VIII

El fin de semana pasó sin pena ni gloria. El viernes a la noche fue al bar Martataka porque sabía que varias de sus amigas iban a ir. Cuando llegó estaban Alma, Marian, la Otra Verónica y Pili, también conocida como la Gallega. Faltaban Paula —que debía cuidar a su hijo— y algunas otras chicas de viaje, o de novias, o deprimidas comiendo chocolate y viendo una temporada completa de alguna serie en su departamento.

Necesitaba ese tono de jolgorio, superficial, autoalabatorio y furiosamente cínico con el resto de la humanidad, especialmente con los hombres que andaban por sus vidas o los que se exhibían esa noche en el bar. Unas mesas más allá había un grupo de varones, a los que conocían. En realidad, era un grupito bastante similar al de ellas en edad y profesión. Había algún periodista, algún escritor que vivía de sus talleres, un psicólogo, un profesor de filosofía. Entre idas y venidas y salidas a la calle para fumar, alrededor de las once de la noche, medio grupo de chicas se había pasado a la mesa de los varones y viceversa. Verónica había quedado al lado del escritor que vivía de sus talleres. Le insistía en que ella debía escribir ficción.

—Cuando leo tus notas veo que están tan bien escritas, con tanto estilo, que pienso que deberías dedicarte a escribir novelas o cuentos. ¿No te parece?

—Bueno, después de un comentario tan demagógico no tengo mucho margen para reflexionar al respecto.

—En serio. Sos muy buena. Y estás muy buena.

Lo único que faltaba era que se le pusiera a recitar el poema de Benedetti, ese en el que les explicaba a unos yanquis la diferencia entre ser y estar.

—Hagamos un trato —dijo el escritor insistiendo tal vez inconscientemente en términos benedettianos—, yo te beco para que vengas a mi taller y vos…

—¿Y yo qué?

—Me dedicás tu primera novela.

Siguieron un buen rato jugando al gato y al ratón. A Verónica le resultaba divertido el escritor, pero todavía no lo había puesto a prueba. Desde hacía un tiempo, cuando dudaba si irse a la cama con un tipo, lo ponía a prueba (cuando estaba segura no necesitaba pasar por ninguna competencia de tipo intelectual, por supuesto). Consistía en ver si había algún tipo de coincidencia: el mismo gusto, el mismo conocimiento sobre algo, la misma pasión por alguna nimiedad. Esas pavadas podían llevarla a ella a que se dejara convencer de las virtudes del hombre. Por ejemplo, si ella decía «navegar es necesario», el otro debía responder «vivir no es necesario». Una contraseña para que esa persona entrara en su vida de manera más interesante. En una oportunidad, en España, viajando con un colega español en auto por Murcia vio un cartel de autopista que decía «JAÉN 70 KILÓMETROS». Ella dijo para sí: «Andaluces de Jaén» y el periodista agregó inmediatamente y en el mismo tono: «aceituneros altivos». Ella murió de amor. Y ahora el escritor que vivía de sus talleres seguía remando duro para sacarla de ese bar y llevársela a algún lado. En ese momento en el bar sonaba Friday Night, Saturday Morning en la versión de Nouvelle Vague. Se la haría fácil. En el momento del estribillo ella lo hizo callar y le dijo traduciendo la canción:

—Salgo la noche del viernes y vuelvo el sábado por la mañana.

—¿Me estás invitando a pasar la noche con vos?

No, no, no. Tenía muchas posibilidades: podría haber seguido la letra en inglés y darse cuenta de que la estaba traduciendo. Podría haber reconocido la banda y decir «te gusta Nouvelle Vague». Incluso hubiera aceptado que dijera que prefería la versión original de The Specials. Nada de eso hizo el escritor. Y todo lo que dijo a partir de ese momento no le aportó ni un punto. Verónica terminó yéndose en un taxi compartido con Marian y Pili.