No tenía mucho para elegir. Se puso las zapatillas más nuevas, que no se diferenciaban en nada de las más viejas. Le hubiera gustado tener una campera acolchada. Pensaba que una prenda así podía ser útil en caso de que el tren se le viniera demasiado encima. Con una campera bien acolchada podía esperar a que el tren lo tocara y salir disparado como la bala de un cañón. Una especie de pelota que rebota contra la máquina del tren y luego cae en el asfalto o en la copa de un árbol o en los cables de la luz. Pero se tenía que conformar con la campera de siempre, abrigada pero delgada como la piel de un perro flaco. Debajo se puso un pulóver bien gordo, que guardaba para ocasiones especiales. Esa noche era una ocasión especial.
Mentiras y promesas. A su madre le dijo que iban con el equipo de Brisas a jugar a la cancha de River y que lo llevaban y lo traían. Su madre no estaba tan segura de dejarlo ir. Iba a volver muy tarde. No le gustaba que anduviera por ahí en plena noche. Él le dijo que los técnicos del club eran muy buenos y que lo iban a llevar a las divisiones infantiles de Boca si jugaba ese partido. Le prometió hacer temprano los deberes y que no se quedaría en la calle cuando lo trajeran a la noche.
Rivero lo pasó a buscar en auto por la esquina de Zelarrayán y Gordillo. De hecho, lo estaban esperando a media cuadra. Se subió en el asiento de atrás, donde ya estaba Cholito, que lo miró sobrador y ni lo saludó. Rivero manejaba y del lado del acompañante iba un tipo que no se presentó pero que le dijo «acá llega nuestro campeón». Ese hombre —que tenía puesta una campera de cuero negra como la que usan los motoqueros— se pasó todo el viaje hablando por teléfono. Por lo poco que entendió el Peque, el tipo les avisaba a todos con los que hablaba que estaban en camino.
Después de dar mil vueltas por calles y avenidas que el Peque nunca había recorrido, llegaron a un paso a nivel. Estacionaron unos metros después de pasar las vías del ferrocarril. Bajaron del auto y en la vereda descubrió que Cholito llevaba una campera inflable. Rivero les dio veinte pesos a cada uno. El Peque se los guardó en el bolsillo sano del pantalón.
Había varios autos detenidos con personas dentro. Algunos tipos bajaron y se acercaron a las barreras que permanecían en alto. Del otro lado de las vías, se ubicaron otros. No eran menos de cinco, no eran más de diez. El tipo del auto seguía hablando por teléfono. «Cinco minutos», dijo en voz alta, como anunciando el comienzo del espectáculo.
—Él es Peque, y a Cholito ya lo conocen —dijo Rivero dirigiéndose al resto de los hombres, y luego, mirando a los chicos, agregó—: Bueno, muchachos, esperamos lo mejor de ustedes.
El otro tipo se cruzó al otro lado de las vías. Tenía una libreta en la que tomaba nota de lo que le iban diciendo los otros. Peque escuchó que cada uno de los hombres decía sus nombres: «Peque» o «Cholito».
Rivero seguía en su papel de director técnico y daba las indicaciones de último momento.
—Chicos, se tienen que parar uno al lado del otro. No vale retroceder. Cuando lo crean conveniente, saltan para fuera de la vía del lado en que están. Pónganse en sus lugares. Peque, retrocedé medio paso. Así. Ahí se quedan. Suerte. Que gane el más valiente.
Por más que mirase, el Peque no veía nada delante. Tampoco se oía un tren a la distancia ni nada parecido. Con el rabillo del ojo notó que los que estaban al costado habían retrocedido y él ya no podía distinguirlos.
—Te conviene saltar rápido —le dijo Cholito.
—A vos también.
—¿Lo conocés al Negro Mauro?
—No.
—Tardó un montón y cuando saltó le pegó justo la máquina. Perdió un brazo el boludo.
—Qué boludo.
—Saltá rápido.
Lo quería asustar. No había dudas de que lo quería asustar. Vio una luz que se acercaba pero que todavía estaba muy lejos. ¿Y si tenía que saltar ya?
La luz comenzaba a crecer. Muy lentamente, crecía.
Veinte pesos. Tenía veinte pesos en el bolsillo. Eso estaba buenísimo. Tenía que saltar.
La luz venía hacia ellos. No debía de estar tan lejos. A su lado, Cholito era una estatua.
Cien pesos.
Una campera inflable, unas zapatillas nuevas. ¿Qué se puede comprar con cien pesos?
No era una luz: era una bola luminosa cada vez más grande. Una pelota gigante que rodaba hacia ellos haciendo un ruido estremecedor.
—Saltá, pelotudo, ¿qué esperás?
Cien pesos. Esperaba cien pesos.
Era como cuando te viene el turro del equipo contrario con la pierna levantada. Había que calcular el momento justo para levantar las piernas y no ligar el patadón del hijo de puta.
Sintió que el tren aullaba. Un bocinazo horrible que lo asustó como no lo había asustado la luz.
—La puta que te parió —gritó Cholito y fue lo último que el Peque le escuchó decir. Porque Cholito se tiró hacia su costado mientras él estaba todavía ahí.
Y saltó.
La pierna de la patada del turro del equipo contrario que no llega a tiempo y uno se escapaba con la pelota hacia el gol.
Era como hacer un gol.
El tren seguía bramando como un dinosaurio herido.
Cien pesos.
Vio a Rivero en la oscuridad haciéndole un gesto para que corriera hacia las sombras. Corrió. Lo subieron al auto. Dentro, Rivero estaba exultante. Manejaba y se daba vuelta para mirarlo y gritarle «ganaste, campeón, ganaste».
Dieron unas vueltas hasta llegar a una esquina en la que los estaban esperando Cholito y el otro tipo. Subieron. Cholito se sentó atrás y, como en el viaje de ida, no dijo nada. El tipo le dio un billete de cien y le pidió el de veinte.
Lo dejaron a tres cuadras de su casa. No había guardado la plata en el bolsillo, sino que llevaba el billete apretado en la mano. Mientras corría esas cuadras pensaba en cómo se iba a sorprender Dientes. Estaba tan feliz que tenía ganas de llorar.