VII

No sabía dónde quedaba el cementerio de Avellaneda. Su conocimiento de esa localidad se limitaba a las canchas de Independiente y Racing, la estación de tren, la calle que llevaba a los estadios, la calle Alsina y la avenida Mitre. No le parecía conveniente llegar al cementerio de Avellaneda con un taxi de Capital. Llamaría demasiado la atención. Así que al taxista le indicó la avenida Mitre al 500 (donde fuera la avenida Mitre al 500, esperaba que existiera).

Llamó a su hermana Daniela. Había quedado en almorzar con ella, pero le iba a ser imposible llegar a tiempo. Se sintió un poco culpable de cancelarlo, porque era muy común que tuviera que suspender los encuentros con sus hermanas. Tenía la mala suerte de que algo ocurriera cada vez que quedaban. Ellas pensaban que eran excusas. Verónica no quería creer que lo suyo era un síntoma de la fobia que le producía la vida familiar.

A poco de dejar atrás el Puente Pueyrredón y de que el taxi tomara por la avenida Belgrano, Verónica vio una remisería. Le dijo al taxista que se bajaba ahí. Lo mejor era seguir viaje en un remís local.

El remisero la llevó hasta la oficina de informes, dentro del cementerio mismo. Ahí averiguó que ya deberían estar enterrando a Carranza a seiscientos metros de ahí. Le pidió al chofer que la esperase y buscó sola la parcela donde le habían dicho que estaban los deudos del ferroviario. En los senderos del cementerio quedaban algunos charcos de agua de la lluvia de los días anteriores. Olía a tierra húmeda y, si hacía abstracción de las tumbas a su alrededor, podía sentir que caminaba por un campo embarrado.

Vio a lo lejos un grupo nutrido de gente en el lugar que le habían indicado en la oficina. Se acercó a paso normal. Debían de ser una treintena de personas o más. Le costaba siempre calcular la cantidad de presentes en cualquier evento. Se acomodó atrás de todo. No quería parecer una curiosa sino alguien del cortejo. Llegó justo cuando acomodaban el cajón en el fondo del pozo. La mayoría se acercaba a tirar un puñado de tierra sobre el féretro. Se escuchaban llantos y pudo reconocer a quienes sin duda eran la esposa y los hijos: abrazados los tres como un solo cuerpo, como rodeados de una capa magnética que no permitía que nadie más se uniera a ese abrazo y los consolara. Había también una mujer que se acercó al pozo, tiró el puñado de tierra y se quedó mirando al fondo, como si esperase que algo pasara, que cambiase la realidad y que desde la tumba apareciera él. Alguien se acercó, la tomó de los hombros y la alejó de allí. Sobre uno de los costados había un grupo de hombres solos: debían de ser los compañeros de trabajo de Carranza. Para no dudar en el número los contó: nueve. Estaban serios; no lloraban, pero tampoco consolaban a los demás. A Verónica le hubiera convenido estar cuando había llegado el cortejo y ver cuál de sus compañeros había llevado el cajón del coche fúnebre a la tumba. Trató de descubrir algún gesto, algo que le permitiera deducir que uno de ellos era más amigo de Carranza que el resto. Pero no. Era un bloque que se recortaba del resto de los deudos, una especie de cuña metida en el funeral. Por un instante sintió que uno de ellos se destacaba de los demás. Mantuvo la mirada en él, pero no observó ningún gesto que apoyara racionalmente su presunción.

La ceremonia del entierro había terminado. La gente se dirigía a los autos. Los compañeros fueron rumbo a la salida. Verónica pensó en acercarse y hablar con ellos, pero escuchó que un hombre mayor le decía a una anciana que estaba con él:

—¿Le diste el pésame a la hermana?

—¿A quién? —dijo la mujer en un tono más alto. Debía de ser algo sorda.

—A Carina, la hermana de Alfredo.

Los dos viejos se dirigieron hacia la mujer que se había mantenido cerca de la tumba más tiempo de lo normal. Verónica fue detrás de ellos.

La pareja saludó a la mujer, que debía de tener unos cuarenta y cinco años. Ella agradeció aturdida y los ancianos se pusieron a un costado. Verónica se acercó y le dio un beso como si fuera una conocida de su hermano. La mujer seguramente había saludado a muchos desconocidos ese día.

—Carina, perdoná que te moleste en este momento terrible.

—¿Eras compañera de Alfredo?

—No, soy periodista. No quiero molestarte, pero en algún momento quisiera hablar con vos de tu hermano.

Carina le dedicó una mirada hosca. Un hombre comenzó a acercarse a ellas.

—Mi hermano se mató. No hay más nada.

El hombre tomó suavemente a Carina de un brazo. Le dijo que la acompañaba hasta el auto. Ella se dejó conducir y caminó hacia un automóvil detenido a cincuenta metros de ahí. Verónica fue a su lado.

—Tu hermano sufría mucho. Y la empresa para la que trabajaba no hizo nada por él.

—Le pagaban un psiquiatra o algo así —dijo Carina sin mirarla.

—Yo creo que la empresa es responsable de lo que le pasó a tu hermano —le tomó la mano y le puso una tarjeta suya—. Ahí está mi teléfono. Por favor, llamame.

Carina movió la cabeza con un gesto que podía ser un signo afirmativo o un pedido de que se alejara, cosa que Verónica hizo al instante. Dudaba de que Carina la llamara, pero si no lo hacía en los próximos días, buscaría la manera de encontrarla.