Y ninguna de esas tres personas registra la plaza, ni la gente, ni los perros. Él tiene alrededor de treinta y cinco años. Hay algo de hippie a destiempo. Un abandono en su ropa y en su barba que no despertaría la confianza de nadie. Está abrazando a la nena, que tiene diez u once años. La niña está tensa, como si quisiera manifestar su desacuerdo con algo y lleva un guardapolvo blanco. A su lado, una mujer de unos sesenta años tiene en su mano la mochila con rueditas de la escuela. El joven acaricia la cabeza de la nena y sonríe tratando de parecer alegre, pero si alguien lo mirase (uno de los transeúntes que pasan a su lado, algún automovilista aburrido del tránsito cada vez más lento) se daría cuenta de que hay una gran tristeza en sus ojos. La nena mantiene la vista fija en un botón o en la ausencia de botón de la camisa de él. La mujer mayor mira al muchacho con ternura, y también con miedo a que algo salga mal, a que alguno de esos dos a los que ella observa en silencio sufra.

El joven se llama Rafael y está limpio. No hay ni cocaína ni alcohol en su cuerpo. Fue difícil. Años en el infierno y unos cuantos meses en el purgatorio del grupo de autoayuda. Pero hubo un día en que se despertó sin sed y sin ansiedad. Una mañana en que sintió que ese sí, finalmente, era el primer día de lo que venía buscando. Un cuerpo que pudiera manejar.

La mujer es su madre. Se había hecho cargo de su nieta cuando Rafael y su pareja entraron en la peor etapa de sus vidas. No quiso dejar a la nena librada a la suerte de la destrucción. La mujer de Rafael, Andrea, había recuperado su vida normal cuando él se alejó. La separación había sido la salvación de Andrea y la continuación de la caída de Rafael. La madre decidió quedarse con su nuera y su nieta para ayudarlas. La mujer tenía otros dos hijos, pero estos no le provocaban la preocupación ni la angustia que le despertaba Rafael. Ella cuidaba a su nieta como si fuera una parte más del cuerpo de su hijo.

Martina es el nombre de la nena. Es probable que se haya sentido aterrorizada al ver a su padre borracho o pasado de merca, pero no se acuerda, o ha decidido no acordarse. En cambio, siente que su padre no la quiere. Solo así entiende que haya pasado tanto tiempo sin visitarla y que ahora solo se encuentren en esa plaza durante unos minutos. ¿Por qué no volvía a vivir con ellas? Si su mamá se negaba, ella misma iba a convencerla para que lo dejara volver. Él le acaricia la cabeza, le dice que no falta mucho para que puedan estar más tiempo juntos. Que hay que tener paciencia. Le cuenta que tiene un trabajo. Atiende un bar en un club, donde los chicos juegan al fútbol. Que apenas tenga un lugar lindo donde vivir, le va a hacer una habitación para ella.

Rafael había intentado con anterioridad volver a ver a Martina, pero Andrea no lo había permitido. Ella le había dejado en claro que, ahora que estaba limpia, no iba a dejar que él, mientras siguiera destruido por el alcohol y la cocaína, tuviera algo que ver con su hija.

Tenían poco tiempo. Él le propuso comprar algo. Que eligiera ella: un helado, garrapiñada, una Coca-Cola. Ella lo abrazó y le dijo que no quería nada, que quería estar con él. Rafael entonces eligió por ella una gaseosa y unos caramelos Sugus.