Ni tipos ni fuentes. No era el reclamo de algún diseñador gráfico sino un principio ético que Verónica respetaba a rajatabla: no pagar por sexo ni por conseguir material periodístico. Y si bien sospechaba que podía llegar el momento en el que, vieja, tuviera que pagar a algún gigoló que quisiera acostarse con ella, su intención era mantener firme su postura con respecto a las fuentes profesionales. Ni para conseguir un video que podía abrirle la investigación.
Pero ¿por qué daba tantas vueltas cuando lo que tenía que hacer era llamar a Lucio Valrossa? Algo la inhibía y trató de encontrarle una explicación lógica a sus sensaciones. Si Valrossa estaba sobreaviso de lo que ella investigaba, tal vez se pusiera a la defensiva y le ocultara información importante. Tenía que llegar a él de otra manera.
La tarde misma que se encontró con López, en vez de volver a la redacción se fue a la estación de Plaza Miserere. Tenía la muy vaga esperanza de verlo a Valrossa bajando del tren o antes de subirse a la cabina de mando. Había una posibilidad entre mil de que eso ocurriera, pero igualmente sintió que debía hacerlo. Y si llegaba a ocurrir, no tenía pensado cómo iba a reaccionar ella, con qué excusa acercarse.
A esa hora Once estaba colmado de gente. La estación terminal vibraba con las personas que iban con paso apurado hacia los andenes. El ruido constante de la gente le recordó a las abejas volando alrededor de un panal. Se acercó a los molinetes, miró en las oficinas de TBA, fue de las boleterías a los negocios de comida rápida, pero ni la sombra de Valrossa. ¿Y si lo que había ocurrido era que ella había olvidado su cara? Eso era imposible. Tenía grabado cada rasgo del tipo. Sabía que cuando lo volviera a ver, sentiría esa misma inquietud que la asaltó en el funeral y luego cuando vio la foto en la casa de Carina.
Después de pasearse dos horas inútilmente de una punta a otra de la terminal, decidió irse.
Una vez en su casa, frente a la computadora buscó el nombre de Lucio Valrossa en Google. Pensaba que tal vez tuviera Facebook. Ella tenía uno, pero solo lo usaba para chusmear lo que hacían los demás. Lo que encontró en Google fue algo mejor que un perfil de Facebook. En principio no apareció nada. Le quitó las comillas con muy poca esperanza de encontrar datos sobre el maquinista. Y para su sorpresa, había algo. En un blog dedicado a los trenes del Sarmiento, que hacía un fanático de la línea (que hubiera fanáticos de un ferrocarril cualquiera que incluso funcionaba mal no la sorprendía, había visto otros casos extremos de insania), se encontraba una entrada titulada «Adiós a un grande». Era una necrológica dedicada a Carlos Valrossa. Se contaba que Carlos había trabajado cuarenta años en el Sarmiento, que era hijo de ferroviario y también padre, porque su hijo Lucio seguía la tradición conduciendo los trenes que unían Once con Moreno.
Verónica vislumbró lo que tenía que hacer. Primero consiguió los datos de los voceros de la empresa TBA. A la mañana siguiente, llamó a uno de ellos, un tal Ignacio Álvarez Carrizo, que por la voz se notaba que era un viejo baboso. Así que ella puso su tono de chica algo tonta, pero dispuesta a aprender, que —según su amiga Paula— le salía con sospechosa perfección.
—Mire, Álvarez Carrizo…
—Llamame Ignacio y tuteame, por favor.
—Mirá, Ignacio. Mi intención es contar la historia del viejo ferrocarril Sarmiento y la proyección a futuro de la empresa.
—Pero ¿no preferís hacerlo con el Mitre? Tiene un recorrido más interesante. Incluso la gente que viaja es más… cómo decirte… más vistosa para las fotos.
—Me interesa el Sarmiento porque es el viejo Ferrocarril del Oeste. Nuestro primer tren.
—Eso es verdad.
—Quisiera que me pases toda la información que tengas, tanto histórica como actual.
—Contá con eso.
—Además quisiera entrevistar a alguien que conozca bien los trenes.
—Puede ser uno de nuestros ingenieros.
—No. Lo que quiero es un maquinista. Buscando en Internet, me enteré de que hay un maquinista del Sarmiento que es hijo y nieto de ferroviarios.
—¿En serio? Sabés más que yo de mi empresa.
Se rieron los dos a la vez.
—Para nada, Ignacio. Es un dato que encontré de casualidad. Tal vez ese hombre ya no trabaja más con ustedes. Pero ¿no te parece muy pintoresco que tres generaciones de una familia hayan trabajado en la misma empresa?
—Por supuesto. ¿Tenés el nombre? Si es empleado nuestro, da por hecho que te lo consigo para tu nota.