II

Desde que su esposa había muerto, Aarón sentía que algo se había cortado con sus hijas. No era que las quisiera menos, o que no le interesara su destino, o que desestimara su compañía, pero difícilmente podría haber dicho que la muerte los había unido, sino todo lo contrario. Su esposa fue siempre la catalizadora de la familia, la que resolvía los conflictos, la que recibía las noticias de cualquier tipo, la que transmitía, curaba, protegía, alertaba, limitaba, influía. La enfermedad de ella había sido larga y agotadora para todos. Durante esos meses se produjeron algunos pequeños desencuentros con sus hijas, pero ya no podía contar con su esposa para resolverlos. Cuando murió, él, más allá del dolor, sintió cierta liberación, no solo de vivir alrededor de la enfermedad, sino también del vínculo que lo unía a sus hijas. Desde entonces se veían, compartían algunos momentos, no faltaban a ningún cumpleaños o a Rosh Hashaná, pero algo se había perdido para siempre y ya parecía difícil volver a recuperarlo.

Tal vez porque era la soltera, la que no tenía hijos y por lo tanto no podían disolver los silencios hablando de las travesuras de los chicos, lo cierto es que a Aarón le costaba mantener una relación fluida con Verónica. Ella lo visitaba una o dos veces al mes, o iban a almorzar a un restaurante que elegía él. No había demasiados temas personales para compartir y evitaban las cuestiones políticas para no pelearse.

No le disgustaba que su hija fuera periodista, pero hubiera preferido que se dedicara a la abogacía, como él mismo y su padre. Ninguna de sus tres hijas había continuado la tradición familiar. La mayor era médica clínica, la del medio psicopedagoga y Verónica era licenciada en comunicación. Soltera y con esos estudios, no iba a llegar muy lejos, salvo que trabajara en televisión. Pero ella decía que lo suyo era el periodismo escrito. Él respetaba esa decisión y se sentía orgulloso cada vez que algún colega le decía que había visto la firma de su hija en un diario o en una revista. Sin embargo, siempre había creído que, de las tres hijas, ella era la que más posibilidades tenía de seguir Derecho. Siempre había sido buena argumentando y le gustaba defender a todos los débiles con los que se había cruzado en la vida, desde una mascota a una amiga. Odiaba la injusticia y no se callaba nunca. Hubiera sido una excelente abogada. Como él, como su abuelo. Si hubiera sido varón, no dudaba de que su tercer hijo habría sido el continuador del estudio jurídico que de tan buena y atemorizadora fama gozaba en Tribunales.

—¿Sabías que acá venía a comer Alfonsín? —le dijo cuando su hija (siempre diez minutos tarde) se acomodó frente a él y se disponía a poner la servilleta sobre su falda.

—Sí, pa, me lo contaste las otras veces que vinimos.

—Me gusta hablar con gente informada. Así que te lo voy a contar de nuevo.

Pero fue solo un chiste. No continuó con la historia que ella conocía. Que en ese restaurante, Pedemonte, en Avenida de Mayo, su padre había almorzado muchas veces con el presidente de la República, Raúl Alfonsín. En los años ochenta, el estudio jurídico de su padre había estado cerca del gobierno, y aún mantenía sus contactos políticos con el radicalismo y con otros partidos, aunque él nunca había militado, salvo en el Colegio de Abogados de la Capital, desde hacía ya varias décadas.

Aarón se pidió un bife de chorizo mariposa a punto con ensalada de tomate y zanahoria, una botella chica de Chateau Vieux y un agua con gas. Verónica prefirió una merluza negra a la plancha con ensalada de hojas verdes y un agua sin gas. Ninguno de los dos comió postre. Él bebió un té digestivo Cachamai y ella un café negro sin endulzar.

—¿Qué estás haciendo en la revista?

—Estoy en el comienzo de una investigación que creo va a estar muy buena. Es un trabajo sobre el lado oscuro de los ferrocarriles.

—¿Sobre la privatización de los ramales? En el estudio llevamos un caso de Metrovías.

—No, no tiene que ver con contratos. Es sobre suicidios, la gente que se tira debajo de un tren.

—Ah, muy tétrico.

—Sí, pero tiene algunas vueltas de tuerca interesantes.

—No sé cómo no te deprimís con esos temas.

—Me deprimo, pero lo disimulo.

—¿Te llevás bien con tu jefe?

—Jefa. Tengo una editora de jefa.

—Pero el director es un hombre.

—Sí, pero yo no trato con él. Por suerte. En su oficina, que es bastante grande, caben solo él y su ego.

Salieron apurados del restaurante, no porque se quisieran ir sino porque ya no se aguantaban las ganas de fumar. Los dos encendieron un cigarrillo en la puerta del restaurante.

—No me gusta que fumes, hija, no es bueno.

—En cambio a mí me encanta que lo hagas. Te hace parecido a Charles Boyer en alguna película. Chau, pa, me voy a la revista.

Le dio un sonoro beso y se fue en sentido contrario al que iba él.