IV

A los dos días recibió un mensajito que decía: «Nos podemos ver?». Había guardado el número del celular de Verónica bajo el nombre de «Víctor R.» por si a su mujer se le daba por revisar sus contactos. «Pdo de manna l vierns», le contestó él. «Me llamás?», fue el siguiente mensaje de ella. Lucio estaba manejando la formación 5 a la altura de Villa Luro. Hablaron unos pocos minutos, hasta más allá de Floresta y antes de llegar a Flores. Lo suficiente como para que quedaran en verse el viernes a las diez y media de la mañana. A Lucio no le gustaba la idea de salir de un albergue transitorio a la luz del mediodía. Para su tranquilidad, ella lo invitó a su departamento. Como no tenía para anotar, ella le mandó más tarde un mensajito con los datos.

El viernes salió temprano de su casa. Caminó por Zuviría hasta Avenida La Plata. Buscó la parada del colectivo 15, una línea que no solía tomar y que lo llevaba hasta el departamento de Verónica. Tuvo suerte y consiguió rápidamente asiento. Se acomodó frente a la ventanilla para mirar el paisaje. Se sentía como en una excursión o de vacaciones, cuando uno tiene más tiempo para observar lo que ocurre a su alrededor. Veía el Parque Centenario y sentía que lo estaba mirando por primera vez a pesar de que en varias ocasiones había llevado a sus hijos a ese parque. Sintió que retrocedía a veinte años atrás. En ese entonces había hecho a unas cuadras de ahí un curso de manejo. Cuando se subió al auto de la escuela y le dijeron que tomara por la calle que daba al Hospital Naval para rodear el parque, le pareció que estaba descubriendo una ciudad nueva. ¿Por qué se sentía así esa mañana? ¿Se sentía inexperto, o en el comienzo de una nueva vida? ¿O era simplemente la alegría de lo distinto?

Como llegó más temprano de lo que habían quedado con Verónica, siguió una parada más y se bajó en Córdoba y Scalabrini Ortiz. Buscó un bar y entró a tomar un café. Caía ese sol luminoso y apenas tibio de los días de invierno. Dentro del bar había unos pocos parroquianos que leían el diario o tomaban lentamente un café. El tiempo parecía detenido ahí adentro, y eso a Lucio le gustó. Tenías ganas de ver a Verónica, pero esa espera en el bar le resultaba tan placentera como la idea del encuentro. Dejó pasar unos minutos de la hora de la cita y fue hacia la dirección que ella le había dado. El portero estaba en la entrada del edificio. Lucio tocó el timbre del departamento. El portero le preguntó adónde iba, a la vez que Verónica preguntaba quién era. Lucio le respondió a ella; al portero le dijo el departamento. El portero le tocó timbre dos veces a Verónica y le avisó de que él le abría. Se escuchó la voz de ella diciendo «gracias» y el encargado lo hizo pasar. Lucio tomó el ascensor. En la puerta del departamento lo esperaba Verónica con una sonrisa. Tenía puesto un jean con varios remiendos que debían de ser artificiales, un pulóver negro que le quedaba grande y estaba descalza.

—Bienvenido a la mansión Rosenthal.

Atravesaron un breve pasillo en el que colgaban un cuadro y un par de afiches. Enseguida, a la izquierda, había una puerta que daba a la cocina. Hacia allí fue Verónica.

—¿Qué tomás? ¿Café, té, mate?

Lucio fue tras ella y la vio encender una hornalla. La abrazó desde atrás, le besó el cuello y ella se dio vuelta. Se besaron y él le acarició el culo apretándola hacia él.

—Hago un delicioso café expreso o algo parecido. O también puedo ser tu chinita y cebarte unos ricos mates.

Él volvió a besarla. Después ella lo tomó de la mano y lo llevó al living. Una de las paredes estaba cubierta totalmente con una biblioteca. En las otras convivían fotos y un póster de Marlon Brando en Nido de ratas.

—Te presento al hombre de mi vida —le dijo señalándole a Brando.

Cayeron sobre un sofá en el que había revistas y diarios, que fueron a parar al piso, como el pulóver de Verónica. Debajo tenía una musculosa blanca y, debajo de la musculosa, un corpiño negro. Ella le desabrochó la camisa y se la quitó, tirándola lejos.

—Me gusta que tengas pelos en el pecho. Te hace muy viril.

Ella lo tironeó del vello y Lucio sintió un leve dolor. Se besaron en la boca y Verónica le mordió el labio. Él corrió la cara.

—¿Te lastimé?

—No.

—Es que quiero comerte.

—Sos una caníbal.

—Ya vas a ver.

Lo empujó hacia atrás, se puso de rodillas, le desabrochó el cinturón y el pantalón, le bajó el cierre y puso una de sus manos dentro del boxer. Sacó la pija erecta y repitió lo que él quería hacer en sus pezones: besos, lamidas y chupadas cada vez más fuertes. Lucio, recostado contra la cabecera del sofá, la miraba hacer. Ella también buscaba los ojos de él. Siguió chupándolo y pajeándolo hasta que lo hizo acabar. Ella aguantó todo el orgasmo en la boca. Cuando sintió que Lucio ya había terminado de eyacular, apartó la boca, le dio unos besitos cortos alrededor del pubis y subió para darle un pico en la boca. Él la abrazó y se quedaron en esa posición unos cuantos minutos. Verónica se separó para buscar los cigarrillos y el encendedor que estaban sobre la mesa ratona.

—Ahora sí. ¿Mate o café?

—Café.

Tomó el pulóver del piso y se lo puso.

—No me pongo el pulóver de pudorosa. Es que tengo frío.

Lucio se quedó mirando ese living que parecía desordenado; en realidad, lo único que había por todos lados eran libros y revistas. Por lo demás, reinaba un orden admirable. Tenía un plasma, un equipo de DVD y una notebook sobre un escritorio de madera oscura. Se imaginó a Verónica sentada frente a la pantalla de la computadora escribiendo sus notas, o sentada en el sillón leyendo algunos de esos libros.

—Decime, ¿leíste todos los libros que tenés en la biblioteca?

Verónica salió de la cocina y contempló su propia biblioteca con orgullo.

—No todos, pero sí muchos. —Se acercó y acomodó algunos ejemplares que estaban sueltos—. Gran parte de mi vida la puedo reconstruir por los libros que leí.

—Aunque no lo creas, yo fui un gran lector.

—¿En serio?

—Los ferroviarios no leen, ¿no?

—No dije eso.

Lucio le contó que de chico pasaba todas las vacaciones de verano en Santa Teresita, donde sus padres tenían una casa a dos cuadras del mar. Sus tíos también tenían una casa ahí. Lucio estaba todo el día con su primo Claudio, que era dos años mayor que él. El resto del año apenas se veían, pero esos quince días de enero eran inseparables. Y Claudio era un lector de los buenos. Leía todos los libros de la colección Robin Hood. Lucio, que lo imitaba en todo, también se puso a leerlos. Y descubrió que le gustaba. No solo en las vacaciones, sino que todo el año iba acumulando libros leídos, que después comentaba con Claudio. Su mayor orgullo era leer alguno que su primo no hubiera leído todavía, cosa difícil porque le llevaba dos años de ventaja.

—¿Y cuáles eran tus libros favoritos?

—Los de Salgari. Me encantaba toda la serie de Sandokán y su fiel compañero Yáñez. Qué loco, ahora que lo pienso el amor de Sandokán se llamaba Mariana.

—Qué interesante. ¿Y no hay ninguna Verónica en tus lecturas? No sé, algún libro de Poldy Bird, por ejemplo.

—No, no recuerdo. Sí, en cambio, me acuerdo de El prisionero de Zenda, Tom Sawyer, un libro de Verne que se llamaba Narraciones extraordinarias y Veinte mil leguas de viaje submarino.

Verónica fue hasta la cocina y volvió a los pocos segundos con las tazas de café.

—¿Azúcar, edulcorante?

—Amargo.

—Yo también lo tomo amargo. Creo que leíste más libros que yo. De chica leía la Colección Roja de Billiken.

—Nada que ver. Esos libros eran versiones cortadas. Una vez me regalaron Las mil y una noches en la versión de Billiken y tenía tres o cuatro noches nada más.

—¿Y cuándo abandonaste la lectura, si es que la abandonaste?

—Cuando tenía doce años, mis padres vendieron la casa de Santa Teresita. A mi primo lo dejé de ver en las vacaciones. Y después ya no me interesó más leer. Fui perdiendo el hábito.

Lucio se puso la camisa sin abrocharse. No tenía frío, pero le daba cierto pudor ir hasta el balcón en cueros, y quería saber qué se veía desde ahí. Se acercó al balcón con su taza de café. Enfrente había un par de casas, por lo que tenía una vista bastante despejada de esa parte de la ciudad. Techos y terrazas grises.

—¿Siempre viviste en Villa Crespo?

—No. En realidad, viví gran parte de mi vida en la casa de mis viejos que está en Callao y Juncal. Así que técnicamente soy una chica de Recoleta. Cuando pude elegir me vine a Villa Crespo, que era el barrio de mi zeide. Y de mi viejo cuando era chico. Aunque la casa de mi abuelo estaba del otro lado de Corrientes, en Malabia y Camargo. Y a mí me gusta decir que vivo en Villa Crespo. Hasta soy hincha de Atlanta. ¿Vos de qué cuadro sos?

—A mí me gusta ver fútbol y jugar a la pelota, pero no hincho para ningún club. Hincho por la selección.

—Ah, sos un pechofrío. Seguro que en el fondo sos de Argentinos Juniors o de Vélez.

Tomaron el café y después ella lo llevó a la habitación. Le volvió a quitar la camisa y se tiraron sobre la cama. Ella se levantó y sacó del placard un preservativo que dejó encima de la mesa de luz. Se sacó el pantalón y las medias, se quitó el pulóver y quedó solo en bombacha. Lucio la observó mientras ella se acostaba sobre él, y sintió cómo hundía la cara en su cuello. Él le acarició la espalda.