Chalet La Galana
C/ Los Picaflores, esquina Los Biguá
José Ignacio Maldonado
Uruguay
10 de febrero de 2001
¡Camarada Hitchens!
Me gusta cómo se saludaban los bolcheviques en las cartas y me llevaría una decepción si resultase que los signos de admiración eran una costumbre nacional[107], del mismo modo que los americanos prefieren los eficientes dos puntos, mientras los británicos se aferran a la tímida pero íntima coma. Me gusta el saludo «de choque» de los camaradas, que parece contemplar la posibilidad de que el destinatario esté pensando en las musarañas desviacionistas y de que haría bien en despertar y volver a prestar atención a sus cupos, so pena de muerte. Me gusta su aire de amenaza, de vigilancia, de vigilia. Teniendo en cuenta dónde estoy actualmente, vienen como anillo al dedo los usos españoles, en los que es normativo el signo de admiración abierto, para obligar al camarada a ponerse en guardia antes.
El hemisferio norte, por lo menos en los meses que nosotros llamamos invierno, es, me temo, un engañabobos. Aquí todos vagamos por el lugar con la agradecida y confiada sonrisa de un Bambi recién rescatado. Es una tierra con playas de miles de kilómetros, tormentas espectaculares y escarabajos saltarines y revoloteantes del tamaño de Gregorio Samsa. Fernanda ha aprendido a nadar, Clio ha aprendido a hablar y yo he aprendido a pronunciar una versatilísima frase en español: Lo siento mucho, no puedo ayudarle (ah, y la igualmente socorrida Yo no sé nada). Sólo me falta la presencia de mis otros hijos. Los echo de menos. Y echo de menos a mi hermana Sally, a la que conocías. De un tiempo a esta parte, ignoro el porqué, he perdido completamente la alegría. Ahora ya sé el porqué, aunque tardé en averiguarlo. «De un tiempo a esta parte, ignoro el porqué, he perdido completamente la alegría, he abandonado todas mis habituales ocupaciones, y, la verdad sea dicha, todo ello me pone de un humor tan sombrío que esta admirable fábrica, la tierra, me parece un estéril promontorio; este dosel magnífico de los cielos, la atmósfera, ese espléndido firmamento que allí veis suspendido, esa majestuosa bóveda tachonada de ascuas de oro, todo eso no me parece más que una hedionda y pestilente aglomeración de vapores». Tardé un rato en encontrar este pasaje, porque estaba convencido de que Hamlet hablaba con Horacio y no con Rosencrantz y Guildenstern, lo cual hace que el desánimo del príncipe parezca aún más descuidado y arrastrado… La frase clave es «ignoro el porqué». Hamlet no acaba de entender que sus desdichas metafísicas son un síntoma subliminal de duelo; y este era exactamente mi caso. Creía que me encontraba mal, pensaba que me estaba muriendo (quizá sea esto lo que el pesar quiere de nosotros). La literatura nos avisa de los grandes acontecimientos, pero no reconocemos los avisos hasta que los acontecimientos llegan y se van. Isabel, que supo antes que yo lo que era perder a un hermano, me dijo que hay que aceptarlo sin más, como el clima…, sí, como el aguanieve en la cara. Otros cielos formulan otras preguntas. Incluso el azul natural de Uruguay. Pero lo mismo otra vez, y habrá más de lo mismo, mucho más, y luego más y más.
Inmediatamente antes de partir tuvimos un par de estupendas veladas nocturnas con los Conquest. Bob me dijo: «¿Recuerdas que hace mucho te sugerí que titularas Proezas de Cupido tu siguiente novela?». Le dije que había seguido su consejo y aduje el parentesco que tenía con «Proezas con sentido» de Nabokov (¿no está en Cosas transparentes?). Entonces (sobrio, profesoral) dijo: «Claro que también está Purezas sin vestido». Le pregunté: «¿Qué es Purezas sin vestido?». Y dijo: «Una novela del realismo socialista sobre los niños de los barrios bajos de Lancashire afectados por el hundimiento de la industria textil…». Si Nietzsche tiene razón y un chiste es un epigrama sobre la muerte de un sentimiento, aquel fue una masacre. Reí durante tanto rato que acabé por contagiarle; cuando se nos pasó, se quitó las gafas y se limpió una lágrima con el meñique. Creo que yo le recordaba a Kingsley, porque los Amis varones se doblan por la cintura cuando ríen, y cierran los ojos con fuerza para eliminar toda distracción posible. Más curioso resulta que él me recuerde a Kingsley a mí. Porque la verdad es que no ha cambiado en absoluto. ¿Recuerdas, en las Letters de mi padre, cuando Kingsley y Larkin cambian sinceras y elocuentes quejas sobre la vejez, y Kingsley dice sin poder creerlo que «Bob se va sin más, como si nada hubiera ocurrido»? (Liddie[108] dice que es que «se levanta contento». Señor, Señor, ¿es eso lo que hay que hacer?). En su limerick de las Siete Edades[109] está todavía entre los versos tres y cuatro, y eso que ya es octogenario. ¿Cómo le irá con sus memorias? ¿Nos enteraremos de lo que pasó en su período Pierce Brosnan en el Ministerio de Asuntos Exteriores? Cuando lo veas, dale recuerdos y dile que estaré allí en junio. Ahora volvamos al asunto.
¡Camarada Hitchens! Probablemente habrá poco en estas páginas que no sepas ya. Sabrás entonces que el bolchevismo tiene un récord de bajezas y estupideces que agota todos los diccionarios. La verdad es que ni el cielo quiere mirarlo. Por eso se me hace cuesta arriba entender por qué no pones más distancia entre tú y esos actos que organizas, con tu veneración por Lenin y tu impenitente discipulado de Trotski. Estos dos hombres no se limitaron a preceder a Stalin. Crearon un Estado policial que funcionaba a la perfección para que él lo utilizara después. Y le enseñaron algo notable: que se podía gobernar un país con una receta a base de libertad muerta, mentiras y violencia… y pretensiones de superioridad moral sin costuras. Durante una de las cuatro o cinco veladas que dedicamos al tema, subrayaste tranquilamente que el comportamiento de Lenin «no fue hipócrita». Me asombras. ¿No es automáticamente hipócrita la pretensión de superioridad moral en un hombre que era responsable del imperfecto mundo de la Unión Soviética, 1917-1924? Por cierto, Lenin era capaz de decir verdades y admitir anodinamente que determinadas medidas políticas habían producido determinados resultados (desagradables). Pero nada de esto merma el juicio de Bunin, con el que cada vez estoy más de acuerdo: Lenin, «aquel imbécil moral congénito». Volveré luego sobre Trotski, si es posible.
El arco que traza el finado Dmitri Volkogónov es interesante, ¿verdad? Su Stalin: Triumph and Tragedy apareció en 1989; y aunque la cubierta de mi edición de bolsillo está aureolada de citas como «una acusación tremenda», etc., en realidad es relativamente indulgente. Volkogónov, en 1988, no sabía que Stalin había sido responsable de la suerte que habían corrido sus padres (y dos tíos). Lo averiguó más tarde, y personalmente, en los archivos: su padre fue fusilado durante el Terror por tener una obra de Bujarin y su madre murió «en el exilio», es decir, como una vagabunda hostigada por la policía. Dmitri tenía nueve años en 1937; ya intuía lo que era la vida, pero ya había engullido la ideología… Su Stalin tiene puntos ciegos y presupuestos tácitos (casi resulta gracioso cuando habla de la represión del clero). Porque todavía era un creyente: un creyente político. La desaparición de su fe fue compleja y hasta cierto punto independiente de su indignación filial, dado que llegó «como la melancolía de una resaca espiritual»[110]. Una intranquila contrarrevolución de la mente, el corazón, el alma, las entrañas. Los libros posteriores de su trilogía, Trotsky: The Eternal Revolutionary (1992) y Lenin: A New Biography (1994)[111], prolongan la curva con asco y desesperación crecientes. «Puede que lo único que haya conseguido en esta vida —escribió hacia el final de la misma— fuera romper con algo en lo que había creído durante tantos años». Desconozco por completo el funcionamiento de la perestroika interior de Volkogónov, pero este sereno y magnífico comentario es un estímulo para la imaginación.
Sin duda conoces el proceso mejor que yo, dado que lo has experimentado, al menos en parte. Tu reestructuración sigue siendo incompleta. ¿Por qué? La admiración por Lenin y Trotski carece de sentido si no se admira el terror. Ellos no querrían tu admiración si esta no incluye la admiración por el terror. ¿Admiras el terror? Sé que admiras la libertad. Hace mucho que te dije que 1989 fue un momento decisivo en tu evolución como escritor. Hasta entonces tu prosa me había dado la impresión de una apertura incompleta, la sensación de que tenían que aplazarse ciertas verdades. Entonces perdiste esa inhibición y tu voz escrita adquirió una cualidad nueva: la libertad.
Visto desde el punto de vista de la libertad y sólo de ella, Octubre no fue una revolución política impulsada por una revolución popular (febrero). Fue una contrarrevolución. La «inquietud» de 1921 —en las fuerzas armadas (amotinamientos en Kronstadt y otros lugares), en los restos del proletariado tras la guerra civil (huelgas, manifestaciones, disturbios) y en el campo (rebelión campesina de millones de personas) fue una revolución popular mucho más profunda que las de 1917 y 1905[112]. Los bolcheviques, como es lógico, la llamaron contrarrevolución y la reprimieron de manera sangrienta. Cuando la verdad es que su revolución era la contrarrevolución. Tal era el elefante —el barritante, resoplante y pedorrero mamut— que había en la sala del Kremlin. Levantado sobre un abismo de mentiras, el bolchevismo se lanzó a una carrera de bufonadas e imposturas hasta que alcanzó la falsedad universal ideal con Stalin. La frágil libertad del período interrevolucionario fue sustituida por la antilibertad, la libertad muerta, que dice Vassili Grossman. Y eso es lo que importa:
La historia de la humanidad es la historia de la libertad humana […] La libertad no es, como creía Engels, «el reconocimiento de la necesidad». La libertad es lo contrario de la necesidad. El progreso es, básicamente, el progreso de la libertad humana. Sí, al fin y al cabo, la vida misma es libertad. La evolución de la vida es la evolución de la libertad.
¿Podría pues hacer una sugerencia? Leamos otra vez los veinticuatro volúmenes de las obras completas de Lenin del siguiente modo: cada vez que veamos las palabras «contrarrevolución» y «contrarrevolucionario», quitémosles el «contra»; y cada vez que veamos «revolución» y «revolucionario», restituyámosles el «contra».
Tu querido Trotski. No, no he leído la trilogía de Isaac Deutscher El profeta armado, El profeta desarmado y El profeta desterrado, pero he leído Trotsky: The Eternal Revolutionary de Volkogónov (hagámoslo «contrarrevolucionario». ¿Y qué es eso de «eterno» y de «profeta»? ¿De qué fue profeta? ¿De una Inglaterra comunista? ¿De unos Estados Unidos comunistas?). A diferencia de lo que sucede con Lenin (no hace mucho lancé un gemido de comprensión al enterarme de que no sabía pronunciar la letra erre: mal comienzo para un revolucionario ruso), la atracción por Trotski es comprensible y tiene cierta base humana. Por ejemplo, tenía talento literario; siempre hay una cualidad arrulladora en sus ritmos; y sintetizaba muy bien. Cuando los marineros de Kronstadt (su «flor y nata de la revolución», y que sea «contrarrevolución») iniciaron su coherente rebelión de principios, Trotski dijo: «Ahora el campesino medio nos habla con cañones navales», porque las fuerzas armadas habían empezado a responder al terrorismo de Estado en el campo. (Como medida preventiva reprimió a los marineros con ejemplar crueldad bolchevique y en ninguna de sus diversas memorias mencionó esta verdad aplazable). La consigna de Trotski en Brest-Litovsk («Ni guerra ni paz») fue grave, insubordinada y contraproducente, pero también original: todavía oigo a aquel general alemán exclamando: «Unerhört!» Etcétera. Pero Trotski no ambicionó nunca el poder. En esa lucha fue simplemente un figurón (leía novelas francesas durante las reuniones del Comité Central); en las elecciones al Congreso de 1921 quedó el décimo (y no quedó en décimo lugar porque fuera más humano que los otros nueve). A un nivel más básico, Trotski fue un cabrón asesino y un embustero de mierda. Y lo fue con entusiasmo. Fue un mata-monjas; todos lo fueron. Lo único que puede anotarse en la otra columna de su libro mayor es que pagó un precio que casi saldó la diferencia. La muerte se cebó en él y en todo su clan. Estremece leer la lista de los Bronstein y allegados a los Bronstein que aniquiló Stalin. Cuando Trotski ofreció públicamente a Stalin el papel de «sepulturero de la Revolución» (y que sea «Contrarrevolución»), se dijo que aquello no se lo perdonarían «hasta la cuarta generación». Y pudo haberse cumplido. Casi todos los que lo conocían, o habían hablado con él alguna vez, o lo habían visto de cerca, fueron asesinados; cientos de miles, millones de inocentes perdieron la vida por haber tenido alguna hipotética relación con él y con su nombre. En los escritos de Trotski que he leído no hay ninguna referencia a lo que pensaba al respecto. Parece que se limitó a aceptarlo, que se convirtió en pararrayos de la muerte. Pero todos estaban cargados con la electricidad de la violencia.
Volvamos al punto de partida. Como muy bien intuiste, la parte más grave de la acusación es que el valor de la vida humana se hundió durante el bolchevismo. Tú dices que el valor de la vida humana ya se había hundido, a causa de la guerra mundial. Bien, este argumento tendría más peso si a) hubiera habido un hundimiento parecido (es decir, total y durante treinta y cinco años) en cualquier otro país beligerante, y si b) un solo bolchevique de la vieja guardia hubiera pasado un solo día en el frente o al menos en el ejército (aunque es verdad que Stalin al menos consiguió que lo declarasen inútil: el brazo izquierdo atrofiado más «un pie defectuoso»). Los «revolucionarios a tiempo completo» pasaron los años de la guerra en el extranjero, o confinados en algún punto del país, sin vigilancia y con un subsidio del Estado, o en las cárceles zaristas (vergonzosamente cómodas), releyendo al subnormal de Chernichevski. (Trotski dijo que le había gustado estar en la Fortaleza de Pedro y Pablo: vivía cómodamente y no tenía que preocuparse por que lo detuvieran). Los a tiempo completo explotaron su impotencia hasta aquella noche de octubre en que vieron que el poder estaba en las calles de Petrogrado y lo recogieron «como una pluma». La consigna del Partido de aquel verano había sido: «¡Abajo la pena capital, restablecida por Kerenski!». La verdad es que los bolcheviques no pensaban en la pena capital. «Tenemos que poner fin de una vez para siempre —dijo Trotski— a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana». En lo que pensaban era en la violencia de vanguardia: una violencia «como no se había visto en siglos» (Conquest); una violencia «cuyo alcance y cuya inhumanidad superaron todas las cotas de la historia nacional» (Malia).
Conozco un poco el jacobinismo ruso, los escritos de Serguéi Nechaev y otros (matar a todos lo que tengan más de veinticinco años, etc.), pero no me queda claro cómo pudo abrirse camino ni siquiera durante un instante esta idea de ir al paraíso a través del infierno. Hagamos un esfuerzo e imaginemos que el «paraíso» que Trotski prometió «construir» apareció de súbito en el solar apisonado de 1921. Sabiendo que para su creación se habían sacrificado 15 millones de vidas, ¿querrías vivir en él? Un paraíso adquirido de este modo no es paraíso. Doy por hecho que no quieres secundar el desdichado «sí» de Eric Hobsbawm a un paraíso ganado de este modo. Los medios definen los fines, como dijo Kolakowski, pero en la URSS nunca se pasó de los medios. Y la contradicción de la contradicción es esta: el utopista activo, el perfeccionador, desde el comienzo mismo, siente una furiosa animadversión por la ineludible realidad de la imperfectibilidad humana. Nadezda Mandelstam habla de la «arrogancia satánica» de los bolcheviques. Están también la inseguridad y desafección infernales, y la desesperación infernal.
Bujarin tiene razón cuando derriba la teoría de la Revolución Permanente, defendida por Stalin (y, con variantes, por Trotski):
Esta extraña teoría convierte el hecho real de que la lucha de clases se está intensificando en una especie de ley necesaria de nuestro desarrollo. Según esta extraña teoría, parece que cuanto más lejos vayamos en el camino del socialismo, más dificultades habrá y más intensa será la lucha de clases, de tal modo que a las puertas mismas del socialismo, por lo que se ve, tendremos que dar comienzo a una guerra civil o morirnos de hambre y dejar nuestros huesos al sol.
Bien, Hitch, quiero despedirme con dos imágenes. No recuerdo de dónde las he sacado y es posible que sean un producto injustificado de mi imaginación. Es igual.
En los primeros meses de la Gran Guerra Patriótica se habló de batallas campales entre los soldados y las «unidades de bloqueo» de la Checa[113]. Imagina una batalla así, con ametralladoras (sin duda), tanques (tal vez) y un tercer ejército al otro lado del campo de batalla…
La segunda imagen es más conceptual. La otra teoría trotskista de la revolución permanente (deberíamos llamarla Revperm) se basaba en la vana esperanza de que estallaran revoluciones en otros países, en un proceso que culminaría en el socialismo mundial. Un destacado camarada señaló además que sólo entonces, cuando el comunismo dominase la tierra, comenzaría en serio la fase caliente de la lucha de clases… Y al instante me imaginé a un escorpión matándose a aguijonazos. Todo el mundo sabe que los escorpiones hacen esto, por ejemplo, cuando están rodeados por el fuego. Pero en un planeta comunista, ¿dónde está el fuego? Hay un fuego en el yo. Es el odio a uno mismo y el odio a la vida. Al fin y al cabo, el escorpión tiene una excelente razón «objetiva» para matar al escorpión: está vivo, ¿no?
No con saludos anticomunistas, pues, porque estas reflexiones no forman parte de ningún paquete de medidas, sino con afecto fraternal, como siempre,
MARTIN
Una tarde de otoño de 1999, mi mujer, yo y los Conquest fuimos a un mitin político que se celebraba en Conway Hall, de Red Lion Square (Holborn, Londres), casi delante, cruzando la avenida, de la antigua redacción de New Statesman, que estaba en Lincoln's Inn Fields. Fuimos a oír hablar a los hermanos Hitchens, Christopher (pro) y Peter (anti), sobre la Unión Europea. Así pues, un tema realmente aburrido. Pero el debate fue animado y el público estuvo muy interactivo: se oyeron preguntas terribles formuladas con acentos regionales terribles, rebuznos de borracho en boca de periodistas famosos, y, en boca de diversos políticos de oronda constitución, ocasionales y resonantes «sí señor, sí señor», que, si recuerdo bien a mi James Fenton (él evocaba una plúmbea tarde en la Cámara de los Comunes), sonaban aproximadamente «ssnr, ssnr» y hacían pensar en un estómago gigantesco digiriendo una comilona. En cierto momento, recordando el pretérito, Christopher dijo que conocía bien el edificio en que estábamos, porque había pasado allí noches incontables con muchos «antiguos camaradas». El público respondió como Christopher sabía que respondería (hizo el comentario con cierto aire de entendido): el público respondió con una carcajada afectuosa.
Luego le pregunté a Conquest:
—¿Tú te reíste?
—Sí —dijo.
—Yo también —dije.
¿Por qué la risa? ¿Por qué? Si Christopher se hubiera referido a sus incontables noches con muchos «antiguos camisas negras», el público… Bueno, con un historial así, Christopher no sería Christopher, ni nadie con un mínimo de distinción. ¿Es esa la diferencia entre el bigote pequeño y el bigote grande, entre Satanás y Belcebú? ¿Que uno suscita espontáneamente la furia y el otro la risa? ¿Y de qué clase de risa hablamos? Hablamos, naturalmente, de la risa de la afición universal a la antiquísima idea de la sociedad perfecta. Es además la risa del olvido. Olvida la energía demoníaca incrustada inconscientemente en esa esperanza. Olvida a los Veinte Millones.
Esto no es exacto: Todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz y Belsen. Nadie sabe nada de Vorkutá ni de Solovetski. Todo el mundo ha oído hablar de Himmler y Eichmann. Nadie sabe nada de Yeyov ni de Dzeryinski.
Todo el mundo ha oído hablar de los 6 millones del Holocausto. Nadie sabe nada de los 6 millones del Terror del Hambre[114].
Pero yo sí sé; y me reí. Y Conquest se rio. ¿Por qué la risa no hace lo que es debido? ¿Por qué no se excusa y abandona la sala?
Volvamos un instante con Tibor Szamuely. Condenado a ocho años en el gulag por decir en privado que Georgui Malenkov era un «cerdo seboso», Tibor fue encerrado, camino de Vorkutá. Reproduzco la versión de las Memoirs de mi padre:
En una cárcel soviética, el gran acontecimiento del día es el reparto de ejemplares de Pravda, y Tibor, dado que era el profesor, tenía el derecho y la obligación de leer los artículos en voz alta al resto de la celda [que contenía varias docenas de reclusos] […] Por lo visto, Stalin en persona se había quejado ante la ONU o ante una de sus filiales de las condiciones inhumanas en que vivían ciertos comunistas griegos encarcelados en Grecia al final de la guerra civil: falta de ejercicio, raciones escasas, paquetes de comida sólo una vez a la semana, superpoblación a una escala comparable (digamos) con el zarismo, tiempo de visita insuficiente y otros problemas igual de graves. Tras un momento de estupor, todos los presos rompieron a reír con carcajadas histéricas, con las lágrimas corriéndoles por las mejillas, encogiéndose, doblándose, rodando por el suelo, olvidando por unos minutos las viejas rencillas. La verdad es que la euforia no duró unos minutos, sino días, aunque a intervalos. Si al orinar en el cubo se salpicaba por descuido al que dormía más cerca, en vez de oír un rugido de cólera o algo peor, se oía exclamar al infractor: «¡Venga, venga, camarada! Acuérdate de nuestros compañeros griegos que luchan por la paz contra el opresor occidental», y el otro se echaba a reír[115].
Rusia 1917-1953: ¿a qué género pertenece? No es una tragedia, como Lear, no es una anticomedia, como Troilo y Cresida, ni una comedia problema como Medida por medida. Es una farsa negra, como Tito Andrónico. Y la farsa negra es muy rusa, desde Las almas muertas hasta Risa en la oscuridad… Parece que no se puede expulsar al humor del espacio que hay entre las palabras y los hechos. En la URSS, ese espacio abarcaba once zonas horarias. El enemigo del pueblo era el régimen. La dictadura del proletariado era mentira; Unión era mentira, de Repúblicas era mentira, Socialistas era mentira y Soviéticas era mentira. Camarada era mentira. La Revolución era mentira.
También yo tengo que confesar, no una mentira, sino un pecado, un pecado crónico.
Butirki era la mejor cárcel de Moscú. (Una afirmación curiosa, podría pensarse; pero esta es una confesión en la que creo que tengo que entrar marcha atrás). O, por decirlo de otro modo, había en Moscú peores cárceles que Butirki (llamada también Butirka). Butirki era la mayor de las tres grandes cárceles de presos políticos y era menos temida que las otras dos, la Lubianka y (sobre todo) Lefortovo. Más temida que Lefertovo era Sujanovka, llamada «la dacha» (por casualidad estaba cerca de la finca de Lenin en Gorki). Solzhenitsyn sólo da cuenta de un superviviente cuerdo de Sujanovka, un lugar, al parecer, de silencio obligatorio e incesantes torturas[116]. Butirki, construida por los zares para encerrar a los rebeldes de Pugachev, era más limpia y estaba mejor dirigida que Taganka y otras cárceles donde los políticos cohabitaban con los comunes y los urka. Solzhenitsyn pasó interesantes temporadas en Butirki. El nivel cultural de los presos era asombrosamente elevado, había académicos y científicos (y novelistas) paseando en las celdas. Era como la sharashka (un laboratorio protegido por alambradas en el gulag) descrita en El primer círculo; cualquier físico se habría sentido orgulloso de trabajar allí.
Quiso la suerte que cierta noche me encontrara solo en casa con mi hija de seis meses. (Otra afirmación curiosa, quizá, a estas alturas, pero me cuesta entrar en materia). Sin el menor aviso, le entró un ataque de llanto que comenzó en el límite exterior de la desesperación primordial y siguió subiendo de manera uniforme. Lejos de tranquilizarla, mis besos y murmullos producían el mismo efecto que pinzas al rojo vivo, aplicadas con habilidad. Al cabo de una hora me relevó la niñera, a la que había llamado. El llanto cesó inmediatamente. Me fui al jardín y también yo me eché a llorar. Los gritos de mi hija me habían hecho recordar la angustia, clínicamente inexplicable, de mi hijo menor, que con un año de edad tenía un asma atípica. Me había hecho recordar el perfecto equilibrio de náusea y dolor de un padre sumido en una aflicción indecible.
—Los sonidos que emitía —le dije muy serio a mi mujer, cuando volvió— no habrían desentonado en las mazmorras más lóbregas de la cárcel Butirki de Moscú durante el Gran Terror. Por eso me desesperé y llamé a Caterina.
Si hubiera tenido entonces mejor información, habría dicho Sujanovka y no Butirki, y allí se habría acabado la historia. Pero me temo que Butirki ha acabado por ser un sobrenombre de mi hija, al igual que sus diminutivos en inglés, Butirklet, Butirkster, Butirkstress, etc. La familia se ha acostumbrado al cognomen; la hermana de Butirki, que tiene cuatro años, lo utiliza con un excelente acento ruso que no sé de dónde habrá salido (últimamente, incluso Butirki sabe decir «Butirki»); y qué suspiro se oyó en casa una mañana cuando llamé la atención sobre el capítulo que Eugenia Ginzburg titula «Noches de Butirki»…
Esto no está bien, ¿verdad? Mi hija menor tiene ya más de dos años, sus llantos ya no son aterradores y yo la sigo llamando Butirki. Porque el nombre está trenzado con sentimientos hacia ella. Casi siempre, cuando lo empleo, me imagino a un «cabeza rapada» de ojos de pez en una colmena de viviendas de Alemania (estoy seguro de que tal persona existe) con una hija llamada Treblinka. Treblinka fue uno de los cinco campos dedicados exclusivamente al exterminio y sin ninguna otra función (a diferencia de Auschwitz). Yo no soy tan malo como el «cabeza rapada» de ojos de pez. Pero Butirki fue un lugar de aflicción indecible. En 1937 contenía 30.000 presos hacinados entre sus muros. Y no está bien. Porque mi hija se llama realmente Clio, y Clío es la musa de la historia.
Fue en diciembre de 1975, cuando V. S. Pritchett (quizá cruzándose con Oleg Kerenski en las escaleras) entró en la redacción de New Statesman de Lincoln's Inn Fields, con su crítica de Archipiélago Gulag (las partes III-IV, que abarcan el volumen segundo de la trilogía)[117] bajo el brazo. El artículo de Pritchett lo vio primero la directora literaria, Claire Tomalin, y luego yo, el subdirector literario. Después de leer la conclusión…
El objetivo de Solzhenitsyn es la precisión y una exigente e incesante ironía: los campos lo obligaron a buscarse a sí mismo y cuando la gente le dice: «¿Por qué destapar lo que pasaba en los malos tiempos?», su respuesta es que cuando un país o una doctrina elude enfrentarse a su propio pasado con un pretexto u otro, el efecto es tan mortal para la calidad de vida como para el corazón de cada cual. No es un activista político; carece de retórica y de planteamientos con dobles verdades; es un despertador,
volví atrás para ver si Claire le había puesto algún título. Se lo había puesto: «Cuando los muertos despertemos» (por referencia a la obra de Ibsen). Recuerdo que asentí con la cabeza y que pensé: la discusión ha terminado. Podemos ir más allá. ¿Adónde? Pues al recuerdo, naturalmente. Y quizá también a la búsqueda de dignidad.
En la página 13 del volumen I, con un humor autoflagelante, dice Solzhenitsyn: «No amábamos bastante la libertad». Luego: «Lisa y llanamente, merecimos todo lo que ocurrió». En el prefacio del volumen III es menos severo y más persuasivo: el régimen comunista se mantuvo «no porque no hubiera ninguna oposición interior, no porque la población se rindiera dócilmente ante él, sino porque es inhumanamente fuerte, hasta un punto imposible de imaginar en Occidente». Entre los componentes de la fuerza del Estado estaba su capacidad para asombrar y aturdir, y por lo tanto para engañar. Como dice Conquest, «a menudo se dudaba de la realidad de los actos de Stalin porque parecían increíbles. El estilo básico de Stalin consistió en hacer lo que hasta entonces se consideraba moral o físicamente inconcebible».
En 1949, Stalin decidió aislar parcialmente a los presos políticos, los «fascistas», en campos especiales (conocidos como los Campos Especiales), al parecer para defender de contagios ideológicos a los delincuentes comunes. El tiro le salió por la culata, porque «todo el sistema de opresión de su reinado —dice Solzhenitsyn— se basaba en la separación de los descontentos, para impedirles que se hablasen con la mirada». En los Campos Especiales los presos políticos se convirtieron en políticos y el resultado fue la rebelión. Su primer movimiento fue de una lógica aplastante: mataron a todos los soplones. Ellos hablaron de suprimir, pero el proceso fue quirúrgico y a sangre fría: un encapuchado con un cuchillo en mitad de la noche. Ya no hubo más soplones acercándose al buzón del campo con denuncias, nadie dio más nombres a los guardianes (ni siquiera bajo coacción violenta). Y el terror desde abajo prosiguió: «Los que no tengáis la conciencia limpia, ¡moriréis esta noche!». Los presos de confianza «empezaron a refugiarse en los Barracones Disciplinarios», donde buscaban la seguridad de los aisladores, aceptando con gratitud «no volver a respirar aire puro ni ver la luz del sol». Las autoridades respondieron con una medida típica: se apartó a los probables cabecillas y se les dejó en manos de los soplones, para que los apalearan y torturaran en la cárcel interior de la cárcel.
El mismo Solzhenitsyn, que estaba en Ekibastuz en 1952, participó en una protesta insólita: huelga laboral y de hambre. Incluso los desahuciados —los devoradores de basura— se unieron a este ayuno de los famélicos. A falta de un año para salir en libertad y ya casi seguro de que volverían a juzgarlo y condenarlo, Solzhenitsyn, pese a todo, fue víctima de una inspiración indescifrable: desafío, desesperación, euforia y lo más embriagador, una náusea moral, un miedo malsano a la libertad. Al finalizar el tercer día se oyó un grito por la ventana: «¡El barracón nueve! ¡El nueve se ha rendido! ¡El nueve se dirige al comedor!». Solzhenitsyn prosigue con esplendidez:
Doscientas cincuenta figuras pequeñas y conmovedoras, más sombrías que nunca con el sol poniente detrás, acobardadas y alicaídas, cruzaban el campo en diagonal […] A algunos, más debilitados que los demás, los llevaban de la mano o cogidos del brazo; andaban con tanta inseguridad que parecían ciegos conducidos por lazarillos. Muchos tenían en la mano la lata del rancho o la taza, y aquellos mezquinos utensilios carcelarios, llevados con la esperanza de recibir una cena demasiado abundante para caber en los estómagos encogidos, aquellas latas y tazas que empuñaban como el platillo de las limosnas, eran lo más degradante, lo más servil, lo más lamentable de todo.
Me eché a llorar. Miré a mis compañeros mientras me secaba las lágrimas y vi las suyas.
El barracón N.° 9 había hablado y decidido por todos nosotros […]
Nos apartamos de las ventanas sin decir nada.
Fue entonces cuando supe lo que significaba el orgullo polaco y comprendí sus temerarias rebeliones. El ingeniero polaco Jerzy Wegierski […] estaba entonces en nuestro equipo. Cumplía su noveno y último año. Aunque era capataz, nunca le había levantado la voz a nadie. Siempre guardaba la calma y era educado y amable.
Pero en aquel momento tenía la cara contraída por la cólera, el desprecio y el dolor, y cuando apartó los ojos del desfile de mendigos, exclamó con voz fuerte e irritada:
—¡Encargado! ¡No me despiertes para la cena! ¡No pienso ir!
Subió a la cama superior de la litera, se puso cara a la pared… y no se levantó. Aquella noche fuimos a cenar, pero él no se levantó. Nunca recibía paquetes, estaba totalmente solo, siempre andaba escaso de comida, pero no se levantó. En su imaginación, el calor del tazón de papilla no eclipsaba el ideal de libertad.
Tras la muerte de Stalin, en marzo de 1953, llegó la «amnistía de Voroshílov»; «con absoluta fidelidad al espíritu del fallecido», liberó no a los presos políticos, sino a los urka. Hubo un alboroto en la División N.° 12, en Karlag, y una «rebelión de importancia» en Norilsk. Pero las agitaciones sísmicas comenzaron en realidad con la caída (y ejecución) de Beria, en julio[118]. Aquel mes hubo una huelga gigantesca en Vorkutá. Se montaron las ametralladoras; los hombres volvieron al trabajo; pero la Mina 29, separada del resto del campo por una colina, se negó a creer que la huelga hubiera terminado. Se llamó a estos hombres al campo de desfiles, donde les aguardaban once camiones llenos de soldados. Amenazados con «medidas radicales» si no recogían las herramientas, los presos de la primera línea se engancharon de los brazos y se quedaron inmóviles. Hubo tres descargas y sesenta y seis muertos.
La caída de Beria y su ejecución por criminal fue una ofensa a la dignidad de todos los chequistas, lo mismo que el espectacular recorte de salarios que le siguió. La réplica fue nuevamente de una simetría brutal: para demostrar su utilidad, los chequistas empezaron a fomentar desórdenes matando presos inocentes abiertamente y al azar. Este terror de medio pelo —el terror del conserjerado— parece que fue especialmente llamativo en el complejo carcelario de Kengir, cerca de Karaganda, en Kazajstán. Mataron a una joven que había tendido unas medias «cerca» de la alambrada. A otros presos los atraían, por ejemplo prometiéndoles tabaco, y los mataban a tiros. Acribillaron con balas explosivas a un equipo de trabajo que volvía. Y dio resultado. El capítulo de Archipiélago Gulag que se titula «Los cuarenta días de Kengir» tiene cincuenta páginas. Aquellos altercados produjeron la rebelión más grande y heroica de la historia de los campos.
Una vez más, y como siempre, las autoridades reaccionaron con la máxima astucia, con la máxima perfidia y con el máximo error de cálculo[119], aunque todavía no con la máxima violencia. Recordemos que estamos en 1954. Introdujeron a 650 urka en la conflictiva Sección Tres. Para ponerla patas arriba, para que robaran, violasen (un campo de mujeres se había unido a la rebelión por entonces), hiriesen, matasen, enfrentaran a unos con otros, lo cual era siempre el objetivo básico. Pero esta vez fue diferente, en los campos, en Kengir (y otros lugares); el deseo de reventar flotaba en el aire; la vieja moral del campo, pragmática y magníficamente expresada en el dicho «Tú muérete hoy, yo esperaré un poco», estaba sufriendo una revolución. Y lo que apareció fue, precisamente, una pequeña utopía universalista (al menos en apariencia), con igualdad y respeto entre todas las personas, y sin que las promociones personales entrañaran ningún beneficio. Evidentemente, esta utopía en ciernes, que estaba encarcelada y corría peligro de sufrir el máximo castigo, tenía una baza fuerte. Cuando llegaron los urka en los camiones, sus dirigentes recibieron la visita de una delegación del ala militar de los presos políticos. Sois muchos menos que nosotros, les dijeron, y nosotros hemos cambiado. Uníos a nosotros u os mataremos a todos. Los urka se unieron y se purificaron. En mayo-junio de 1954, la Sección Tres se transformó en una sociedad civil.
Todos los de Kengir sabían lo que les aguardaba. Y enfrentarse al enemigo, al Estado, a aquel nivel, de segunda generación, seleccionado hacia abajo y en aquel momento encolerizado, un enemigo de plomo y acero. El 22 de junio se anunció que se satisfarían las exigencias de los rebeldes. El 25 de junio, al despuntar el alba, llegó la Checa con tiradores, artillería, aviación, ametralladoras y tanques. Hubo más de 700 bajas entre muertos y heridos. Luego, el procedimiento normal de dictar nuevas sentencias y más ejecuciones…
Recordemos, como Solzhenitsyn, a los socialistas revolucionarios de la prisión de Viatka en 1923, que «se atrincheraron en una celda, rociaron de queroseno todos los colchones y se quemaron vivos». Y al huelguista de hambre Arnold Rappaport, que «ayunó hasta que se le transparentaron las manos». Y en Kengir, a los dos jóvenes que se arrojaron debajo de la oruga de un tanque, a las mujeres que formaron un escudo humano alrededor de los hombres y recibieron los bayonetazos, los viejos zeki de la barricada, que se rasgaron la camisa, «se señalaron el magro pecho y las costillas y gritaron a los de las ametralladoras: “¡Vamos, disparad! ¡Abatid a vuestros padres!”».
Y tratemos de recordar a las víctimas totalmente invisibles cuya cantidad nadie contará nunca. En la «antigua y lenta» aldea de Kady, en la lejana provincia de Ivánovo, en 1937, unos funcionarios de poca monta fueron acusados de querer derrocar al gobierno soviético por haber interrumpido el suministro local de pan. Entre los fusilados (tras un ridículo proceso público) estaba el director de las Cooperativas de Consumidores del Distrito, Vasilii Vlasov: sincero, valiente e inocente. Solzhenitsyn añade a pie de página con letra pequeña:
Una breve nota sobre Zoya Vlasova, que tenía ocho años. Amaba mucho a su padre. Ya no podía ir al colegio. (Se burlaban de ella: «¡Tu papá es un saboteador!». Se peleaba: «¡Mi papá es bueno!»). Murió un año después del juicio. Hasta entonces nunca había caído enferma. Durante aquel año no sonrió ni una sola vez; siempre estaba con la cabeza gacha y las adultas profetizaban: «No deja de mirar a la tierra; morirá pronto». Murió de meningitis; mientras agonizaba, repetía: «¿Dónde está mi papá? Dadme a mi papá». Cuando contamos a los millones que perecieron en el campo, olvidamos multiplicarlos por dos, por tres.
En la búsqueda de la dignidad, nuestros sentimientos deben tener acceso al estilo elevado. La risa, como hemos visto, nunca se irá de la farsa negra del bolchevismo; la risa nunca se besará la yema de los dedos para decirnos adiós. Ahora sabemos ya la clase de risa que oímos; la oímos cuando presenciamos la aparición de la sordera moral. Pero hay además un plano emocional que excluye la risa. El estilo elevado excluye la risa.
En noviembre de 2000 me tocó ayudar a preparar el entierro de mi hermana menor. Mi padre, que no pasaría del año siguiente, me dijo que en sus insomnios más indefensos tendía a pensar en Sally con preocupación y en lo que sería de ella cuando él hubiera muerto: la pérdida de apoyo general, la pérdida de objetivos, de razones. Y así fue. Tras una larga depresión vino una súbita enfermedad. Cuando llegué al hospital estaba en cuidados intensivos e inconsciente. No volvió a despertar y murió cuatro días más tarde. Me di cuenta de que había muerto, no porque hubiera algún cambio en la postura de mi hermana, sino por las líneas gemelas del monitor. Ella, o el respirador que le habían puesto, siguió respirando con ansia: un cadáver con el pecho en movimiento. La desconectaron y pude acercarme a ella y besarla sin horror. Y le hice una pregunta que le había hecho muchas veces, pero que en aquellos momentos no tenía ningún sentido: «Sally, ¿qué has hecho?». Cuando era pequeña me había prometido a mí mismo en muchas ocasiones que la protegería. Y no la había protegido. Nadie, seguramente, habría podido protegerla. Pero aquellas promesas, nunca expresadas, siguen dentro de mí y todavía forman parte de mí.
En la iglesia parroquial de St. Dominic, en Kentish Town, mi mujer y yo concertamos los detalles de la misa con el padre John Farrell (Sally se había hecho católica unos años antes). La música (Bach), las lecturas (Romanos 8, Mateo 11), los himnos («Ser un peregrino», «Jerusalén»… Blake, con su ardiente utopismo: «No cejaré en la lucha mental, / ni se me dormirá la espada en la mano, / hasta que hayamos construido Jerusalén / en la verde y plácida tierra inglesa»). También acordamos que yo recitaría el poema que Philip Larkin había escrito para Sally, «Nacida ayer» («Capullo prietamente plegado, / he deseado algo para ti / que ninguna otra…»), que lleva la fecha escandalosamente cercana de 20 de enero de 1954.
Entramos en la iglesia propiamente dicha y mi mujer (que en realidad fue quien lo hizo todo) habló con el padre Farrell mientras yo me quedaba, lleno de aprensiones, en la puerta. Había vuelto con el pensamiento a los consuelos de la rutina (el estudio, el escritorio), cuando me fijé en la placa que recordaba a los muertos de la parroquia durante la guerra, y en la poesía, la poesía bélica de sus apellidos (Bellord, Cody, Gubbins, Lawless, Notherway, Scrimshaw). Debajo, esculpida en la piedra, había una estrofa:
No envejecerán, como nosotros los que quedamos:
no les pesará la edad ni les condenarán los años.
Al ponerse el sol y por la mañana
nos acordaremos de ellos.
Mientras los versos me recorrían por dentro, lo primero que hice, como es lógico, fue relacionarlos con mi hermana. Pero una vez más el asentimiento inesperado, y la idea, sí, la idea de que aquella podría ser la respuesta a los Veinte Millones.
Hacía poco había visto este poema en una de las antologías de mi padre y lo busqué aquella noche: «Para los caídos», de Laurence Binyon. Los caídos son los británicos que murieron en la Primera Guerra Mundial[120].
Y no sería impropio ni indigno que encontraran eco en la poesía de guerra nuestras meditaciones sobre los Veinte Millones. Se libró una guerra contra ellos y contra la naturaleza humana, y la libró su propia gente. Poesía de guerra, que se resume en un solo verso de Wilfrid Owen, de «Extraño encuentro», donde el poeta muerto se encuentra con su doble o rival del otro bando, que le dice: «Soy el enemigo al que mataste, amigo mío…».
Binyon fue un estudioso y traductor distinguido (tradujo La divina comedia en los años treinta), y un poeta atractivo y agradable, pero indiscutiblemente menor. Pero aquí ocurrió algo, una expansión no estipulada. A pesar de su sonora introducción, «Para los caídos» no es una glorificación de la guerra; es un intento de máxima consolación en estilo elevado; y responde a nuestro tema:
No envejecerán, como nosotros los que quedamos:
no les pesará la edad ni les condenarán los años.
Al ponerse el sol y por la mañana
nos acordaremos de ellos.
Ya no estarán rodeados de los alegres compañeros;
ya no se sentarán a las mesas de los suyos;
ya no tendrán parte en nuestros afanes diurnos;
duermen lejos de las costas de Inglaterra.
Pero si nuestros deseos y esperanzas profundos
son como un manantial oculto a las miradas,
el secreto corazón de su tierra los conoce
como la Noche conoce a las estrellas.
Como estrellas que seguirán brillando cuando seamos polvo,
avanzando por la llanura celestial;
como estrellas que alumbran nuestros períodos de tinieblas,
permanecerán, permanecerán hasta el final.
Queridísimo papá:
He probado a poner «Queridísimo Kingsley», en reconocimiento a tu nueva condición; pero he pasado mucho tiempo en tu compañía mental, ¿y por qué romper la costumbre de toda una media vida?
Si pudieras echar aunque sólo fuera una ojeada a la dedicatoria de mi último libro, sabrías inmediatamente que lo que tanto temías te ha sucedido y que aquello que temías ha ido contra ti. La dedicatoria dice:
Para Kingsley
y Sally
Porque estos son mis Amis muertos. Sally vivió cinco años más que tú. Sus últimos años fueron serenos y discretamente cómodos (administró tu legado con celo). No hubo ningún detonante inesperado. Sus últimos días fueron apacibles y no hubo sufrimiento físico. No desesperes: la historia tiene un final más feliz. Supongo, también, que hay una posibilidad entre un gigatrillón de que esté ahora a tu lado. Suponiendo que no esté, y suponiendo además que realmente me oigas, sugiero que pases unos años de tu eternidad recuperándote del golpe y luego vuelvas a esta carta. Descansa, descansa, espíritu agitado.
Volveré sobre el final más feliz. Pero antes de que lleguemos a eso… «No quiero personalizar», escribió Nabokov a Edmund Wilson, antes de pasar, muy amablemente, a analizar el utopismo de su amigo, disculpable, incluso simpático, pero al final mortalmente vago. Tampoco yo quiero personalizar (no te gustaba la gente que personalizaba), pero quisiera hablar brevemente de un par de diferencias entre tú y yo. En tanto que padre e hijo tenemos algo inusual en común: «los dos somos novelistas ingleses —como tú mismo dijiste una vez— y somos un poco buenos». Pero tú, además, eras poeta. Y eso explica la principal diferencia entre mi prosa y la tuya. Las otras diferencias podrían ser casi totalmente generacionales. Si hubiéramos intercambiado nuestra fecha de nacimiento, puede que yo hubiera escrito tus novelas y que tú hubieras escrito las mías. Recuerda la ley (más verdadera en tu caso que en la mayoría): tú eres tu padre y tu padre eres tú. Para terminar de una vez: en tu ficción escribiste ampliamente sobre la burguesía, quiero decir sobre las clases medias, una categoría que aparece poco en la mía, donde me las entiendo con la aristocracia, la intelectualidad, el lumpenproletariado y los urka.
Eres tu padre y tú… Pero no del todo. La otra diferencia es política, y fundamental. Tenías una ideología y yo no. En fin, creías, y creíste en el comunismo soviético durante quince años. No había, como dice Bob, ninguna explicación racional para que fuera así. Pero puedo darte algunas buenas excusas: culpabilidad de clase media; «una dispersa insatisfacción porque las cosas sean como son» (como tú mismo dijiste) o un odio fuera de lo común a la situación en general; un deseo de escandalizar el conservadurismo parental, o paterno; y la sensación, no del todo equivocada, de que te estabas involucrando directamente en los asuntos del mundo. Era además, para Stalin, una ventaja complementaria que una descripción fidedigna de la Unión Soviética pareciera exactamente una calumnia furiosa contra la Unión Soviética. Como dijo el admirable y desdichado Víctor Kravchenko en Yo escogí la libertad (1946: nota bene): «Nunca he podido borrar de mi memoria esta imagen de la puerta [del edificio de la Checa, donde lloraban y gritaban los familiares de los detenidos]. Un genio del teatro que quisiera expresar la desesperación de las masas, el lúgubre e infinito sufrimiento, no habría podido inventar nada más aterrador». Pero no quiero echarte en cara tu credulidad: no eras el único que creía en ello. Lo que me interesa es esto de «creer en».
En tu artículo «Por qué Lucky Jim se hizo de derechas», escrito cuando tenías cuarenta y cinco años, dijiste, para explicar tu anterior filiación política:
Hablamos de un conflicto entre los sentimientos y la inteligencia, de una forma de autoengaño deliberado en la que una parte de la mente sabe muy bien que su convicción global es falsa o defectuosa, pero la necesidad emocional de creer es tan fuerte que el conocimiento queda, por así decirlo, enquistado, aislado, incapacitado para influir en las palabras y los hechos.
Bien dicho. Pero ¿cuál es la base de la «necesidad emocional»? Cotejaré ahora dos frases de los dos últimos párrafos del artículo:
No podemos decidir que haya fraternidad; si empezamos por imponerla, al cabo de muy poco tiempo veremos que estamos imponiendo algo muy distinto y mucho peor que la simple falta de fraternidad.
Y:
El ideal de la fraternidad entre las personas, la construcción de la Ciudad Justa, no se puede descartar sin toda una vida de decepciones y pérdidas.
La frase uno me parece tan obvia y tan elemental que la frase dos carece de sentido, de contenido. ¿Qué es exactamente esa Ciudad Justa? ¿Qué aspecto tendría? ¿Qué se dirían y harían diariamente sus habitantes? ¿Cómo sería la risa en esa Ciudad Justa? (¿Y de qué podría escribirse en ella?).
He aquí el momento de empezar a preguntarse por qué. Dsachtó? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué fin? Tu «necesidad emocional» no es una fuerza afirmativa, sino negativa. No es romántica. No es idealista. La «nobleza misma» de ese ideal, dices, «hace que el resultado de su descomposición sea doblemente horrible». Pero la descomposición, la innobleza, es inherente al ideal. Aquí está la broma, ¿no crees? Y es una broma sobre la naturaleza humana: el celo absurdo, la graciosa diligencia, aquello por lo que la utopía se convierte en distopía y el cielo en el infierno… El «conflicto» que describes no es, en última instancia, un conflicto entre «los sentimientos y la inteligencia». Es, y no deja de ser curioso, un conflicto entre la esperanza y la desesperación.
Cito lo siguiente con una complacencia exclusivamente simbólica:
«… aunque el Edén es la “meta” de la vida humana, estrictamente hablando es una meta imaginaria, no un invento social, ni siquiera como posibilidad. El argumento es aplicable también a las utopías literarias, que no son los deprimentes Estados fascistas en que quieren convertirlas los divulgadores, sino más bien símiles de la mente bien templada: rígidamente disciplinadas, muy selectivas en lo que se refiere al arte, etc. Así, Blake, al igual que Milton, entendió el mundo oculto, el mundo animal en que estamos condenados a vivir, como complemento inevitable de la imaginación del hombre. El hombre nunca ha tenido intención de eludir la muerte, los celos, el dolor, la libido, eso que en palabras de Wordsworth es “el corazón humano por el que vivimos”. Puede que por esto pinte Blake al recién creado Adán con una serpiente enroscada ya en su muslo».
Así terminaba mi breve, adocenado y diccionariado artículo…
Cuando escribí lo anterior tenía alrededor de veintidós años; y mi aprendiz de narrador diecinueve, la misma edad que tú cuando te afiliaste. Y así, papá, probablemente en perjuicio mío, yo nunca sentí la llamada de la fe política (y probablemente habría que sentirla, que ser fanático, una temporada). Nadie puede estar «en contra» de la Ciudad Justa. Es una de las razones por las que las personas se creen con derecho a matar a otras personas que se cruzan en su camino. Pero cuando te uniste a los agnósticos, a los gradualistas (y además encontraste otra ideología: el anticomunismo), te alineaste con quienes tienen más fe en la naturaleza humana que los creyentes. Más fe en y más afecto por. Basta. Vayamos ahora al final más feliz.
La hija de Sally estuvo presente, de manera anónima, en el entierro de Sally. Acuérdate, tú y yo la vimos cuando era muy pequeña (en el verano de 1979), poco antes de su adopción. La niña, que era perfecta, se llamaba Heidi, por la última y antiestimulante mentora de Sally. Ya no se llama Heidi. Sally tenía entonces veinticuatro años. Catherine tiene ahora veintidós.
No llegó a conocer a su madre. El entierro era en teoría una despedida de su identidad natal. Sin embargo, según lo reconstruimos después, vio nuestro clan en la iglesia y pensó: este también es mi clan. Escribió a «la familia Amis» por mediación del director de la funeraria. Le contesté: nos vimos. Un poco después, cuando todo empezaba a hacérseme demasiado cuesta arriba (lo que tenía en la garganta sabía a una decisiva reducción del amor a la vida), volví a escribirle. Le dije que pronto me iría a pasar tres meses al otro lado del mundo; y que antes necesitaba ver el rostro de mi hermana. Acudió (con sus padres de acogida) y era perfecta. Tendrías que imaginar la extraña exactitud con que ocupaba físicamente el espacio que Sally había dejado vacío, el mismo peso de su presencia, y también cierta sonrisa, y cierta forma de mirar.
La primavera pasada me la llevé a España para que conociese a su abuela, a su abuelo político y a sus tíos Philip y Jaime. Catherine iba además acompañada por cuatro primos: mi Louis y mi Jacob, a los que recordarás, y mi Fernanda y mi Clio, dos de las tres nietas que no llegaste a conocer. Todos tus nietos estaban allí, menos dos: mi Delilah Seale y la Jessica de Philip. El clan tiene sus pérdidas pero sigue ampliándose. Ha habido cuatro adquisiciones en estos seis años. Mamá dijo que si seguíamos cargándola de nietos tendría que asfixiarlos como a los gatos recién nacidos. Catherine dijo después: «Fue como un sueño». Sé que la habrías querido mucho, y sobre todo y sin dudarlo por esta prueba de su naturaleza y de su educación: es una de las treinta o cuarenta personas que quedan en el mundo anglófono que no dicen «entre tú y yo».
El invierno pasado, en Uruguay, cuando estábamos a punto de empezar nuestro partido vespertino de pelota, Fernanda, que acababa de cumplir cuatro años, cogió la pelota con cara de triunfo recatado. La pelota era un globo hinchado; en su superficie había caído una abeja muerta. Las abejas mueren por centenares conforme termina el verano en el hemisferio sur. Se ponen a revolotear con avidez alrededor de las lámparas de la terraza y caen a plomo. Era lo que querían hacer antes de morir… Como es lógico, una abeja muerta todavía puede picar. Fernanda deshizo bruscamente la sonrisa y dijo con voz fuerte, orgullosa y expositiva: «Algo me hace daño muchísimo». Bien, así es como yo me sentí cuando Sally murió. Recordarla a ella, y a ti, y a ti con ella, me ha dejado con un cansancio que ninguna cantidad de sueño podría reparar. Pero no es un cansancio pesado. Es como debe ser. Se parece a la dignidad. También se parece a la autocompasión, naturalmente. Pero la compasión y la autocompasión son a veces la misma cosa. La muerte lo propicia. ¿No crees?
Stalin (a quien, por increíble que parezca, serviste durante doce años, de manera discreta, de manera mínima, pero de todos modos increíble) dijo una vez que mientras que una muerte es una tragedia, un millón de muertes es simple estadística. La apódosis del aforismo es falsa: un millón de muertes es, como mínimo, un millón de tragedias. La prótasis en cambio es totalmente válida, pero nada más. En realidad, también todas las vidas son una tragedia. Todas las vidas se dirigen a la curva trágica.
Esta carta concluye un libro subtitulado «La risa y los Veinte Millones». Tal vez te parezca una conclusión curiosa. Sally no tiene absolutamente nada en común con los Veinte Millones. Nada excepto la muerte y quizá una apariencia de redespertar.
Tu hijo mediano que te saluda y abraza.