Si alguien le hubiera preguntado a Verónica por qué calles anduvo durante la media hora siguiente a la entrevista con Romanín, a ella le habría costado reconstruir el recorrido. Su mente estaba totalmente concentrada en los nuevos datos que le había dado el juez. Lo cierto es que ahora se hallaba en un bar de Avenida de Mayo leyendo por enésima vez la carta del suicida. Había demasiados cabos sueltos en esa confesión como para conformarse con la explicación de Romanín. Los jueces —había dicho ella alguna vez discutiendo con su padre cuando todavía discutían por estas cosas, hacía ya varios años— no quieren impartir justicia sino cerrar casos. Si las pruebas y las evidencias señalaban la culpabilidad o la inocencia del acusado, actuaban en consecuencia. Jamás pensaban o se preocupaban por las causas más profundas, por las razones que iban más allá de lo evidente. Por eso —le decía Verónica a su padre— prefería ser periodista: pasaba la línea en la que los jueces se detienen. La conciencia de un magistrado —sentenciaba apasionadamente viendo el enojo creciente de su padre— se conforma con las formas más superficiales de la justicia.
Y para Verónica, Romanín era de esos jueces que se conformaban con poco. Un tipo se pega un tiro y salta desde una terraza. Suicidio. Caso cerrado. Que pase el siguiente.
Carranza se suicidó, no había dudas. Había atropellado a cuatro personas conduciendo su tren. Estaba yendo a terapia por el trauma que le habían producido los accidentes. Por lo que decía la carta, las tres primeras muertes, las de los adultos, las había podido sobrellevar, pero no la última, la del chico. Y ahí la carta empezaba a decir más de lo que estaba escrito.
«Yo sabía que ese día lo iba a matar». ¿Cómo podía saber Carranza que iba a atropellar al chico? ¿O se trataba simplemente de una forma de expresarse? ¿Una especie de premonición?
«Que me iba a tocar a mí hacerlo». ¿A él y no a otro? ¿Le iba a tocar por casualidad o por alguna razón? ¿Cuál era esa razón, si es que existía?
«Todos lo sabíamos». El cambio de singular a plural le parecía a Verónica la prueba más clara de que estaba pasando algo más que un simple suicidio. Y que ese plural implicaba a varias personas. ¿A quiénes? Si todos lo sabían, no era un presentimiento, sino un hecho cantado. Y si se sabía que iba a ocurrir, ¿por qué no lo evitaron?
«Me pasé mi vuelta esperando cruzármelos». Otro plural inquietante. Arrolló a un chico que no estaba solo. ¿Cómo se salvó el otro? ¿O alguien empujó a ese chico abajo del tren? En ese caso, había un criminal que no era el maquinista. ¿Carranza lo conocía? ¿Había algún tipo de acuerdo entre ellos?
«En ese momento quería matarlos. A los dos. Por estar ahí, por arruinarme la vida. Pero cuando aparecieron ya no quería matarlos». Ese deseo cambiante o contradictorio le recordó a Verónica un episodio reciente: ella jamás había atropellado a nadie, pero hacía poco tiempo un motociclista se le había cruzado delante del auto que le había prestado su hermana Leticia. Primero sintió el terror ante la idea de pisar a alguien, pero después, cuando no había ocurrido nada salvo un frenazo, crecieron en ella unas ganas terribles de pasarle por encima a ese pelotudo con casco que siguió lo más tranquilo por la avenida Córdoba. Tal vez fuera eso lo que le había ocurrido a Carranza. Ganas de matar porque había sentido el terror de poder matar.
Demasiadas dudas para resolver sola. Llamó a su editora. No podía esperar a verla a la tarde en la revista. Además, sabía que a Patricia no le molestaba que la llamaran por trabajo a cualquier hora.
—Perdida como en la isla de Lost —respondió a la pregunta de Patricia sobre cómo andaba su investigación.
—Pero ¿hay crímenes o no?
—El juez Romanín dice que no. Arrolló a cuatro personas en sendos accidentes. Tres tipos y un chico.
—Me lo imaginaba ayer mientras proponías la nota.
Le molestaba que su editora estuviera un paso delante de ellos, sus periodistas.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—Porque imaginarse algo no es saberlo. Principio básico que no se enseña en las escuelas de periodismo.
—Pero la carta hace ruido por todos lados. Hay algo raro, Pato. No sé dónde, pero algo hay seguro.
—Entonces no tacho la nota para esta semana.
—Para esta semana tachala seguro, pero voy a seguir investigando. Necesito una punta.
—¿Sabés cómo seguir?
—Debería conseguir los datos de los muertos. Hablar con alguien de TBA.
—¿Atropelló a cuatro personas en cuánto tiempo?
—Tres años.
—Yo llego a pisar a alguien con el auto y no manejo más.
—De algo hay que trabajar.
—¿Un empleado tiene cuatro muertes en tres años y la empresa lo deja seguir trabajando en ese sector? Habría que ver si hay otros conductores de trenes en la misma situación. ¿Cuántos muertos hay por año? ¿Cuál es el protocolo cuando un maquinista atropella a alguien?
—No creo que sea el tipo de información que me vaya a dar el responsable de relaciones públicas de TBA.
—Se llama vocero. Ese tipo de empresas tienen voceros, como los ministerios.
—¿Ves alguna luz?
—Ninguna. Pero primero tendrías que resolver los ruidos que te hace la carta. Empezá por la familia del conductor. Tratá de hablar con algún allegado y por ahí te ilumina el camino hacia la empresa.
Patricia siempre sabía por dónde tenía que ir un periodista. Veía donde otros permanecían miopes o totalmente ciegos. A Verónica eso le despertaba tanta admiración como irritación, porque sentía que ella misma hubiera llegado a esa conclusión cinco minutos después. Pero Pato siempre estaba antes ahí. Se adelantaba una o varias jugadas, como hacía un buen ajedrecista.
Verónica marcó el celular del juez Romanín. Se disculpó por volver a molestarlo.
—¿Usted sabe dónde lo velan a Carranza?
—Lo velaron. Ya debe estar camino al cementerio de Avellaneda. Lo enterraban al mediodía.
Pagó el café, salió a la calle y paró un taxi. Si tenía suerte iba a llegar al funeral antes de que se dispersaran los deudos.