Los dos habían llegado al edificio el mismo día. Marcelo comenzó a trabajar el 1° de marzo y Verónica se mudó en esa jornada de calor asfixiante. Marcelo, en realidad, se había mudado el día anterior con su mujer al pequeño departamento del último piso, el noveno, que correspondía al portero. A las siete de la mañana salió a baldear la vereda y una hora más tarde llegó Verónica con una camioneta de mudanzas de la que unos hombres comenzaron a bajar muebles y cajas. Verónica se presentó y él le comentó que era su primer día. Ella le sonrió.
—Hoy es el primer día de nuestras nuevas vidas —dijo Verónica sin dejar de sonreír.
Esto había ocurrido hacía ya más de cinco años y desde entonces, en cada aniversario de la mudanza, Verónica le regalaba una botella de vino Rutini que él abría esa misma noche con su esposa. Él no le regalaba nada porque no se espera que un portero le haga regalos a un vecino del edificio en el que trabaja, pero estaba siempre a disposición para cualquiera arreglo que hubiera que hacer en el departamento de Verónica.
Tal vez las casualidades no existan, tal vez haya un mundo de encuentros secretamente mágicos. Si así fuera, la llegada el mismo día al edificio de la calle Lerma había unido las vidas de Marcelo y Verónica de manera especial. Al menos así prefería pensar él, que la trataba distinto que al resto de los vecinos. Obviamente, ella le gustaba y mucho. Verónica era una chica linda, alta, con un pelo castaño corto que le recordaba a una actriz norteamericana, un buen culo que compensaba las tetas pequeñas, una voz dulce y una sonrisa cautivante. Vivía sola y él todavía mantenía la ilusión de llevársela a la cama. Aunque no pensaba dar ningún paso en falso. No estaba dispuesto a perder ese trabajo que tanto le había costado conseguir. Sobre todo porque de su anterior empleo como encargado de edificio lo habían echado por haberse quedado más tiempo de lo debido con plata de las expensas y por otras pavadas semejantes. Lo habían echado incluso sin indemnización, y no habría vuelto a trabajar nunca más dentro del gremio si no hubiera sido por sus contactos en el sindicato de encargados de edificio, que le habían limpiado los antecedentes y hasta le habían conseguido ese trabajo. Además, cuando llegó, solo eran su mujer y él, pero hacía dos años había nacido su primer hijo y ya no estaba para hacerse el héroe romántico con las vecinas, como había hecho alguna vez en trabajos anteriores. Tenía treinta y cinco años y una familia a la que cuidar. Así y todo, todavía tenía fantasías cuando Verónica lo llamaba para algún trabajo de electricidad o de plomería en su departamento.
En esos años, Verónica se había convertido en parte de su vida. Él había sido lo suficientemente inteligente como para no comentarlo con su esposa, aunque en el repaso de actividades de los vecinos, cada tanto hablaban de la chica del segundo A. Y si bien Marcelo conocía intimidades de todos los habitantes del edificio, ninguna le interesaba tanto como la vida de Verónica. En cinco años se había enterado de muchísimas cosas sobre ella. Verónica era la menor de tres hermanas mujeres. La única soltera y sin hijos. Las otras dos visitaban cada tanto el departamento con sus críos. El que venía más raramente era su padre, que le había regalado el departamento. En realidad, lo había recibido como herencia de su madre, que había fallecido unos meses antes de que se mudara. El padre solo la había ayudado a completar el pago.
A diferencia de los demás vecinos, que tenían una vida bastante estructurada de horarios y visitas, Verónica cambiaba de rutina todo el tiempo. La había visto salir muy temprano para ir al gimnasio, la había visto trabajar desde su casa durante varios años, o irse de viaje a Europa por tres meses. A veces llenaba su departamento de amigos, pero podían pasar semanas, meses, sin que nadie la visitara, ni siquiera sus hermanas y sobrinos. Siempre llegaba a distintas horas, cuando llegaba, ya que podía pasarse varios días sin aparecer por su departamento. Aunque esto último no era tan común y, cuando ocurría, Marcelo se sentía especialmente nervioso, tentado de llamarla al celular, que alguna vez ella le había dado.
Tal vez por eso, la mejor temporada que recordaba fue cuando Verónica se puso formalmente de novia. Estuvo un año saliendo con un muchacho, que se quedaba en el departamento algunos días, pero que nunca se llegó a mudar del todo. Ni siquiera en ese tiempo, Verónica dejó de llamarlo para solucionar los desarreglos de su hogar. El tipo era un inútil. Se dedicaba a editar libros o algo así, según le contó la propia Verónica. Marcelo no sentía celos (o al menos, no los sentía especialmente). Lo que él pretendía era un momento de sexo y eso lo podía conseguir o no, estuviera ella de novia, casada, o soltera, como estaba gran parte del tiempo. Antes y después de ese novio, los hombres se habían sucedido con cierta regularidad. Ninguno duraba demasiado. Y a diferencia de su ausencia de rutina, los hombres de Verónica se parecían entre sí a un grado asombroso. Tipos de entre treinta y cuarenta años, vestidos como se visten los hombres que están entre el público de los desfiles de moda que alguna vez había visto en la tele, educados y caballeros. Tal vez algo tímidos, o algo pedantes. O las dos cosas. La mayoría usaba anteojos. Si eran feos o lindos, era algo que a Marcelo se le escapaba.
Desde que trabajaba en la revista, Verónica había incorporado algunas rutinas. Los días de semana salía generalmente cerca del mediodía y no volvía nunca antes de las nueve. Ese mediodía tenía puestas unas botas largas y un tapado que apenas dejaba imaginar un jean ajustado o las formas de su cuerpo. Una razón más para odiar el frío del invierno. Verónica estaba vestida y maquillada un poco más formal que lo habitual. Marcelo estaba en la puerta cuando la vio salir y le preguntó:
—¿Alguna reunión importante?
—Almuerzo con mi padre. No es el mejor plan del mundo, tampoco el peor.
Marcelo le pasó un sobre con la factura del teléfono, que había llegado unos minutos antes, y ella salió a paso rápido.
Yo soy tu mejor plan, pensó mientras la miraba irse. Después siguió ordenando las facturas de los demás departamentos.