Morón había quedado atrás. El tren se vaciaba a medida que iban acercándose a Moreno. Dentro de la cabina, Lucio y Verónica habían comenzado una pelea sórdida y subterránea, pero no menos dura que las peleas sobre los vagones de los trenes que se veían en las películas de vaqueros. Verónica quería escuchar lo que él no hablaba con nadie, ni con su esposa, ni con sus amigos, ni con sus compañeros de trabajo. Nadie le hacía preguntas cuando ocurría un hecho así. Un silencio piadoso lo cubría siempre y ahora Verónica quería meter sus brazos ya no en las heridas, porque no había heridas, sino en su cerebro. A duras penas no se había vuelto loco y ahora ella revolvía en su cabeza y él volvía a sentir el miedo a la locura.
—También los robos, y los accidentes con autos.
—Pero lo peor son los suicidios.
—A veces no son suicidios.
—¿Asesinatos?
—No, no digo eso. Accidentes, la gente pasa, no se da cuenta de que viene el tren, caminan por la vía, cruzan sin mirar. Y no hay tiempo de nada.
—Imposible frenar o avisarles.
—Algunos no se dan cuenta nunca. Otros, medio segundo antes. Quieren salir de la vía, saltar, adelantan la mano como para detener el tren.
—¿Tuviste muchos accidentes?
—¿Yo? Cinco accidentes y seis muertos. Tengo un compañero que tuvo quince.
—Debe ser difícil volver a manejar un tren después de haber pisado a alguien.
—No es difícil, es imposible.
—Pero vos volvés, tu compañero que tuvo quince también.
—Muchos de los que están en control de pasajes son maquinistas que no soportaron volver a subir a un tren. Yo vuelvo porque es lo único que sé hacer y tengo una esposa y dos hijos que mantener.
—Podrías pasar a control de pasajes vos también.
—También podría pegarme un tiro. Las posibilidades de elección son muchas.
—¿Creés que se podrían evitar las muertes?
—¿Y qué querés que te diga? Que no cruces con la barrera baja, que no camines por las vías, que si vas a suicidarte elijas tomar pastillas o tirarte de un décimo piso. Qué sé yo. Disculpame la expresión, pero la prevención me chupa un huevo. Nadie me va a quitar que maté a seis personas.
—No las mataste vos. Se tiraron bajo el tren.
—¿Sabés cómo se siente? Primero un golpe seco, como un disparo, y después, pegado a ese disparo, sentís cómo se revienta el cuerpo, los gritos de terror que no los cubrís con la bocina y que siguen oyéndose después de que el cuerpo se destrozó. Sentís cómo los huesos se quiebran debajo de tus pies.
—Pero no es tu responsabilidad.
—A veces los ves bastante antes, o te das cuenta de que el tipo al costado del andén va a tirarse cuando pases. Le tocás bocina, usás el freno de emergencia aunque sabés que se viene el disparo, el ruido de huesos bajo tu asiento. ¿Qué tiene que ver la responsabilidad o si hiciste lo que debías? Hace dos años un flaco que tendría unos veinte años estaba parado en el medio de la vía en una parte en la que el tren va a su máxima velocidad. Lo vi y atiné a frenar, le toqué bocina, pero no se movió. Yo no me di cuenta de que en ese momento me había puesto a gritar, le decía «correte, pelotudo». Durante un segundo vi su mirada. Era como si me pidiese perdón por lo que estaba haciendo. No tenía miedo. Él sí vio mi cara de terror, lo último que vio fue a mí gritándole desesperado.
—¿Qué hacés cuando hay un accidente así?
—Nada. Se sienten algunos gritos del primer vagón. Se acerca gente, policías, empleados del ferrocarril, alguna ambulancia. Esa vez bajé del tren y antes de que me llevaran en una ambulancia pude ver la ropa del pibe destrozada, con pedazos del cuerpo asomándose por todos lados.
—Ese muchacho se quería morir. Era un suicida. Como decís vos, pudo haber tomado pastillas o tirarse del décimo piso. El tren es un instrumento.
—Nada personal.
—Exacto.
—Igual sentís que mataste a alguien. Después vivís pensando que en cada nuevo viaje puede haber otro. Y a veces se cumple.
Faltaba poco para llegar a Moreno cuando se hizo el silencio. Verónica pareció decidirse a poner las cartas sobre la mesa.
—Eso es lo que le pasó a Carranza, ¿no?
Lucio dejó los controles y giró el torso para volver a mirarla de frente. Pero no la miraba solo con los ojos sino con todo el cuerpo. Como un macho de cualquier especie unos segundos antes de enfrentarse a un enemigo. Había una violencia desafiante en sus ojos. Verónica le sostuvo la mirada; parecía tranquila, pero fría.
—¿Y vos qué sabés de Carranza?
—Que se mató porque no soportaba más vivir con las muertes de las vías. Que era tu amigo. Que él sentía que vos era su único amigo.
—¿Quién te dijo eso?
—Carina, la hermana.
Lucio se volvió hacia los comandos de la cabina y miró a la lejanía.
—¿Qué sabés de los accidentes de Carranza? —le preguntó Verónica.
—No me interesa hablar de eso.
—Quise conseguir el video de esos accidentes pero no pude.
—¿Para qué querés los videos? Las muertes son todas iguales.
—Quería ver qué pasó con el chico que Carranza arrolló.
Lucio no dijo nada. Estaba concentrado en las vías que parecían oscilar delante del tren.
—¿Había alguien más en la vía?
Habían llegado a la última estación. Lucio frenó suavemente el tren. Verónica vio a la gente bajar. Los vagones se vaciaban.
—No todos son suicidas, ni todos son accidentes. Algunos juegan —le dijo Lucio mientras salían de la cabina, rompiendo el mutismo de esos minutos.
—¿Qué querés decir?
—¿Cuándo tenés que publicar la nota?
—No tengo fecha de entrega. Puedo manejar los tiempos.
—Si esperás una semana, te puedo mostrar algo que te puede interesar.