Se llamaba Cristian, pero le decían Peque o el Peque y había cumplido los diez años un par de meses atrás. Lo llamaban así porque se había incorporado a la barra de amigos cuando era muy chico, al punto de que él no se acordaba de quién le había puesto ese sobrenombre. Habían empezado a llamarlo de esa manera en la calle, los chicos que se juntaban en la esquina de Zelarrayán y Cañada de Gómez, pero ahora era el Peque para todo el mundo, salvo para su madre, que lo seguía llamando como ella lo había bautizado. Hasta sus dos hermanos menores lo llamaban Peque y él mismo no se daba vuelta cuando alguien que no fuera su madre decía Cristian. Por eso, cuando lo anotaron en el club y le preguntaron el nombre dijo «Peque».
—Tu nombre completo —le dijo la mujer encargada de llenar las planillas.
—Cristian Arrúa, Peque —repitió y así quedó registrado en el club Brisas de Primavera.
El Peque había aprendido a jugar al fútbol con los chicos de la cuadra y se había curtido con las patadas de los más grandes. Había aprendido a esquivarlos, a quitarle el cuerpo a las piernas que se disparaban como misiles dirigidos a sus rodillas y tobillos. Sabía que lo suyo era no achicarse con los golpes. Aprendió también a devolverlos. Con el tiempo, él mismo se impuso en las calles y plazas por su fuerza. Le habían pegado muchas patadas y estaba dispuesto a devolverlas todas. A los más grandes y a los más chicos. Peque pegaba, y duro.
A los diez años, estaba seguro de que nunca iba a ser un futbolista habilidoso o un goleador deslumbrante; pero también sabía que podía ser un defensor insuperable, un líder para defender a sus compañeros cuando el partido se complicaba y empezaban a correr los golpes. Había aprendido a esquivar las patadas y a meterse a repartir piñas cuando la ocasión lo merecía. Todos los pibes del barrio lo querían en su equipo.
Cada tanto, jugaban en el Parque Ramos Mejía contra chicos de otros lados. Caminaban veinte cuadras para llegar al parque y a veces tenían que esperar una hora para jugar un partido, pero valía la pena. Había arcos y la cancha era mucho más grande que las calles del barrio o la Plaza Santa Cruz. Una vez, en la cancha más grande habían jugado once contra once, como los futbolistas profesionales.
Fue en el Parque Ramos Mejía donde Peque conoció a Rivero. El tipo los miraba jugar y al final de un partido se le acercó. Lo felicitó, le dijo que le recordaba a un jugador, que debía de ser de otra época porque al Peque no le sonó conocido. Rivero le contó que manejaba los equipos infantiles del club Brisas de Primavera. Era un club de barrio que quedaba ahí cerca, en Lugano mismo. Le dijo que le gustaría llevarlo para jugar en el club. Que fuera con sus padres el martes a la seis de la tarde. Le dio una tarjetita con el nombre del club y la dirección.
—¿Qué quería ese tipo? —le preguntó Dientes. En realidad, lo habían apodado Dientes de Rata, pero desde hacía más de un año que se agarraba a trompadas cuando alguien lo llamaba así, por lo que los pibes del barrio habían comenzado a decirle simplemente Dientes.
—Me quiere llevar a jugar a un club, a Brisas de Primavera.
—¿Y quién lo conoce a ese club? No juega ni en la D.
—Yo quiero ir igual.
—Y andá, boludo.
—Pero me dijo que tengo que llevar a mis viejos. Qué sé yo dónde está mi viejo. Y mi vieja me va a sacar cagando si le digo que me lleve al club.
—¿Dónde queda?
El Peque le mostró la tarjeta que le había dado Rivero.
—Ah, conozco la calle. Es acá nomás. Yo te llevo. Le decís que sos huérfano y que yo soy tu hermano mayor.
Dientes tenía dos años más que el Peque y exactamente la misma altura. También al Peque le pareció una gran idea.