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Con un rápido movimiento Lucio apretó el freno de emergencia y tocó bocina continuamente. Al principio, ella no vio nada. La luz del tren no llegaba todavía a donde Lucio estaba viendo o imaginando que veía. Pero de pronto, como surgiendo de la nada, aparecieron dos chicos de unos diez o doce años parados sobre la vía y mirando de frente al tren. Todo ocurrió en un par de segundos, quizá menos. Verónica se dio cuenta de que iban a atropellar a esos dos chiquitos, que iban a pasarles por encima por más que el freno ya se hubiera accionado. El tren seguía hacia ellos sin detenerse. Quiso cerrar los ojos y el terror no se lo permitió. La imagen de esos dos chicos crecía hasta cubrir toda la noche. Uno de los pibes pareció no aguantar más y se tiró al costado de la vía. Inmediatamente el otro hizo lo mismo hacia el otro lado. El tren frenó unos metros más adelante.

—Hijos de puta —dijo Lucio, y en su voz se oía un odio visceral. En los vagones se sintieron algunos gritos con la frenada de emergencia. Lucio tardó poco más de un minuto en volver a arrancar el tren.

—¿Qué pasó? —preguntó Verónica con una voz que no era la de ella.

—Lo mismo que todos los primeros jueves de cada mes. Son chicos de la villa, de alguna villa o no sé de dónde mierda. Un compañero atropelló a un pendejo hace un año.

Verónica no dijo nada más. Estaba quieta. Lo que había visto la había convertido en una estatua de sal. Lucio —que en todo ese tiempo no había dejado de mirar las vías— la observó y le preguntó si se sentía bien. Ella dijo que sí, pero había empezado a temblar y no podía contener el llanto.

—Yo tampoco pude sacar los ojos de ellos —le dijo con voz apenas audible.

Él le tomó la mano y ella se la estrujó. Sentía sus propias uñas hundiéndose en la palma de la mano de Lucio. El tren se detuvo en la estación Caballito y antes de volver a arrancar, con las puertas abiertas de los vagones, Lucio dejó los controles, se puso frente a Verónica y la besó. Fue un beso torpe que tuvo como primera respuesta de ella una mordida en los labios y una búsqueda desesperada de la boca de Lucio. Como si quisiera meterse dentro de él, guarecerse en su boca. Verónica era un animal asustado en busca de refugio. Se sintió frágil ante el cuerpo rocoso de él, que la apretó contra la pared de la cabina. Las manos de Lucio por debajo del pulóver no la acariciaban, la apretaban. Se besaron hasta sentir un regusto a sangre. Después, Lucio la soltó y volvió a poner el tren en marcha.