V

Los sábados por la mañana, Lucio jugaba al fútbol en el Parque Sarmiento. Maquinistas y señaleros contra depósito y administración. Mientras se cambiaban para el partido, un compañero lo cargó por la periodista a la que había llevado en el tren.

—¿Ya te la cogiste? —le preguntó otro.

—Qué se va a coger este.

—Lo agarra la señora y lo cuelga de las bolas en el Obelisco.

—Mirá que esas minas son retrolas. Las apurás un poquito y las tenés comiendo de la mano.

—Comiendo de la verga.

—Mirá si le va a dar bola, por más trola que sea, a un grasa como este. A esas minas, como mucho, les olés el perfume. No son para nosotros.

Lo cierto era que a Lucio le hubiera gustado participar de la charla. Decirles que sí, que había cogido con ella y que el perfume olía muy bien, pero que todavía era mejor el olor de su cuerpo transpirado después de tener sexo. Pero no podía. La garganta se le cerraba y solo sonreía, tal vez haciéndose el misterioso, tal vez el humilde, según quién fuera el compañero que lo mirara. Lucio tampoco podía creer que esa chica se acostara con él. Era como un premio, merecido seguramente, o quizá formaba parte de esa vida irreal que llevaba arriba del tren. Porque si algo tenían en común las muertes en las vías y su relación con Verónica era que no las podía compartir con nadie. Participaban de una dimensión paralela a la vida de su familia, de sus compañeros de trabajo, de la rutina en la que se había instalado desde hacía dos décadas y que solo se rompía ante un accidente de su tren y ahora con la presencia de Verónica.

El sábado por la tarde fue con Mariana y los chicos a la casa de su hermana en Liniers. A la noche, de vuelta en casa, pidieron pizza y con su mujer vieron una película en la tele, que ya habían visto, con Hugh Grant y Sarah Jessica Parker. Hacía más de una hora que los chicos se habían dormido. Mariana lo abrazó y lo besó. Se desnudaron, y mientras la acariciaba se dio cuenta de que el cuerpo de su esposa le recordaba al de Verónica. No porque se parecieran especialmente, sino porque algo en la piel o en la forma de moverse las volvía semejantes.

El domingo se levantó temprano, cuando lo despertó Fabián. Como cada domingo, fueron juntos a comprar el pan y los churros rellenos con dulce de leche. Cuando volvieron, Patricio ya se había despertado. Mariana seguía durmiendo. Les sirvió la leche a los chicos y preparó el mate. Se tomó un par y después le llevó uno dulce a Mariana a la cama. Ella se levantó sin estar del todo despierta. Siguieron tomando mate en la cocina mientras comían los churros. Más tarde, Mariana llevó a los chicos a andar en triciclo y bicicleta a la vereda.

Lucio fue a la terraza a encender el fuego para el asado. Ese mediodía venía a almorzar un matrimonio amigo, que tenía un hijo de la edad de Patricio. Una vez que el carbón prendió, bajó a la cocina para salar la carne. Al rato llegaron los invitados. Las mujeres se pusieron a preparar las ensaladas. Lucio cortó un queso fontina, un salamín y puso unas papas fritas en un plato grande. Los chicos corrían en busca de pan y salamín y se llevaban las papas fritas a manos llenas. Los adultos se prepararon unos Gancia con soda y los chicos tomaron jugo Tang de naranja. El asado se fue haciendo con el ritmo habitual que le daba Lucio. Primero las achuras: chorizos, una morcilla, chinchulines bien crocantes y riñoncitos. Después la carne: vacío y tira de asado. Los adultos cambiaron el aperitivo por el vino tinto, un López que habían traído los invitados. De postre comieron flan casero, que había hecho la mujer del matrimonio amigo.

Luego de tomar el café, fueron los siete hasta el Carrefour de Avenida La Plata. La otra pareja quería comprar un colchón para la cama del hijo y ellos aprovecharon para hacer las compras de la semana. Los amigos no regresaron con ellos a la casa, sino que se despidieron a la salida del hipermercado. Mariana preparó café para ellos dos y la merienda para Fabián y Patricio. Muy pronto se hizo la noche. Como había comido demasiado en el almuerzo, Lucio prefirió no cenar. Vio algo de televisión mientras Mariana bañaba a los chicos. Se acostaron temprano y él se durmió enseguida.

En ningún momento del fin de semana Lucio pudo dejar de pensar en Verónica. El lunes, apenas se levantó y se encontró solo en su hogar, le escribió un mensaje de texto en el que le decía que quería volver a verla pronto. Ella le respondió que justamente estaba pensando en él. Ese fue el comienzo. Verónica y Lucio dejaron de ser amantes ocasionales, el encuentro casual de dos deseos, y pasaron a constituir una pareja, con las limitaciones de un hombre casado. En ese instante, Lucio vislumbró que Verónica modificaría de manera irreversible su vida. Ahora tenía que mentirle a su esposa, armarse de excusas, de coartadas. Buscar el momento para encontrarse con Verónica, de mañana, de tarde, de noche. Ella estaba a su disposición como nadie había estado para él. Disponían de poco tiempo en cada encuentro. Una hora y media o dos, nunca más de tres. Se encerraban en el departamento de ella, tomaban café, una botella de vino o tragos, que ella preparaba, y tenían sexo. Después, él se vestía y volvía a su rutina, a los rieles del Sarmiento o a la vida familiar.

El primer beso se lo habían dado todavía bajo los efectos del terror en la cabina del tren, pero los besos siguientes no habían sido muy distintos. Cargaban sus labios con una violencia inusitada: se mordían, se lastimaban. Lucio llevaba moretones, que le hubiera costado justificar si su esposa se hubiera detenido en ellos.