Cuando a la mañana siguiente se dirigió a Tribunales, Verónica ya había leído varias veces la carta del ferroviario que un asistente del juez Romanín le había enviado a primera hora. La carta estaba tipeada y pasada a un archivo de word. Era necesario ver el original, pensó Verónica, ver la letra del suicida, observar las marcas del papel, si existía alguna palabra remarcada, si le temblaba el pulso al escribir alguna frase, o cualquier otro rasgo de la escritura.
Básicamente, la carta era una confesión. Decía haber matado a cuatro personas, de las cuales una era un chico. Pedía también perdón a su familia, a las víctimas. Donde más se detenía era en la muerte del chiquito, como si las otras muertes no fueran tan importantes o si esa muerte hubiera quebrado algo. ¿Un pacto con cómplices? ¿Los otros crímenes eran, por así decirlo, naturales y el del pequeño un asesinato que escapaba a la lógica? ¿A qué lógica?
Llegó temprano a Tribunales. Era una zona que conocía bien: había hecho la escuela secundaria en el ILSE, casi enfrente del Palacio, y su padre tenía el estudio jurídico en Tucumán al 1400 desde antes de que ella naciera; un estudio de aspecto solemne que con su madre y hermanas visitaban antes o después de ir al cine. Conocía cada bar de la zona, cada parada de colectivo, cada librería comercial, cada puesto de la feria de libros de la Plaza Lavalle, cada árbol de la plaza. Nunca hubiera dicho que se había criado en Tribunales, pero en esas manzanas había pasado muchos días de su infancia y su adolescencia.
En cambio, el Palacio de Tribunales seguía siendo un misterio para ella a pesar de las veces que ya había concurrido en busca de información. En el pasado había sido el lugar donde su padre libraba batallas épicas, como un príncipe en el castillo de un enemigo. Así al menos lo imaginaba ella, sobre todo cuando el padre desaparecía durante semanas, física o mentalmente. Si estaba en la casa era una especie de fantasma que hablaba por teléfono o recibía gente en la biblioteca. Cada tanto volvía a la vida cotidiana sonriente y triunfador. No recordaba verlo nunca derrotado. En ese edificio lleno de escaleras y de puertas que no daban a ningún lado, de una arquitectura demencial pocas veces vista en Buenos Aires, donde confluían todos los abogados, ahora estaba ella subiendo por una escalera de mármol hacia el despacho del juez Romanín. Y cada pasillo poblado de gente y corbata le seguía despertando el mismo misterio que el castillo de su infancia en el que perdía a su padre.
Después de varias vueltas y cruces llegó hasta el juzgado criminal de Romanín. El juez todavía no había llegado, pero apareció a los cinco minutos. Le pidió disculpas por la demora, dio algunas indicaciones a sus empleados y pidió dos cafés. La hizo pasar a su despacho. Romanín, más allá de los esfuerzos que hacía para mantenerse joven, era un hombre ya mayor. No debía de faltarle mucho para la jubilación. Verónica desconocía el vínculo con su padre, pero por lo que el juez dejaba traslucir le tenía cierto afecto. Incluso estaba al tanto de que su madre había muerto hacía ya cinco años.
—¿Recibiste la carta del occiso?
—Muchas gracias, doctor, la recibí esta mañana.
—El hombre se quería suicidar sin ninguna duda. Se disparó en la sien y después cayó al vacío.
—¿No hay posibilidad de que lo hayan obligado a ir hasta ahí para pegarle un tiro?
—No. Todas las pruebas periciales indican que el arma la tenía en su mano derecha. Además había restos de parafina. No hay ninguna hipótesis que nos permita sospechar que tuviera enemigos.
—En la carta habla de cuatro homicidios. ¿Se sabe algo de eso?
El juez se arrellanó en su sillón y la miró con una sonrisa.
—Si tu interés se debe a que creés que el difunto era un asesino, temo que te voy a desilusionar.
Buscó entre unas carpetas que tenía sobre su escritorio. Se quitó los anteojos para ver mejor de cerca. Leyó algo en un susurro incomprensible, bajó la carpeta, se acomodó los anteojos y siguió hablando.
—El pobre hombre no asesinó a nadie. Bah, stricto sensu sí, pero ningún juez lo condenaría, a pesar de que estuvo bajo arresto algunas horas. Carranza era conductor de trenes del ferrocarril Sarmiento. Y atropelló a cuatro personas. En distintos viajes a lo largo de tres años.
—¿Quiere decir que los cuatro muertos de los que habla en su carta fueron resultado de accidentes ferroviarios?
—Suicidas, distraídos. Accidentes, sí. Tengo aquí la foja de trabajo que nos dio la concesionaria TBA, donde constan los cuatro incidentes fatales.
—¿Uno es el de un chico?
—Exacto. Sí, un N. N. Nunca se pudo identificar el cadáver ni tampoco nadie reclamó el cuerpo.
Se quedaron en silencio. Verónica trataba de encajar la información en el cuadro de situación que se había ido armando en la cabeza.
—O sea que Carranza se suicida porque atropelló a cuatro personas en sendos accidentes.
—Parece que los maquinistas quedan bastante traumados. De hecho, te voy a dar un dato muy interesante: ese hombre se suicidó en el edificio donde lo atendía su psicólogo. Hacía terapia enviado por la empresa. Hablamos con el psicólogo y, si bien se escudó en el secreto profesional, nos dijo todo lo que necesitábamos saber: Carranza había quedado shockeado por los accidentes y tal vez eso había despertado una tendencia suicida que ya estaba en él.
—Entiendo que debe ser una situación aterradora arrollar a una persona con un tren, pero ¿eso puede llevar a alguien a matarse?
—Mirá, Verónica, nosotros juzgamos hechos. Y muchas veces también intenciones. Pero, para serte sincero, sabemos muy poco de las motivaciones reales que llevan a la gente a delinquir, matar o suicidarse. Para eso están los psicólogos y ustedes, los periodistas.
—Los periodistas —repitió Verónica—. En otra época los que más sabían de los secretos del alma eran los poetas. Si estamos en manos de psicólogos y periodistas, son malos tiempos.
Verónica le pidió ver el original de la carta. El juez la buscó en el expediente y se la pasó. La recorrió un escalofrío. En esa hoja de cuaderno, en esa letra despareja, el suicida dejaba de ser un asunto abstracto para convertirse en algo real. La muerte estaba en esas palabras escritas mucho más que en el cadáver.
Le devolvió la carta y se puso de pie para despedirse cuando la asaltó una duda.
—Una pregunta más: ¿toda esta información fue corroborada por la familia?
—Hablamos con su esposa. En estos casos, la familia queda muy golpeada. Nos dijo que se imaginaba que algo así podía ocurrir y que ella no se perdonaba no haber hecho nada para impedirlo. Como verás, la culpa es como una mancha de aceite que va corriendo de cuerpo en cuerpo: alguien salta bajo un tren, vaya a saber por qué razón, lo que despierta en un maquinista la culpa que lo lleva al suicidio, que hace sentir culpable a un ser querido por no haber tomado suficientes precauciones. Y estoy seguro de que esa señora las tomó, que el maquinista hizo lo que pudo con el tren y que el primer suicida debería haberle dado una oportunidad a la vida. En fin… No quiero ponerme melancólico.