No era que Patricia odiase su profesión, pero estaba harta del periodismo. Lo disimulaba mostrándose descreída del oficio que había elegido hacía más de veinte años. Tal vez su error había sido casarse con su trabajo y no haberse separado. Ella, que se había divorciado dos veces, que había sabido tener hijos con dos esposos, que supo decir adiós a tantos vínculos, no había podido alejarse nunca del periodismo. Ya no sentía la misma emoción que años atrás cuando veía impreso su nombre en algún artículo: Patricia Beltrán. «La Beltraneja» le decían sus compañeros del Pellegrini. Ella, que no sabía de infidelidades pero que había sabido cortar relaciones un día antes de que comenzaran los desastres, vivía una especie de doble vida. Todos la veían como una periodista brillante, que había realizado trabajos recordados por sus colegas (el público general suele ser menos memorioso). En realidad, ya no era una periodista. Se refugiaba en la edición de sus redactores y casi no escribía artículos propios. Ponía títulos, planificaba notas, calculaba caracteres y rearmaba notas mal escritas. Era como un sacerdote que ha perdido la fe en Dios y se dedica solo a dar misa, a repetir lo aprendido en tantos años de oficio. Eso era ella: una atea del periodismo. Su misa semanal era la edición de la sección de Sociedad en la revista Nuestro Tiempo. La revista había nacido a mediados de los noventa y se llamaba Última Década. Al llegar al año 2000 habían renovado el nombre.
Su experiencia le alcanzaba para llevar adelante su trabajo con cierta dignidad profesional. Nadie le había reprochado su descreimiento o su cansancio, por lo que su máscara debía de ser convincente. Había sabido armar un buen equipo. Tenía cuatro redactores destacados, un pasante inteligente y colaboradores elegidos con su buen ojo para detectar colegas sólidos. Sociedad era una de las secciones más extensas e importantes de la revista. Se llevaba bien con la mesa chica, que manejaba la publicación y, como no tenía ningún interés en integrarla, la trataban con respeto y agradecimiento.
Si había algo que la seguía conmoviendo era la pasión ajena. Cuando veía a un periodista que todavía guardaba en su interior el fuego del oficio, no podía dejar de sentir una emoción especial y ganas de protegerlo. Eso le ocurría sobre todo con Verónica. Si no fuera porque a la edad de su redactora ella estaba en pareja y embarazada de su primer hijo, se podría decir que era igual a ella cuando tenía treinta años. A Verónica la había visto crecer como periodista, desde que empezó como pasante en la revista en la que Patricia ya era editora. Había notado algo distinto en la joven y unos años más tarde no dudó en llevarla a su nuevo trabajo. De sus redactores, era la mejor y la única que no soñaba con ser editora o secretaria de redacción. Como Patricia varios lustros atrás, Verónica quería estar en la calle, investigando, en contacto con la gente, encontrando explicaciones a los problemas y mandando al frente a los responsables. Era minuciosa, obsesiva, lúcida y escribía muy bien. Patricia confiaba en ella y eso siempre es lo mejor que un editor puede decir de uno de sus periodistas. Además tenía olfato. Encontraba agua en las piedras. Donde alguien veía un hecho ordinario, Verónica era capaz de descubrir una serie de sucesos espeluznantes. Cuando le dijo que quería escribir sobre un ferroviario suicida, pensó que iba a traerle una linda nota policial, con algún relato pintoresco. No se imaginaba que podía haber algo más. Sin embargo, esa madrugada había recibido un email de Verónica que decía: «Pato querida, de chica solía asustarme con el tren fantasma del Ital Park. Ahora estoy viendo que las verdaderas historias de terror están en los trenes comunes y corrientes. Tengo algunas puntas y creo que si logro tirar bien de las cuerdas podemos sacar un buen conejo de la galera. Un conejo terrorífico. Mañana te cuento todo».
Esa tarde Patricia vio pasar por recepción a Verónica y entrar en la redacción. Saludó a los compañeros que ya estaban y se acercó a ella sonriendo.
—La sonrisa del gato que se comió el pescado.
—El gato de Cheshire, prefiero. Estoy muerta. Vengo de almorzar con mi estimado padre y comí de más. Necesito una siesta urgente.
—¿Te llevó de nuevo a Hermann?
—No. Fuimos a Pedemonte.
Colgó su tapado y apoyó su ajustado culo en el escritorio. Patricia no pudo evitar mirarla y pensar que daría cualquier cosa por tener de nuevo treinta años. Aunque ella nunca había tenido un cuerpo como el de Verónica. O tal vez sí. ¿Quién no es hermoso cuando es joven? Y seguro que Verónica ni lo sabía. Si a los veinticinco (ni qué decir a los veinte) le hubieran dicho a Patricia que alguien de treinta era joven, se hubiera reído a carcajadas. Es más: si alguien le hubiera dicho a los treinta que ella era joven, no hubiera parado de reírse.
—Pato, andá pidiendo la tapa porque te tengo una notaza.
—¿Da para tanto el ferroviario suicida con veleidades criminales?
—Da, te aseguro que da.
¿Cómo la vería Verónica a ella? Una mujer mayor a pesar de tener solo veinte años más. Una colega que había recorrido las principales redacciones de Buenos Aires y que había elegido dónde trabajar y con quién hacerlo. Que había cumplido con los ciclos de la vida: casarse, tener hijos, separarse, todo duplicado por dos. La vería como un monumento histórico.
—Hay dos notas. O mejor dicho, dos temas que pienso meter en el artículo. El tema es la muerte.
—Los trenes y la muerte. Empiezo a comprar.
—Digamos que el suicidio del ferroviario es el disparador. Fui por ese lado, pero lo que hay ahí es un tipo acosado por los fantasmas de la gente que atropelló con su tren. No sabés la cantidad de suicidios que hay en las vías. Bah, no importa tanto cuántos. Las cifras nunca sirven demasiado.
—¿Cómo que no sirven? Las cifras son necesarias. Hacemos periodismo.
—Sí, pero lo que queda en el lector son las historias. Y hay relatos terribles. Los tipos que atropellan gente se sienten culpables. Algunos enloquecen. La empresa los saca de la conducción de las unidades, en algunos casos, pero por lo general siguen conduciendo trenes. Todos están o deberían estar bajo tratamiento psiquiátrico el resto de sus días.
—Un trabajo insalubre, digamos.
—¿Conocés algún otro trabajo por el que termines en un psiquiátrico?
—Corazón, trabajé en Política Nacional en varios diarios.
—Esta gente queda con los patitos bailando un malambo por mucho mucho tiempo.
—Sangre y locura. Me gusta. Pero no veo la tapa. Veo un título de tapa, pero no más.
Patricia reconocía que disfrutaba desarmando las propuestas que le traían los redactores. Al fin y al cabo, podía decir, le pagaban por conseguir buenos sumarios y no para hacer caridad con periodistas poco hábiles para ingeniarse propuestas de nota. Pero con Verónica, a quien admiraba, sentía especial placer cuando podía bajarle sus propuestas. Es cierto, también se regocijaba cuando la veía remontar un tema, salir airosa de sus dudas, de su oficio de abogada del diablo. Hasta ahora, Verónica le había traído una buena idea de nota, pero sin duda había algo más. Su periodista no podía conformarse solo con una buena propuesta.
—Niños. No exactamente niños suicidas, pero casi. Chicos que se ponen en la vía y compiten por quién aguanta más tiempo sin saltar a un costado. Imaginate. Se les viene el tren encima y ellos quietitos, aguantando lo más posible.
—¿Eso pasa de verdad?
—Lo vi anoche con mis propios ojos. Entre Caballito y Flores. Ferrocarril Sarmiento. Dos nenes de unos diez años. Yo estaba en la cabina del tren.
—¿Qué hacías ahí?
—Una fuente me había dicho que eso podía ocurrir y me llevó. Y ocurrió.
—Es un juego macabro.
—¿Sabés lo que creo? Que esos chicos no estaban haciendo una travesura, que alguien los obliga. Si pudiera encontrar algo por este lado, estamos ante un caso policial. Y vos sabés cómo es esto. Si hay apuestas, hay poderosos implicados, impunidad. Lo de siempre, con el agravante de que pueden llevar a la muerte a chicos.
Verónica conseguía estimularla, la convertía en una atea que dudaba. ¿Y si Dios, al fin y al cabo, existiera? ¿Y si valiera la pena el trabajo periodístico?
—A ver, ordenémonos. Hay dos artículos. Por un lado, uno de inseguridad laboral con alto contenido dramático: los suicidas y los conductores de trenes que quedan dados vuelta. Fin de la nota. Título en tapa. Lindas fotos de cuerpos descuartizados, o una ilustración horrible del Sapo González. Y por otro lado, una nota de abuso de menores que bordea el crimen. No va a ser fácil encontrar algo más que lo que ya viste, pero hay que buscar. Empezá con los suicidas y para la otra nota tomate el tiempo que necesites. Sin abusar, por supuesto, de mi generosidad.
—Okey. Ya me pongo. Igual para este cierre no llego con nada.
—Me lo imaginé.
—Hoy no me quedo hasta tarde.
—Déjenme sola, como siempre.
—Me encuentro a las ocho con Paula a tomar unas copas.
—Decile que me prometió los Cuentos completos de Katherine Mansfield y nunca me llegaron.
—Se lo digo, antes de que nos emborrachemos.