II

Había llovido toda la noche y parecía que el mal tiempo iba a continuar. A Verónica no le gustaban los paraguas, así que salió a enfrentarse con el agua con su piloto negro, variación impermeable del sobretodo que usaba los días de frío como los de ese fin de otoño. Le daba fiaca la idea de caminar hasta la parada del 39 y después tener que caminar tres cuadras más bajo la lluvia. Prefirió ir hasta la farmacia de la vuelta y luego tomar un taxi que la dejara en la puerta de Nuestro Tiempo.

No había comido nada con el café. Se sentía en ayunas, con náuseas y sin ganas de llegar en ese estado al trabajo. Le pidió al taxista que la llevara hasta Masamadre, un pequeño restaurante naturista que quedaba a tres cuadras de la redacción. Cualquier otro día hubiera ido a la cantina Rondinella o habría pedido delivery de McDonald’s para comer en la cocina de la revista, pero cuando menstruaba le daba como un ataque de comida sana.

Llegó a la redacción cerca de las dos de la tarde. Nuestro Tiempo estaba ubicada en el tercer piso de un edificio de oficinas inaugurado hacía dos años. Todavía tenía ese aspecto de lugar nuevo y desolado que confirmaba que nadie vivía ahí.

La revista se había mudado poco después de que el edificio comenzara a funcionar y ocupaba dos pisos completos: el tercero para la redacción y el segundo para administración y los departamentos de publicidad, circulación y sistemas. En el tercero convivían periodistas, repartidos a lo largo de todo el piso, y diseñadores, retocadores y fotógrafos, agrupados según el oficio en cubículos de tamaño exiguo.

La primera persona a la que veía cualquiera que llegaba a Nuestro Tiempo era Adela, la recepcionista, una mujer a la que le faltaban pocos años para jubilarse y que contrastaba con la mayoría de las personas que trabajaban en la revista, que en general tenían menos de cuarenta. Verónica la saludó con un beso y Adela le entregó un sobre. Una invitación para un vernissage en el Malba. Debía averiguar si alguna de las chicas iba a concurrir. Sola se aburriría.

Verónica compartía una larga mesa con los demás integrantes de la sección de Sociedad: su editora Patricia Beltrán, otros tres redactores y un pasante. Salvo Patricia, estaban todos ya ubicados frente a sus computadoras.

—¿Y Patricia? —preguntó mientras colgaba su piloto en un perchero y se acomodaba el pelo mojado.

—¿No usás paraguas vos?

Roberto Giménez era uno de los redactores de la sección y la miraba como si estuviera frente a un jeroglífico.

—No me gustan. ¿Y Fallaci? —insistió.

—Reunida con Goicochea y algún otro. Acordate que en veinte minutos tenemos reunión de sumario.

No. No se acordaba. Lo suyo era negación: detestaba las reuniones de sumario porque duraban mucho y nunca se sacaba nada en limpio. Cada redactor proponía sus notas, discutía o afinaba las propuestas con Patricia, mientras los demás chequeaban sus celulares, hacían dibujitos en una hoja, o miraban melancólicos hacia fuera, como esperando que algún redactor de otra sección o un diseñador viniera a salvarlos. Nadie aportaba nada a las propuestas de los demás, por lo que Verónica pensaba que era más práctico juntarse a solas con su editora y no tener que perder una hora encerrada en la sala. Y había algo peor: como a las reuniones siempre se llegaba sin demasiado tiempo para pensar notas (porque se había cerrado alguna el día anterior, porque ya estaba en marcha un artículo nuevo, porque las mejores ideas surgían en los momentos más impensados, porque el mejor sumario para un medio de actualidad era justamente lo que estaba ocurriendo en ese momento), la mayoría de las propuestas eran pura formalidad, notas que nunca llegaban a realizarse. Algunas ideas se repetían semana a semana (el crecimiento del parque automotor, la excesiva medicación de los chicos muy activos, las mascotas exóticas de ricos y famosos), pero nadie las hacía, ni se hacía cargo de haberla presentado infinidad de veces. Patricia ponía cara de qué interesante tu propuesta o qué propuesta de mierda (según el humor del día) y seguía adelante. Al final Patricia repartía notas pensadas por ella, o bajadas desde la dirección (a diferencia de las reuniones de sumario de los redactores, las de los editores parecían más productivas, al menos a ojos de Verónica), o terminaba aceptando propuestas en cualquier otro momento de la jornada laboral.

Tenía veinte minutos para la reunión de sumario. Generalmente, con cinco le alcanzaba para armar un listadito de notas posibles que pasaran dignamente el juicio valorativo de su jefa. Sin embargo, ese día estaba con todas las luces apagadas. Tal vez porque el día anterior había entregado un largo trabajo sobre un negocio menor de la mafia de los medicamentos que actuaba en los hospitales públicos de la ciudad de Buenos Aires. Utilizaban el Plan Remediar (que daba medicamentos gratis a los pacientes) para hacer constar entregas de remedios que nunca llegaban al enfermo. El médico recetaba dos cajas de un antibiótico. Cuando el paciente iba a la farmacia del hospital, le entregaban una sola caja aduciendo que no quedaba más. El enfermo se iba y el farmacéutico anotaba dos unidades entregadas. No es que se robara la otra caja. Nunca había llegado a esa farmacia, porque el laboratorio no la había enviado, pero sí facturado. Verónica había descubierto la conexión médicos-farmacéuticos-laboratorios sin demasiado esfuerzo (nadie se cuidaba demasiado en disimular su parte del delito) y el trabajo final salía publicado esa noche, en el nuevo número de Nuestro Tiempo.

Anotó en un documento de word: «Crecimiento del parque automotor en la ciudad y el resto del país. Qué se puede hacer con las calles y rutas colapsadas por la cantidad ingente de coches». Y se quedó mirando la pantalla de la computadora como si el documento pudiera sugerirle alguna nota más. Fue entonces cuando oyó la voz de Giménez:

—Ah, este tipo sí que la hizo bien. Escuchen —dijo reclamando atención, pero nadie apartó la mirada de su propia computadora o celular.

Verónica fue la única que lo miró, pero su compañero no se dio cuenta porque estaba leyendo su pantalla.

—Un empleado ferroviario se suicidó arrojándose desde la azotea de un edificio de Talcahuano al 1000. Cayó en el asfalto, por lo que el tráfico por Talcahuano estuvo interrumpido durante más de una hora. ¿No es genial? En vez de tirarse bajo un tren para joder a sus compañeros el tipo prefirió fastidiar a los colectiveros y taxistas.

—Se habrá matado por amor —aventuró Verónica mientras volvía a su archivo de word apenas escrito—. En ese edificio o en el de enfrente debía vivir la novia o la amante y habrá querido llamar la atención de su chica. Así son todos.

—¿Todos los hombres? —Bárbara McDonnell, la redactora que se sentaba frente a ella preguntaba, sin dejar de tipear frenéticamente.

—Digamos que todos los psicópatas suicidas —aclaró para no entrar en esas polémicas varón-mujer que a Bárbara le encantaban.

—Error —dijo Giménez—. Acá el cable dice que el tipo dejó una carta en la que decía que se arrepentía de los crímenes cometidos. Parece que era un serial killer o algo así.

Un suicida asesino, un criminal con sentimiento de culpa. No sonaba mal. Tal vez no fuera un artículo con mucha pulpa periodística; sin embargo, como historia parecía atractiva. Ella no era una periodista especializada en policiales, pero las historias morbosas le llamaban siempre la atención. Soñaba con hacer la crónica de un asesino antropófago, o de una mãe umbanda que tomara sangre de chicas vírgenes.

—¿Dónde leíste lo del ferroviario?

—Está en la cablera de Télam.

Verónica leyó el cable de la agencia de noticias y vio un posible artículo. Como el especialista de policiales se había ido hacía un mes a un diario nacional, las notas de crímenes y delitos se repartían anárquicamente entre los demás redactores. Verónica temió que Giménez quisiera escribir sobre el suicida asesino, así que tanteó el terreno.

—¿Viste que los suicidas nunca son nota?

—Es para que no funcione el efecto imitativo. Parece que cuando se publica cómo se suicidó alguien, enseguida se pone de moda y salen un montón de boludos a hacer lo mismo. Hasta hace poco en La Nación no se podía escribir «se suicidó». Había que poner «se quitó la vida».

—Qué imbéciles. ¿Pensás proponer una nota sobre ese tipo? El cable es bastante escueto.

—No. Los muertos me cansan.

—Por ahí escribo algo yo. Aunque más no sea para escribir «se suicidó».

Se había sacado a Giménez de encima. Leyó de nuevo el cable. ¿Qué había en esas veinte líneas que le atraía especialmente? Tal vez el fragmento de la carta que reproducían. No estaba dirigida ni a su familia ni a un juez y pedía disculpas por sus crímenes, especialmente por la muerte de un chico. Entonces la carta ¿era una confesión o una explicación?

Patricia Beltrán salió de la dirección junto al secretario de redacción. Se acercó a sus redactores y les pidió que fueran a la sala de reuniones. Verónica tipeó a las apuradas un resumen del cable e imprimió la página junto a su otra propuesta de nota. Con suerte, no tendría que hacer el artículo sobre el crecimiento exponencial de los automóviles en la Argentina.