III

El momento más difícil fue al día siguiente, cuando llegó del trabajo. La noche anterior había arribado a su casa tan tarde que su esposa no lo sintió acostarse y él no la oyó cuando se fue a la mañana. Por eso recién se vieron en la cena del día después. Patricio insistía en mostrarle el cuaderno y Fabián quería llevarlo a la pieza para que viera lo que había armado con los Playmobil. A él, que siempre se sentía cansado para atender los requerimientos de sus hijos, esa noche le parecía que ellos lo protegían y se sentía agradecido por eso. Mariana los llamó insistentemente para que fueran a la mesa. Estaba sirviendo el pastel de papas y le pidió a Lucio que pusiera las bebidas y el pan.

Lucio temía que se le notara en la cara lo que había hecho la víspera. Era absurdo, pero se había quedado mirando en el espejo las huellas de su infidelidad. Cuando era adolescente observaba a las amigas de su hermana mayor. Sabía cuáles eran vírgenes y cuáles ya no. Trataba de descubrir en los rasgos del rostro, en su forma de hablar o de moverse los rastros de la pérdida de la virginidad. De la misma manera se buscaba ahora él marcas ocultas en su cara, o en lo que podía llegar a decir esa noche.

Mariana no descubrió nada, demasiado preocupada por un eczema que le había aparecido a Fabián. Mientras Lucio lavaba los platos, Mariana acostó a los chicos y preparó un café que tomaron en la cocina, como hacían habitualmente. Hablaron de los hijos y Mariana le contó de los problemas de una maestra que había pedido licencia. Muy rara vez hablaban del trabajo de Lucio. Desde que eran novios, Mariana sabía que a Lucio no le gustaba sacar el tema y ella lo respetaba. Como respetaba sus silencios después de cada accidente. Se conformaba con estar cerca, no dejarle demasiado tiempo a solas para que Lucio pensara. Siempre estaba dispuesta a recibir a familiares, a amigos, a quien sea que entretuviera a su esposo y no lo hiciera pensar en los accidentes. Y cuando alguna madrugada él se despertaba en medio de una pesadilla, ella se levantaba para traerle un vaso de agua. Eran las únicas veces en las que él hablaba, le contaba detalles de ese rostro que lo miraba con horror, del ruido de un cuerpo que se quebraba en mil pedazos, del olor a sangre que quedaba impregnado en la cabina.

Ya en la habitación, iluminada por la luz del televisor, se desnudaron. Estaba por comenzar la telenovela que miraban juntos, aunque él solía quedarse dormido, por lo que al día siguiente trataba de adivinar qué había pasado en la emisión anterior. Vio a su mujer en bombacha poniéndose un camisón y pensó que le gustaba, que era una mujer que le resultaba atractiva. Esa noche la habría acariciado, la hubiera hecho acabar encima de él. Pero no se animaba. Se acomodaron en la cama y esta vez él no se durmió hasta sentir la respiración lenta y reposada de su esposa.