La primera vez que Lucio vio a Verónica fue en el bar de la estación Plaza Once del ferrocarril Sarmiento. Lucio había llegado media hora antes, había pasado por las oficinas de la empresa TBA y junto con uno de los voceros del ferrocarril, un tal licenciado Ignacio Álvarez Carrizo, habían ido al bar. Unos días antes, Álvarez Carrizo le había dado una especie de curso acelerado de los planes de la empresa concesionaria, de su historia, de su labor social y de su desarrollo constante. El vocero le palmeó la espalda y le repitió que en sus manos —mejor dicho: en sus palabras— estaba el honor del viejo ferrocarril Sarmiento. Sonaba alegre y divertido, pero Lucio no dejó de notar cierta amenaza soterrada. Como ya le había dicho un compañero, lo habían elegido a él porque sabían que estaba muy preparado, que hablaba bien y que no iba a andar diciendo pavadas como otros. Además, era el único que conocía los trenes desde su nacimiento.
Verónica llegó a la hora de la cita. Fue fácil reconocerla apenas pisó el bar: no se parecía a ninguna de las mujeres que podían llegar a entrar a ese boliche. No se mostraba sorprendida ni intimidada. Lucio vio cómo Verónica recorría el lugar con la mirada buscándolos. Álvarez Carrizo le hizo un gesto amistoso y ella se acercó con paso firme y una media sonrisa. Llevaba anteojos, guantes de lana y un sobretodo negro que la hacía muy alta. Tenía el pelo castaño casi rubio, que usaba corto. Parecía una psicóloga o una arquitecta.
Verónica era periodista. Trabajaba en un semanario llamado Nuestro Tiempo, que Lucio alguna vez había visto en los kioscos, pero que nunca había comprado. La periodista quería hacer una nota sobre los trenes de Buenos Aires. Y qué mejor empleado para hablar de la empresa, le había dicho Álvarez Carrizo, que el propio Lucio: casi veinte años de antigüedad desde que había entrado como ayudante segundo. E hijo y nieto de ferroviarios.
Verónica se acercó a la mesa, a la vez que ellos se ponían de pie. Se dirigió a Álvarez Carrizo.
—¿Ignacio?
—Verónica. Te dije que no iba a ser difícil reconocernos. Te presento: él es Lucio Valrossa. Te aseguro que después de la entrevista vas a tener para un libro.
Lucio tendió torpemente la mano, pero ella lo saludó con un beso en la mejilla. Se sentaron. Álvarez Carrizo parecía tan nervioso o incómodo como él. Ella no.