V

Su seudónimo era Beija-Flor, como en la canción de Cazuza. Verónica era Beija-Flor: un picaflor, un colibrí, un besador de flores, aunque ella prefería la traducción errónea de «bella flor».

Nadie lo sabía y tal vez nadie sabría nunca que era Beija-Flor. Formaba parte de esa vida que ella jamás permitiría que alguien calificara de secreta. Simplemente era algo de su intimidad, de esas zonas que uno mantiene en las sombras. Había comenzado como una curiosidad. Ese espíritu inquisidor que la llevaba a ver aquello que se suponía que no le estaba permitido mirar. Internet había resultado un aleph de conocimientos bizarros: había visto decapitar gente, mugir a una vaca de dos cabezas, gemir a una rubia penetrada por tres negros a la vez. Había entrado en sitios que escupían racismo, en los que se excitaban con la menstruación, o que incitaban a la anorexia. Cada tanto hacía un turismo decadente por esos lugares que le despertaban tanta curiosidad como mayor o menor repulsión.

Visitaba el sitio, se sorprendía y se iba. Muy rara vez volvía. Las únicas páginas de Internet que habían conseguido mantener su atención con una curiosidad que se convertía en excitación eran las que contenían testimonios de tipo sexual. Relatos eróticos, más bien pornográficos. No le importaba que fueran confesiones o meros ejercicios narrativos (por lo general mediocres) de literatura erótica. Ella los leía, algunos los releía. La ponían a mil.

Cuando se registró en la página de Todorelatos.com, lo hizo para poder votar los cuentos que más le gustaban, pero poco a poco comenzó a crecer en ella otra necesidad: la de escribir ella también historias. En su caso serían ejercicios puramente literarios. Mientras sus colegas soñaban con publicar novelas o libros de crónicas, ella se conformaba con escribir bajo seudónimo para una página de relatos pornográficos. No sabía si lo que mantenía más en la intimidad era la parte pornográfica o que de noche se convertía en escritora de ficción.

No trataba de analizar lo que escribía, ni calificaba sus historias de fantasías sexuales, ni de relatos autobiográficos cuando usaba alguna escena que la había perturbado en la vida real. Al fin y al cabo, hacía literatura y todo le estaba permitido.

Ella creía que la culpa en gran parte la había tenido Sade. Cuando tenía quince años había descubierto en la biblioteca familiar un ejemplar de Justine o Los infortunios de la virtud. Muy pocas veces ante el cuerpo desnudo de un hombre había sentido el grado de perturbación y calentura que le había despertado la lectura secreta de ese libro. Desde entonces había leído gran parte de la obra del Marqués, pero nunca había vuelto esa sensación primigenia de placer, miedo, asco, desazón (por no ser Justine) y felicidad (por la misma razón).

Sade le había abierto un canal en su cerebro por donde viajaban sus deseos y sus inquietudes. En la web buscaba pornografía vinculada a prácticas sadomasoquistas. Y sus relatos apuntaban en esa dirección. Hombres y mujeres unidos no solo por el deseo sino también por el dolor. O mejor, por el deseo de dolor. Solamente se había animado a publicar dos relatos. Lo de animarse, una vez más, no tenía que ver con lo que contaba sino cómo lo hacía. La cuestión del estilo.

La noche previa a la primera cita que tenía con Lucio, cuando llegó borracha de Martataka, puso el nombre de él en un documento de word, pero no pudo o no se animó a escribir nada más. Se rindió ante la evidencia. Prefería no imaginar nada, no presuponer ninguna historia. Dejarse arrastrar como una bella flor por la corriente de un río peligroso.