Hacía un frío que cortaba los labios y que la energía de la muchedumbre apurada no llegaba a disminuir. Ese segundo encuentro se produjo en el hall central de la estación y, una vez más, él estuvo antes. Verónica llegó con su sobretodo y con el rostro semioculto en una bufanda de colores chillones. Se la bajó para saludar con más comodidad y Lucio pudo comprobar que el abrigo cumplía perfectamente porque ella tenía la mejilla cálida. Una mejilla que apenas rozó su rostro de hielo.
Pasaron por los molinetes, los controladores de pasaje los miraron irónicamente. Todos sabían que él iba a llevar a una periodista a viajar en la cabina de comandos. Ya le venían haciendo bromas desde hacía días, sobre todo cuando él dijo que la periodista estaba muy buena. Un dato que él inventó porque los nervios del primer encuentro no le permitieron concentrarse en el físico de ella. Aunque era cierto que le había parecido muy linda. Una belleza fría y distante.
Llegaron al primer vagón y entraron a la cabina. En una caja metálica donde guardaban herramientas, algún gracioso le había dejado un preservativo. Lucio cerró la caja antes de que ella llegara a ver algo. Verónica se acomodó a un costado y se apoyó en la ventanilla, una posición que permitía observarlo mientras él maniobraba. A Lucio no le gustaba eso, hubiera preferido que fuera él quien estuviera mirándola. Para colmo, todavía quedaban unos minutos para que autorizaran la partida.
—Hace unos años —le contó— yo trabajaba con trenes de carga. Eso me gustaba más. Los trenes de carga tienen locomotoras auténticas. No estos cuartitos.
—Esas locomotoras que se ven en las películas. Negras, echando humo.
—Bueno, no tan antiguas. Cuando era chico me gustaba ver las unidades que conducía mi viejo. Le decían «chanchas». Eran unos coches con motor Fiat que asustaban un poco. Tenían aspecto de una máscara gigante como la que aparece en La guerra de las galaxias. Una especie de guerrero galáctico con unas ventanas enrejadas que parecían ojos y una mandíbula de metal.
La voz del altoparlante avisó que el tren de la plataforma 2 estaba despachado. Unos segundos después el tren comenzó a moverse rumbo al oeste. Lucio sintió la mirada de ella en sus manos. Justo ese día que estaba tan torpe.
Así y todo, prefería charlar con ella en ese lugar que en el bar de la estación; sin la presencia molesta de Álvarez Carrizo y haciendo, al fin y al cabo, lo que mejor sabía hacer: manejar trenes. Al rato le confesó que no quería que sus hijos fueran ferroviarios.
—El mayor tiene siete años. Nunca lo traje a la cabina ni lo pienso traer, a ninguno de los dos. No quiero que cuando sean grandes trabajen acá.
—Preferís que estudien.
—Por supuesto.
—Que sean ingenieros.
—Lo que quieran, no quiero que manejen trenes.
Le estaba contando a Verónica algo que no solía conversar con sus conocidos. Tal vez porque ellos daban por hecho que los hijos de Lucio iban a estudiar una carrera, se iban a labrar un futuro mucho más prometedor que un empleo en una empresa ferroviaria. Y si alguna vez dijera que no quería que sus hijos fueran ferroviarios, todos asentirían y no harían la pregunta que ahora le estaba haciendo Verónica.
—¿Por qué?
—Porque no.
—Ajá, sospecho que esa es la respuesta breve. Ahora dame la respuesta detallada.
Se tomó unos segundos antes de responderle.
—¿Me prometés que no lo ponés en la nota? Mirá que Álvarez me raja.
—Te lo prometo.
—Porque es un trabajo de mierda.
Habían llegado a Villa Luro. El sol daba de lleno en la cabina y ya no se sentía el frío de esa mañana. Verónica se había desabrochado el sobretodo y a Lucio le hubiera gustado mirarla para ver si estaba o no tan buena como les había dicho a sus compañeros. Pero no se animaba, como cuando era chico y descubría el escote de una mujer en el colectivo: los ojos le pesaban, no los podía mover hacia allí con naturalidad. Él ahora seguía concentrado en los durmientes de las vías y en los controles.
—Ganás poca plata, tenés turnos rotativos y además pasan cosas terribles que no se pagan con nada.
—¿Qué cosas? —preguntó ella y Lucio sintió más intensa su mirada sobre él.
De la misma manera que él se daba cuenta cuando un mecanismo del tren fallaba por signos que nadie notaba, la periodista seguramente había descubierto en su última frase lo más sustancioso para su nota. No tendría que haber dicho nada.
—Cosas. Prefiero no hablar de eso.
Ella aflojó la mirada y observó el paisaje. La ciudad desaparecía por unos segundos, no había edificios ni casas y daba la falsa sensación de haber llegado al campo. Solo se veían terrenos con vagones abandonados, como si ese espacio entre Haedo y Morón fuera un cementerio de trenes.
—¿Ves? —le dijo Lucio señalándole las unidades que descansaban herrumbradas y rotas a los costados de las vías—. Esas son las chanchas de las que te hablé hace un rato. Cuando era chico había gente que les decía langostas. Yo llegué a manejar algunas en los noventa. Después vinieron los camellos y ahora hasta tenemos pumas. A este coche no le pusieron nombre de animal. Es una Toyota viejita, pero rendidora.
La miró buscando la aprobación de la periodista a su descripción de los vagones del Sarmiento, pero ella tenía la vista perdida en la ciudad que de a poco volvía a aparecer delante de ellos. Verónica le hizo una pregunta que lo sorprendió:
—¿Sabías que tenemos el mismo apellido?
Ahora la miró incrédulo.
—¿En serio?
—Vos te llamás Valrossa y yo Rosenthal. El mío es un apellido judío y el tuyo italiano, pero significan lo mismo: valle de rosas.
—Valle de rosas.
—La vida no es un valle de rosas.
—No.
—Dale, Lucio.
Por fin se animó a mirarla. Pero no le miró el cuerpo sino la cara, ese rostro claro resaltado por el cabello castaño, unos labios finos y unos ojos verdes que no estaban dispuestos a abandonar a su presa. ¿Cuántos años tendría? ¿Veintiocho, veintinueve? ¿Por qué no le sonreía como había hecho todo el tiempo en el encuentro del bar?
—¿«Dale Lucio» qué?
—Hablame de los suicidas. De la gente que se tira bajo los trenes. Esos suicidios son las cosas terribles que pasan, ¿no?