IX

Ella lo iba a esperar directamente en el primer vagón del tren de las 21:50 en el «chapa 6», como denominaban a la unidad que salía a esa hora desde el andén 3. Cuanta menos gente lo viera con ella, mejor. Los últimos trenes no estaban vigilados por supervisores y tampoco había compañeros merodeando por los andenes.

Esta vez fue ella la que llegó primera. Se había sentado en el asiento más cercano a la cabina. Tenía una campera inflable negra, jean y zapatillas. Se había vestido como si en cualquier momento tuviera que salir corriendo. Con esa ropa parecía más joven, alguien de veintiséis o veintisiete años.

—¿Me vas a decir lo que va a pasar? —le preguntó Verónica cuando puso en marcha el tren que comenzó a viborear alejándose de la estación Plaza Once.

—Vos me preguntabas por las cosas terribles de este trabajo. Vas a ver una.

—¿Cuándo?

—Eso no lo sé. Puede ser en cualquier momento de acá a Castelar, o a la vuelta.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a Flores. Habían pasado todo el camino vigilando las vías iluminadas por la luz del tren, que rompía la densa oscuridad de la noche como si avanzara por un túnel o bajo tierra.

En Flores, le preguntó si hacía rato que era periodista. Verónica le contó que había empezado hacía más de diez años. Que era redactora de Nuestro Tiempo desde hacía tres. Lucio quiso saber cuántos años tenía. Treinta. Se sentía cómodo preguntándole. Ella parecía intimidada. Lucio ya no la veía como una periodista que conducía la charla, sino como una chica que se dejaba llevar en un tren hacia algo que ella debía de suponer tenebroso, mucho más inquietante por ser desconocido. Le preguntó si estaba casada. Ella le dijo que no. Si estaba de novia. Tampoco. Verónica recuperó el lugar de interrogadora y quiso saber qué se sentía tener dos hijos. Obligaciones, respondió. Obligaciones y un gran amor, distinto a lo que se podía sentir por una pareja o por los padres, una sensación de no estar nunca solo. Hacía cuánto que estaba casado. Ocho años, se había casado a la edad de ella. Vos por ahí también te casás este año, le dijo él. No creo, dijo Verónica.

Llegaron a Castelar sin que nada ocurriera. Comenzaron a hacer el viaje de regreso a Plaza Once con dos actitudes distintas. Lucio se había puesto más tenso porque sabía que cada vez estaba más cerca de ocurrir. Verónica dejaba traslucir cierto fastidio, como si hubiera sido engañada y llevada hasta ahí solo para ser interrogada sobre su vida íntima, algo a lo que no estaba acostumbrada y que debía de resultarle molesto. Un silencio absoluto los cubrió por más de media hora. Hasta que Lucio recordó algo que habían hablado la vez anterior, el fragmento de una respuesta que no había terminado de dar y que ahora quería completar.

—Cuando ves a un tipo que se pone en la vía no podés sacarle los ojos. Siempre me digo que la próxima vez voy a cerrarlos, no quiero volver a ver el estallido pero no puedo. El suicida te agarra de los ojos y no te suelta.

Después volvió el silencio, hasta que, cuando faltaba poco para llegar a Caballito, Lucio dijo, más para él que para avisarle a ella:

—Ahí están.