IX

El domingo a la noche Carina la llamó. Fue una conversación breve. Le propuso verse el lunes a la mañana en su casa, en Crucecitas, un barrio de Avellaneda, según entendió Verónica.

Llegó a la casa de la calle General Lemos al 100 un poco antes de las once de la mañana. Le pidió al taxista que la esperase. La casa era un típico hogar del Gran Buenos Aires: una planta inferior que podía ser un taller o cualquier otro negocio y una vivienda en la planta alta. Carina le hizo subir la escalera y la llevó hasta un living que no debía de haber cambiado en los últimos veinte años, aunque sin duda estaba cada vez más recargado: fotos, recuerdos de vacaciones, algún peluche y unos cuantos trofeos que Verónica miró con detenimiento.

—Taekwondo —dijo Carina viendo su interés—. Mi hijo está federado.

—¿Qué edad tiene tu hijo?

—Quince años.

Se sentaron en unos sillones separados por una mesa ratona de vidrio. Se notaba que Carina estaba tensa. También parecía apagada. Difícil saber si estaba así por la muerte de su hermano o si esa falta de vitalidad era parte de su personalidad. Verónica le explicó por qué quería hablar de su hermano. Le contó que había leído su carta, que ella creía que su suicidio era consecuencia de situaciones o presiones que sufrían los maquinistas en su trabajo. Que su hermano debería haber sido protegido por la empresa, que no tendrían que haberlo dejado expuesto a tantos accidentes.

—Alfredo había quedado muy mal desde el primero —dijo Carina—. Era un muchacho alegre, le gustaba hacer chistes a todo el mundo. Y cuando atropelló a ese hombre que se tiró bajo las ruedas del tren, cambió por completo.

—¿Eso ocurrió al poco tiempo de entrar en el ferrocarril Sarmiento?

—Ya hacía un poco más de un año que estaba de maquinista. Antes había trabajado en el Roca, pero en los talleres.

—¿Y después de ese primer accidente no quiso volver a los talleres o algo por el estilo?

—Él decía que los maquinistas ganaban mejor que los mecánicos sin especialización, como era él. Tenía que mantener a una familia.

—Me imagino que con cada nuevo accidente su estado anímico empeoraba.

—La empresa le puso un psicólogo. Lo trataban como si estuviera loco, y lo que él tenía era una tristeza infinita.

—¿Alguien de la empresa se puso en contacto con la familia?

—Creo que sí, con mi cuñada. Pero ¿qué podían decir ellos si son los mismos que los obligan a seguir manejando esos trenes?

—Por lo que dice la carta, el cuarto accidente, cuando atropelló al chico, fue el peor momento.

—¿Y qué te parece? Él nunca habló de eso, pero con mi esposo lo vimos esa misma noche. Fuimos con mi cuñada hasta el hospital porque lo habían tenido que llevar en estado de shock. Estaba totalmente ido, pobrecito.

—Él veía venir que podía pasar lo del chico, ¿sabés por qué?

—No, pero mi cuñada me contó que en los últimos tiempos Alfredo había estado muy nervioso.

—Como si supiera lo que iba a ocurrir.

—A esa altura Alfredo estaba muy ido. Ni siquiera los amigos del ferrocarril podían calmarlo. Y mucho menos el médico ese al que iba.

—¿Tenía buenos amigos en el Sarmiento?

—Compañeros muchos, pero amigos creo que uno solo. Esperá.

Fue hasta una mesita que había en un rincón y se acercó con un portarretrato. Era un grupo de varones, antes o después de un partido de fútbol. Posaban en pantalones cortos con una canchita de fondo. Algunos sonreían. Carranza miraba serio a cámara.

—Acá está con los otros maquinistas. Este —dijo y señaló con un dedo— es su amigo, Lucio.

—Estaba en el funeral, ¿no? —dijo Verónica tomando la foto.

—Creo que estaban todos.

Verónica miró la foto y sintió algo extraño. Meses más tarde ella misma diría que fue un presentimiento de todo lo que iba a ocurrirle. Pero en ese momento el estremecimiento era la confirmación de que su instinto le había señalado a la persona correcta en el cementerio.

—¿Tenés el teléfono de su amigo?

Carina se levantó a buscar un cuadernito que había sobre el modular. Verónica recorrió con un dedo la figura del amigo en la foto.

—¿Cómo me dijiste que se llama?

—Lucio, Lucio Valrossa.

—Lucio —dijo en un susurro sin saber que repetiría su nombre tantas veces, de tantas maneras.

Carina le pasó el número de teléfono. Siguieron hablando un rato más y después Verónica dejó a la mujer abrumada con la sombra de su hermano.