IV

«Necesito hablar urgente con vos. Y emborracharme. ¿Podés?». El mensaje de texto Paula lo recibió a las once de la mañana, cuatro horas y media después de que hubiera empezado su día: primero llevó a su hijo a la escuela, más tarde fue a pelearse a una oficina de Movistar porque no le permitían ampliar su crédito de llamadas, pasó por el banco a depositar un cheque con el que le habían pagado un trabajo free-lance y finalmente había ido a las oficinas de la editorial en la que trabajaba como responsable de prensa, acompañante contrafóbica del director general, asistente general de todos los que necesitaban una mano y cuidadora part time de Luz, la perra mascota de la editorial. El mensaje tenía el nombre de Verónica, pero le hubiera bastado leerlo para saber que era de ella. La única persona que ponía todas las palabras completas en los sms, que usaba puntos y tildes, y que como única rebeldía gramatical se permitía no poner el signo de interrogación al principio. Paula revisó su agenda nocturna: los comprometidos estaban con sus parejas, los solteros estaban fóbicos y el único divorciado potable estaba en otro país. Su ex pasaría a buscar a su hijo por la escuela. Tenía la noche libre. «Ok 8 pm en Martataka», le contestó, y no volvió a pensar en su amiga hasta que se dirigió al bar que quedaba en Palermo Hollywood.

Se tomó desde Congreso un taxi que sabía le iba a salir carísimo, pero no tenía ganas de subirse a un colectivo y mucho menos de caminar hasta el subte. Si Verónica tenía tantas ganas de verla debía de ser porque se había metido, o se estaba por meter, en problemas con algún tipo. No era la primera vez que iban a ponerse el disfraz de entomólogas para diseccionar el cerebro y el sexo de un bicho macho. A veces el bicho lo aportaba ella, a veces su amiga, y en otras ocasiones algunas de las otras chicas con las que se juntaban en Martataka o se cruzaban en vernissages y otros eventos del mundo intelectual. Eran periodistas, editoras, encargadas de prensa, alguna psicóloga que se había colado en el grupo. Pero cuando las papas quemaban, los diálogos solían ser de a dos y las reuniones grupales quedaban más para el chisme y la diversión.

A Verónica la conocía desde que esta escribía reseñas y comentarios de libros en una revista del Colegio de Abogados. Después se enteró de que ese trabajo se lo había conseguido su padre para que pudiera hacer sus primeras armas como periodista mientras estudiaba comunicación. El director de la publicación —gracias a su padre, y Verónica no se cansaba de repetir que fue la única que vez que la ayudó en su carrera— había inventado para ella una página con comentarios de libros. La por entonces estudiante no podía creer que las editoriales dieran los libros gratis. Por aquellos días, Paula ya trabajaba en prensa y le había pasado algunos ejemplares a esa casi adolescente. Y en esos diez u once años habían pasado muchas cosas. Ella se casó, tuvo un hijo, se separó. Entre tanto, su amiga se había convertido finalmente en una periodista con bastante reconocimiento y durante ese tiempo la había visto entusiasmarse, sufrir y putear por los tipos con los que se había cruzado. La había visto cortar una relación de seis años con un compañero de la secundaria, había sido testigo de la época más promiscua de Verónica, cuando podía estar con dos tipos distintos en un fin de semana (o tres si el fin de semana era largo). Esa etapa, que la propia Verónica denominaba «los tiempos en los que me dedicaba a la cata de vivos», no había resultado tan divertida como la recordaba su amiga periodista. La había visto angustiarse, tener ataques de pánico e ir a terapia cuatro veces por semana. La enfermedad de su madre produjo en Verónica un cambio en su relación con los hombres y también con el resto de su vida. Un cambio que se profundizó con la muerte materna. Simplemente había dejado de ser una adolescente. Y al margen de las relaciones circunstanciales, que aparecían en el medio de la noche, o en un viaje, o en el lugar más inesperado, Verónica había estado de novia durante más de un año con Aníbal, el editor de Exlibris. Fue su momento de mayor tranquilidad. Desde que habían cortado, hacía casi dos años, ella había boyado aquí y allá. «El tipo equivocado, en el momento equivocado», habría sentenciado cualquiera de las otras amigas. Cuando Verónica tenía un problema sentimental, acudía a ella como consejera. Verónica, como las otras chicas del grupo, la tomaba de guía espiritual, tal vez porque ser madre y haber pasado por el registro civil le daban un aura de sabiduría.

Paula la vio desde el taxi. Verónica estaba en la puerta de Martataka, como muchos otros que habían salido a fumar a pesar del frío. Tenía el brazo izquierdo cruzado y el cigarrillo en la mano derecha. Miraba a sus costados como buscando a alguien. Por cómo entrecerraba los ojos, Paula sospechaba que su amiga era bastante miope, que esos anteojos que usaba eran parte de su look, pero no cumplían con la función de compensar su miopía. Verónica tiró el cigarrillo al verla.

—Entremos. Me estoy cagando de frío acá parada.

Se sentaron a una mesa del fondo, que todavía tenía los restos de sus anteriores ocupantes. Paula la despejó tirando las cáscaras de maní al piso. La moza tardaba en aparecer. Desde la barra se acercó un hombre joven. Era el dueño de una librería, que solía organizar eventos literarios y que las conocía a las dos. Un poco más a ella que a Verónica. Se saludaron, pero ninguna hizo un gesto para invitarlo a sentarse, así que después de un par de comentarios, volvió a la barra. La moza casi tuvo que pasar por encima de ellas para limpiar la mesa y tomarles el pedido, debido a la cantidad de gente. Ordenaron una margarita y una caipiroska. Los tragos llegaron más rápido que lo que había tardado la moza en aparecer la primera vez. En todo ese tiempo hablaron de nimiedades. Como ocurría habitualmente, recién después del primer trago de tequila y de vodka, comenzaba la charla verdadera.

—Estoy con un artículo para la revista que me está complicando la vida. Iba a ser una nota policial sobre un ferroviario suicida, derivó en una nota sobre otros suicidas que se tiran debajo de los trenes y también me abrió la punta de una investigación sobre un tema jodido de chicos que juegan en las vías.

—Una nota de color oscuro.

—No te llamé para que me edites el artículo. Para eso la tengo a Pato, que está cada vez más densa. Se cree Oriana Fallaci.

—Te lo dije hace mucho. La conozco desde que estaba casada con el incapaz de Salvador Lutz.

—Bueh, pero ese no es el tema. Una de las fuentes de mi nota es un maquinista del Sarmiento. Lucio Valrossa se llama. Valrossa, Rosenthal: Valle de Rosas, ¿entendés?

—Hasta ahora nada. ¿Edad del chofer?

—Se dice maquinista, o conductor de trenes. Treinta y siete.

—¿Estado físico?

—Bueno tirando a muy.

—¿Estado civil?

—Casado.

—Ahora entiendo el problema.

—¿Ves?

—Nena, no aprendés más.

—Es mi target. Los tipos casados con hijos.

—¿Te lo cogiste?

—Todavía no.

—Todavía.

—Anoche me llevó en la cabina, mientras conducía el tren. En un momento me hizo ver algo atroz.

—¿Se bajó los pantalones?

—No, boluda. Algo que tiene que ver con esto de los chicos, la investigación en la que me metí. Yo quedé como tonta y Lucio me besó.

—Se llama Lucio. ¿Un beso?

—Un beso, metió mano. Por poco me coge ahí mismo. Pero tenía que seguir conduciendo el tren.

—Un irresponsable. Así ocurren los accidentes. Los tipos van con minitas en la cabina. Y cuando llegaron a la estación ¿se despidieron?, ¿se dieron los mails? ¿Qué hicieron?

—Me quiso llevar a un telo.

—Ah, rápido el hombre casado. Y vos no quisiste. Nunca en una primera cita.

—No sé, un poco me asusté. Al tipo no lo conozco, salvo por la entrevista que le hice. Además, no me había depilado.

—Como si fuera la primera vez que te transás un tipo sin depilarte.

—Fui a hacer una nota, no a levantarme un tipo.

—Un maquinista mano larga, una periodista facilonga, los dos en una historia de terror. Más allá de lo bizarro de la escena, no entiendo todavía por qué tiene que ser un problema.

—El tipo me gusta y mucho. Es tan distinto de todos estos tarados que están dando vueltas. No hay ninguno en este bar que se le parezca. Sé que me voy a meter en problemas.

—¿Qué tipo de problemas?

—No sé. Es como si estuviera cubierto por un velo.

—Como si ocultara algo.

—No, como si no pudiera sacar algo afuera.

—Estás poniendo excusas. Te gustó porque tiene onda camionero y eso garpa en chicas como vos.

—No, o en todo caso, en parte. Hay algo violento en él. Pará, no me malinterpretes. No digo que parezca violento, sino que está inmerso en un universo de dolor. Y eso siempre es violento. Para el que lo sufre y para el que lo observa sin poder hacer nada.

—Demasiado poético, poco realista. O estás viendo visiones o no estás viendo la realidad.

—Me gusta mal.

—¿Quedaron en verse?

—El lunes a la noche.

—Entiendo. Y van a ir a un telo. ¿Y si el tipo es un perverso o algo peor, un auténtico violento que mata chicas en hoteles baratos?

—Es una posibilidad. Aunque más allá de ese halo oscuro que según vos yo imagino, tiene una onda medio protectora, combinada con algo medio hosco. No es un troglodita.

—Ay, Vero, el lunes no voy a poder estar tranquila pensando que tal vez estás narcotizada en la bañera de un hotel por horas. Te voy a llamar a la noche por las dudas.

—Mejor llamá ahora a la moza y pedile otra caipiroska.