¿Por qué lo había hecho? Durante el último año, cada vez que le tocaba conducir un tren nocturno los primeros jueves de cada mes, sabía que iba a vivir un momento de mierda. No quería que llegara ese día, aunque tampoco podía —ni él ni nadie al que le tocara la noche— pedir el cambio de turno o faltar porque todos sabían lo que ocurría y lo vivían como un destino inmodificable. Por eso ese mes se había alegrado cuando supo que debía trabajar en el turno matutino. Y cuando le pidió a un compañero cambiar sus horarios para conducir el tren de la noche, nadie se animó a preguntar la razón. Invitar a Verónica le permitía esperar ese instante fatal con la esperanza de volver a verla, una expectativa que nunca había sentido antes. Porque eso era en definitiva lo que quería: estar de nuevo con ella. Resultaba absurdo, pero tenía que reconocerlo. En esa semana no fueron las pesadillas con sonidos de huesos rotos lo que había vuelto, sino el insomnio. Pensaba en Verónica todo el tiempo. La había visto dos veces solamente, era una periodista haciendo una nota y, sin embargo, se había metido en su vida.
Era obvio que a ella le interesaba escribir un artículo, quería que él le contara todo lo que él ya no se contaba. Lo que lo asaltaba en la cama mientras dormía, o en el tren nocturno cuando imaginaba que lo peor estaba por ocurrir. Seis muertos: cuatro varones y dos mujeres. Un linyera que ni siquiera lo vio, como si hubiera estado tendido en la vía. Dos chicas que caminaban por la vía un mediodía de diciembre. A esas sí las vio de lejos, les tocó bocina, apretó los frenos de emergencia. Un tipo que saltó desde un paso a nivel como quien se arroja a nadar a un río. Otro que dio un paso adelante, lento, interminable, como si quisiera retrasar eternamente el contacto con el tren, pero absolutamente decidido a que ese contacto se produjera. Y el flaco que lo miraba como pidiéndole perdón por obligarlo a que fuera él el que terminara con su vida. Seis muertos, seis asesinatos. ¿Acaso la policía no los trataba como si ellos fueran los culpables? En tres ocasiones lo habían llevado a una comisaría y lo habían dejado demorado toda la noche. Incluso el abogado de la empresa había tenido que ir a sacarlo. Aunque tal vez era mejor eso que terminar en un hospital en estado de shock. O tener que soportar al psicólogo de la empresa, que quiere calmar con una aspirina un cáncer que corroe las entrañas. El cáncer de haber visto, de recordar imágenes, sonidos y también el silencio, la escena que desaparece tras un manto blanco, como el que dicen que ven los ciegos.
Cuarenta y ocho horas. Ese era el tiempo que el psicólogo le daba de reposo y después lo volvía a observar. Alguna vez le prolongaba dos días más el descanso, pero él hacía todo lo posible para que lo reincorporaran al trabajo. No soportaba quedarse solo en su casa, mientras su mujer y sus hijos estaban en la escuela (ella dando clases, el mayor en la primaria y el más chico en el jardín de infantes). No había televisión o radio que tapara los ruidos de su cabeza. Entonces se iba a hacer tiempo a un bar. Tomaba un vaso de vino a media mañana, leía las páginas de deportes de algún diario. Con desconocidos ya casi borrachos hablaba de política o fútbol. Cualquier excusa le permitía alejar su mente de las vías.
En más de una ocasión le habían ofrecido cambiarse de sección. Pasar a los depósitos, a controlar pasajes, a mantenimiento, como habían hecho muchos de sus compañeros desde que él conducía trenes. Alguna vez alguien de administración le dijo que si tuviera diez años más podría pedir una jubilación anticipada. Al fin y al cabo, los trabajadores de los ferrocarriles se jubilaban a los cincuenta y cinco. Era un trabajo insalubre, como estar en una mina a quinientos metros de profundidad.
Lo insalubre eran las muertes que cargaba cada uno de ellos. Que cargaba él. Los muertos y las posibles muertes. El miedo a que ese mismo día alguien decidiera tirarse bajo el tren, o ser tan idiota como para no darse cuenta de que ocho toneladas de metal están por pasarle por encima. Seis era el número que le enturbiaba el corazón, pero siete era el que despertaba sus peores miedos.
Y, sin embargo, siempre volvía a conducir los trenes. Más que una vocación, era un destino, o una maldición. Su mejor manera de sobrellevarlo había sido el silencio, el intento consciente de olvidar todo. Y Verónica había aparecido para enfrentarlo con lo que llevaba encerrado en su interior. ¿Qué otras cosas que él mismo desconocía estaba ella dispuesta a sacar afuera?