Cuando fueron por primera vez al club Brisas de Primavera al Peque ya no le quedaba ni una marca del ataque del perro. Para llegar tuvieron que caminar unas quince cuadras. Dientes había dicho que sabía ir, pero más de una vez se perdieron y tuvieron que preguntar para llegar hasta el club.
Brisas de Primavera era un club de barrio como cualquier otro. El nombre en la fachada descascarada, un salón con mesas donde unos jubilados jugaban al dominó, una cancha de baby fútbol, la entrada a una oficina, los vestuarios y no mucho más.
En la cancha había unos chicos peloteando. También estaba Rivero. Vestía un equipo de gimnasia Adidas azul. Cuando vio al Peque, le hizo un gesto para que se acercara. Dientes fue junto al Peque.
—¿Viniste con tus padres?
—Mi viejo no vive con nosotros y mi vieja trabaja hasta tarde.
El Peque había decidido decirle la verdad. En el peor de los casos, iba a tener que convencer a su madre para que fuera un día a hablar con Rivero, como cuando tenía que reunirse con la maestra.
—¿Y vos quién sos? —le preguntó Rivero a Dientes.
—Yo lo cuido.
—Ah, muy bien. Vos estabas el otro día jugando en el parque, ¿no?
Rivero era pelado, o casi. Tenía algunos pelos con los que intentaba tapar la calvicie cruzándolos de un lado al otro de la cabeza. Las manos eran velludas, como de mono. Un mono pelado. No era gordo, pero tampoco flaco. Era el gordo más flaco del mundo o viceversa. Los ojos brillaban como si estuvieran húmedos. Su mirada, sin embargo, era opaca, seca como una caja de cartón al sol.
—Me acuerdo, jugabas por la derecha.
Hablaba en voz bien alta, como cualquiera se imagina que habla un técnico de fútbol. Hablaba como si diera órdenes. Podía ser técnico, o policía, o un padre al que se trata de usted.
—¿Qué edad tenés?
Dientes desconfiaba de los varones adultos. Habían matado a su padre. Cualquier adulto podría ser el asesino. A todos los miraba y pensaba que podían ser el culpable de que él fuera huérfano.
—En esa categoría ya estamos completos, pero si querés quedarte…
Dientes no dijo ni sí ni no. Fue hacia un costado y se sentó ahí, viendo cómo el Peque se ponía a las órdenes del técnico.
Rivero le dijo al Peque que la primera vez los chicos tenían que venir con sus padres, pero que con él iba a hacer una excepción. Lo mandó a la oficina, donde una vieja le hizo llenar una planilla con sus datos. Cuando regresó a la cancha, el técnico lo puso a pelotear con los otros chicos. Hicieron algunos ejercicios que al Peque le resultaron aburridos y al final jugaron un partido de veinte minutos. Quedaron en verse el jueves.
—El jueves tengo que volver —le dijo el Peque a Dientes.
—Entonces aprendete el camino de memoria porque yo no vuelvo.