En 1937 hubo un censo nacional, el primero después del de 1926, que había dado una población de 147 millones. Extrapolando la tendencia de las cifras de los años veinte, Stalin dijo que esperaba un total de 170 millones. La Oficina del Censo dio 163 millones, una cifra que reflejaba las consecuencias de la política estalinista. Stalin mandó detener y fusilar a los de la Oficina del Censo. Las cifras reales del censo se mantuvieron ocultas, pero la oficina fue denunciada públicamente como nido de espías y saboteadores, a pesar de que había comunicado sus resultados a Stalin y no (por ejemplo) al Times de Londres.
En 1939 hubo otro censo. Esta vez, la Oficina se las arregló para dar 167 millones, que Stalin en persona redondeó en 170. Puede que el informe de la Oficina del Censo contuviera una cláusula adicional, diciendo que si a Stalin le parecía una cantidad demasiado baja, entonces tendría que reducirla un poco más, ya que habría que restar los miembros de la oficina.
Los censistas de 1937 fueron fusilados por «traidores que reducían la población de la URSS». Ya lo tenemos: el estalinismo es la perfección negativa.
Las biografías de los grandes monstruos históricos son siempre tragicómicas cuando hablan de su infancia. En vez de decir, por ejemplo, que «a X lo educaron los cocodrilos en una fosa séptica de Kuala Lumpur», nos hablan de padres, hermanos, casas y patrias. Podría decirse que la atmósfera familiar que reinaba en la casa de los Dyugashvili, en Gori, Georgia, dejaba mucho que desear. Los padres de Iósif se peleaban a bofetadas y Iósif las recibía de ambos. Pero no hay nada en sus primeros años que prefigure la desmesura de Stalin. Lo mismo le ocurrió a Hitler. También este nació en la periferia del país que gobernaría (en la Alta Austria) y de padres campesinos (aunque la situación del padre, que pasó a ser funcionario imperial, mejoró hasta el punto de que la posición social de Hitler se parecía a la de Lenin); tanto Adolf como Iósif cantaron de niños en el coro de la iglesia; y los dos acabarían midiendo 1,62 m. El padre de Hitler se fue obsesionando por la apicultura en la vejez (en cierto modo, muy oportunamente). El padre de Stalin era un zapatero remendón medio analfabeto y empinaba el codo.
Iósif Vissariónovich era el típico muchacho que se ponía apodo. Este apodo fue «Koba». Koba era el protagonista de una novela popular de título sugestivo: El parricida; pero Koba no era el parricida del título. Lo más destacado de Koba es que era una figura a lo Robin Hood, azote de los ricos y benefactor de los pobres. Stalin tenía otro sobrenombre, «Soso» (diminutivo georgiano de Iósif), que en esta etapa resumía bastante bien su personalidad. Exceptuando su memoria (obligatoriamente descrita como «fabulosa»), fue un chico normal. «Stalin», como se sabe, fue otro apodo que se puso. Hombre de Acero. El de Acero.
Empezó a aprender ruso a los ocho o nueve años (sus padres eran georgianos monolingües). En 1894, a los quince años, dejó la escuela parroquial de Gori y obtuvo una especie de beca para estudiar en el seminario de teología de Tiflis. Lo expulsaron, o se marchó él, al cabo de cinco años. Desde entonces fue revolucionario a tiempo completo.
Dos detalles de la niñez. Un compañero de estudios diría más tarde que nunca había visto llorar a Iósif. Viene a la memoria la célebre frase que fue moneda corriente en los años treinta: Moscú no cree en las lágrimas. En cambio, Koba era poeta. Se cree que estos versos salieron de su pluma:
Sabed que quien cayó en tierra como la ceniza,
quien fue hecho esclavo hace mucho,
volverá a levantarse con las alas de la esperanza,
por encima de las cordilleras.
Robert Conquest sugirió en cierta ocasión que «con los poemas de Stalin, Castro, Mao y Ho Chi Minh podría prepararse un pequeño y curioso volumen, con ilustraciones de A. Hitler». A los veinte años, con sus sueños artísticos por los suelos, Hitler era un vagabundo: bancos de los parques, colas de la sopa boba. Con un poco más de talento tal vez se habría suicidado, no en el búnker, sino en un pequeño y acogedor estudio de Klagenfurt.
No sabemos qué pensaba Stalin de su infancia. Pero sabemos qué pensaba de Georgia. ¿Por qué desfogarnos con los padres cuando podemos desfogarnos con una provincia?
En 1921, con el apoyo total de Stalin, Lenin volvió a anexionarse Georgia (que había obtenido la independencia el año anterior) invadiéndola. Stalin se desplazó al sur para asistir a un pleno del nuevo gobierno: la primera visita que hacía en nueve años. Se dirigió a un grupo de trabajadores del ferrocarril, que le obligaron a guardar silencio con gritos de «renegado» y «traidor». En una reunión posterior arengó a los dirigentes bolcheviques:
¡Gallinas! ¡Hijos de asno! ¿Qué pasa aquí? ¡Hay que tratar esta tierra georgiana con un hierro al rojo vivo! […] Me parece que habéis olvidado el principio de la dictadura del proletariado. ¡Tenéis que romperle las alas a esta Georgia! ¡Que corra la sangre de los pequeñoburgueses hasta que depongan toda resistencia! ¡Empaladlos! ¡Descuartizadlos!
Lenin se inclinaba últimamente por una política permisiva en el tema de los nacionalismos, sobre todo en el caso georgiano. Stalin era partidario de la mano más dura posible.
Su violenta prepotencia, su alarde de «patrioterismo panruso» (expresión de Lenin) en la cuestión de Georgia, estuvo a punto de hundirle en 1922: un notable testimonio de que la fuerza de sus sentimientos lesionaba sus intereses. (El poder, según veremos, produjo en Stalin un efecto perturbador inmediato; durante la guerra civil no hizo más que insubordinarse y apretar el gatillo por cualquier cosa; le costó muchos años aprender a dominar la efervescencia glandular que le producía el poder). La cuestión de Georgia habría acabado con Stalin si Lenin hubiera conservado la salud. Lenin empezó a sufrir ataques en mayo de 1922, un mes después de cumplir cincuenta y dos años (además, hay que recordar que en 1918 se había interpuesto en el camino de tres proyectiles rusos y que uno de ellos seguía alojado en su garganta). Estoy convencido de que tal era la intención de Lenin, no por las referencias a la «rudeza» de Stalin (vobost: ordinariez, grosería, vulgaridad), sino por la siguiente conversación que sostuvo con su hermana María. Stalin había pedido a María que intercediera por él; la presionó sentimentalmente diciéndole que no podía dormir porque Lenin lo trataba «como a un traidor». La charla de Lenin y su hermana terminó así:
[—Stalin dice que te quiere. Y te manda saludos cariñosos. ¿Le doy recuerdos tuyos?]
—Dáselos.
—Pero, Volodia, si es muy inteligente.
—No tiene ni un ápice de inteligencia.
Y esto lo dijo «taxativamente», pero «sin irritarse», lo que da a entender que Lenin hacía mucho que había dejado de pensar en Stalin como en un socio válido. Por lo general se admite que incluso un Lenin en malas condiciones lo habría marginado, aunque Richard Pipes, en Three «Whys» of the Russian Revolution, señala que «Stalin, tal vez ya en 1920, pero sin lugar a dudas en 1922, iba el primero en la competición por el puesto de Lenin».
En 1935 Stalin fue a ver a su madre, a la que había instalado en el palacio del virrey imperial del Cáucaso (donde ocupaba una sola habitación). Se cree que esta aireadísima visita formaba parte de una campaña pro familiar, lanzada para contrarrestar la decreciente natalidad. El hijo preguntó a la madre, entre otras cosas, por las palizas que le había dado de pequeño. La madre le respondió:
—Gracias a eso eres un hombre de provecho.
En 1936, cuando falleció la anciana Ekaterina, Stalin escandalizó a lo que quedaba de la opinión pública georgiana no asistiendo al entierro.
En 1937 llegó el Gran Terror a Transcaucasia: «En ningún sitio se trató peor a las víctimas que en Georgia», dice Robert C. Tucker. De los 644 delegados que asistieron al congreso del partido georgiano, que se celebró en mayo, 425 acabaron fusilados o en el gulag (que alcanzó su punto más mortífero en 1937-1938). A Mamia Orajelashvili, cofundador de la república, le sacaron los ojos y le perforaron los tímpanos delante de su mujer. El jefe del partido, Néstor Lakoba, ya había sido envenenado y enterrado con honores en 1936; pero lo exhumaron por ser enemigo del pueblo y su mujer fue torturada hasta la muerte delante de su hijo, que tenía catorce años (y que fue enviado al gulag con tres amigos de su edad. «Cuando, tiempo después, escribieron a Beria pidiéndole la libertad para continuar sus estudios —dice Tucker—, ordenó que los volvieran a llevar a Tiflis y los fusilaran»). Budu Mdivani, ex jefe de gobierno, fue detenido, torturado durante tres meses y fusilado. Su mujer y sus cinco hijos, cuatro varones y una chica, también fueron fusilados.
Se dice que cuando los interrogadores abordaron a Mdivani, este protestó:
—¡Decís que Stalin ha prometido perdonar la vida a los bolcheviques de la vieja guardia! Conozco a Stalin desde hace treinta años. ¡No descansará hasta que nos haya masacrado a todos, desde el primer niño sin destetar hasta la última bisabuela cegata!
El «nos» parece referirse a «los bolcheviques de la vieja guardia», pero podría significar «todos los georgianos» (o, para el caso, todos los ciudadanos soviéticos). De todos modos, está muy clara la naturaleza del odio de Stalin. Normalmente se atribuye a su tremenda inseguridad y a la vergüenza que le daban sus orígenes. También es posible que tratara de cortar sus últimas conexiones con lo humano. En los años treinta, y en fecha posterior, Stalin mataba a todos los que habían conocido a Trotski. Pero también mataba a todos los que habían conocido a Stalin: conocido, visto o respirado el mismo aire.
Entre todos los escritores con quienes Stalin tenía trato, ninguno era menos distinguido que Demian Bedny. Poetastro de última fila, Bedny era, para colmo, el «poeta coronado» del proletariado soviético. Había estado activo desde la época de la guerra civil y sus poemas (o cantos de batalla: «¡Matad a las ratas! ¡Matadlas a todas, hasta la última!») se pegaban en las paredes y se lanzaban desde los aviones. Trotski ensalzaba su vehemencia, «su odio bien fundado» y su capacidad para escribir «no sólo en las raras ocasiones en que se recibe la visita de Apolo», sino «día tras día, al pie de los acontecimientos […] y del Comité Central». Stalin gritó «¡Que salga el autor! ¡Que salga el autor!» en 1926, cuando Bedny publicó un poema antitrotskista, «Todo tiene un fin», al que pertenecen estos versos:
¡Nuestro partido, durante mucho tiempo,
ha sido blanco de políticos acabados!
¡Ya es hora
de poner fin a esta ignominia!
Conforme el proceso de Zinóviev y Kámenev, bolcheviques de la vieja guardia, se acercaba a su desenlace, Pravda se llenaba de manifiestos colectivos y artículos firmados que pedían la pena de muerte. El poema de Bedny de 21 de agosto de 1936 se titulaba «Sin piedad»[43].
Demian Bedny, que recibía una pensión y vivía en un apartamento de lujo en el Kremlin, tuvo varios roces con Stalin. Nadezda Mandelstam cuenta una anécdota que habla ya de una frialdad temprana. Parece que a Bedny le fastidiaba dejarle libros a Stalin porque este se los devolvía con los márgenes manchados de grasa. Tuvo la imprudencia de confiar esta observación a su diario; un secretario del Kremlin vio la anotación y la copió. Salta a la vista, dicho sea de paso, que el poeta coronado nunca fue para Stalin más que un idiota relativamente útil. Stalin sabía muy bien que la poesía era algo más que una sirena de fábrica…
En 1930, Bedny publicó «Despega la espalda del horno», un poema que lamentaba el descenso de la producción carbonífera del Donbás (algunos mineros eran campesinos recientemente reclutados), y «Pererva», que trataba de un accidente ferroviario (por negligencia de un guardagujas de la línea Moscú-Kursk). El tema de este segundo poema era el sopor fantasioso propio de los rusos, lo que Lenin había calificado de «oblomovismo». Como esta crítica fuera a su vez criticada por el Comité Central, Bedny escribió a Stalin, alegando en su defensa que era una sátira constructiva del carácter nacional, dentro de la tradición de Gógol y Schedrin. La respuesta de Stalin fue, según Tucker, «tajantemente condenatoria». Acusó a Bedny de «calumniar» al proletariado ruso.
Bedny no se había dado cuenta de que la actitud de Stalin hacia la antigua Rusia estaba cambiando ni de que el mandatario se había empeñado en exaltar las tradiciones folclóricas y a los héroes del pasado (rehabilitaría no sólo a Pedro el Grande, sino también a Iván el Terrible, a su imagen y semejanza). En palabras de Tucker, Stalin se estaba convirtiendo en un «panruso ultraderechista». Así pues, Bedny se dejó aconsejar muy mal cuando en 1936 escribió una ópera bufa titulada Bogatiri («Grandes héroes»), en la que se burlaba descaradamente de un capítulo sagrado de la historia rusa.
Robert Tucker:
Pintó como borrachos y cobardes a estos personajes legendarios […] La conversión al cristianismo del príncipe Vladimiro, que condujo a la población de Kiev al río Dniéper para celebrar un bautizo colectivo en lo más crudo del invierno, allá en el siglo X, fue transformada en una orgía de borrachos.
Mólotov estuvo presente la noche del estreno y se marchó al finalizar el primer acto («¡Es indignante!»). Bedny fue expulsado del Sindicato de Escritores. Y del apartamento del Kremlin.
Nuestro poeta siguió escribiendo y publicando… hasta 1938. Aquel año, sin tener más idea que antes de la situación general, sintió deseos de atacar el nazismo. Por lo visto no estaba al tanto del sutil coqueteo que había entre Hitler y Stalin (que no tardarían en ser aliados nominales). Titulada «Infierno», la obra de Bedny reinventaba Alemania desde el punto de vista del infierno clásico (para contrastarlo, sin duda, con el paraíso de la Unión Soviética). Y a las dos de la madrugada lo citaron en la redacción de Pravda. Mejlis, el director, le enseñó el manuscrito, que llevaba una anotación de Stalin: «Decidle a este Dante de última hora que ya puede dejar de escribir».
«He inventado un género nuevo —dijo Isaac Babel, el gran autor de cuentos, en 1934—: el silencio». Dejaron de publicarse escritos de Babel en 1937; lo detuvieron en 1939 y lo fusilaron en 1940.
Demian Bedny, Damián el Pobre (su verdadero nombre era Efim Pridvorov). Fue una vergüenza para la poesía; y su aspecto físico reflejaba esa vergüenza. Pero nos consuela saber que el peor castigo que padeció fue vivir en la miseria, ya que el silencio, en su caso, no lo fue ni aquí ni allí.
En noviembre de 1915, Lenin escribió a su colega Viacheslav Karpinski para pedirle
un gran favor: averiguar (por mediación de Stepko [N. D. Kiknadze] o de Mija [M. G. Tsjákaia]) el nombre de «Koba» (¿no es Iósif Dy…? Lo hemos olvidado). ¡¡¡Es importantísimo!!!
Resulta más bien cómico cuando pensamos en las revisiones históricas emprendidas posteriormente por Stalin. Películas, pinturas y libros de consulta solían traer escenas con Lenin y Stalin planeando juntos la revolución (mucho antes de 1915) y reflejar la «gran alegría», los «abrazos viriles» que presidían sus encuentros, etc. Hay algo palpablemente infantil en las falsificadas transcripciones de 1929, que en teoría eran comunicados telegráficos de Lenin de principios de 1918, cuando el nuevo régimen bregaba con el Tratado de Brest-Ltovsk. El objetivo de Stalin era validar con efectos retroactivos, y exagerar, su propio papel (y, desde luego, desacreditar el de Trotski):
1. Aquí Lenin. Acabo de recibir vuestra carta especial. Stalin no está aquí y no he podido enseñársela todavía […] En cuanto llegue Stalin le enseñaré vuestra carta […] 2. Antes de responderos me gustaría consultar con Stalin […] 3. Acaba de llegar Stalin, estudiaremos el asunto y os daremos una respuesta conjunta […] Decidle a Trotski que solicitamos un alto en las conversaciones y que vuelva [a Petrogrado]. Lenin.
«Os daremos una respuesta conjunta»: muy rápido había subido «¿Iósif Dy…?». Lenin, en 1915, hacía diez años que conocía a Stalin. En 1912 lo nombró personalmente para formar parte del Comité Central. Aquel mismo año, Stalin cruzó dos veces (ilegalmente) la frontera austríaca para visitar a Lenin en Cracovia. Lenin lo llamaba «mi fabuloso georgiano». Y, sin embargo, no se acordaba de su nombre. «¡¡¡Es importantísimo!!!», decía Lenin. Y lo era.
Cuando llegó el momento de falsear o refalsear la historia, Stalin tenía ante sí una tarea descomunal. Sus actividades prerrevolucionarias (agitación, propaganda y organización de huelgas) destacaban un poco únicamente porque lo habían encerrado a menudo. Entre 1903 y 1917 sufrió siete detenciones; unas veces lo metían en la cárcel y otras, las más numerosas, lo confinaban (en lugares de los que escapó en cinco ocasiones). Entre 1908 y 1917 había estado en libertad dieciocho meses en total. Parece que incluso su papel en las célebres «expropiaciones» fue secundario. El extraordinario atraco al banco de Tiflis (1907), con cañones, bombas, docenas de heridos y muertos inocentes (contando los caballos mutilados), no fue obra de «Koba», sino de «Kamo» (el enloquecido Ter-Petrosián). Las hazañas de Stalin anteriores a 1917 se resumen en el puñado de artículos que, por encima de toda duda, publicó en Pravda. Luego vinieron los acontecimientos de Octubre en Petrogrado.
En 1938, durante la primera oleada del Terror, Stalin dio a la imprenta un Cursillo de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética. En parte manual de consulta, en parte autobiografía escrita por otro, se vendieron decenas de millones de ejemplares y se convirtió en piedra angular de toda la cultura. Puede que no toda su popularidad se prefabricara e impusiera. A fin de cuentas, el Cursillo era el mejor manual para aprender a evitar las detenciones. Por entonces, en 1938, estaban ya muertos casi todos los que recordaban las cosas de otro modo. Fue uno de los oscuros deseos del Terror: hacer tabla rasa del pasado… Por lo que dice el Cursillo, Stalin hizo la revolución (y ganó la guerra civil) prácticamente solo, con la ayuda y el apoyo de Lenin, y las siniestras zancadillas de Trotski. Cuando lo cierto es («un hecho curioso pero indiscutible», como dice Isaac Deutscher) que Stalin no tuvo el menor papel en Octubre[44].
Parece que entre sus contemporáneos era de rigor decir en esta etapa (durante la guerra civil descollaría ruidosamente) que Stalin era «una medianía gris e incolora», «una mancha gris» (con un «brillo de animosidad» en «sus ojos amarillos»: Trotski) o «un político de pueblo» (Liev Kámenev). Estos juicios se suelen presentar como ejemplos de falta de previsión o como homenaje a la capacidad simuladora de Stalin. Pero salta a la vista que eso es exactamente lo que era Stalin en 1917: una mancha gris de ojos amarillos (algunos observadores hablan de «ojos atigrados»). Sin embargo, ya estaba capacitado para ganarse la antipatía de sus compañeros. En marzo recibió un desaire marginador que a Conquest le parece «totalmente asombroso si recordamos que fue en descrédito de su elevada posición oficial» (fue rechazado para un ascenso menor «a causa de determinadas características personales»). Estamos pues ante una figura a la vez anónima y propensa a agredir. En cuanto se bajaba la guardia, asomaba algo salvaje. Tras la mancha gris aparecían los ojos amarillos.
Cuando Lenin, en 1912, lo designó miembro del Comité Central, no propuso su nombre según el procedimiento de costumbre, sino que lo impuso por decreto, como si admitiera que su protegido no gozaba de la simpatía general. Lenin toleraba a Stalin, entre otras cosas, por sus antecedentes, porque era el único bolchevique (exceptuando a Tomski) que tenía algo de proletario; y pensaba que la brutalidad obrera de Stalin era más «sincera», ideológicamente hablando, que la brutalidad cerebral que tenían él y Trotski, y, en menor medida, los demás miembros de la cúpula. En 1922, como hemos visto, Lenin rechazaba totalmente a Stalin, su bajo nivel cultural y su lumpeninestabilidad. Intuía que el poder («un poder inmenso») se estaba concentrando en Stalin y parece que de súbito se dio cuenta del efecto que ese poder le había producido y le estaba produciendo. La verdad es que el poder, más que corromper a Stalin, lo reinventó por simbiosis.
Cuando se anunció la composición del nuevo gobierno de 1917, Stalin figuraba en el lugar decimoquinto y último. (En 1937-1938 no estaba bien visto recordar este detalle). Stalin era la industriosa y mestiza mascota de Lenin, su perro de lanas. Cinco años después, Lenin se dio cuenta de que el perro echaba espumarajos de rabia. Dos años antes, desde la perspectiva de Lenin, el perro ni siquiera tenía nombre.
Convendría que abordáramos ahora la desconcertante conversación telefónica que sostuvieron Stalin y Krúpskaia, la mujer de Lenin, el 22 de diciembre de 1922, en la que Stalin la llamó, entre otras cosas (según se rumoreó en el Partido), «puta sifilítica».
La fecha es importante. En esta etapa, después del altercado de Georgia, las relaciones Lenin-Stalin estaban en el punto más bajo. Sin embargo, cuatro días antes, el Comité Central había responsabilizado a Stalin de los cuidados médicos de Lenin[45]. Trece días más tarde Lenin redactó su «Testamento» («Stalin es demasiado rudo», etc.). Pero Lenin no se enteró de la charla telefónica hasta marzo, la víspera de su último ataque. El 22 de diciembre de 1922, Stalin supo que Krúpskaia supuestamente había contravenido las indicaciones médicas que seguía Lenin. Según ella misma (en carta a Kámenev): Stalin me bombardeó ayer con una andanada de insultos terribles, por una breve nota que me dictó Lenin con permiso de los médicos. Yo no soy una novata en el Partido. En los últimos treinta años jamás he oído una palabra soez en boca de un camarada.
¿Cómo se explica este comportamiento de Stalin? La «breve nota» que Lenin dictó a Krúpskaia era para Trotski, para felicitarle por haber sido más listo que Stalin (en el asunto del monopolio del comercio extranjero). Una prueba, para Stalin, de un bloque Lenin-Trotski. Pero ¿por qué su agresividad tomó aquel rumbo? Fue a todas luces un atropello imperdonable, y perpetrado con tal saña que se dice que Krúpskaia (una mujer muy tranquila, incluso mientras cuidaba de su moribundo marido) se puso histérica (según dijo a Kámenev, tenía los nervios «a punto de estallar»). Cuando Lenin se enteró, como inevitablemente tenía que ocurrir, se movilizó en el acto y, también inevitablemente, para desprestigiar y desacreditar a Stalin. El 7 de marzo sufrió el último ataque. Vivió, sin poder hablar, otros diez meses; y Stalin sobrevivió.
Si no hay una explicación racional que dé cuenta de la conducta de Stalin, tendrá que servirnos una explicación irracional. El destacado chequista Dzeryinski, cuando le reprocharon amistosamente el salvajismo con que había llevado a cabo la purga de Georgia, admitió que la represión se le había ido completamente de las manos, y añadió: «Pero no pudimos evitarlo». Desde luego que creemos que la conquista y el ejercicio del poder tenían esa cualidad incontenible. Podemos entenderlo imaginando la fuerza coercitiva de los bolcheviques y los adjetivos asociados con ella: desnuda, cruda, brutal, despiadada, absoluta. El 25 de mayo de 1922, Stalin había experimentado una ingobernable subida de tensión, con motivo del primer ataque de Lenin (con la masiva descarga del 13 de diciembre, ataques dos y tres). Cuando habló con Krúpskaia, Stalin sentía los escalofríos y vértigos de la omnipotencia presentida. No pudo evitarlo.
Krúpskaia hablaba totalmente en serio cuando dijo que si Lenin hubiera vivido, habría acabado, junto con los demás bolcheviques de la vieja guardia, en las celdas de la muerte de Stalin. Cuando se enteró de la conversación telefónica, Lenin escribió a Stalin: «No voy a olvidar lo que se me ha hecho, y no hace falta decir que lo que se ha hecho contra mi mujer es como si se hubiera hecho contra mí». Exactamente. Por primera y única vez, y con una temeridad incontenible, Stalin había dejado ver un secreto que tenía muy escondido: su odio a Lenin. En la medida en que Stalin tenía un yo dividido o «duplicado», una mitad suya odiaba a Lenin con la furia y la determinación con que todo él odiaba a Trotski.
Obedeciendo instrucciones, Krúpskaia presentó el «Testamento» al Comité Central nada más fallecer Lenin. Stalin anunció su dimisión.
Pero había transcurrido un año, las reconfiguraciones políticas estaban ya en marcha y no se aceptó la oferta táctica de Stalin.
Su aliado desde el principio, su instrumento más fiel, fue la esclerosis cerebral. La enfermedad empezó por debilitar a Lenin, luego lo marginó parcialmente, luego lo enmudeció, y por último, tras una prórroga crucial, lo aniquiló, sirviendo siniestramente en todo momento a las necesidades de Stalin.
—Lazar —dijo Stalin cierto día del difícil año de 1937, para trabar conversación con su hábil subordinado Lazar Moiséievich Kaganóvich—, ¿sabías que tu [hermano] Mijaíl se relaciona con elementos derechistas? Hay pruebas sólidas contra él.
Kaganóvich replicó al cabo de un momento:
—Entonces debe tratársele de acuerdo con la ley.
Kaganóvich llamó puntualmente a su hermano Mijaíl (bolchevique desde 1905 y a la sazón comisario para la construcción aeronáutica), que aquel mismo día se pegó un tiro en el cuarto de baño de un colega. Lazar Kaganóvich falleció de muerte natural en 1988[46].
Gracias a estas bajezas se podía vivir más que Stalin: había que darle un poco de sangre propia, sin titubear, aunque se dice que Poskrébishev, secretario de Stalin, cayó de rodillas con la esperanza de salvar a su mujer de la pena máxima.
La nuera de Nikita Jrushov fue encarcelada.
La mujer de Viacheslav Mólotov fue enviada al gulag.
La mujer de Mijaíl Kalinin fue golpeada por una interrogadora, que la dejó inconsciente en presencia del dirigente chequista Lavrenti Beria; luego la mandaron al gulag. Los dos hijos de Anastas Mikoyán fueron enviados al gulag. La mujer de Aleksandr Poskrébishev fue enviada al gulag. Tres años más tarde la fusilaron.
Estos hombres formaban el círculo íntimo de Stalin, eran el personal con «cara de Kremlin» (pálida, con manchas cárdenas) que trabajaba con él todos los días y bebía con él todas las noches. Imaginemos estos rostros alrededor de la mesa del comedor o parpadeando en el cine privado (musicales y películas de vaqueros durante los primeros años, luego propaganda exaltadora de las granjas colectivas y cosas por el estilo). Imaginemos sus rostros cuando levantan los ojos de la mesa del despacho al día siguiente. Estos hombres pálidos habían dado a Stalin parte de su sangre.
Las dos frases más célebres de Stalin son: «La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema» y (aquí estaba aconsejando a los interrogadores sobre cómo arrancar una confesión concreta) «Golpead, golpead y golpead otra vez».
Las dos se nos han transmitido en diferentes versiones. «Donde hay un hombre hay un problema. No hay hombre, no hay problema». Esta es menos epigramática y más catequística, más propia del estilo seminarista de Stalin (pensemos en su discurso fúnebre sobre Lenin y su vaivén litúrgico).
La variante de la número dos es: «Golpead, golpead y, una vez más, golpead». Otra clara mejora, si queremos percibir los ritmos del pensamiento de Stalin.
Los años de su ascenso al poder absoluto, 1922-1929, son poco espectaculares: bloques, alineamientos, remodelaciones burocráticas y cierta cantidad de palabras dulces en relación con la Revolución Permanente (condenada luego como «contrabando trotskista») y con el «socialismo en un solo país» (la idea estalinista de que la URSS debía sobrevivir sin revoluciones comunistas en Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos): son años tan poco espectaculares que lo mejor es hacerlos a un lado para echar una ojeada a Trotski y preguntarse por qué a la postre causó tan pocos problemas a Stalin. Le causó problemas psicológicos, pero no políticos.
Se mire como se mire, el grupo de competidores que dejó Lenin al morir era notablemente pequeño. Nadie espera morirse a los cincuenta y tres años; pero la cuestión de la sucesión era una de las grandes despreocupaciones integrales del leninismo. La cadena de mando, según El Estado y la revolución (escrito a toda prisa entre las dos revoluciones de 1917), se basaba en «la incuestionable obediencia a la voluntad de una sola persona, el jefe del soviet». ¿Y qué pasaría cuando el jefe del soviet muriera? La justificada inquietud por este tema confirma la impresión de melancolía y fracaso que producen las últimas y poscríticas meditaciones de Lenin.
Al principio parecía ir en cabeza el jefazo del Partido en Petrogrado (ya Leningrado), Grigori Zinóviev. No deja de ser chocante, porque nadie ha dicho jamás nada bueno de él. Conquest, contra su costumbre, es rotundo: «Parece que tanto la oposición como los estalinistas, tanto los comunistas como los no comunistas, lo tenían por un cero a la izquierda, vanidoso, incompetente, insolente y cobarde». Otra estrella del partido era Liev Kámenev, personaje más comedido y respetable, pero quisquilloso y un perfeccionista incorregible. Zinóviev y Kámenev solían trabajar juntos (también los eliminaron juntos); quizá superaban su común debilidad con alguna clase de coalición desvencijada. ¿Quién más había? Lenin, luciendo su vanidad y, ya enfermo, su apagada voluntad, recomendaba un gobierno de consenso mayoritario: gobernar mediante el Politburó. Pero el sistema que había construido medio por casualidad estaba hecho para que lo gobernase la personalidad más fuerte. La inevitabilidad de Stalin: Richard Pipes cree que Stalin era inevitable. Casi todos los historiadores, cuando hablan del vertiginoso ascenso de Stalin, prefieren «lógico» a «inevitable»… Kámenev, por cierto, el 21 de diciembre de 1925 pidió pública y vehementemente que se expulsara a Stalin, que aquel día cumplía cuarenta y seis años. A él y a Zinóviev les quedaban once años de vida[47]. A Bujarin trece.
Nikolái Bujarin, a quien Lenin llamaba «el niño mimado del Partido», se rebajó muchas veces. «Estoy muy contento de que los hayan matado como a perros», dijo, refiriéndose a Zinóviev y Kámenev, en 1936. Por entonces vivía amenazado por Stalin. Pero se había rebajado ya en fecha anterior, cuando no estaba sometido a ninguna presión, en el juicio de propaganda de 1922 contra los socialistas revolucionarios (Pipes dice que su papel allí fue «sórdido». Se comportó como una horda linchadora unipersonal). Bujarin, según todos los testigos, era tornadizo como un borracho y lo mismo rompía a reír que a llorar. Cuando los Mandelstam le pidieron ayuda, a comienzos de los años treinta, Nadezda se quedó atónita al ver el ataque de cólera que sufrió, en favor de ellos, no en contra. Pero Bujarin era elocuente y perspicaz: entendía la realidad mejor que sus colegas. Por consiguiente era la única eminencia no contaminada por el vicio crítico de los bolcheviques: el desprecio criminal por los campesinos. («Enriqueceos», les decía, ganándose así una reprimenda doctrinal). Y cuando llegó la Colectivización, esta produjo en él una reacción bastante rara en aquellos años y en aquellos hombres: la duda moral. Bujarin dijo en privado que durante la guerra civil había visto cosas que yo no querría que vieran ni mis enemigos. Pero lo de 1919 no puede ni compararse con lo que sucedió entre 1930 y 1932. En 1919 luchábamos por sobrevivir. Ejecutábamos enemigos, pero también nosotros arriesgábamos la vida en el proceso. En el segundo período, sin embargo, llevamos a cabo un exterminio masivo de hombres totalmente indefensos, acompañados por sus mujeres y sus hijos.
Conquest añade:
[Bujarin] estaba más preocupado aún por el efecto que había producido en el Partido. Muchos comunistas se habían sentido muy afectados. Unos se habían suicidado; otros habían perdido la razón. En su opinión, las peores consecuencias del terror y el hambre no fueron los padecimientos del campesinado, por muy horribles que fuesen. Fueron «los profundos cambios psicológicos de los comunistas que participaron en la campaña y que, en vez de perder la razón, pasaron a ser burócratas profesionales para quienes el terror era ya un método normal de gobierno y una elevada virtud obedecer cualquier orden emanada de arriba». Hablaba de una «auténtica deshumanización de la gente que trabajaba en el aparato soviético».
Es en este punto y no en las secuelas del asesinato de Kírov (diciembre de 1934) donde vemos la aceleración del Gran Terror. «Koba, ¿qué necesidad tienes de matarme?»: así empezaba la cuadragésima tercera carta sin respuesta que Bujarin escribió a Stalin, en el largo período de su arresto domiciliario, su juicio y su condena. ¿Por qué? Dsachtó? El mismo Bujarin lo dijo en 1936:
[Stalin] sufre porque no es capaz de convencer a nadie, ni siquiera a sí mismo, de que es más grande que los demás; y este sufrimiento podría ser su rasgo más humano, quizá el único rasgo humano que había en él. Pero lo que no es humano, sino más bien diabólico, es que a causa de este sufrimiento se sienta obligado a vengarse de la gente, de todo el mundo, pero en particular de quienes en un sentido u otro son mejores o superiores a él.
Quienes son mejores o superiores a él: numeroso ejército. Cuando eran mucho más jóvenes y más felices, Stalin y Bujarin acostumbraban a pelearse en broma en el jardín de la dacha del uno o del otro. Solzhenitsyn cuenta de pasada que Bujarin solía derribar a Stalin. Este hecho habría bastado[48].
Con lo cual sólo nos queda Trotski. Lenin le atribuía una ambición suprema, pero había algo fundamentalmente cómico en la idea de Trotski como sucesor. A fines de 1922 tenía que solicitar instrucciones a la dacha de Lenin en Gorki… de la que Stalin era asiduo visitante. Luego cometió la elemental torpeza de no suspender sus vacaciones para asistir al entierro de Lenin. (Stalin no le engañó esta vez con las fechas). La ausencia de Trotski se notó muchísimo, como la de Stalin en otro entierro, en 1936. El filósofo Alexander S. Tsipko identifica dos elementos en el ímpetu bolchevique: el desdén por lo trivial y el deseo de asombrar al mundo. Trotski encarnaba ambos. Stalin quería asombrar al mundo, como veremos enseguida. Pero no sentía el menor desdén por lo trivial. Los bolcheviques habían construido un mundo en el que el Estado tenía que vigilar las actividades de cualquier grupo de dos o más personas. Stalin aceptó las consecuencias de esto. Los románticos enfocan románticamente el fracaso total de Trotski en su lucha por el poder. La verdad es que sus esfuerzos fueron torpes, necios e incluso chochos (de la página en que se nos habla de sus diversas indisposiciones y recuperaciones surge como un trémolo de senectud). En las elecciones al Comité Central de 1921 quedó en décimo lugar, «muy por debajo de Stalin e incluso detrás de Mólotov», señala Pipes. En cualquier caso, no había ninguna duda sobre quién estaba más capacitado por su carácter para la tarea de mimar, animar, acariciar y cuidar en general de la gigantesca barriga de la burocracia.
—Déjalo, Koba, no te pongas en ridículo. Todo el mundo sabe que la teoría no es tu fuerte. La observación salió de labios del viejo y sabio comunista David Riazonov. La ofensa le costó cara.
Al poco de morir Lenin, en abril de 1924, Stalin dio una serie de conferencias que más tarde se publicaron en forma de libro con el título de Fundamentos del leninismo. Era prácticamente una antología de citas (sin ellas, dice Volkogónov, el libro contendría poco más que signos ortográficos). Las citas se las había preparado un ayudante de investigación llamado F. A. Xenofóntov. También este pagaría por su colaboración.
En 1925, Stalin nombró tutor personal suyo a Jan Sten, subdirector del Instituto Marx-Engels. La misión de Sten era conseguir que Stalin progresara en su comprensión del materialismo dialéctico. Dos veces por semana, durante tres años, acudió Sten al apartamento del Kremlin para introducirlo en el pensamiento de Hegel, Kant, Feuerbach, Fichte, Schelling, Plejánov, Kautsky y Francis Bradley (Apariencia y realidad). La inquietante sensibilidad de Stalin encontraba «monótona» la voz de Sten, pero se las arregló para soportar las clases, interrumpiendo ocasionalmente al profesor con preguntas como «¿Para qué sirven en la práctica estas tonterías?» y «¿Qué tiene que ver todo esto con la lucha de clases?». Como dijo Bujarin, a Stalin «le corroe el inútil deseo de llegar a ser un teórico reputado. Cree que es lo único que le falta». Sten, con aquella voz monótona, no tendría suerte.
Las clases finalizaron en 1928. En diciembre de 1930, Stalin se sentía ya preparado para ser profesor de sus profesores. En calidad de dictador indiscutible cuya revolución desde arriba (su «Segundo Octubre») estaba ya en marcha con una histeria y una confusión sin precedentes, encontró tiempo para dirigirse al Instituto de Profesores Rojos en los siguientes términos:
Tenemos que poner boca abajo y dar la vuelta a todo el montón de mierda que se ha acumulado en cuestiones de filosofía y ciencias naturales. Hay que machacar todo lo que ha escrito el grupo de Deborin [el académico Abram Deborin era un pensador influyente por aquellos años]. A Sten y a Kárev podemos echarlos. Sten fanfarronea mucho, pero sólo es un seguidor de Kárev. Sten es un vago sin remedio. Sólo sabe hablar.
Sten y otros fueron acusados además de «idealismo menchevizante» y de «subestimar la dialéctica materialista». Fue imposible saber con exactitud qué estaba prescribiendo —o proscribiendo— Stalin. El resultado de su intervención fue, en palabras de Volkogónov, que «la filosofía se estancó: nadie se atrevió ya a escribir nada sobre el asunto».
A Xenofóntov, colaborador de Stalin en Fundamentos del leninismo, se le dijo que dejara su trabajo. Acabó fusilado. Jan Sten fue denunciado por ser «lameculos de Trotski». Acabó fusilado. La suerte de David Riazonov («Déjalo, Koba») fue un poco más insólita.
Riazonov tenía un protegido, I. I. Rubin, que se sentó en el banquillo en el proceso contra los mencheviques de 1931. Cuando lo detuvieron, lo metieron en lo que Solzhenitsyn llama «la caja» («construida de tal modo que [el detenido] tenía que estar de pie y, aun así, aplastado contra la puerta»). Rubin estuvo allí un tiempo, pero lo soportó. Los chequistas le presionaron presentándole a un desconocido y amenazando con matarlo si Rubin seguía resistiéndose. Mataron a dos antes de acceder a firmar. Rubin confesó en el juicio que Riazonov poseía documentos que permitían ver el alcance de la conspiración menchevique. «No los encontraréis, salvo que los hayáis puesto vosotros allí», dijo Riazonov cuando el Politburó lo mandó llamar. Fue destituido, expulsado del Partido y confinado. Acabó fusilado.
Parece que el único superviviente de aquellas discusiones teóricas fue Abram Deborin, que murió (en la pobreza) en 1963, una fecha asombrosamente tardía.
La Colectivización (1929-1933) fue la fase inaugural y definitoria del reinado indiscutido de Stalin; fue lo primero que acometió en cuanto tuvo las manos libres. En tanto que crimen contra la humanidad, eclipsa al Gran Terror, al que además potenció en dos sentidos, haciendo que la purga fuese más segura y al mismo tiempo más severa. La Colectivización hace que nos preguntemos por lo que habría ocurrido si los cincuenta años del gulag se hubieran comprimido en el tiempo (cinco años) y ampliado en el espacio (hasta abarcar todo el país). Porque la Colectivización fue peor, demográficamente peor. Se calcula que Stalin mató alrededor de 4 millones de niños durante la Colectivización. Sin embargo, para el hombre, y para la psicología del hombre, el rasgo más sobresaliente de la Colectivización fue su fracaso, profundo, abismal y con un impacto gigantesco. Con su ofensiva administrativa inicial, Stalin arruinó al país para el resto del siglo. Además, fue entonces cuando perdió el contacto con la realidad, y lo hizo con toda su furia bolchevique. Como dijo el economista del Partido S. G. Strumilin: «Nuestra misión no es estudiar la economía, sino cambiarla. No estamos atados por ninguna ley». Fue la primera etapa del torpe —y apenas comprensible— esfuerzo de Stalin por enfrentarse a la verdad, meterla en cintura, humillarla y destruirla.
Me acercaba ya a la treintena cuando caí en la cuenta —fue a causa de un artículo sobre el islam que leí en el TLS— de que las teocracias tienen intención de funcionar bien. Hasta entonces había creído que la represión, la censura, el terror y la miseria eran el precio que había que pagar por vivir según el Libro. Pero no, no era esa la idea, en absoluto: la intención del régimen coránico es que todos tengamos piscina y bombas de hidrógeno. Del mismo modo, la Colectivización tenía intención de funcionar bien. Stalin, en fecha anterior, había manifestado dudas sobre la postura «izquierdo-desviacionista» (es decir, excesivamente doctrinaria) que se tenía ante el campesinado: esta política, dijo, «conduciría inevitablemente […] a una gran subida en los precios de los productos agrícolas, a una caída de los salarios reales y a una carestía creada artificialmente». Y sus preparativos para la Colectivización, en la fiebre inicial, fueron frívolamente tibios. Sin embargo, Stalin creía que la Colectivización funcionaría. La Colectivización dejaría pasmado al mundo. Era una muestra de cómo hervía la sangre estalinista. Y quizá sea esta la mejor forma de representarse el estalinismo: como una serie de ebulliciones sangrientas.
Desde la perspectiva bolchevique, el campesinado era (como dicen los psicólogos cuando se refieren a un desajuste familiar grave e innombrable) «un elefante en la sala». El campesinado, en el universo marxista, no tenía por qué estar allí. En el universo marxista, Rusia tenía que parecerse más a Alemania, a Francia o a Inglaterra, con su proletariado urbano plenamente desarrollado. Sin embargo, los campesinos rusos eran obstinadamente reales: representaban el 85 por ciento de la población. Y como poseían tierras, eran técnicamente burgueses, técnicamente capitalistas[49]. Lenin había tratado de socializar el campo. Se requisó grano por medio del terror; y sobrevino el hambre. Su política agraria produjo además, en 1920-1921, una insurrección nacional que resultó ser más peligrosa que todos los ejércitos de los Blancos: fue parte de una fracasada pero sincera revolución que dejó en mantillas las de 1905 y febrero de 1917. La réplica de Lenin fue la Nueva Política Económica, vergonzosamente capitalista; fue una lacra doctrinal que tuvieron que sobrellevar los bolcheviques. Entusiasta al principio, Lenin pareció perder interés por la Colectivización y lo que significaba. La derecha del Politburó estuvo de acuerdo. La izquierda estaba más impaciente por acometer empresas atrevidas, pero se avino a regañadientes a una socialización del campo que podía tardar diez o veinte años. En 1928, con Trotski en la picota, nadie hablaba ya con pasión de la Colectivización forzosa y menos aún de una Colectivización forzosa inmediata[50]. A principios de los años veinte, Stalin se había presentado como un centrista temeroso de Dios. Más tarde, liquidada la oposición, viró bruscamente a la izquierda. La polémica con los profesionales se solucionó con facilidad. Desde 1929, dice Conquest, los economistas soviéticos «tenían que elegir entre apoyar los nuevos planes de los políticos o ir a la cárcel».
Los objetivos de Stalin estaban claros: la Colectivización intensiva, con la exportación de todo el grano, financiaría la industrialización a destajo y redundaría en una militarización suicida para fortalecer el Estado y el imperio «en un mundo hostil». Según Robert Tucker, Stalin empezaba a pintarse a sí mismo como una especie de zar marxista; esperaba mejorar y sustituir el leninismo (por el estalinismo), y además apuntalar el Estado «desde arriba», como Pedro el Grande. Lo que no está tan claro es si fue una estrategia meditada o una simple y embriagadora improvisación sobre la marcha. A fin de cuentas, el Plan Quinquenal no fue un plan, sino una lista de deseos. Stalin tenía realmente intención, o necesidad, de reactivar el bolchevismo, de comprometerlo una vez más con la lucha «heroica». Sin embargo, a diferencia de Hitler, que hizo públicos sus objetivos en 1933 y trató de conseguirlos con un sentido de la autoridad particularmente repulsivo, hay que ver a Stalin en este mismo momento como una figura que fantasea continuamente no con el éxito, sino con el fracaso.
Para que las cosas funcionaran necesitaba un enemigo y una urgencia. La urgencia fue una «crisis cerealística», declarada a raíz de la decepcionante pero no desastrosa cosecha de 1927. El enemigo fue el kulak rural. Los kulaki (kulak significa «tacaño») eran un estrato prerrevolucionario de agricultores ricos; eran usureros, prestamistas y «explotadores de los braceros»; y casi todos desaparecieron durante el terror rural del Comunismo de Guerra. Como es lógico, durante la NEP, unos agricultores siguieron siendo más ricos que otros (alrededor del doble en los casos extremos). Llegaban a tener una vaca más, un bracero más durante la siega, una ventana más en la fachada de la cabaña de madera. El 21 de diciembre de 1929 Stalin cumplió cincuenta años y se echaron las campanas al vuelo; esta fecha señaló también el comienzo del «culto a la personalidad», un fenómeno que le pasaría factura psiquiátrica. Ocho días después hizo pública su política de «eliminar a los kulaki como clase».
Solzhenitsyn insiste («Esto es importantísimo, lo más importante») en que la deskulakización fue ante todo un medio de aterrorizar y obligar a someterse a los demás agricultores: «Si no se les metía el miedo en el cuerpo, no había forma de quitarles la tierra que les había dado la Revolución ni de colocarlos en aquella misma tierra en calidad de siervos». (Y Mólotov hablaba de asestar «tal golpe» a los kulaki que «los agricultores medios se pondrán firmes ante nosotros»). El «estudio de clases» que los bolcheviques aplicaron al medio rural fue, incluso tratándose del Partido, excesivamente voluntarioso, vago, ignorante y contradictorio;[51] pero tuvo la presunta virtud de ponerse al lado de los menos aptos, la virtud de la selección hacia abajo. Al parecer había tres clases de agricultores (pobres, medianos y kulaki) y tres clases de kulaki (numéricamente hinchadas por diversos «subkulaki», o «cuasikulaki», o podkulakniki, que significa «pro kulaki». Un plan aprobado en enero de 1930 contemplaba, en relación con los kulaki de la primera clase (los más ricos), «detenerlos y fusilarlos o encarcelarlos —dice Conquest—, y a las familias desterrarlas; y a los de la segunda clase solamente desterrarlos; mientras que (en esta etapa) los de la tercera clase, los “no hostiles”, podían ponerse a prueba en las granjas colectivas». A los campesinos más pobres (que no tienen buena prensa en la historiografía: «borrachos», «vagos», «charlatanes», «inaprovechables», etc.) se les animaba a denunciar a los más ricos, y se les pagaba por ello. Una vez más vemos la extraordinaria persistencia de este tema: que un régimen basado en la perfectibilidad humana recompense, glorifique, estimule y desde luego necesite todo lo humanamente vil. En el contexto de la «hipocresía sin precedentes». (N. Mandelstam) de los bolcheviques, tenemos aquí que mientras se llamaba a la guerra contra «la explotación de los braceros» se reimponía la servidumbre no sólo a los kulaki, sino a todo el campesinado… Para los bolcheviques eran hipócritas la moralidad burguesa y el derecho burgués. Esta convicción fomentó una fabulosa expansión del potencial hipócrita. Los bolcheviques llevaron la hipocresía a lugares donde no había existido nunca; fue una hipocresía muy innovadora, muy refinada y casi ingeniosamente paralela. Fue la perfección negativa.
Contando con la acción coordinada de decenas de miles de militantes del Partido, los organismos punitivos partieron de las ciudades, armados con fusiles y con paquetes de órdenes e instrucciones. No en todos los pueblos y aldeas soviéticos había kulaki, pero había que aterrorizar a todos los pueblos y aldeas soviéticos. Stalin, para variar, se valía de un sistema de cupos (como haría en el Gran Terror). Parece que tenía en la cabeza una cantidad inferior al 10 por ciento, unos 12 millones de personas. Los agitadores y chequistas habían tenido tres años de ruidoso adoctrinamiento (y de servicio activo: requisa de cereal, exacción de impuestos), con el habitual fanfarroneo sobre la dureza y la falta de escrúpulos; también ellos estaban medio aterrorizados (por ambas partes); y los cupos de Stalin eran siempre mínimos que era un honor superar. Lo que viene es de Vsie techiet, de Vassili Grossman:
Los padres ya estaban encarcelados y a comienzos de 1930 se llevaron también a las familias […] Les amenazaban con fusiles, como si estuvieran poseídos, y llamaban «bastardos de kulaki»a los niños pequeños, y gritaban: «¡Chupasangres!». Y los «chupasangres» estaban tan aterrorizados que no les quedaba una gota de sangre en las venas. Estaban blancos como el papel.
Stalin, durante un tiempo, había hecho correr el rumor de que los campesinos pobres y medianos acudían en masa a las granjas colectivas «espontáneamente», un adverbio chocante porque la espontaneidad no era una cualidad que acostumbrara a elogiar. Para los campesinos, la Colectivización significaba entregar al Estado sus bienes, sus animales e incluso sus cuerpos. No tenían ante sí más alternativa que colectivizarse o ser deskulakizados. El objetivo de Stalin era el objetivo de Lenin en 1921: el monopolio estatal de la alimentación.
Así, la anarquía, el pillaje, la histeria y el sadismo cayeron sobre el campo. La resistencia campesina adquirió dos formas básicas, una previsible, la otra imprevista. En primer lugar, la insurrección directa. La Checa informó de 402 disturbios y revueltas producidos en enero de 1930, de 1.048 en febrero y de 6.528 en marzo[52]. Por lo general eran sofocados por las fuerzas armadas: caballería, vehículos blindados e incluso aviación de guerra. En cambio, la otra estrategia de los campesinos, que puso de manifiesto un sentido terrible de la dignidad, no pudo combatirse ni contrarrestarse. He aquí la declaración de un militante citado por Tucker:
Convoqué a una reunión de la aldea y dije a los presentes que tenían que integrarse en el colectivo, que eran órdenes de Moscú, y que si no lo hacían, serían desterrados […] Todos firmaron el papel aquella misma noche, desde el primero hasta el último. Que nadie me pregunte cómo me sentía yo ni cómo se sentían ellos. Y aquella misma noche empezaron a hacer lo que hacían las demás aldeas de la URSS cuando se las obligaba a entrar en los colectivos: matar su ganado.
«Todos tenían la boca llena de grasa —observaba con asco otro militante—, todos parpadeaban como búhos, como embriagados de tanto comer». Fue la última cena del campesinado. Y fue aproximadamente la mitad de la cabaña nacional.
Iniciada el segundo semestre de 1929, la Colectivización era un desastre innegable ya a fines de febrero de 1930. Aunque había diferencias, Stalin había llegado al mismo callejón sin salida que Lenin en 1921. Lenin había aceptado la derrota, la retirada y una solución de compromiso. En otras palabras, aceptó la realidad. Stalin no. El campesinado no tenía ya ante sí a un frío intelectual. Tenía a un vehemente personaje popular cuya personalidad se deformaba y resquebrajaba con el calor del poder. No iba a aceptar la realidad. Iba a destruirla.
El primer movimiento de Stalin fue un amago de conciliación. El 2 de marzo de 1930, todos los periódicos soviéticos publicaron el famoso artículo «Mareados por el triunfo» (que Stalin no había enseñado al Politburó). Con la consiguiente consternación de todos los niveles del Partido, el artículo acusaba alegremente de los recientes abusos y excesos a una burocracia triunfalista. En abril, haciendo gala de una conciencia de sí primitiva y semisubliminal, Stalin se explicó como sigue:
[Las desdichadas consecuencias] se produjeron a causa de nuestro rápido éxito en el movimiento de las granjas colectivas. El éxito, a veces, se sube a la cabeza. Con frecuencia da lugar a mucha vanidad y a mucho engreimiento. Es muy fácil que esto le ocurra a algunos representantes de un partido como el nuestro, cuya fuerza y prestigio son casi inconmensurables. Es perfectamente posible encontrar aquí casos de aquella vanagloria comunista que Lenin combatió con tanta tenacidad.
La nueva línea trajo concesiones temporales. La Colectivización pisó el freno y hasta cierto punto dio marcha atrás. Pero la deskulakización se aceleró. El gulag no crecía con rapidez suficiente para albergar a todos los deportados. En su larga novela Vida y destino, Grossman describe los sentimientos de un ciudadano soviético sobre el que pesa la amenaza de la detención (y por pura casualidad repite a Stalin: «¿Cuánto pesa la Unión Soviética?»):
Sentía de un modo muy tangible la diferencia de peso entre el frágil cuerpo humano y el coloso del Estado. Sentía los brillantes ojos del Estado mirándole a la cara; el Estado caería sobre él en cualquier momento; se oiría una detonación, un grito, y él desaparecería.
El campesinado iba a experimentar ahora lo que Grossman llama repetidas veces «la cólera del Estado». Cuando Pasternak viajó al campo a principios de los años treinta para «recoger material sobre la nueva vida aldeana», cayó enfermo y no escribió ni una sola palabra durante un año. «Había una infelicidad tan inhumana e inimaginable, un desastre tan terrible que casi parecía una abstracción». Lo que vio «desbordaba los límites de la conciencia». No de su conciencia. Lo que vio fue la materialización de la conciencia de otro, de la mente de otro, de la cólera de otro.
En el otoño de 1930, el ciclo de la violencia se convirtió en espiral: caleidoscópica y vertiginosa. He aquí parte de las declaraciones de un requisador:
[…] se ha juzgado ya al 12 por ciento de los granjeros, cantidad que no incluye a los kulaki deportados, a los agricultores sancionados con multas, etc. […] Las cárceles están abarrotadas. En Balachevo hay cinco veces más presos de los que permite la capacidad original del edificio, y en la pequeña prisión del distrito de Elan hay 610 presos apretujados. El mes pasado, la cárcel de Balachevo devolvió a Elan 78 presos, 48 de los cuales tenían menos de diez años […] Parece que no hay ya más mentalidad que la violencia, siempre estamos «atacando». «Arremetemos» contra las cosechas, contra los préstamos, etc. Todo es agresión; «acometemos» la noche entre las nueve y las diez y el amanecer. Todo el mundo es agredido: las fuerzas de choque visitan a todo el que no cumple con sus obligaciones y lo «convencen» empleando todos los medios imaginables. Agreden a todos los que figuran en sus listas, y así es siempre, noche tras noche.
Tras enumerar, en una carta a Stalin, cinco torturas empleadas para obligar a los campesinos a revelar dónde estaban las reservas de cereal, el novelista Mijaíl Shólojov añadía: «Podría poner miles de ejemplos parecidos. No son “abusos” del sistema; es el sistema de recoger el cereal». El 7 de agosto de 1932, Stalin promulgó una de las leyes más salvajes de toda la historia. Los campesinos la llamaron «ley de los cinco tallos» o, simplemente, «ley de la espiga». «Todo robo o daño contra la propiedad socialista» podría castigarse con diez años o, como rezaba el dicho, con nueve gramos (de plomo). Por llevarse un puñado podía aniquilarse a una familia entera. Entre agosto de 1932 y diciembre de 1933 llegaron a dictarse 125.000 sentencias y hubo 5.400 ejecuciones.
¿Qué más pedía la cólera de Stalin? ¿Cómo podía ampliarse e intensificarse? A una mujer cuyo marido había muerto de inanición aquel mes le caen diez años de gulag por robar unas cuantas patatas. Empieza a ser una costumbre fusilar en masa a los niños huérfanos. La Checa ejecuta a veterinarios y meteorólogos. De súbito se detiene a 20.000 militantes y cuadros comunistas (por «complacencia criminal» en la represión), para aterrorizar a los aterrorizadores, para añadir terror al terror, y a continuación más terror, y luego más, hasta que Stalin, el gradualista, recurre a un terror atípico o nuclear: el hambre.
Conforme caían las cosechas, aumentaban las cuotas de requisa, con sólo un resultado posible. Stalin siguió hostigando a los campesinos hasta que no quedó nadie para sembrar la siguiente cosecha.
Enviudó dos veces.
De su primera mujer, Yekaterina (Kato) Svanidze (m. c. 1905: dos años después de la primera detención de Stalin), dice Conquest en Stalin: Breaker of Nations:
Sabemos poco de su breve período de convivencia, aunque quienes los conocían dicen que, aunque ella rezaba porque él abandonase su peligrosa profesión, era, de acuerdo con la tradición georgiana, una esposa obediente que cumplía sus deseos; él era ajeno a la idea socialdemócrata oficial de la igualdad de los sexos. No obstante, aunque a veces era muy brusco, se dice que le tenía mucho cariño.
Kato murió de tifus en 1905. En su Stalin, Dmitri Volkogónov describe (pero no reproduce) unas fotos de su entierro en las que se ve a Koba «bajo y delgado, con el pelo revuelto, de pie junto a la tumba, con cara de dolor sincero». Acabada la ceremonia, Stalin dijo a un amigo de confianza: «Esta criatura ablandaba mi duro corazón. Ahora que está muerta, ha muerto también lo que me quedaba de simpatía por los seres humanos». Algunos historiadores se fían tanto de esta declaración de Stalin que suprimen las comillas y la parafrasean en tercera persona. Pero no es tan sencillo, o no tan natural. Si yo pusiera esas palabras en boca de un personaje de novela, sería para que el lector sobreentendiera lo siguiente: He aquí a un hombre hasta entonces desconcertado —y quizá avergonzado— por su falta de sentimientos humanitarios. La muerte de la joven esposa lo libera del desconcierto y de la vergüenza (no es culpa suya, es del mundo). En lo sucesivo podrá aliarse con la inhumanidad. Kato le dejó un niño de seis meses, Yákov. Mientras Koba entraba en el ciclo de detención, confinamiento y fuga (un año de libertad en la década siguiente), Yákov vivía en Georgia con sus tíos maternos. La verdad es que Stalin sólo manifestó desprecio por él y desempeñó un papel extraño en la horrible muerte del niño.
Stalin conoció a su segunda mujer, Nadezda (Nadia) Alilúyeva, cuando esta tenía dos o tres años. Los Alilúyev eran bolcheviques de la vieja guardia, personas cultas, que solían alojar a Stalin en su casa cuando este iba al San Petersburgo de antes de la guerra. Se cuenta que en cierta ocasión salvó a Nadia y a su hermana Anna de morir ahogadas y es evidente que la primera idealizó con el paso del tiempo al rudo agitador, con sus bigotes, su tupé revuelto y sus múltiples detenciones. Después de la revolución, ya con dieciséis años, pasó a ser secretaria de Stalin, y un año más tarde, su esposa. En 1921 nació Vasilii y en 1926 Svétlana. Nadia se pegó un tiro en la cabeza después de una fiesta que se celebró en el Kremlin para conmemorar el decimoquinto aniversario de la Revolución. Noviembre de 1932: en cierto modo, como veremos, Nadia fue una víctima más de la Colectivización. Mientras la observaba en el ataúd abierto, se vio a Stalin hacer un gesto de reprobación y se le oyó murmurar: «Me ha dejado como si fuera un enemigo».
Se dice que tuvo un hijo en Siberia, durante su confinamiento más largo. Y corrieron rumores de que en sus últimos años se acostaba a veces con su ama de llaves, Valentina Istomina. Y esto es todo, más o menos. Si tenemos en cuenta hasta qué punto pudo aprovecharse y si recordamos hasta dónde se aprovechó Beria (por ejemplo), la vida sexual de Stalin fue notablemente recatada. Es difícil rehuir la tentación de establecer comparaciones con Hitler (cuyo único «gran amor», Geli Raubal, se pegó un tiro en septiembre de 1931, y cuya compañera, Eva Braun, intentó suicidarse en el otoño de 1932, y otra vez en 1935, y por fin en 1945, esta vez con más suerte, con el marido al lado). Tanto Stalin como Hitler se sentían amenazados por las mujeres inteligentes. Stalin: «una mujer con ideas […] una sardina con ideas: pellejo y raspa». Hitler: «El hombre de inteligencia elevada debe tomar una mujer primitiva y necia». Los dos reaccionaban ante las (frecuentes) quejas de abandono lanzando un exabrupto o un insulto; y a los dos les gustaba humillar. La sexualidad, o asexualidad, de Hitler era con diferencia la más extrema: era un castrado monotesticular, un impotente, un virgen radical. Su voluntad de poder absorbía toda su energía erótica. De un modo muy general, el nazismo, y también el bolchevismo, producen una confusa impresión de criptohomosexualidad, de homosexualidad secreta y no admitida, con aquel culto a la dureza y con la supresión programática de todas las cualidades femeninas. La heterosexualidad se ve; la homosexualidad también; pero en la zona intermedia aguarda mucha violencia. El nazismo, es verdad, mató a miles de homosexuales. El bolchevismo, con su contradictoria tradición de permisividad y puritanismo miliciano, sólo se fijaba en los enemigos sexuales en contadas ocasiones, por ejemplo en los «colchones alemanes» (mujeres sospechosas de fraternizar con las fuerzas de ocupación durante la guerra).
Hay varias versiones sobre la última noche de Nadia. Durante el banquete del Kremlin (ofrecido por el cretino de Kliment Voroshílov), Stalin «ofendió» a Nadia; parece que hubo un cruce de frases al estilo de «Oye, tú, tómate un trago» (Nadia era alérgica al alcohol) y «¡A mí no me hables así!». Stalin le arrojó un cigarrillo apagado (según otra versión, un cigarrillo encendido que le cayó en el vestido). Nadia se fue; salió tras ella su amiga Polina Mólotov, que la alcanzó y dio con ella un paseo relajador por el patio del Kremlin. Al volver al apartamento de Stalin, Nadia se encerró en su dormitorio (tenían dormitorios separados por entonces) y se pegó un tiro con un revólver alemán. Había escrito una nota… En un censuradísimo capítulo de sus memorias, Jrushov dice que Nadia llamó por teléfono a la dacha y que el torpe oficial de guardia le dijo que Stalin estaba «con una mujer». Esto parece descartable. Habría sido la primera infidelidad de Stalin en catorce años de matrimonio; y contradice nuestra idea de su pueblerina inseguridad sexual (y da un poco de asco: con una «sardina»). Tampoco tiene mucho peso otro rumor que dice que Stalin presenció o aceleró el suicidio de Nadia. Al fin y al cabo, esta dejó una nota.
Svétlana Stalin, que tenía entonces siete años, contaría que la nota era «personal por un lado y política por el otro». Corría el mes de noviembre de 1932: cabe preguntarse si Stalin era todavía divisible en estos términos. Era ya casi totalmente político y después de los acontecimientos de aquella noche se libró por fin de lo personal… Es muy probable que el precipitante del suicidio fuera también político. Nadia se había matriculado hacía poco en la Academia Industrial de Moscú para estudiar química. Como buena comunista, iba allí en tranvía. Una prueba de capacidad empática es imaginar aunque sea la décima parte de la náusea gangrenosa que sentiría Nadezda Alilúyeva (una madre de treinta y un años, seria, culta, fuerte y guapa), sentada en el aula, mientras los compañeros de clase le hablaban de la situación real en Ucrania (donde habían pasado el verano haciendo activismo). Nadia se enfrentó a su marido y una vez más hay que imaginar el carácter de este enfrentamiento. Parece que Stalin hizo algo típico de él, negarlo todo rotundamente (como ya había hecho con el asunto de Krúpskaia en una carta a Lenin que llegó inmediatamente después de la última incapacitación de este). Le dijo a Nadia que aquellas historias eran «chismes trotskistas». Pero Nadia volvió a la carga más tarde, tras oír más historias de sus compañeros de clase, por ejemplo la de dos hermanos detenidos por vender carne humana. La respuesta de Stalin esta vez fue reprocharle a Nadia su indisciplina política, detener a los estudiantes de la Academia Industrial y ordenar una purga en todas las universidades que habían aportado personal a la Colectivización. Hablar del hambre en la URSS no tardaría en ser un delito castigado con la pena de muerte. La ejecución de Nadia fue autoejecución, pero anticipó esta ley.
En esta época, cuenta Svétlana, su madre fue víctima de una «decepción devastadora». Nadia acabó comprendiendo que «mi padre no era el Hombre Nuevo que ella había imaginado de joven». Pero Stalin era un Hombre Nuevo, vaya que sí: había hecho unos progresos espantosos. El suyo era un poder sin precedentes y había querido ponerlo en práctica con un experimento. El experimento había fracasado (y se había convertido simplemente en una guerra de exterminio contra los cobayas). En el campo, en vez de engordar en las leales y ronroneantes fábricas del trigo con que había soñado fugazmente un filósofo alemán, los campesinos se comían entre sí y a sí mismos.
Nadia Alilúyeva no sabía ni la mitad de lo que pasaba. Ignoraba que en Ucrania hubieran muerto 5 millones. Ignoraba que habían muerto por resolución de su marido.
Para saber lo que un hombre siente por su esposa hay que fijarse en cómo trata a sus hijos. Es lo que vamos a hacer. Hay que fijarse también en cómo trata a la familia de su esposa. Y los sentimientos de Stalin, como siempre, están escritos en rojo. He aquí el resumen de Alan Bullock:
Por parte de su primera esposa, Ekaterina Svanidze, su hermano Aleksandr, antaño amigo íntimo de Stalin, fue fusilado por espía; su mujer fue detenida y enviada a un campo, donde murió, mientras que el hijo común fue desterrado a Siberia por ser «hijo de un enemigo del pueblo». María, hermana de Ekaterina, fue igualmente detenida, y murió en la cárcel. Por parte de su segunda esposa, Nadezda Alilúyeva, su hermana Anna fue detenida en 1948 y condenada a diez años por espionaje; Stanislav Redens, marido de Anna, ya había sido detenido en 1938 por ser «enemigo del pueblo» y más tarde fue fusilado. Xenia, viuda de Pável, hermano de Nadezda, y Yevgenia, tía política de Nadezda, fueron detenidas al acabar la guerra y no salieron hasta después de la muerte de Stalin.
Epílogo. Cuando Milovan Djilas en persona se quejó de que el Ejército Rojo violaba a mujeres yugoslavas, dijo Stalin acerca de su soldado universal: «Cómo va a reaccionar normalmente un hombre así? ¿Y qué hay de malo en divertirse con una mujer después de tales horrores?». Parece que las yugoslavas recibían mejor trato que otras. Solzhenitsyn, oficial de artillería en Prusia oriental en el momento de su detención (1945), contaría después: «Todos sabíamos muy bien que si las chicas eran alemanas podíamos violarlas y después fusilarlas. Era casi una distinción en combate». ¿También esto era «divertirse con una mujer» desde el punto de vista de Stalin?
Todos los jefazos del Partido habían prestado su nombre a alguna que otra institución. Así como existían los Laboratorios Químicos Stalin, estaban la Fábrica de Tejidos Voroshílov, las Fábricas de Papel Zinóviev, la Fábrica de Vidrio Bujarin, etc. Las viejas poblaciones cambiaron de nombre: de pronto hubo lugares que se llamaban Ordyonikidze, Kalinin, Kírov. Conquest comenta en su Stalin:
Con el paso de los años el país tendría que soportar no sólo Stalingrado y Stalino (al final habría seis Stalinos), sino además Stalinabad, Stalinsk, Stalinogorsk, Stalinskoye, Stalinski, Staliniri (capital de Osetia meridional), Monte Stalin (el pico más alto de la URSS, que luego estaría acompañado por los picos más altos de Checoslovaquia y Bulgaria), Bahía Stalin, la Cordillera Stalin y diversas aldeas que llevaban sencillamente el nombre de Stalin…
En 1938, año en que hubo 4,5 millones de detenciones supererogatorias y quizá 500.000 ejecuciones, el jefe de la Checa, alegando «sugerencias de los trabajadores», puso ante el Politburó la propuesta de que Moscú se llamara Stalinodar. Haciendo alarde ahora de una humildad bolchevique más tradicional, Stalin vetó el cambio de nombre. Siempre dijo que el culto a la personalidad, aunque políticamente útil, le disgustaba. «En términos generales —dice Conquest—, sus críticas al culto, esporádicas y sin efecto, podrían considerarse una estratagema para añadir la modestia a su abanico de virtudes».
Cuando Janusz Bardach, ayudado por insultos y culatazos, bajó tambaleándose del barco de esclavos (su punto de destino era el aislador de Kolymá), vio escritas en la cara del risco las siguientes palabras:
GLORIA A STALIN, EL MAYOR GENIO DE LA HUMANIDAD.
GLORIA A STALIN, EL MAYOR CAUDILLO MILITAR.
GLORIA A STALIN, EL MAYOR DIRIGENTE DEL PROLETARIADO INTERNACIONAL.
GLORIA A STALIN, EL MEJOR AMIGO DE LOS OBREROS Y CAMPESINOS.
Y mucho más. Como es lógico, el «culto a la personalidad» pasó a ser el eufemismo oficial por los Veinte Millones. Podría decirse que la expresión es ridícula y al mismo tiempo idónea. Según Marx, la personalidad no desempeñaba ningún papel en la historia; la ruta de la locomotora estaba determinada por los raíles de la economía política y no por las características del fogonero. Pues bien, los bolcheviques sometieron esta teoría, como muchas otras, a una refutación gráfica. Stalin tenía personalidad y Lenin también[53]. La personalidad establecía una diferencia. En el caso de Stalin, la diferencia era una cordillera de cadáveres, uno de cuyos picos (bauticémoslo con su nombre) abrió sus entrañas ante los ojos de Varlam Shalamov.
Hablamos de un hambre «atroz», que «devasta la tierra» y tiene a la gente «en sus garras». Al describir la inmovilidad y el silencio de las aldeas, Vassili Grossman dice: «Sólo el hambre se movía. Sólo el hambre no dormía». Metafóricamente atribuimos al hambre voluntad e intención, pero el hambre no es más que una carencia, carencia de comida y luego carencia de vida. Posee un olor, señalado por su extrema duración: el de la purulencia. Y Grossman dice que, a pesar del silencio, «todo parecía violento y salvaje […] y la tierra bullía». Para pensar en el Terror famélico de 1933 hay que pedir al lector que personifique otra vez el hambre, con intensidad, y que la llame Stalin. Es Stalin quien tiene a la gente en sus garras, Stalin quien devasta la tierra, Stalin quien es atroz.
Por lo general se cree que el uso del hambre como arma del Estado contra la población es una innovación introducida por Stalin (luego adoptada por Mao y otros dirigentes comunistas), pero el hambre leninista de 1921-1922 también tuvo sus aspectos terroristas. Las dos hambrunas tuvieron la misma causa: requisa alimentaria punitiva. Mientras que Stalin fomentó y consolidó el hambre total, Lenin permitió al final y a regañadientes la intervención norteamericana, que salvó más de 10 millones de vidas. Sin embargo, el hambre leninista se imbricó con el terror, al menos en Ucrania. Como dijo en 1927 el historiador H. H. Fisher: «El gobierno de Moscú no sólo no informó a la American Relief Administration de la situación en Ucrania, tal como había informado en el caso de regiones mucho más lejanas, sino que deliberadamente puso obstáculos». Y Conquest añade: «La verdad es que entre el 1 de agosto de 1921 y el 1 de agosto de 1922 se sacaron de Ucrania 5 millones de quintales de cereal para repartirlos por otros lugares». Durante toda su vida adulta, Lenin fue un admirador del hambre como elemento «radicalizador» (y secularizador) del campesinado. Y en qué otra cosa podía estar pensando sino en el Terror del Hambre cuando, en 1922, advirtió a Kámenev: «Es un gran error creer que la NEP pondrá fin al terror; tendremos que recurrir otra vez al terror y al terror económico». Así pues, Stalin, en 1933, se limitó a demostrarse a sí mismo, una vez más, que era «el más capacitado discípulo de Lenin». Su única novedad cualitativa, al margen de las purgas del Partido, fue la farsa de los Procesos de Moscú. Podemos traer a colación el comentario de Solzhenitsyn sobre el juicio «de propaganda» de los socialistas revolucionarios de 1922: Lenin «casi casi estuvo allí».
Ucrania era la república más refractaria tanto para Lenin como para Stalin. Durante el caos de 1918-1920, período en que el gobierno de Kiev cambió de manos trece veces, los bolcheviques se entrometieron, o reentrometieron, en campañas anuales. Y durante la ofensiva estalinista de 1929-1933 y después, se purgaron todas las instituciones ucranianas imaginables. Se puede calcular la intensidad de la desucranización por un pasaje del Testimonio de Shostakóvich. Se refiere a la suerte de los kobzari, poetas campesinos (muchos ciegos) que iban de aldea en aldea con sus versos y canciones. Es de creer que no representaban ninguna amenaza directa para el poder soviético, aunque se les podía clasificar en distintas categorías de indeseables («elementos desfasados», por ejemplo, o simplemente «otros», una clasificación muy empleada). No obstante, recordaban a los campesinos ucranianos que antaño habían tenido una patria. Los kobzari, centenares de kobzari, fueron invitados a participar en su primer Congreso Panucraniano. «Herir a un ciego —comentaba Shostakóvich—, ¿qué puede haber más bajo?». Algunos fueron encarcelados, pero «casi todos» fueron fusilados, porque (como señala Conquest) no valía la pena alimentar a un ciego en el gulag.
Así pues, Stalin tenía dos motivos para atacar a los campesinos ucranianos: eran campesinos y eran ucranianos. La URSS siguió exportando grano y siguió acumulándolo. La requisa alimentaria prosiguió hasta marzo de 1933, epicentro del período del hambre. Pero las brigadas recolectoras sólo se interesaban ya por las casas donde era evidente que no se pasaba hambre. Ucrania tenía otras semejanzas con el «gigantesco Belsen» de la descripción de Conquest: guardias armados, y torres de vigilancia activas día y noche, para detectar e impedir que robaran trigo. A pesar del bloqueo y de las barricadas, cientos de miles de campesinos consiguieron llegar a las ciudades, donde se arrastraban con las multitudes que formaban serpeantes y quejumbrosas colas delante de las panaderías «comerciales»[54] (también las ciudades pasaban hambre: Stavropol perdió 20.000 habitantes, Krasnodar 40.000, Jarkov 120.000). En diciembre de 1932, para combatir «la infiltración de kulaki en las ciudades» el régimen aumentó las restricciones sobre los viajes interiores:
El Comité Central y el gobierno están en posesión de la prueba definitiva que demuestra que este éxodo masivo de los campesinos ha sido organizado por los enemigos del régimen soviético, por contrarrevolucionarios y por agentes polacos, como un golpe de propaganda contra el proceso colectivizador en particular y el gobierno soviético en general.
En el seno de las aldeas, en el seno de las familias, dice Grossman, «las madres miraban a sus hijos y gritaban de miedo. Gritaban como si se les hubiera colado una serpiente en la casa. Y esta serpiente era el hambre, la inanición, la muerte». Esta serpiente era Stalin. Al principio, los niños lloraban todo el día porque no tenían comida; luego, por si no bastara, lloraban toda la noche por el mismo motivo. Otros se los llevaban a las ciudades y los dejaban allí. El cónsul italiano en Jarkov entregó este informe:
Hace ya una semana que patrullan por la ciudad los dvorniki, ayudantes de uniforme blanco que recogen niños y los llevan a la comisaría de policía más cercana […] A eso de medianoche se los llevan en camiones a la estación de mercancías de Severodonetsk. Es donde se concentra a todos los niños que se encuentran en estaciones o en trenes, a las familias campesinas, a los ancianos […] Un equipo médico hace una especie de selección […] Todo el que no está hinchado todavía y tiene alguna posibilidad de sobrevivir es enviado a los edificios de la Jolodnaya Gora, en cuyos grandes hangares hay una población constante de 8.000 personas agonizando en camas de paja. Casi todas son niños. Los que ya han empezado a hincharse se transportan en trenes de mercancías y se abandonan a unos sesenta kilómetros de la ciudad…
Unos progenitores mataban a sus hijos. Otros se los comían. Dsachtó? «¿Por qué, para qué, con qué fin?», pregunta Grossman. Su narrador prosigue:
Fue entonces cuando me di cuenta de que toda persona que pasa hambre es semejante a un caníbal. Consume su propia carne y no deja intactos más que los huesos. Devora su propia grasa hasta la última gota. Luego se oscurece su mente, porque ha consumido su propia mente. Al final, el hambriento se ha devorado del todo.
Veinte páginas antes, Grossman describe la suerte, no de la víctima, sino del verdugo:
Sólo hay una forma de castigo para el verdugo: como ya no ve a su víctima como a un ser humano, él mismo deja de ser un ser humano y por lo tanto se ejecuta a sí mismo en tanto que ser humano. Es su propio verdugo.
Puede que radique aquí el sentido del Terror famélico de 1933: los autocanibalizados fueron aniquilados por los autoejecutados. Y esta es la surreal gangrena moral del estalinismo.
En Ucrania murieron unos 5 millones, y alrededor de 2 millones en las cuencas del Kubán, el Don y el Volga, y en Kazajstán. Anteriormente habían sido las tierras más fértiles de la URSS.
En los años treinta, nos cuenta Nadezda Mandelstam, el verbo escribir adquirió un significado nuevo. Cuando se decía él escribe o ¿escribe ella? o (refiriéndose a todos los alumnos de una clase) ellos escriben, se quería decir que él, ella o ellos escribían informes para los organismos. (Del mismo modo, los casos amañados de la Checa se denominaban «novelas»). «Escribir» significaba informar, denunciar. Solzhenitsyn lo llama «asesinato por difamación».
La denuncia tiene una larga tradición en Rusia, se remonta por lo menos al siglo XVI y al largo reinado de Iván el Terrible (1533-1584). El juramento que se prestaba venía a ser «espía o muere». Esta práctica, crecientemente institucionalizada en el antiguo régimen, era una barbaridad zarista que era lógico esperar que Lenin cuestionara. Y el caso es que titubeó, hasta el extremo de que propuso sin resultado (en diciembre de 1918) que los calumniadores fueran fusilados. Prevalecieron voces más moderadas y el castigo que se acordó fue de uno o dos años, según la gravedad del caso. A Solzhenitsyn le escandalizaba esta abulia. En el gulag, una condena de cinco años, en comparación con las de diez o de un cuarto (de siglo), «no era nada».
La denuncia dio el gran salto adelante durante el período de la Colectivización. En las aldeas, como ya vimos, se incitaba a los campesinos más pobres a denunciar a los más ricos. «Era muy fácil cargarse a un hombre —explica Grossman—: bastaba con escribir una denuncia; ni siquiera había que firmarla». A mediados de los años treinta, cuando el terror se orientó hacia los pueblos y ciudades, la prensa elogiaba la denuncia alegando que era «el sagrado deber de todo bolchevique, del Partido o de fuera del Partido». Como era de esperar, hubo inmediatamente un alud de denuncias. El proceso era quintaesencialmente estalinista, dado que: a) fomentaba lo más abyecto de la naturaleza humana, y b) seleccionaba hacia abajo (los últimos eran los primeros).
Una vez más, se produjo una situación surrealista. Se denunciaba a X por miedo a que X lo denunciara a uno; uno podía ser denunciado por no hacer bastantes denuncias; el impulso denunciador no conocía más freno que la posibilidad de ser denunciado por no haber denunciado antes; etc.
Hubo casos de denuncia a cambio de recompensa estatal. De El gran terror:
En una aldea bielorrusa, mencionada en un reciente artículo soviético, se ofrecían quince rublos por cabeza, y había un grupo de delatores habituales que se gastaban en juergas lo que cobraban, e incluso habían compuesto una canción que celebraba sus hazañas.
Un solo comunista denunció a 230 personas; otro denunció a más de cien en cuatro meses. «Stalin —dice Conquest— exigía no sólo sumisión, sino también complicidad». Liberado del gulag, y mientras se buscaba a sí mismo como escritor, Solzhenitsyn estuvo sometido a una fuerte presión para que fuera escritor en el sentido de Nadezda Mandelstam. Se calcula que, en una oficina normal, uno de cada cinco empleados informaba a la Checa. Como dice Dmitri Volkogónov: «Quién iba a imaginar que hubiera tantos “espías, saboteadores y terroristas”. Era casi como si, en vez de vivir ellos entre nosotros, nosotros viviéramos entre ellos».
Es de rigor rendir ahora un homenaje a quien delató con más celo que nadie, la gran Nikolaenko, azote de Kiev. Esta increíble valquiria fue distinguida con un elogio del mismo Stalin: aunque «persona sencilla procedente de abajo», era una «heroína». Las aceras de Kiev se vaciaban cuando Nikolaenko salía a la calle; allí donde estaba, generaba un miedo mortal. Al final, Pável Póstishev (primer secretario de Ucrania, miembro candidato del Politburó) la expulsó del Partido. Stalin la restituyó «con honor». En un discurso de 1937, un discurso asombroso (porque este episodio es otro ejemplo de la epifánica y polifacética perfección negativa del estalinismo), dijo Stalin:
La rehuían como si fuera una mosca inoportuna. Por fin, con objeto de deshacerse de ella, la expulsaron del Partido. Ni la organización de Kiev ni el Comité Central del Partido Comunista de Ucrania la ayudaron a obtener justicia. Únicamente la intervención del Comité Central del Partido consiguió deshacer el enrevesado nudo. ¿Y qué se averiguó al analizar el caso? Se averiguó que Nikolaenko tenía razón, mientras que la organización de Kiev se equivocaba.
Suponiendo que la traducción sea de confianza (y creo que lo es), «justicia» es la monda, y lo mismo «obtener» justicia; «mosca inoportuna» y «el enrevesado nudo» son la monda; la pregunta retórica cerca del final es la monda; y el concluyente «mientras» es la monda.
La reivindicada Nikolaenko volvió a sus labores delatoras y Kiev fue purgado con saña. Póstishev, amonestado, degradado y trasladado, adquirió cierta fama por la ferocidad excepcional con que purgó su nuevo feudo, Kuíbishev. Tiempo después, cuando el Terror cambió de dirección, fue criticado por Moscú a causa (precisamente) de su ferocidad excepcional: «con llamadas a la “vigilancia” que ocultaban su brutalidad en relación con el Partido». Fue detenido en febrero de 1938 y más tarde fusilado.
Mientras tanto, la birreivindicada Nikolaenko seguía trabajando con ahínco en lo de las denuncias. Se ha hablado mucho de los «pequeños Stalines» que había en toda la URSS, pero Nikolaenko era una auténtica Stalina: su apego al poder desorganizó su sentido de la realidad. Cuando los nuevos jefazos posteriores a las purgas, encabezados por Jrushov, se instalaron en Kiev, Nikolaenko denunció al segundo de Jrushov, Korotchenko. Jrushov defendió a su hombre, una actitud que Stalin declaró «incorrecta»: «El diez por ciento de la verdad, eso ya es una verdad, y tenemos que adoptar medidas decisivas, y pagaremos las consecuencias si no obramos de este modo». Pero entonces Nikolaenko denunció a Jrushov, lameculos y hombre de confianza de la esfera más alta, por su «nacionalismo burgués», y Stalin admitió por fin que la mujer estaba como un cencerro. Gracias a ella murieron unas 8.000 personas.
Cualquiera que haya recibido alguna vez un anónimo habrá percibido la impresión de impotencia desesperada que manifiesta el autor. En la URSS, con Stalin, la acusación funcionaba: tenía poder. Y a eso se reducía todo: al escritor y a la acusación anónima.
No he leído nada sobre la suerte que corrió Nikolaenko. O fue reexpulsada o desestimaron discretamente la mayor parte de sus ulteriores denuncias. Puede que la fusilaran, naturalmente, aunque Stalin ponía algunos reparos a matar a las mujeres de la vieja guardia bolchevique.
En cuanto al impresionable Póstishev, condenado por Moscú por su falta de freno y moderación… He aquí lo que dice El gran terror:
El hijo mayor de Póstishev, Valentín, fue fusilado, y sus otros hijos enviados a campos de trabajo. Su mujer, Támara, fue brutalmente torturada noche tras noche en Lefortovo y a menudo la devolvían a la celda con toda la espalda sangrando e incapacitada para andar. Se dice que la fusilaron.
La industria soviética avanzaba y daba traspiés, como un cíclope de dos años, provocando toda clase de catástrofes (choques, explosiones), con jóvenes campesinos cayéndose de andamios congelados, con multitud de muertes, repentinas o precoces, en la atmósfera habitual de mito y coacción, de error y terror; pero el caso es que avanzaba. John Scott, un voluntario estadounidense que trabajaba en la monstruosa ciudad satélite de Magnitogorsk (250.000 trabajadores), juraba que «en la batalla de la metalurgia rusa hubo más bajas que en la del Marne». Y además había unas insuficiencias espantosas: que por lo general no se pudiera encontrar en todo Moscú una sola «bombilla o una pastilla de jabón» (Tibor Szamuely), por ejemplo, o que no pudieran circular fletes pesados por el canal entre el Báltico y el Blanco, construido «a fuerza de pedos» (Solzhenitsyn) por cientos de miles de esclavos. Siempre se culpaba a alguien de las insuficiencias, cuando no se podían negar; en consecuencia, Stalin (tras los pasos de Lenin) institucionalizó el delito de vandalismo, «a pesar —dice Solzhenitsyn— de la inexistencia de este concepto en toda la historia humana»[55]. Mientras que el verdadero vándalo, el «supervándalo» (Tucker), era, evidentemente, Stalin.
Uno de los «triunfos» de la industrialización, parcial y deformante, fue ideológico. Hasta entonces, los bolcheviques, en contra de Marx, formaban una «superestructura» sin una adecuada «base» proletaria. Durante la década del Gran Cambio se vieron obligados a buscar trabajo en las ciudades unos 30 millones de campesinos. Martin Malia es característicamente panorámico:
[Stalin] inició desde arriba una segunda revolución que reconstruyó la Madre Rusia como una pseudo-América soviética y transformó su excedente de campesinos en proletarios de verdad. Así, la hazaña suprema del Partido fue transmutar su condición de «superestructura» en el demiurgo creador de la «base» industrial y obrera que en teoría tenía que haberlo creado a él.
El comunismo soviético puede arrogarse dos hazañas. La industrialización compensó lo que Malia llama «déficit de modernidad» de Rusia, aunque intensificó la anormalidad sistémica que condujo al hundimiento del Estado. Esta fue una hazaña. La otra fue la derrota de Hitler. Las dos se debieron totalmente al pueblo ruso; a sus lágrimas, su sudor y su sangre.
Hasta 1930, la economía y la cultura del Kazajstán, en el Asia central soviética, se basaba en el nomadismo y en la ganadería trashumante. La idea era deskulakizar a aquellos vagabundos y luego colectivizarlos. Una vez desnomadizados, los kazajstaníes se dedicarían a la agricultura. Pero la tierra no servía para la agricultura. Servía para el nomadismo y la ganadería trashumante. El plan no resultó.
En el curso de dos años, Kazajstán perdió el 80 por ciento de su cabaña total. Y murió el 40 por ciento de la población: de hambre y enfermedades.
El plan no resultó.
«El año 1937 comenzó en realidad el 1 de diciembre de 1934». Así dice la célebre frase inicial de El vértigo de Eugenia Ginzburg. El año 1937 es el inicio del Gran Terror; y el 1 de diciembre de 1934 es el asesinato de Serguéi Kírov. El Terror «empezó» en 1934, pero antes de diciembre. Creo que estamos en condiciones de concretarlo.
El 26 de enero se inauguró el XVII Congreso del Partido en la sala de conferencias del Gran Palacio del Kremlin. El Congreso se denominó a sí mismo Congreso de los Vencedores. En Stalin in Power, Robert Tucker lo rebautiza Congreso de las Víctimas y por razones comprensibles: de sus 1.996 delegados, 1.108 morirían en el Terror. Se pueden buscar otros nombres para el Congreso. Congreso de las Víboras, por ejemplo, si consultamos brevemente la realidad del campo; o Congreso de los Vampiros. Y también Congreso de los Vodeviles: en enero-febrero de 1934 hasta el Partido se fue de la realidad. Y entró en el psicoteatro de la cabeza de Stalin.
En el momento de inaugurarse el Congreso de los Vencedores, la URSS se estaba estabilizando tras haber esquivado la ruina total. La Colectivización había redundado en una serie de catástrofes planetarias. Alrededor de 10 millones de campesinos muertos (fue la cantidad que dio Stalin hablando con Churchill) podrían resultar aceptables para un buen bolchevique, si se hubiera conseguido el objetivo político (control directo de la producción campesina). Pero un momento de serena reflexión habría permitido entender a cualquiera que el Gran Cambio de Stalin había sido un fracaso. La URSS había perdido más de la mitad de su cabaña nacional. Alrededor de la cuarta parte del campesinado había huido del campo a las ciudades, donde la crisis de la vivienda era ya legendaria. En 1932, Moscú desfallecía de hambre, y eso que Moscú, como señaló Reader Bullard, estaba «mejor abastecida de comida que las provincias, incluso las más cercanas». (La larga lista de productos que se enumeran bajo el artículo «carestía» en el índice del libro de Bullard contiene, entre otras cosas, libros, velas, cemento, ropa, carbón, picaportes y cerraduras de puerta, electricidad, fertilizantes, combustible, vidrio, herramientas domésticas, bombillas, cerillas, metal, semillas de cebolla, papel, petróleo, caucho, sal, jabón y cuerda. Cuando se enviaba un paquete, se pedía al consignatario que devolviera el papel de embalar). La sextuplicada inflación coincidió con bruscos recortes de salarios y con la exacción periódica de «préstamos al Estado». Era una Rusia de cupones de racionamiento y cartillas de trabajo, y de creciente «pasaportización», una imposición de lo más antileninista, por no decir que abiertamente zarista. Tal era el telón de fondo cuando los bolcheviques de la vieja guardia (casi todos los camaradas eran de la generación de Octubre) se reunieron en Moscú para celebrar el Congreso de los Vencedores. Estos viejos idealistas ya tenían que haberse dado cuenta de que los heroicos progresos de la industrialización se habían logrado gracias a una vasta y creciente red de mano de obra esclavizada[56].
No sería exacto decir que Stalin superó las catástrofes de 1929-1933 sin oír comentarios escépticos de labios de sus colegas. Zinóviev, Kámenev y Bujarin eran ya figuras lamentables e impotentes (que se rebajarían más aún en el curso del Congreso). Pero el fetichismo bolchevique de la unidad, o de la cohesión impotente y desesperada, no era absoluto. Hubo una fuerte oposición por parte de M. N. Riutin, que en el presente contexto viene a ser una especie de héroe menor y sin lustre, pero indómito. En 1930 hizo circular un tratado antiestalinista, conocido después con el nombre de «Plataforma Riutin»; fue denunciado, detenido, encarcelado, liberado y restituido «con una advertencia». En 1932 hizo circular la más breve e incisiva «Llamada a los miembros del Partido». Volvió a ser denunciado, detenido y encarcelado. Y aquí vemos una intensificación crucial del nivel de malevolencia de Stalin: su sensualidad glandular y su ferviente atención al detalle… El Politburó se encontró con que Stalin solicitaba que Riutin fuera ejecutado por traidor. El Politburó, encabezado por Kírov, se negó a llegar a aquel extremo: se negó a matar a un antiguo camarada (o, más exactamente, se negó a decidir la suerte de un viejo camarada antes del juicio). Hasta Mólotov estuvo en contra. Stalin sólo pudo contar con Kaganóvich. En el ínterin había ordenado que trasladaran a Riutin de una cárcel política a otra más severa en Verhne-Uralsk. Podemos figurarnos el continuado interés que sintió por el bienestar de Riutin. Y el caso prosiguió durante cinco años: ni que decir tiene que Stalin le echó encima todo lo que tenía, pero Riutin no confesó. (Fue fusilado en 1937, al igual que sus dos hijos; su mujer fue asesinada en un campo próximo a Karaganda). Al final, la disidencia se venció sin esfuerzo; el caso dio a entender a Stalin, con indignante claridad, que había cosas que aún no podía hacer y que su versión de la realidad no se había impuesto todavía.
Así, inmediatamente después de «consumarse la caída más vertiginosa que se conoce de los niveles de vida en tiempos de paz»,[57] Stalin subió al estrado y el Congreso, puesto en pie, lo recibió con una ovación que, según Pravda, «no parecía tener fin».
Pero entonces falló algo en la realidad autorizada y ocho días más tarde se puso en marcha el Terror.
No hay duda de que el mismo Stalin interrumpió los aplausos en aquella ocasión, tal vez levantando las manos con timidez. Pero interrumpir los aplausos a Stalin era un asunto mortalmente serio. ¿Quién interrumpiría los aplausos a Stalin cuando Stalin no estuviera presente?
En una conferencia del Partido en la provincia de Moscú durante los años del Terror, un nuevo secretario ocupó el lugar del anterior secretario (que había sido detenido). El acto se clausuró con un homenaje a Stalin. Todos se levantaron y rompieron a aplaudir; nadie se atrevió a parar. Según la versión que da Solzhenitsyn de esta célebre anécdota, cinco minutos más tarde «los viejos jadeaban agotados». Diez minutos más tarde:
Mirándose unos a otros con fingido entusiasmo y decreciente esperanza, los jefes de distrito siguieron aplaudiendo hasta que cayeron redondos al suelo, hasta que se los llevaron de la sala en camilla.
El primero que dejó de aplaudir (el director de una fábrica local) fue detenido al día siguiente y condenado a diez años por otro delito.
En la época había una grabación discográfica de uno de los discursos más largos de Stalin. Duraba ocho caras, mejor dicho, siete, porque en la octava estaban los aplausos.
Ahora cerremos este libro unos instantes e imaginemos que estamos oyendo la octava cara, de noche, en el Moscú de 1937. Debió de sonar a inminencia del miedo, a música de psicosis, a cólera del Estado.
Conforme avanzaba el Congreso de los Vencedores parecía robustecerse la garrulería de Stalin. Seis meses después de tocar fondo la peor hambruna de la historia de Rusia, los gobernantes del país seguían inmersos en un espíritu de triunfalismo vociferante. La sonrisa de los bigotes de Stalin fue responsable de la humillación voluntaria de sus adversarios más distinguidos. Bujárin:
Con brillante aplicación de la dialéctica marxista-leninista, Stalin fue totalmente correcto al refutar toda una serie de premisas teóricas del desviacionismo derechista del que yo era el máximo responsable.
Zinóviev:
Ahora sabemos que en la lucha que el camarada Stalin desarrollaba en el elevado nivel de los principios, al nivel de la alta teoría, sabemos que en esa lucha no hubo nada personal en absoluto.
Y Kámenev, por increíble que parezca, calificó a Riutin y a su grupo de «rabiosa escoria kulak» que merecía un castigo «más tangible» que la simple refutación teórica. Kírov fue fehacientemente infantil:
Nuestros triunfos son realmente tremendos. Maldita sea, por decirlo humanamente, lo que queréis es seguir viviendo, ¿no? Pues mirad lo que está pasando. ¡Es una realidad!
No era una realidad. Eran datos procedente del universo paralelo de Stalin. Cuando las verdades desagradables conseguían abrirse paso hasta la superficie, la plantilla bolchevique presentaba los chivos expiatorios de siempre: la impresionante reducción de la cabaña nacional, por ejemplo, se atribuyó a la barbarie típica de los kulaki.
La realidad era que las realidades estaban perdiendo su valor. Stalin había aniquilado a la oposición. Además, llevaba mucho trecho recorrido en su avance hacia el curiosísimo objetivo de destruir la verdad. Aunque puede que fuera al revés: que, con Stalin, era tal la realidad que el miedo y el asco impedían aceptarla, incluso pensarla. Como dice convincentemente el exmarxista Leszek Kolakowski:
Gente medio muerta de hambre, que ni siquiera tenía lo básico para sobrevivir, asistía a mítines donde se repetían las mentiras del gobierno sobre lo bien que les iba a todos, y por no se sabe qué mecanismo, medio se creían lo que estaban diciendo […] Sabían que la verdad era asunto del Partido y por lo tanto las mentiras se convertían en verdades aunque negaran los hechos escuetos de la experiencia. Conseguir vivir en dos mundos distintos a la vez fue una de las conquistas más notables del sistema soviético.
El asombroso servilismo de los Vencedores de 1938, aún sin aterrorizar, se suele explicar así: ya que no se podía echar a Stalin (se decían), al menos se le podría ablandar, dulcificar, adular, seguir la corriente. Esto equivalía a cooperar con la psicosis. Ellos ponían en práctica la psicosis de Stalin y, al hacerlo, previsible y catastróficamente, la alimentaban y engordaban.
Pero entonces intervino la realidad.
El último día del Congreso, los delegados, como de costumbre, tenían que votar la composición del nuevo Comité Central. Aunque no era ni universal ni equitativo, el sufragio era por lo menos directo y secreto. A los 1.200 delegados y pico se les entregó la lista de los nominados para que tacharan los nombres de los que no elegían. Según Volkogónov, el resultado fue «¡increíble!». Casi todos los contadores de votos, como es lógico, fueron fusilados más tarde, pero un superviviente declaró que Stalin había obtenido más de 120 votos negativos (frente a los tres de Kírov). Otras fuentes, entre ellas Jrushov, dicen que fueron 300. Stalin amañó el resultado y, en cualquier caso, llenó el Comité Central de estalinistas…
Aquellos 300 votos representarían la muerte de una generación. Como observa Tucker, Stalin había sospechado siempre que estaba rodeado de simuladores e hipócritas: ahora tenía la prueba. ¿Cuántos panegiristas del Congreso habían tachado su nombre de la lista? Tucker añade que tenía más pruebas de la traición. Conocía a otra persona que había simulado, que había fingido moderación e indiferencia ante los ascensos, que había intrigado, soñado y por fin prevalecido. Esa persona era él. Mientras tanto, en el mundo exterior a la psicosis de Stalin… Una población a la que se aplasta totalmente, en todos los sentidos, sólo tiene una forma de protestar: como si se declarase en huelga genética, deja de reproducirse. Los bolcheviques venían minando sistemáticamente la institución de la familia desde 1917. Se estimulaba el divorcio (para obtenerlo bastaba con notificárselo al cónyuge en una postal); se despenalizaron el incesto, la bigamia, el adulterio y el aborto; la distribución laboral y las deportaciones dispersaban a las familias; y los niños que denunciaban a sus padres se convertían en figuras nacionales, exaltadas en poemas y canciones. Habla Moshe Lewin:
Los tribunales recibían una increíble cantidad de casos que daban fe del deterioro humano causado por la congestión de las viviendas. El decreciente nivel de vida, las colas delante de las tiendas y la proliferación de especuladores reflejan hasta qué punto había tensiones y problemas. Los efectos acumulados de estas condiciones no tardaron en producir manifestaciones generalizadas de neurosis y anomia, que culminaron en un alarmante descenso de la natalidad. Sin ir más lejos, en 1936 se produjo un descenso en la población de las grandes ciudades, ya que morían más niños de los que nacían, lo cual explica la alarma que cundió en los círculos gubernamentales y las famosas leyes contra el aborto que se dictaron aquel año.
Se movilizó hasta Stalin. Se dejó fotografiar con sus sonrientes retoños y, como está mandado, fue a Tiflis para visitar a su madre por primera y última vez.
Varlam Shalamov fue detenido y enviado a un campo en 1929. Tenía veintiún años, era estudiante de derecho; y a diferencia de muchos millones acusados de serlo, era realmente trotskista. La «T» que figuraba en su expediente criminal («Actividades Trotskistas Antisoviéticas») agravaría dramáticamente sus dos primeras condenas. Fue juzgado y sentenciado por tercera vez en 1943 —por haber elogiado a Iván Bunin— y reclasificado como simple agitador antisoviético. Salió de Kolymá en 1951 y, tras dos años de confinamiento, salió de Magadán. Entonces escribió los Relatos de Kolymá.
La naturaleza se simplifica sola conforme corre hacia los polos (y nosotros nos vamos ahora al norte, siguiendo los pasos de docenas de millares, mientras se fortalecía el régimen de Stalin y los campos se multiplicaban). La naturaleza se simplifica sola y lo mismo cabe decir del discurso humano:
Mi lenguaje era el lenguaje rudimentario de las minas y era tan pobre como las emociones que vivían cerca de los huesos. Levantarse, ir a trabajar, descansar, ciudadano, jefe, puedo hablar, pala, trinchera, sí señor, instrucción, pico, hace frío fuera, lluvia, caldo frío, caldo caliente, pan, ración, déjame la colilla; estas pocas palabras eran las únicas que había necesitado durante años.
La vida se había reducido. Relatos de Kolymá es el terrible gemido de un hombre reducido a perpetuidad. Solzhenitsyn pinta el sufrimiento del gulag en un lienzo épico, en 1.800 páginas incontenibles e infatigables. Shalamov lo hace con la historia breve, que para él es la única forma posible. Su sufrimiento en el gulag fue más extremo, más completo y más interior que el de Solzhenitsyn, que comenta con franqueza:
La experiencia de Shalamov en los campos fue más larga y más acerba que la mía, y admito con todo respeto que es él y no yo quien toca el fondo de bestialidad y desesperación hacia el que nos arrastraba la vida en el campo.
Shalamov contó a Nadezda Mandelstam que habría vivido «muy contento» en el campo descrito en Un día en la vida de Iván Denísovich. Mientras que Kolymá, a fines de los años treinta (después del discurso en que Stalin pedía peores condiciones), representaba la perfección negativa. Osip Mandelstam iba camino de Kolymá cuando murió de hambre y en plena demencia en 1938, en la prisión de tránsito de Vtoraia Rechka.
Relatos de Kolymá… Dos presos emprenden un largo viaje, de noche, para desenterrar un cadáver: cambiarán su ropa interior por tabaco. Un preso se ahorca en un árbol «sin cuerda siquiera». Otro se da cuenta de que las herramientas que maneja le han deformado los dedos para siempre («nunca más podría estirar las manos»). Las botas de goma de otro «estaban tan llenas de pus y de sangre que cada paso que daba, chapoteaba como si cruzara un charco». Los hombres lloraban a menudo, por perder unos calcetines, por ejemplo, o de frío (pero no de hambre, que produce una ira torturante pero sin lágrimas). Todos sueñan lo mismo, «con panes de centeno que pasan volando entre nosotros, como meteoritos o ángeles». Y acaban olvidándolo todo. Un profesor de filosofía olvida el nombre de su mujer. Un médico empieza a dudar que haya sido médico alguna vez. «Lo real era el minuto, la hora, el día […] Nunca preveía nada más allá ni tenía fuerzas para preverlo. Ni él ni nadie». «Me había olvidado de todo —dice un narrador—; ni siquiera recordaba lo que era recordar». Todas las emociones se evaporan; todas menos el sufrimiento.
En el segundo volumen de Archipiélago Gulag, Solzhenitsyn se opone radicalmente a lo que piensa que es la conclusión de Shalamov, que «en la situación de los campos, los seres humanos siempre dejan de ser seres humanos; los campos se crearon con esta finalidad». Abogando por una estimación más generosa de la ductilidad espiritual, Solzhenitsyn presenta el caso del mismo Shalamov. A fin de cuentas, Shalamov nunca traicionó a nadie, nunca denunció, nunca delató, nunca buscó el nivel más bajo. «¿Qué significa eso, Varlam Tijonóvich? —pregunta Solzhenitsyn (y adviértase el persuasivo patronímico)—. ¿Significa que hiciste pie en una piedra y dejaste de hundirte? ¿No rebates tu propia idea con tu carácter y tus versos?». En nota a pie de página añade: «Ay, optó por no rebatirla», y acto seguido cuenta que Shalamov «repudió» su propia obra en la Literaturnaya Gazeta de febrero de 1972. Aquí, por motivos no aclarados, Shalamov acusaba a sus editores norteamericanos y se declaraba leal ciudadano soviético. «Hace ya mucho que la vida superó los problemas de los Relatos de Kolymá», dijo. Solzhenitsyn añade: «Este repudio se publicó enmarcado en negro como una necrológica y así entendimos todos que Shalamov había muerto. (Nota al pie de página de 1972)». En realidad, Shalamov murió en 1982. Incluso así, incluso metafóricamente, Solzhenitsyn confundió la fecha.
Shalamov «murió» en 1937, si no antes. A pesar de su originalidad, del peso de su voz y de su infinito talento, Relatos de Kolymá es un libro totalmente agotado. El agotamiento es lo que describe y el agotamiento es lo que pone en escena. Shalamov sabe remontar el vuelo, cabalga a lomos de sus epifanías, pero sus frases se arrastran, cojean y se tambalean como una cuadrilla de obreros que vuelve después de un turno de doce horas. Se repite, se contradice, se lía, como en una pesadilla de retrasos y huida frustrada. En un poema que hizo que Solzhenitsyn «temblara como si hubiera visto a un hermano perdido hace mucho tiempo», Shalamov hablaba de su promesa de «cantar y llorar hasta el fin». La cumplió, y honorablemente. Pero, a diferencia de Solzhenitsyn, Shalamov había conocido la perfección negativa; y esta lo destruyó.
En cambio, el libro vive y, en este sentido, la observación de Solzhenitsyn sigue vigente. Dice Shalamov en «La Cruz Roja»:
En el campo, un ser humano aprende lo que es la pereza, el engaño y la crueldad. Cuando «lamenta su suerte» acusa a todo el mundo […] Ha olvidado lo que es identificarse con el sufrimiento ajeno; sencillamente, no lo entiende ni siente deseos de entenderlo.
Shalamov no olvidó lo que era identificarse con los demás. En «Tarea individual», un cuento de cuatro páginas, el joven preso Dugaev trabaja dieciséis horas diarias y cumple sólo la cuarta parte de su cupo. Una noche se queda boquiabierto cuando Baranov, un compañero de trabajo, le lía un cigarrillo.
Dugaev aspiró con avaricia el humo dulzón del tabaco de cultivo casero y la cabeza empezó a darle vueltas.
—Me siento débil —dijo.
Baranov no dijo nada.
A Dugaev le cuesta dormir y pierde interés por la comida; el trabajo le destruye más aún. La historia termina:
Al día siguiente estaba otra vez en el grupo de trabajo, con Baranov, y por la noche los soldados se lo llevaron detrás de las cuadras, por un camino que conducía al bosque. Llegaron a una valla alta y coronada con alambre espinoso. La valla tapaba a medias un pequeño barranco y por la noche los presos oían a lo lejos los ruidos de los tractores. Cuando comprendió lo que iba a pasar, Dugaev lamentó haber estado trabajando para nada. No había habido ningún motivo para agotarse aquel día, su último día.
El cigarrillo que le dio Baranov fue el último que fumó Dagaev.
En el momento de la detención, escribió el poeta, «se siente el cansancio de toda una vida». En el Kolymá de Shalamov todos los momentos eran así.
El 2 de diciembre de 1934, Pravda informaba solemnemente a sus lectores de que el día anterior, a las 16.30, en la ciudad de Leningrado, en el edificio del Soviet de Leningrado (anteriormente el Smolni), había caído a manos de un asesino, de un enemigo camuflado de la clase obrera, el camarada Serguéi Mirónovich Kírov, secretario de los Comités Central y de Leningrado del Partido Comunista de la Unión (bolchevique) y miembro del Presidium del Comité Central Ejecutivo de la URSS. El pistolero estaba detenido.
Mientras Pravda llegaba a los quioscos, Stalin y numerosos miembros de su séquito salían de Moscú en tren, rumbo a Leningrado.
A Borísov, guardaespaldas personal de Kírov, le quedaban unas horas de vida.
El pistolero, un «inadaptado» llamado Leonid Nikoláiev, vivió lo justo para ver aquellas navidades. Fue fusilado (de noche, en los sótanos de la cárcel Liteyni) con muchos otros supuestos conspiradores. Alrededor de un millón correría la misma suerte durante el Terror.
Dice Conquest en la primera página de Stalin and the Kirov Murder:
Los acontecimientos aislados, incluso los casuales, han cambiado a menudo el curso de la historia. El atentado contra el archiduque Francisco Fernando, poco más de veinte años antes, desencadenó una Gran Guerra, por lo demás quizá evitable. En cualquier caso, es el único crimen individual (o dual, porque también murió en el atentado la esposa morganática[58] del archiduque) con el que puede compararse el asesinato de Kírov.
El proyectil de Nikoláiev produjo convulsiones sangrientas e inconmensurables. La sociedad soviética, estabilizada en una normalidad de cartilla de racionamiento tras los épicos tambaleos de 1929-1933, estaba madura para sufrir otra escalada de cólera estatal. Pese a todo su dramatismo y complejidad, sin embargo, el asesinato de Kírov fue básicamente una táctica de diversión monstruosa: un arenque rojo del tamaño de una orea. Fue una semiinsignificancia incluso para Kírov. El Terror iba a llegar de todas formas y él habría figurado entre las primeras víctimas.
Casi todos los historiadores están convencidos al 99 por ciento de que Stalin organizó el asesinato de Kírov a través de la Checa de Moscú (y un comentarista bien situado, Volkogónov, lo da por seguro). Y ahora me cuentan que las investigaciones posglasnost han puesto en duda esta atribución[59]. Todas las consideraciones de tipo cui bono? señalan a Stalin: este tenía por lo menos una docena de motivos para querer la muerte de Kírov (12 motivos o 300: aquellos votos del Congreso de los Vencedores). Ningún otro acontecimiento habría sido mejor trampolín para lanzar la represión en masa. Y la suerte ulterior de casi todos los personajes clave del asesinato (no hay hombre, no hay problema) habla de la diligencia de Stalin. Es verdad que el crimen y la tapadera se prepararon de un modo chapucero; cuesta entender por qué la Checa eligió a Nikoláiev, un personaje de inestabilidad casi epiléptica. Pero hizo el trabajo: Kírov murió. Además, la culpabilidad de Stalin en este caso, comparada con sus culpas mayores, es otra semiinsignificancia. Tal vez debamos alzar los brazos y atribuir la intervención de Nikoláiev a una especie de vudú estalinista, semejante a las afrentas a Lenin de 1922-1923, mágicamente oportunas e inductoras de ataques. La cuestión es que el Terror ya había tomado carrerilla. El asesinato de Kírov dio lugar a una versión fabulosamente exagerada de la purga de Röhm (30 de junio de 1934); pero su equivalente real fue el incendio del Reichstag del año anterior. Nikoláiev ahorró a Stalin el engorro de quemar el Kremlin.
Cuando el tren nocturno de Moscú llegó a la estación ya estaban allí los principales chequistas de Leningrado. Stalin se dirigió al jefe, Medved y, en lugar de darle unas palmaditas en la espalda, le cruzó la cara de un bofetón. Estudioso de Maquiavelo, Stalin sabía que el Príncipe debía ser actor. En el entierro oficial de Kírov hubo un número más siniestro: Stalin besó el cadáver.
Borísov, el guardaespaldas particular, no estaba con Kírov en el momento de la agresión de Nikoláiev (se cree que unos chequistas de Moscú lo entretuvieron o distrajeron en la puerta). La mañana del 2 de diciembre fue trasladado en camión al Smolni para que lo interrogara Stalin. Hubo un pequeño accidente en la calle Voinov. El conductor y los tres guardias de la Checa salieron ilesos. Borísov resultó muerto. Le habían golpeado con barras de hierro en la parte trasera del camión.
La selección hacia abajo hacía mucho que estaba a punto, los cuadros estaban preparados y los organismos punitivos también. Tal como Sergo Ordyonikidze, que se suicidaría tres años más tarde, había dicho en enero de 1934, precisamente a Serguéi Kírov, «los compañeros que vieron la situación en 1932-1933 y le hicieron frente, están hoy templados como el acero. Creo que con personas así podemos construir un Estado sin parangón en la historia».
Svétlana fue la Cordelia de Stalin, en el sentido de que entre la hija y el tirano fluyó o se filtró el amor. Lo siguiente, por increíble que parezca, es de Stalin:
Setanka, mi pequeña ama de llaves, salud.
He recibido todas tus cartas. ¡Gracias por las cartas! No te he respondido porque estoy muy ocupado. ¿Cómo pasas el tiempo, qué tal tu inglés, estás bien? Yo estoy bien y contento, como siempre. Me siento solo sin ti, pero ¿qué puedo hacer sino esperar? Un beso para mi pequeña ama de llaves.
Es de suponer que esta misiva fuera anterior al suicidio de Nadezda, que tuvo lugar en 1932, cuando Svétlana tenía seis años. En aquel momento, contaría Svétlana, «se rompió algo en el interior de mi padre»; «por dentro las cosas habían sufrido un cambio catastrófico». Por fuera también: Stalin supervisaba por entonces uno de los desastres humanos más terribles de la historia; y la muerte de Nadezda, como hemos visto, fue una acusación a la vez política y personal. El caso es que desde entonces se evaporaron rápidamente la vida y el sentimiento familiares.
La relación de Stalin con Svétlana terminó efectivamente en 1943. Las actividades de la hija, como las de los hijos, eran vigiladas por los organismos y las escuchas telefónicas revelaron que Svétlana tenía un lío con un guionista de cine judío llamado Alexéi Kapler, al que Stalin despachó inmediatamente hacia Vorkutá (espionaje: cinco años). «¡Pero le amo!», se quejó Svétlana.
«¡Amor!», exclamó mi padre con un odio hacia aquella palabra que soy incapaz de transmitir. Y por primera vez en su vida me abofeteó en la cara, dos veces. «¡Fíjate en lo bajo que ha caído, enfermera!». No podía dominarse. «¡Una guerra como esta en curso y ella se pasa todo el tiempo follando!».
Siguió un largo distanciamiento, jalonado por crueldades ocasionales y ocasionales deshielos. De cierta ocasión en que estuvieron juntos a comienzos de los años cincuenta, cuenta Svétlana que «no teníamos nada que decirnos». Ahora habla Jrushov:
La quería, pero solía expresar estos sentimientos de afecto de un modo fatal. Su ternura era la del gato por el ratón. Rompió el corazón de una niña, luego el de una joven, luego el de una mujer adulta y madre.
Stalin relacionaba a Svétlana con Nadezda y con su fracaso más espectacular. Sin embargo, había habido afecto de padre, quizá reflejo y superficial, pero afecto. Los hijos varones tuvieron que vivir sin él. Y mientras que Svétlana, con sus matrimonios y vagabundeos, consiguió tener una vida sufrida pero coherente, Yákov y Vasilii estuvieron condenados.
Vasilii (1921-1962), hermano carnal de Svétlana, tiene un equivalente actual en la persona de Uday Husein[60]. Los hijos de estos autócratas, a diferencia de los autócratas, crecieron en una realidad prefabricada y sufrieron un deterioro mental distinto. Y no mejoraron las perspectivas de Vasilii cuando, después del suicidio de la madre, también Stalin se ausentó, dejando al muchacho al cuidado de Vlasik, el jefe de su guardia de seguridad. También se dice que Stalin pegaba con frecuencia a Vasilii, dato poco convincente, dada la indiferencia religiosamente observada que sentía por él (aunque no hay la menor duda de que golpeaba a Yákov, con método e inventiva). La mayor dificultad a que se enfrenta el hijo de un autócrata, imagino, es que la realidad no le dirá lo que vale. Más tarde se dará cuenta de que todo el mundo le tiene miedo (menos el padre, naturalmente). Vasilii decidió ser piloto de guerra. En su Stalin: Triumph and Tragedy, el teniente general Dmitri Volkogónov echa un escandalizado vistazo al expediente personal del general de división Vasilii Stalin. Entre una serie de ascensos vertiginosos («subjefe y luego jefe de las Fuerzas Aéreas») hay numerosos informes confidenciales sobre la incompetencia (y brutalidad) de Vasilii. «Cubierto de honores y de bendiciones de aduladores con fines propios —prosigue Volkogónov—, Vasilii, sin que casi nadie se diera cuenta, era ya un alcohólico al ciento por ciento».
Tres semanas después de la muerte de Stalin degradaron a Vasilii: en realidad lo echaron del servicio activo (y le prohibieron vestir uniforme militar). Tenía treinta y dos años y murió nueve más tarde. Según Jrushov, era ingobernable. Hubo períodos de cárcel y destierro. Dijo que tenía intención de dirigir una piscina. A los cuarenta años se quedó inválido. Tuvo cuatro esposas. Tuvo siete hijos, tres de los cuales —para subrayar con la despedida una anomalía aparentemente simpática— eran adoptados.
Yákov (1907-1943), el hermanastro, el hijo de Yekaterina, sufrió del modo más terrible y conmovedor. Stalin lo odiaba en el fondo. Asimilarlo me costó varios días de trabajo subliminal. La interpretación al uso podría parecer ridícula, pero es probablemente la verdadera. Hemos visto algo de la violenta inseguridad de Stalin en relación con sus orígenes. Esta inseguridad se volcó sobre Yákov. Stalin odiaba a Yákov porque Yákov era georgiano. Yákov era georgiano porque su madre era georgiana. Yákov era georgiano porque Stalin era georgiano; pero Stalin odiaba a Yákov porque Yákov era georgiano. Las tensiones raciales y regionales dentro de la URSS constituyen un tema colosal, pero el de Stalin, como de costumbre, era un caso fuera de lo común. Hay que imaginarse a un provinciano primitivo que (hacia 1930) había empezado a pensar que era un Pedro el Grande que se había hecho a sí mismo: un Iván el Terrible que había llegado donde estaba por méritos personales. Así pues, Stalin era la personificación de Rusia; y Yákov era georgiano. Para aumentar el asco paterno, Yákov, según se dice, era de carácter dócil y amable.
Criado por sus abuelos maternos, Yákov entró en la casa de los Stalin a mediados de los años veinte. Hablaba poco ruso y con acento muy marcado (como Stalin). Parece que Nadezda simpatizó con él y lo aceptó totalmente. Pero el 176 acoso de Stalin fue tan sistemático que a fines de la década Yákov quiso suicidarse. Sólo consiguió herirse y, cuando lo supo, Stalin dijo: «¡Ja! Ni siquiera sabe disparar». (Volkogónov dice que en realidad fue a verlo y que le dijo a modo de saludo: «¡Ja! Fallaste»). Poco después, Yákov se mudó a Leningrado y se fue a vivir con la familia de Nadezda, los Alilúyev.
Al igual que Vasilii, Yákov ingresó en el ejército, con el grado de teniente (y no, por ejemplo, con el de mariscal de campo), lo que reflejaba su condición más periférica. Fue un soldado intachable y luchó con valor hasta que la Reichswehr capturó su unidad. La circunstancia puso a Stalin en una posición doblemente embarazosa. Una ley de agosto de 1941 había declarado que todos los oficiales capturados eran «traidores malintencionados» cuyas familias «serían detenidas». Yákov estaba en la primera categoría y Stalin en la segunda. A modo de solución de compromiso, Stalin detuvo a la esposa de Yákov. Cuando los nazis quisieron negociar un intercambio, Stalin se negó («No tengo ningún hijo llamado Yákov»). De todos modos temía que el débil Yákov pudiera prestarse bajo presión a alguna exhibición propagandística de deslealtad. No tenía por qué temer. Yákov pasó por tres campos de concentración —Hammelburg, Lübeck, Sachsenhausen— y soportó todas las intimidaciones. Precisamente para no sucumbir (cree Volkogónov), dio Yákov el paso decisivo. En un campo alemán, como en un campo ruso, la forma más segura de suicidarse era correr hacia la alambrada. Yákov corrió. El guardián no falló.
Ya vimos lo que hizo Stalin con las familias de Yekaterina y Nadezda. La mujer de Yákov era judía y Stalin se había opuesto a la boda por este motivo. Sin embargo, la dejaron salir de la cárcel al cabo de dos años solamente: una rara manifestación de apetito saciado.
La salud mental de Stalin es un tema sobre el que no dejaremos de volver. Atrapado por el poder (y por un creciente alejamiento de las verdades amargas), su sentido de la realidad era ya sin duda muy débil; pero sería un error creer que vivía en un estado crónico de dispersión cognitiva. Eso sería subestimar su vanidad y su pedantería. Por lo general se valoraba a sí mismo en el contexto de la legitimación: la legitimación histórica universal. Y, en ocasiones, su mundo interior era morbosamente convincente.
Primero se fijó en Lenin. No había sido difícil encontrar una justificación leninista para la Colectivización: el monopolio nacional de la alimentación siempre se había considerado un objetivo socialista válido. Más difícil fue encontrar una justificación leninista para exterminar a los leninistas. Al sopesar las consecuencias del asesinato de Kírov, puede que Stalin se acordara de agosto de 1918. El atentado frustrado contra Lenin (y, el mismo día, la muerte en atentado de Uritski, jefe de la Checa de Petrogrado) había precipitado el Terror Rojo, que, sin embargo, se dirigió hacia el exterior. Stalin quería dirigirlo también hacia el interior. Lenin había purgado el Partido y autorizado las purgas (citando la carta de Lassalle a Marx: «un partido se fortalece purgándose»), pero fue una purga de papel, un terror «silencioso», consistente sólo en expulsiones, como el que Stalin practicó en el período 1933-1935. Robert C. Tucker lo explica así:
Después de 1917, cuando pertenecer al que ya era el partido dirigente resultaba atractivo para los oportunistas y similares, Lenin se sirvió de la purga como un medio para expulsar a estas personas […] y en una ocasión exigió incluso una «purga de carácter terrorista» —concretamente, juicio sumarísimo y fusilamiento— contra «antiguos funcionarios, terratenientes, burgueses y demás escoria que se ha subido al carro de los comunistas…».
Palabras tentadoras para Stalin.
Desde 1920 por lo menos solía ya hablar de las purgas con interés. «El tema de la purga en ¿Qué hacer? [de Lenin] —dice Tucker— encontró eco en el joven». Volvió a elogiar el método de las purgas en 1927: «¿Qué buscaba Lenin entonces [con la reorganización del Partido de 1907-1908]? Sólo una cosa: librar al Partido lo antes posible de los elementos inestables y gimoteantes, para que no estorbaran. Así, camaradas, es como crece nuestro partido». Tucker dice a continuación en un pasaje un poco atípico:
Tras decir esto, Stalin añadió: «Nuestro partido es un organismo vivo. Como todos los organismos, experimenta un proceso metabólico: lo viejo y gastado se expulsa; lo nuevo y floreciente vive y se desarrolla». En resumen, los miembros del partido que se oponían a él eran mierda.
El camino hacia la purga fue largo. Purgar era duro, y la dureza era una cualidad bolchevique. Stalin nunca estuvo totalmente seguro de ser el más listo, ni el más valiente, ni el más visionario, ni siquiera el más poderoso. Pero sabía que era el más duro.
En busca de precedentes, siguió retrocediendo en el pasado (saltándose a Marx y Engels, que condenaban el terror por malum per se). Cuando reflexionaba sobre su destino histórico, Stalin pensaba en los grandes tiranos rusos, en concreto en Iván el Terrible (el primero que se proclamó zar) y en Pedro el Grande (el primero que se proclamó emperador). Mediante algunas injerencias en historiografía y en las artes, Stalin rehabilitó la imagen de Pedro I, transformando al «industrial capitalista precoz y sádico sifilítico»[61] de la concepción ortodoxa en un forjador del Estado, modernizador y altruista. Alexéi Tolstói (el colmo del oportunismo y del servilismo literario) admitió con voz pastosa en París, en 1937, que se había dejado manipular en sus novelas y obras teatrales:
[Mientras yo trabajaba con la figura de Pedro] el «padre de los pueblos» revisó la historia de Rusia. Sin que me diera cuenta, Pedro el Grande pasó a ser el «zar proletario» ¡y el prototipo de nuestro Iósif! Lo reescribí todo otra vez de acuerdo con los descubrimientos del Partido […] ¡Me importa un rábano! Esta gimnasia incluso me divierte. En el fondo hay que ser un acróbata.
La época de Pedro (1682-1725) aportó el modelo: burocratización, intensificación de la servidumbre, empleo a gran escala de mano de obra esclavizada, afianzamiento de los organismos punitivos; y, luego, la expansión imperial.
Pedro I fue la estrella polar de Stalin durante la Colectivización. Ya a mediados de los años treinta, a las puertas del Terror, Stalin se fijó en Iván IV, Iván Vasílievich Grozny, Iván el Terrible. Torturador directo por deporte, libertino babeante (siete esposas y fanfarronadas sobre «mil vírgenes») y paranoico (mató a su propio hijo, lo mismo que Pedro, dicho sea de paso), el viejo Iván no parecía reunir muchas condiciones para que los comunistas lo reivindicaran. Pero era un purgador. Y así, en el manual de historia de 1937, patrocinado por Stalin, los escolares soviéticos se enteraron de que
durante el reinado de Iván IV, la superficie de Rusia se multiplicó. Su reino pasó a estar entre los países más grandes del mundo […] Iván averiguó que los poderosos boyardos feudales iban a traicionarle. Estos traidores se habían vendido a los polacos y los lituanos. El zar Iván detestaba a los boyardos, que vivían en sus feudos como pequeños zares y trataban de limitar el poder autocrático de Iván, que empezó a desterrar y ejecutar a los ricos y poderosos boyardos.
Ya en 1934, en el Congreso de los Vencedores, Stalin utilizó varias veces la anticuada palabra vel’moyi (que, al igual que boyardo, significa capitoste) para designar a los caciques más tibios del Partido. Y en una charla con Sergio Eisenstein, Stalin repitió de un modo más inquietante aún el principio ivaniano de destruir a todos los traidores «con sus respectivos clanes» (rod: familia y séquito). En su correspondencia con los organismos durante el Terror, el alias de Stalin era Iván Vasílievich…
Iósif el Temible tenía ya algo en común con Pedro el Grande e Iván el Terrible: el fracaso. La opinión dominante sobre la brutalidad «ilustrada» de la revolución desde arriba que acometió Pedro es que contribuyó más a dividir y deformar el país que a europeizarlo. El fracaso de Iván, por el contrario, se acercó a la inconmensurabilidad. Sencillamente, desintegró el Estado. Después de su reinado llegó la llamada Época de los Disturbios, un período de caos y rachas de guerra civil… que supuso de rebote una tremenda purga de la población, ya que se llevó la tercera parte del censo. Tratando de explicar el fracaso de Iván, Stalin dijo (al cineasta Sergio Eisenstein) que Iván estaba fatalmente maniatado por la religión. Después de matar a un clan boyardo, contó Stalin con incredulidad, Iván, en vez de rematar la obra, estuvo un año con remordimientos. (Aquí tenemos un buen ejemplo del siniestro pragmatismo de Stalin, pero también de su sordera congénita a la espiritualidad del prójimo; no admitía que los demás tuvieran alma)[62]. Además, dijo Stalin, hubo «cinco» clanes a los que Iván no liquidó. El fracaso de Iván fue su falta de rigor.
En 1934, 1935 y 1936, la idea del fracaso fue para Stalin el elefante en su despacho, su estudio y su sala del Kremlin, en la luminosidad y amplitud de sus dachas, en el salón de billar de su villa de Crimea. En el transcurso de estos años intermedios, Stalin masticó fracaso, fracaso ingente e irreversible. Obtuvo éxitos políticos, es verdad. (Una singularidad del sistema comunista, por lo visto, es que el fracaso, si es lo bastante grande e irreversible, tiende a consolidar el poder). Pero su Segundo Octubre fracasó.
Stalin no podía admitir lo que sabía todo el mundo. El desastre económico más flagrante de la historia escrita no pasa precisamente inadvertido. Y estaba la cuestión de los millones de muertos, conocida en todo el Partido y que sin duda despertaría alguna preocupación incluso en una asamblea tan sonámbula como el Congreso de los Vencedores.
El Gran Terror fue un producto del cuerpo de Stalin. Partió del esfuerzo de la mente por neutralizar las pruebas del intestino.
Stalin había dicho a Eisenstein (cuyo díptico Iván el Terrible y La conjura de los boyardos data de los años cuarenta) que Iván, de manera imprudente, había salvado a «cinco» clanes boyardos. No sacó esto de ningún libro de historia: en ningún momento se ha sabido la cantidad exacta. Parece que, al decirlo, Stalin estaba pensando en una conocida obra de teatro del siglo XIX, El zar Fiódor Ivánovich, en la que un personaje dice que, al morir Iván, aún vivían «cinco boyardos».
Casi todas las noches había proyección de películas en los cines privados del Kremlin o de las dachas. Jrushov dice que a Stalin le gustaban sobre todo las películas del Oeste: «Solía cubrirlas de improperios y juzgarlas ideológicamente como es debido, pero inmediatamente pedía más». También invitaron a Milovan Djilas al cine del Kremlin; Djilas señalaría que «Stalin no dejó de hacer comentarios durante toda la proyección; eran reacciones inmediatas a lo que estaba sucediendo, a la manera de un hombre inculto que confunde la realidad artística con la realidad material». Esto me recuerda el magnífico pasaje de La tregua en el que Primo Levi se sienta entre un público mayoritariamente ruso a ver una película en un campo ucraniano de tránsito[63];
Era como si los personajes de la película, en vez de ser sombras, fueran amigos o enemigos de carne y hueso que estuvieran allí delante de ellos. El marinero, cada vez que hacía algo, era aclamado con vítores ruidosos y metralletas agitadas peligrosamente por encima de las cabezas. Los policías y carceleros recibían insultos homicidas y gritos de «dejadlo en paz», «largo», «como os coja yo…», «mátalos a todos». Después de la primera huida, cuando volvían a capturar al agotado y herido fugitivo, y, peor aún, cuando la siniestra y asimétrica máscara de John Carradine se burlaba de él, se armó un escándalo impresionante. El público se levantó gritando en generosa defensa del inocente; una masa vengativa avanzó amenazadoramente hacia la pantalla […] Piedras, terrones, maderos de las puertas derribadas [había habido una avalancha humana para entrar en el cine], incluso una bota de reglamento, volaron hacia la pantalla y dieron con violenta precisión en la odiosa cara del gran enemigo, que destacaba gigantesca en primer plano.
Este espíritu —¿cómo llamarlo?—, esta lumpencredulidad primitiva, este semianalfabetismo de la imaginación podría explicar en parte un aspecto de los Procesos de Moscú de 1936-1938, en los que reputados bolcheviques de la vieja guardia como Bujarin, Kámenev, Zinóviev (y Trotski, en rebeldía) «confesaron» una serie de delitos fantasmagóricos: a saber, la confianza estalinista (no compartida en absoluto por todo el círculo de Stalin) en que la opinión mundial «se lo tragaría», como decía el mismo interesado. Es verdad que algunos observadores occidentales tomaron estos antinaturales melodramas por lo que parecían; otros (como el norteamericano Eugene Lyons) se quedaron «estupefactos ante los horrores columbrados a medias». Los horrores se columbraban a medias, y los ciudadanos soviéticos, por lo que parece, se creyeron a medias las confesiones arrancadas a los acusados. La siguiente observación de Solzhenitsyn resulta doblemente significativa: «Yo estaba muy interesado por la política desde los diez años;[64] aunque era un adolescente insensible no creí a [el juez Andréi] Vishinski y me dejó helado la falsedad de los famosos procesos». Incluso un muchacho detectaba al instante la impostura. No obstante, hay que pensar en niños menos excepcionales que perdían poco a poco esta certeza espontánea y sucumbían a la podredumbre moral y a la realidad flotante del estalinismo maduro.
En los últimos años, como ya hemos señalado, se redujeron los gustos cinematográficos de Stalin. Se olvidó de las películas de vaqueros, de las comedias y de los musicales. Y se dedicó a consumir propaganda: noticiarios falsos sobre la vida en las granjas colectivas. Las mesas crujían con el peso de tanta fruta y tanta verdura, bajo aquellos lechones y aquellos gansos enormes. Acabada la pitanza, los segadores volvían a los campos… ¿Qué clase de placer le daban estas descripciones? ¿Se las «creía», pensaba que eran «reales»?
«En mi opinión —dijo Jrushov—, fue durante la guerra cuando Stalin empezó a no estar totalmente en sus cabales». Bueno, él debería saberlo, pero la opinión de Jrushov es muy curiosa, ya que supone que el Stalin de 1929-1933 y de 1936-1938 gozaba de una salud mental de hierro. ¿No totalmente en sus cabales? Stalin hizo cosas realmente descabelladas durante la guerra, sobre todo en el período 1941-1943. Pero el sentido común da la vuelta al juicio de Jrushov. La invasión nazi demostró a Stalin de manera inapelable que su mundo alternativo no existía, y este es el motivo, tal como iremos viendo, de que se quedara atónito y sin saber qué hacer. La invasión nazi fue un alud de realidad. Y exigió algo colosal: Stalin tuvo que meter la mano hacia el fondo y hacia atrás para encontrar y resucitar lo que quedaba de su salud mental.
Ya en septiembre de 1941, tres meses después de la invasión, cuando le enseñaron los protocolos del juicio y la «sentencia preliminar» de su oscilante comandante en jefe del frente occidental, Stalin dijo: «Apruebo la sentencia [ejecución], pero decidle a Ulrij que quite todas esas tonterías sobre “conspiraciones"». Y todavía en 1946 (poco antes de la reactivación de la psicosis), Stalin convocó a una reunión en el Kremlin al quizá-demasiado-popular mariscal Yúkov y lo marginó diciendo: «Beria acaba de escribirme un informe sobre los sospechosos contactos de usted con los americanos y los británicos. Él cree que acabará usted espiando para ellos. Yo no me creo esas insensateces». Así, consternado pero con franqueza práctica, Stalin llama a la «razón» del Gran Terror lo que era exactamente: tonterías e insensateces… De idéntico modo, nunca pidió a sus ciudadanos que libraran la Gran Guerra Patriótica para defender el marxismo-leninismo, la Revolución o la dictadura del proletariado. Les pidió que combatieran en nombre de Rus', de la Iglesia ortodoxa, de generales zaristas cubiertos de medallas…
Había habido algunos intentos —ninguno, quizá, muy entusiasta— de preparar un Terror «racional»; para evitar una quinta columna en caso de guerra; para rusificar (o al menos desjudaizar) la maquinaria del Partido; para adelantarse a cualquier objeción a su previsto acercamiento a Hitler; para borrar todos los recuerdos de su mediocre actuación durante la Revolución y la guerra civil; para que no se propalara el dato de que antaño había sido agente de la Ojrana, la policía política zarista. Lo ridículo de esta última insinuación (presentada por algunos bolcheviques de la vieja guardia, sin ninguna prueba) me impulsó a dilucidar por mi cuenta otro motivo: fue para que se acogiera favorablemente su Cursillo de historia del Partido Comunista de la Unión Soviética (los bolcheviques), de 1938, el manual definitivo para evitar las detenciones.
Es una tentación relativa aducir que, en los años treinta, Stalin purgó todos los sectores sociales que estaban en condiciones de destronarlo. El campesinado podía derribarlo (había estado a punto de derribar a Lenin en 1921) y por lo tanto lo purgó; el Partido podía derribarlo y por lo tanto lo purgó; la Checa podía derribarlo y por lo tanto la purgó; el ejército podía derribarlo y por lo tanto lo purgó. Pero la Internacional no podía derribarlo y en cambio purgó la Internacional y con ella las demás instituciones soviéticas. He aquí un chiste que se cuenta a menudo: el agente de la Checa llama a la puerta a las cuatro de la madrugada, y le dicen: «Te equivocas de piso. Los comunistas viven arriba». Sin embargo, se ha dicho que la cantidad de miembros del Partido barridos durante el Terror fue relativamente «pequeña» e incluso «insignificante». La purga fue de naturaleza realmente exponencial. Las detenciones se practicaban basándose en cupos por kilómetro cuadrado; luego se presionaba a los detenidos para que complicaran a otros; luego se presionaba a estos otros para que complicaran a más…
El Terror supuso para la URSS un déficit gigantesco y multiforme. De forma tan previsible como irracional, Stalin decapitó a las fuerzas armadas, cuya debilidad podía derribarlo (y casi lo consiguió). Según la prensa soviética (de 1987), en el ejército fueron purgados:
3 de los 5 mariscales
13 de los 15 jefes de los ejércitos
8 de los 9 capitanes generales de la armada y almirantes de grado I
50 de los 57 jefes de cuerpos de ejército
154 de los 186 jefes de división
16 de los 16 comisarios políticos
25 de los 28 comisarios de cuerpos de ejército
58 de los 64 comisarios de división
11 de los 11 subcomisarios de la defensa
98 de los 108 miembros del Soviet Militar Supremo
Más abajo figuran 43.000 oficiales «reprimidos» entre 1937 y 1941. Un militar comparó la purga con «una matanza tártara», pero aun esto es subestimar el caso. Como dice Roy Medvedev: «Ninguna oficialidad ha sufrido tantas bajas en la guerra como la del ejército soviético en tiempos de paz».
Estas «bajas» no aparecían sólo en las páginas de Pravda: Alan Bullock dice que el gobierno «se tomaba la molestia de traducir las actas y publicarlas en el extranjero». ¿Cómo las interpretaron en Londres, París y Washington, y en Berlín, conforme se acercaba la guerra? Los observadores de la purga tenían que suponer: a) que toda la sociedad soviética bullía de ira y hostilidad; o b) que Stalin era un loco furioso. Berlín (por ejemplo) debía de estar al tanto de que jefes militares como Yakir y Feldman, los dos judíos (y los dos ejecutados), no trabajaban para los nazis. De modo que es probable que predominara la interpretación b. Es indudable que después de la purga castrense de 1937-1938, Hitler se sintió más tranquilo ante la capacidad militar de los soviéticos, un juicio que quedó confirmado por la prolongada humillación del Ejército Rojo a manos de la pequeña Finlandia en la guerra de invierno de 1939-1940, en la que francotiradores de ojos azules y camuflados con ropas de esquí diezmaron de un modo horrible a las multitudes eslavas. Hitler llegó a la conclusión de que podía apoderarse de Rusia en una sola campaña.
Beria a Stalin el 21 de junio de 1941: «Mi pueblo y yo, Iósif Vissariónovich Stalin, recordamos tu sabia predicción: ¡Hitler no atacará en 1941!». Hitler atacó al día siguiente; y Stalin, en palabras de Jrushov, se convirtió de la noche a la mañana en «un saco de huesos con guerrera gris». Tal fue el resultado estratégico del Gran Terror.
Por qué entonces? Dsachtó? La respuesta más inmediata y práctica sería aproximadamente esta: para eliminar toda oposición posible al desarrollo del régimen totalitario (y, mediante la selección hacia abajo, introducir cuadros nuevos, inexpertos, obedientes e implacables). Sin embargo, esto no da cuenta del alcance, la profundidad ni la duración del Terror; ni explica en concreto la necesidad estalinista de confesiones. La aplicación indiscriminada de la pena de muerte era algo que Stalin necesitaba a nivel físico y visceral. También necesitaba confesiones; y se dedicaron muchas horas y recursos humanos a extraerlas incluso en los casos en que nunca hubo intención de hacerlas públicas. Tenía que ver con las dimensiones —la totalidad, la perfección negativa— de la rendición que Stalin exigía a sus víctimas. En un capítulo particularmente fascinante de El gran terror («El problema de la confesión»), dice Robert Conquest:
Había acabado por establecerse el principio de que el mejor resultado que podía obtenerse era una confesión. Los que pudieran obtenerla se considerarían agentes eficaces, pero un chequista malo tendría pocas esperanzas de vida. Al margen de esto, parece evidente que había una voluntad de destruir la idea de verdad para obligar a todo el mundo a aceptar las falsedades oficiales. En realidad, por encima de los motivos racionales para extraer confesiones, casi se intuye una preferencia metafísica por ellas.
Así pues, el Terror impuso la versión estalinista de la realidad (pasada y presente). Trató por todos los medios de materializar el mundo alternativo de Stalin.
Quizá sea útil ver de nuevo a Stalin, no como a una entidad fija o estática, sino como a una entidad doblada y enderezada por el cargo. El Terror dio a Stalin más poder; pero además supuso en sí mismo una aplicación del poder que no tenía precedentes: una doble escalada. Si, como dice el tópico, el poder es una droga, entonces, en algunos casos, la droga dejará de surtir efecto si no se aumenta la dosis, exponencialmente en este caso. Para Stalin, el poder era cosa de los sentidos y de las membranas. Y él, invariablemente, buscaba el límite por arriba. La Colectivización terminó cuando todos los campesinos estuvieron colectivizados (y todos los kulaki deskulakizados). El Terror del Hambre terminó cuando no quedó nadie para sembrar la siguiente cosecha. El gulag siguió ampliándose hasta que pareció a punto de estallar. El Terror prosiguió hasta que incluso los calabozos, las escuelas y las iglesias estuvieron llenos, y los tribunales trabajaban veinticuatro horas al día. Por entonces se había detenido ya al 5 por ciento de los ciudadanos soviéticos por ser enemigos del pueblo de una categoría u otra. Se ha dicho a menudo que no hubo una sola familia que saliera ilesa del Terror. De ser así, los miembros restantes de estas familias estaban igualmente sentenciados: por ser parientes de enemigos del pueblo. Es lícito decir entonces que, en 1939, todo el pueblo era enemigo del pueblo.
La pregunta «¿por qué?», sea cual fuere el relato, nunca queda totalmente satisfecha con la respuesta «psicosis individual»; una respuesta así suena a agujero o a cabo suelto. De aquí la palabrería revisionista que quiere ver en 1936-1938 una «operación consensuada» (J. Arch Getty) o una época de «terror, progreso y movilidad social» (Sheila Fitzpatrick). Estos autores buscan algo que no está: el sentido común. Otra aproximación a la teoría del loco solitario es ver en las purgas el resultado «lógico» de la ideología y la praxis bolcheviques. Tras seguir adelante con la política dogmática de la Colectivización y obtener como resultado una inesperada penuria económica y moral, ¿qué puede hacer un buen bolchevique, sino radicalizarse más aún? Podría decirse que la psique de Stalin fue tal vez la única responsable de este destino[65]. Por cierto, he aquí la definición del fanático que da Santayana: redobla sus esfuerzos conforme olvida sus objetivos. No quiere pensar ni saber. Sólo quiere creer.
Y no deberíamos descuidar lo más evidente: que Stalin lo hizo porque a Stalin le gustaba. No pudo evitarlo. El Terror fue, en parte, un episodio de complacencia de los sentidos. Fue una bacanal cuyo estimulante era el poder, y el círculo se volvió crecientemente vicioso. Stalin volvió de la orgía de fin de semana fortalecido y remozado, algo típico en él; no menos típico fue que la colosal resaca la sufriera su doble, su álter ego, su espejo de feria: la URSS.
Concluiré esta sección con un pequeño caleidoscopio de sinrazones: «A las ancianas como yo no las ponen en tractores», decía en son de queja una campesina a sus compañeras de celda, pensando que la habían denunciado por tractorista y no por trotskista; cuando llegó el momento de reconocer «excesos» en el desenmascaramiento de trotskistas, Stalin comunicó oficialmente que dichos excesos eran obra de trotskistas todavía sin desenmascarar; los directores de las principales fundiciones de Ucrania fueron detenidos y al cabo de unos meses detuvieron también a sus sustitutos (sólo la tercera o cuarta remesa de sustitutos consiguió permanecer en el cargo); un comisario bielorruso fue detenido (y fusilado) por negarse a emplear la tortura, y otros dirigentes fueron ejecutados sólo por no ejecutar lo suficiente; en los primeros tiempos de su reinado chequista, Yeyov decretó que se tapiaran las ventanas de las cárceles y se asfaltaran los jardines de los patios; a los espías auténticos, los compañeros de celda los trataban como a personajes famosos y exóticos; los futbolistas, deportistas, filatélicos y esperantistas eran detenidos por tener contactos en el extranjero; un estudiante de ciencias fue detenido por tener un corresponsal en Manchester, y eso que sus cartas contenían casi exclusivamente propaganda soviética; tras un interrogatorio que duró toda una noche, un niño de diez años admitió estar relacionado con una organización fascista desde los siete (¿qué fue de este niño?: ¿esperaron a que cumpliera los doce para pedir la pena máxima?); un chico de doce fue violado por su interrogador, se quejó al oficial de servicio y fue debidamente fusilado… Ya en la década siguiente, un hombre fue condenado a quince años, entre otras cosas, por «comparar desfavorablemente al poeta proletario Maiakovski con cierto poeta burgués», un poeta burgués que era Pushkin, cuyo centenario se celebró con algún boato en 1937.
Imaginemos pues la estación de Kiev y la llegada del tren especial de Moscú, con un nutrido contingente de la Checa encabezado por Jrushov, Mólotov y Yeyov. Los chequistas han fijado un cupo: los enemigos del pueblo que esperan desenmascarar han de ser 30.000 como mínimo[66]. Eso significa 30.000 confesiones. Con una media (tirando a la baja) de cuarenta sesiones por detenido, eso significa más de un millón de interrogatorios. Los chequistas necesitarán delantales especiales de caucho, gorros especiales de caucho, guantes especiales de caucho.
La filosofía y la economía política no fueron las únicas especialidades en las que se entrometió Stalin (aquel zoquete lleno de soberbia). Hitler limitó sus injerencias culturales a los campos en los que creía, equivocadamente, que tenía alguna competencia: la pintura y la arquitectura. Pero la vanidad de Stalin era omnívora y quería o necesitaba inundar toda una sociedad con su esencia. Y entre las características de Stalin debemos incluir ahora una insensibilidad absoluta al pudor más elemental. En septiembre de 1938, como para poner fin a la fase de las críticas del Terror, apareció el Cursillo y se impuso como biografía oficial de Stalin. Por aquella época estaban muertos casi todos los bolcheviques de la vieja guardia que sabían que la biografía era falsa; pero no todos. Más de quinientos bolcheviques veteranos estamparon su firma al pie de una nota de agradecimiento a Stalin que apareció en las páginas de Pravda en 1947 («con palabras de afecto y gratitud»). Y, sin embargo, ahí sigue la impenetrable anomalía del círculo interior: Voroshílov, Mólotov, Kaganóvich, etc. Ellos sabían, por ejemplo, que fue Trotski, no Stalin, quien había protagonizado Octubre y la guerra civil; y sabían que Trotski no era un «espía fascista». ¿Cómo podía tolerar Stalin, no ya la existencia, sino la constante proximidad de este pequeño depósito de verdad silenciosa? ¿No era un reproche y un aviso las veinticuatro horas del día?[67] Como ya se ha señalado, Stalin había asestado golpes muy serios a casi todos los miembros de su cenáculo. Era una humillación doméstica, y su complicidad en el engrandecimiento de Stalin aumentaba el sentido de la humillación. Sin embargo, la supervivencia de los viejos amiguetes (crecientemente precaria para todos después de la guerra) sigue siendo un serio defecto en el mecanismo de la personalidad de Stalin. Sugiere entre otras cosas que nunca «acabó de creerse» su propia novela.
Somos dados a imaginar a Stalin murmurando unas palabras a Mólotov sobre (por ejemplo) la utilidad política de su divinización personal, pero debió de ser algo más incisivo. A fin de cuentas, uno de los objetivos del Terror, como dice Tucker, fue imponer al Partido una espectacular revisión de Marx. Un principio del marxismo, como ya vimos, era que la «personalidad» era una «bagatela» (según expresión de Lenin) cuando se comparaba con las fuerzas superiores de la historia. Ahora bien, el propio Stalin era ya una refutación categórica de esa idea. En su marxismo había un lugar para los «héroes», grandes hombres que, desde su punto de vista, podían percibir un orden en el caos de los acontecimientos y por lo tanto impulsar la historia. Uno de aquellos héroes era Iósif Vissariónovich, «el genio universal», como lo llamaban ya. Poseía los espacios materiales de Rusia. Pero quería también los espacios mentales. Quería entrar en todas las mentes.
No podemos ser omnímodos como Stalin. Aquí sólo ponemos unos ejemplos.
Astronomía. Parece que las investigaciones sobre las manchas solares tomaron un rumbo no marxista. En los años del Terror desaparecieron más de dos docenas de destacados astrónomos.
Historia. Salta a la vista que era una ocupación peligrosa en un período en que el pasado se estaba revisando desde arriba. Pero la historia del Partido y la historia rusa no fueron ni por asomo los únicos campos afectados: las observaciones entre paréntesis sobre Juana de Arco, la leyenda de Midas y la demonología cristiana, por ejemplo, podían tomarse por desviaciones criminales de la línea de Moscú. El martillo de Stalin era un instrumento pesado, desde luego. En 1937 la principal escuela de historiadores del Partido fue detenida en masa y acusada de «terrorismo». «Es extraordinario —dice Conquest— cuántas importantes bandas terroristas habían dirigido aquellos historiadores». De los 183 miembros del Instituto de Profesores Rojos, eliminaron casi a la mitad.
Lingüística. A principios de los años treinta, Stalin apoyó las doctrinas de N. Marr, que sostenía: a) que el lenguaje era un fenómeno de clase (una superestructura de las relaciones de producción), y b) que todas las palabras procedían de los sonidos «rosh», «sal», «ber» y «yon». Los lingüistas que sostenían otra cosa fueron encarcelados o fusilados. En 1950, cuando Stalin tenía ya setenta años (y estaba metido hasta las axilas en la crisis de Corea), encontró tiempo para escribir o por lo menos supervisar una colérica denuncia del marrismo en 10.000 palabras. Dice Conquest con su sereno estilo habitual: «“Aquellos académicos”, tuvo que confesar [Stalin] con horror, “se habían atribuido demasiado poder”». Y los marristas desaparecieron a su vez.
Biología. «Stalin hizo su más sonada injerencia en la vida científica», señala sucintamente Tucker,
al apoyar a un botánico advenedizo, Trofim Lysenko, en una serie de proyectos sensacionales para potenciar la agricultura, que fueron un fiasco, y en una cruzada contra la genética, que fue un éxito.
La URSS estaba llena de pequeños Stalines, pero Trofim Lysenko fue un Stalin de peso medio (como Naftaly Frenkel): un embaucador malintencionado que combatió la verdad recurriendo a la violencia. De origen campesino y con estudios limitados, Lysenko seguía la teoría lamarckiana de la herencia de los caracteres adquiridos, en contra del darwinismo más elemental. En 1935 tuvo dos oportunidades para dirigirse a un público entre el que estaba Stalin. En las dos ocasiones atribuyó sus últimos fracasos a sabotajes de colegas hostiles. Stalin, que reaccionaba con naturalidad a aquel tema (culpar a los enemigos de los desastres caóticos), acogió el primer discurso exclamando «¡Muy bien, camarada Lysenko, muy bien!», y el segundo concediéndole una Orden de Lenin (la primera de ocho). Los biólogos serios estaban ya detenidos y Lysenko «siguió adelante con el pogromo de la genética que culminaría en 1948, con la bendición de Stalin». Siguió teniendo influencia hasta los años sesenta[68].
Religión. Puede parecer poco apto abordar este tema en este apartado: Stalin tuvo muy poco que ver con las sutilezas teológicas. La línea política bolchevique había sido desde el comienzo el «ateísmo combativo». Exceptuando la pobreza y la opresión, «ninguna medida del gobierno de Lenin», piensa Richard Pipes,
produjo más sufrimiento a la población en general, a las llamadas «masas», que la profanación de sus convicciones religiosas, la clausura de los templos y el maltrato del clero.
A semejanza de cualquier otra reunión de dos o más personas, el culto organizado «se tenía por prueba evidente de intención contrarrevolucionaria». El brutal vapuleo de la Iglesia y en concreto de la ortodoxa rusa (retrógrada, corrupta y fatalmente comprometida por sus vínculos con los militares zaristas) fue quizá políticamente comprensible: de ahí los saqueos y linchamientos, las cazas de curas, los juicios amañados[69], las ejecuciones. Pero el régimen también tenía intención de desterrar el culto privado e individual (para sustituir «la fe en Dios por la fe en la ciencia y en las máquinas»). En una de sus inquietantes convulsiones posmodernas, los bolcheviques emplearon el arma de la parodia organizada: carnavales callejeros blasfemos y semipornográficos, con retozantes miembros de las Juventudes Comunistas disfrazados de curas, popes y rabinos. La prensa proclamaba que aquellos desfiles eran recibidos con placer espontáneo, pero la gente, como dice un testigo afectado, los miraba
con horror. No había actos de protesta en las silenciosas calles —los años del Terror habían surtido efecto—, pero casi todos procuraban cambiar de dirección cuando se encontraban con aquella procesión escandalosa. Yo, personalmente, como testigo del carnaval de Moscú, puedo garantizar que no hubo en aquello ni una mota de placer popular. El desfile recorría calles vacías y sus esfuerzos por despertar la risa no tenían más respuesta que el silencio.
¿Sí? ¿Y qué clase de risa habría sido? Durante este período se declararon nulas las bodas por la Iglesia (y se prohibieron los ritos funerarios). La risa y el leninismo: el matrimonio más blasfemo de todos.
Inactiva durante los últimos años de la NEP, la campaña contra la religión se reanudó en 1929. Mientras colectivizaba y deskulakizaba, Stalin, además, desacralizaba. Se asociaba a los curas con los kulaki, se les clasificaba con ellos y compartían su suerte. Es imposible no admirar el tono escandalizado de la acusación de este chequista: «el cura local […] se opuso abiertamente a la clausura de la iglesia». Por lo general se llevaban antes las campanas (sus repiques, se explicaba con talante práctico, interrumpían a los ateos que trabajaban) que luego se fundían para usos industriales; los iconos se rompían o se quemaban; las arlequinadas profanas se reanudaron, probablemente con menos éxito que en las ciudades. A fines de 1930, el 80 por ciento de las iglesias rurales se habían clausurado o transformado, por ejemplo, en puntos de concentración de kulaki que esperaban ser deportados. Mientras tanto se habían tomado las «medidas necesarias para impedir las reuniones religiosas en las casas».
Podría decirse que en junio de 1941 había desaparecido la religión del mundo alternativo de Stalin. Pero la realidad volvió a irrumpir bajo la forma de la incontenible Wehrmacht: la mayor maquinaria bélica de la historia, y lanzada directamente contra él. Stalin sabía que sus ciudadanos no iban a sacrificar su vida por el socialismo. ¿Por qué causa sacrificarían su vida? Al analizar esta realidad inesperada, Stalin vio que la religión seguía allí: que la religión, por extraño que pareciera, pertenecía a lo real.
(I)
He aquí la voz de Stepán Podlubny (nacido en 1914), aprendiz en una escuela industrial:
6 de diciembre de 1937. Nadie sabrá nunca cómo he pasado el año de 1937 […] Lo tacharé como si fuera una página superflua, lo tacharé y desterraré de mi mente, aunque la mancha negra, la enorme y repugnante mancha negra semejante a una mancha de sangre espesa en la ropa, seguirá conmigo seguramente durante el resto de mi vida.
Permanecerá porque mi vida durante estos 341 días de 1937 ha sido tan repugnante y asquerosa como la sangre coagulada que forma un espeso charco rojo bajo el cadáver de una víctima de la peste.
El origen de la inquietud de Stepán se nos da a conocer en una anotación anterior: ha sido confidente desde 1932. (Solzhenitsyn escribe: «Titubeo a la hora de mancillar el rostro de reluciente bronce del Centinela de la Revolución, pero debo hacerlo: también detenían a quienes se negaban a ser confidentes»). Los Podlubny eran kulaki y habían sido despojados de sus bienes en 1929. La madre de Stepán fue condenada a ocho años por ocultar sus orígenes. Los extractos del diario terminan como sigue:
La consideran un peligro para la sociedad. Uno pensaría que capturaron a un bandido, pero incluso a los bandidos los condenan a penas menores. Bien, ¿y qué?, no se puede derribar un muro de piedra a cabezazos. Puede que este sea el fin de la justicia en la tierra. Ya no habrá justicia. Han perecido muchos en nombre de la justicia, y mientras exista la sociedad se seguirá luchando por la justicia. La justicia volverá. La verdad volverá.
Muchos años después, Stepán Podlubny donó su diario a los Archivos Populares Centrales «por arrepentimiento».
(II)
He aquí la voz de Leonid Potiomkin (nacido en 1914), un ingeniero que llegaría a ser subsecretario de Geología (1965-1975):
¡Bienvenido sea 1935 a la patria del socialismo! […] Después de clase voy a una conferencia: «La vida barriobajera del Grupo de Zinóviev y la Decisión del Comité Administrativo Municipal a propósito de la Asamblea del Partido en el Instituto de Minas». La pronuncia una joven encantadora, una estudiante de último año de nuestro instituto. Es buena oradora y fascina ver y oír su espíritu de Partido […]
[10 de julio de 1935.] El impecable discurso del comisario del regimiento es un ejemplo de contundencia en la presentación de pensamientos claros que penetran en todas las profundidades de la esencia de los fenómenos. En el sentido de su entusiasmo, la claridad de su sólida estructura y la deliciosa educación de su lenguaje. Con profunda conciencia del significado de las palabras, elevé la voz con fuerza asombrosa y me uní al coro mientras desfilábamos al son de mi canción favorita, la marcha de la película Alegres compañeros.
Leonid había visto Alegres compañeros (que, por cierto, causó sensación en el cine privado de Stalin) en enero, momento en que anotó con obstinación que su «entusiasmo y musicalidad constituyen un espectáculo agradable que despierta el entusiasmo del espectador».
(III)
He aquí la voz de Vladímir Stavski (nacido en 1900), secretario general de la Unión de Escritores Soviéticos y director de Novy mir[71]:
¡Qué felicidad!
¡Celebrar la llegada del nuevo año con las personas más cercanas y caras a mi corazón! ¡Mi querida, queridísima Liulia! ¡Cuántos sufrimientos hemos pasado, cuánto dolor! ¡Pero ahora tenemos ante nosotros el camino hacia la felicidad! ¡El camino del heroísmo y la victoria! […] ¡Qué cara me eres! Un semejante, un ser humano, en el mejor sentido de la palabra. La nieve cae de los abetos y los pinos, ya lo sé. La noche es de un azul oscurísimo y no hay ni una sola estrella en el cielo. Pero en nuestros corazones, el tuyo y el mío, hay estrellas, cielo y felicidad […]
¡Cariño mío! Toda la riqueza de la vida se presenta ante mis ojos, toda la vida late en mi corazón, querida mía. Y quiero vivir, con la época, con Stalin, contigo, amor mío, querida mía.
¡Y venceremos!
¡Y seremos felices!
¡Te quiero! ¡Amor mío!
(IV)
He aquí la voz de Liúbov Vasílievna Shaporina (nacida en 1879), fundadora del Teatro de Marionetas de Leningrado y esposa del compositor Yuri Shaporin:
[10 de octubre de 1937.] La náusea me sube por la garganta cuando oigo decir a la gente con toda tranquilidad: Lo han fusilado, han fusilado a otro, fusilado, fusilado. Las palabras […] resuenan en el aire. La gente pronuncia las palabras con toda tranquilidad, como si se estuviera diciendo: «Ha ido al teatro.» […]
[22 de octubre de 1937.] La madrugada del día 22 desperté a eso de las tres y no pude volver a dormirme hasta pasadas las cinco […] De repente oí una descarga de armas de fuego. Y luego otra, diez minutos más tarde. Las descargas continuaron […] hasta poco después de las cinco […] Esto es lo que llaman campaña electoral. Y nuestra conciencia está tan embotada que las sensaciones se limitan a resbalar por su dura y lisa superficie, sin dejar ninguna huella. Pasar toda la noche oyendo cómo matan a tiros a personas vivas, sin duda inocentes, y no perder la razón. Y después nos quedamos dormidos, seguimos durmiendo como si no hubiera sucedido nada. Qué horrible […]
[2 de noviembre de 1937.] Pobres muchachas, lo que habrán tenido que pasar: por la mañana se llevan a su madre, luego las cogen y se las llevan a un lugar que no es mejor que una cárcel […]
No entiendo nada, todo me parece un sueño. Por la mañana éramos todavía una familia y ahora no hay nada, todo se ha hecho pedazos.
[6 de febrero de 1938.] Ayer por la mañana detuvieron a Veta Dmítrieva. Llegaron a las 7 de la mañana, las encerraron en su habitación y practicaron un registro […] Veta se despidió de Tanechka (4 años) diciéndole: «Cuando vuelva, ya serás mayor».
[11 de marzo de 1938.] La gente de Moscú tiene tanto miedo que me dan ganas de vomitar, literalmente […] La tía de Irina, abogada, dijo que todas las noches se llevan detenidos a dos o tres letrados defensores de su oficina. Morloki fue detenido el 21 de diciembre, y al simplón de Leva, nuestro tramoyista y entusiasta del teatro, lo desterraron a Chita el 15 de enero. Con este ritmo, acabarán deteniendo la mesa o el sofá […]
[24 de enero de 1939.] La ciudad se congela por falta de carbón y leña. Nuestro teatro utiliza el edificio del Parque de Trabajadores de Tranvías. Lo lógico es que, aunque no nos den libros, por lo menos nos den algo de carbón. Pero no hay ni una esquirla, y no se consigue ni siquiera por conductos oficiales, y no habrá nada antes del verano.
No hay leña. No hay servicio de electricidad, no hay medias, no hay tela, no hay papel. Quien quiera comprar un producto manufacturado tiene que pasarse todo el día haciendo cola, y quedarse toda la noche también […]
[19 de febrero de 1939.] I. I. Ribakov ha muerto; en la cárcel. Mandelstam ha muerto en el exilio. Por todas partes la gente está enferma o muriéndose. Tengo la sensación de que el país entero está tan agotado que no puede combatir las enfermedades, es una situación desahuciada. Es mejor morir que vivir en un terror continuo, en una pobreza abyecta, desfallecidos de hambre.
Las «elecciones» que se mencionan el 22 de octubre de 1937 («Irina llegó del colegio y dijo: “Nos han dicho que hoy mismo va a haber detenciones en masa. Necesitamos deshacernos de los elementos indeseables antes de las elecciones”».) fueron una farsa para exaltar la nueva Constitución de Stalin. Liúbov Vasílievna Shaporina fue a votar el 12 de diciembre:
¡Qué comedia! Entré en la cabina, donde en teoría había que leer la papeleta electoral y elegir al candidato al Soviet Supremo, aunque «elegir» significa que se tiene una alternativa. Allí figuraba sólo un nombre y ya estaba señalado. Rompí a reír sin poder contenerme, igual que una niña. Tardé un rato en recuperar la compostura. Salí de la cabina y veo que llega Yuri con cara imperturbable. Me subí el cuello y hundí la cabeza para que sólo se me vieran los ojos; era realmente divertido.
Fuera me encontré con Petrov-Vodkin y con Dmítriev. V. V. no paraba de hablar de algo irrelevante y reía como un loco. Deberían avergonzarse por poner a gente adulta en una situación tan absurda y estúpida. ¿A quién creemos que estamos engañando? Todos nos partíamos de risa.
Jamás ha habido un régimen igual en toda la historia del universo. Conseguir que los súbditos tiemblen a la vez de miedo, de frío, de hambre… y de risa.
Veinticuatro horas antes de que Liúbov Vasílievna Shaporina se tumbara «al sol de la gran Constitución de Stalin», Stalin en persona había hablado a los votantes y candidatos que se habían reunido en la amplia platea del Teatro Bolshói:
Hasta este momento no había habido en todo el mundo unas elecciones realmente libres y realmente democráticas, ¡jamás! La historia no conoce ningún otro caso [aplausos]… nuestras elecciones son las únicas realmente libres y realmente democráticas en todo el mundo [aplausos]…
Fue un detalle inesperado la aparición de Stalin en el Bolshói aquella noche. «Todos se pusieron en pie como un solo hombre mientras él se dirigía a la tribuna», dice Volkogónov, y la «salva de aplausos duró varios minutos». Stalin comenzó la alocución con jovialidad:
Camaradas, debo admitir que no tenía intención de hablar. Pero nuestro respetado Nikita Serguéievich Qrushov] me ha traído como quien dice a la fuerza […]
Naturalmente, podría decir cualquier cosa ligera sobre todo lo humano y lo divino [risas]. Sé que hay maestros en esas cosas, no sólo en los países capitalistas, sino también aquí, en nuestro país soviético [risas, aplausos]. Pero, en fin, puesto que estoy aquí ahora, realmente debería decir algo [fuertes aplausos]. Se me ha presentado como candidato a diputado […] En fin, no está bien que los bolcheviques declinemos la responsabilidad. Acepto de buen grado [calurosa y prolongada ovación]. Por lo que a mí respecta, camaradas, quiero aseguraros que podéis contar con el camarada Stalin [calurosa y prolongada ovación].
Fue una escena. El nivel cero del Gran Terror, y allí estaba el Partido, solidarizado en un ataque pánico de complicidad con otra gigantesca mentira. Aplaudían, reían. ¿Reía él? ¿Oímos la «risa sorda, astuta, suave», la «risa lúgubre y sombría que surge de las profundidades»?
Mientras leía el montón de libros que tenía sobre él, hubo cuatro ocasiones en que Stalin me hizo reír. Reír sin asco y con sinceridad, como si fuera una invención cómica que divirtiera con sus patochadas y batacazos. Fue por cosas que dijo. En lo que hizo no hay nada que dé risa.
Una. Al enterarse de que la campaña de recogida de grano de 1927 había quedado por debajo del nivel preestablecido, Stalin determinó que la situación era «un boicoteo kulak», buscando, con formalidad encantadora, no una categoría execrativa, sino dos[72].
Dos. Hay algo inimitablemente Stalin en una observación que tenía «la costumbre de repetir» desde la guerra, según Svétlana. Tenía la costumbre de repetir: «Ech, aliados con los alemanes habríamos sido invencibles». No es el escandaloso cinismo (ni el libertinaje ideológico) del sentimiento que se expresa; pero uno tiembla ante la infinita realpolitik que hay concentrada en esa humilde, provinciana, montañesa interjección de tres letras, Ech…
Tres. Este se refiere al terrible caso de Pável Morozov. Pável («Pavlik») era un campesino de catorce años que a principios de los años treinta denunció a su padre (por tendencias kulaki). El padre fue fusilado. Y Pavlik fue asesinado poco después por un grupo de aldeanos entre los que se dice que estaban su abuelo y su primo. Stalin interrumpió brevemente los preparativos para proclamar a Pavlik héroe y mártir del socialismo (estatuas, canciones, historias, inscripción en el «Libro del Heroísmo» de los Pioneros, el Palacio de la Cultura de Moscú rebautizado en su honor), y comentó en privado: «Qué cabrón, denunciar a su propio padre»[73].
Cuatro. El 29 de junio de 1941, una semana después de comenzar la invasión nazi, Stalin se reunió con los militares y conoció las verdaderas dimensiones del desbarajuste; y las verdaderas dimensiones de sus errores de cálculo, su parálisis, su miopía voluntaria y su falta de valor. «Lenin nos dejó una gran herencia y nosotros, sus herederos —dijo Stalin «en voz alta», buscando la inflexión apropiada para aquella coyuntura histórica—, nos la hemos cargado totalmente»[74].
A estas alturas ya deberíamos considerarlo no una entidad política o ideológica, sino un sistema físico, una voluntad, una complexión, un organismo palpitante.
El resumen de la situación que hizo Stalin el 29 de junio era bastante certero, y lo habría sido del todo si hubiera repetido la frase en primera persona del singular. Que la invasión nazi fuera una sorpresa para los soviéticos es un mito, naturalmente. Y que Stalin se negara a creer en su inminencia no fue obstinación ni negligencia: fue el resultado de una fortísima hipnosis autoinducida. Apostó su ser a que sería así; y perdió. Cuando se recibieron las primeras noticias («bombardean nuestras ciudades»), la psique de Stalin se hundió. Quedó abatido; se volvió un saco de huesos con guerrera gris; no era más que un vacío de poder.
A pesar de que supuso un escándalo internacional, el pacto nazi-soviético de 1939 fue para Stalin un movimiento deducible, incluso lógico, dada la altivez dilatoria de los contactos aliados con Moscú. Lo que para Volkogónov es «el mayor error de Stalin» es el acuerdo posterior y complementario, el Tratado sobre Fronteras y Amistad. Para la URSS, el nazismo había sido siempre
un régimen terrorista, militarista y despótico, y la unidad más peligrosa del imperialismo mundial. Para la mentalidad soviética, era la encarnación concentrada del enemigo de clase […] Hoy resulta difícil determinar quién sugirió introducir la palabra «amistad» en el título del tratado. Si fue el bando soviético, es muestra de rutina política.
Desde el punto de vista de Stalin, las potencias imperialistas se harían trizas en Europa y el fortalecido Ejército Rojo trataría de apoderarse de algunas ruinas. Este sueño sufrió una violenta sacudida cuando Hitler derrotó a Francia en seis semanas; Stalin se puso a dar vueltas por la habitación profiriendo sartas de obscenidades «selectas» (el adjetivo es de Jrushov). En junio de 1941, la trayectoria bélica de Hitler había sido como sigue: Polonia en veintisiete días, Dinamarca en veinticuatro horas, Noruega en veintitrés días, Holanda en cinco, Bélgica en dieciocho, Francia en treinta y nueve, Yugoslavia en doce y Grecia en veintiuno. Hitler nunca había ocultado sus planes sobre la URSS. Ya en Mein Kampf (1925) había propuesto correr hacia el este a sangre y fuego y esclavizar a los infrahombres eslavos. Después de llegar al poder, Mein Kampf se reeditó agresivamente «íntegra». Incluso Stalin admitía que era sólo cuestión de tiempo. En un sentido muy general, la URSS se estaba preparando a una escala descomunal, pero eran preparativos poco centralizados y fatalmente a medio plazo.
Stalin recibió no menos de ochenta y cuatro avisos por escrito sobre la inminencia del ataque; procedían de fuentes tan variadas como Richard Sorge (su principal espía, destinado a la sazón en la Embajada de Alemania en Tokio) y Winston Churchill (que disponía del aparato descodificador de Bletchley Park). Cualquier viajero sensato y observador que hubiera ido en tren de Moscú a Berlín habría presagiado guerra; hombres y pertrechos se habían desplazado hacia el este durante semanas, formando la mayor concentración de violencia en ciernes de toda la historia. En los primeros meses de 1941 hubo 324 violaciones del espacio aéreo soviético por aviones alemanes de reconocimiento (a veces se veían obligados a aterrizar y eran reparados por mecánicos soviéticos que, si hacía falta, además les llenaban el depósito). El embajador alemán en Moscú pulverizó todos los precedentes dando el día exacto; un desertor alemán fue ejecutado en el acto (por agente provocador) por dar la hora exacta. Los mandos militares rusos que alertaron a sus hombres recibieron serias amenazas de arriba (incluso de hombres tan relativamente realistas como Yúkov). El 14 de junio, una declaración oficial desmintió los rumores de guerra tachándolos de «torpes mentiras». Aquel día, todos los barcos alemanes abandonaron los puertos rusos. El 21 de junio, Lavrenti Beria exigió el cese del ministro soviético en Berlín por «bombardearle» con información falsa, prometiendo, además, que «le haría morder el polvo» en el gulag.
Poco después de la medianoche del 22 de junio, cruzaba la frontera, rumbo a Berlín, el tren de mercancías cargado de pertrechos de donación soviética[75]. Los guardias de la frontera soviética oyeron los motores de los tanques que se iban colocando en posición… A las tres de la madrugada, Stalin se dejaba caer en la cama de su dacha de Kuntsevo, en las afueras de Moscú. La cena de aquella noche había sido quizá más ligera y breve que de costumbre; muchos capitostes iban ya camino del sur, para dar comienzo a las vacaciones estivales. «Apenas apoyó Stalin la cabeza en la almohada», dice Volkogónov, cuando Yúkov llamó a la dacha y dijo al oficial de guardia: «Despiértalo inmediatamente. Los alemanes bombardean nuestras ciudades». Cuando Stalin se puso al habla, Yúkov le habló de los ataques aéreos sobre Kiev, Minsk, Sebastopol, Vilna… «¿Entiendes lo que te digo, camarada Stalin?». Oyó la respiración de Stalin al otro lado del hilo. Repitió: «Camarada Stalin, ¿lo has entendido?». Sólo cuando la Embajada alemana confirmó que los dos países estaban en guerra («¿Qué hemos hecho para merecer esto?», exclamaba Mólotov) dio Stalin la orden de iniciar el contraataque.
Antes de repasar las peculiaridades psicológicas del caso habría que hacer hincapié en la gravedad de la equivocación de Stalin y en el precio de su obstinación en el error. En las primeras semanas de guerra la Unión Soviética perdió el 30 por ciento de las municiones y el 50 por ciento de sus reservas de comida y combustible. En los tres primeros meses la aviación perdió el 96,4 por ciento de los aparatos (esta asombrosa cantidad es de Volkogónov). A fines de 1941 Leningrado estaba sitiado y las tropas alemanas se acercaban a los arrabales meridionales de Moscú. A fines de 1942 había 3,9 millones de prisioneros de guerra rusos, el 65 por ciento del Ejército Rojo. Unos días después de iniciarse la Operación Barbarroja (nombre en clave original, y más brutal: Operación Fritz), opiniones informadas sostenían en Londres y Washington —y en Moscú— que la guerra estaba ya perdida.
¿Cómo se explica la actitud de Stalin ante la inminencia del peligro? Resulta fácil, pero también acertado, aducir que entre 1933 y 1941 el único ser humano en quien confiaba Stalin era Adolf Hitler. (Es de suponer asimismo que el segundo le daría garantías personales de que cualquier problema que estallase en la frontera sería obra de generales amotinados; esto encontraría eco favorable en el susceptible Stalin, que seguía practicando purgas en el ejército). Cada historiador da su versión particular. Por ejemplo, Stalin creía que la movilización rusa repetiría el error de 1914, forzando a Alemania a dar un ultimátum y a declarar la guerra (Conquest); la rapidez de la victoria alemana sobre Francia dejó a Stalin deprimido y mentalmente vacío (Tucker); el acercamiento de Stalin al fascismo produjo una confusión generalizada en sus reflejos políticos (Volkogónov). En su desigual pero informativo Blood, Tears and Folly: An Objective Look at World War II, Len Deighton señala que Stalin fue el objeto de su propia paranoia, de su paranoia inversa. Creía que los imperialistas trataban de meterlo en un atolladero con engaños; por lo menos era lo que había querido hacer él con los imperialistas. Todos los autores están de acuerdo en que Stalin subestimó el fanatismo de Hitler. Pensó que Alemania no se arriesgaría a tener una guerra de dos frentes. Pero no hubo dos frentes hasta 1944.
En Russia's War (¡y en qué medida fue una guerra rusa!), Richard Overy dice que en 1941 Stalin estaba enzarzado en «una batalla personal con la realidad». Esto es indiscutible e incluso podemos ir más allá. Durante años había parecido que la batalla iba bien, gracias a las innumerables aunque pequeñas victorias de 1937-1938. Stalin, recordémoslo, era una figura inconteniblemente agigantada por el poder. Se había convertido en Saturno. Y deseaba con todas sus fuerzas que Hitler se abstuviera de atacarle en 1941. Y lo que él deseaba con todas sus fuerzas tenía por entonces la costumbre de suceder. Stalin creía que la realidad obedecía a su voluntad; como el rey Lear, pensaba que el trueno se amansaría cuando él se lo ordenase. Hitler era estrafalario, desmedido, indigno de crédito. Pero era adustamente real.
Al acabar la Gran Guerra, Churchill había dicho que había derrotado a todos los leones y tigres y que no tenía intención de ser derrotado por «los mandriles». Se refería a los bolcheviques. Siempre es un error moral comparar a los adversarios con los animales; las animalizaciones componen un nutrido tema vigesimosecular; Lenin hablaba ya de los «insectos» y «alimañas» que se le oponían en 1917. Sin embargo, la conducta de Stalin a comienzos de 1941 guarda cierto parecido con determinadas maniobras de la praxis mandril. Cuando un mandril débil es atacado por un mandril fuerte, en ocasiones, y de manera simbólica, enseña las posaderas al agresor, como para ser sodomizado. Lo que en realidad hace el mandril débil es revelar un poco de sentido común. Stalin lo intentó, y solamente recibió lo que al parecer andaba buscando. Puede que también fuera medio mandril y medio avestruz y tuviera la impresión de que si no veía la realidad, entonces la realidad no le veía a él.
Una de las fotos más extraordinarias de The Russian Century: A History of the Last Hundred Years[76] es la del cadáver de Zoya Kosmodemiánskaia.
Zoya Kosmodemiánskaia fue una joven guerrillera capturada por los alemanes durante la batalla de Moscú. Cuando los rusos contraatacaron, descubrieron su cadáver en la horca de una aldea. Pravda contó su historia en enero de 1942. Hubo además un poema, una obra de teatro y un culto. En la obra teatral, Zoya Kosmodemiánskaia tiene una visión poco antes de morir en la que se le aparece Stalin y la consuela con la noticia de que Moscú se ha salvado (aunque no le explica, por ejemplo, por qué su padre y su abuelo habían sido fusilados durante el Terror). De todos modos, basta echar un vistazo al cadáver de Zoya Kosmodemiánskaia para comprender la naturaleza del enemigo al que se enfrentaban. La política nazi de lo que podría llamarse barbarie innovadora encendió un odio furibundo en una población titubeante en la que, a pesar de la situación, hubo casi un millón de cambios de actitud. Stalin sabía que los rusos no combatirían por él. Pero combatirían por Zoya Kosmodemiánskaia. Ella les haría «embestir bramando como toros».
Hay dos fotos de esta joven en The Russian Century. En una la vemos marchar al cautiverio con un rótulo colgado del cuello y que sin duda describe su delito (piromanía); es una cara excepcionalmente hermosa, a la vez pálida y morena, y con un corte suavemente judío. Las caras de sus captores revelan indiferencia, sentido práctico, incluso un callado pesar… En la otra foto tiene en el cuello el nudo corredizo de una cuerda, pero la han mutilado. El pelo negro yace en la nieve. El «perfecto» seno derecho es perfectamente visible, aunque esto no es del todo exacto, porque un seno debe parte de su perfección al otro, y el otro lo han cortado de un hachazo. La cabeza cuelga doblada de un modo antinatural. Y su cara es inolvidable, la de una mártir. Tiene los ojos cerrados, la boca hinchada y los dientes muy apretados. La cara expresa suficiencia sobrenatural y una superioridad totalmente espontánea sobre sus asesinos y mutiladores. Es la cara de otro mundo, de otro cosmos. Tenía dieciocho años.
Al retirarse los rusos en las primeras semanas de conflicto, dejaron tras de sí, en Polonia, los países bálticos y Ucrania, cárceles de la Checa abarrotadas de «sospechosos habituales», es decir, cualquiera que tuviese educación formal. Se mataba a los presos de manera casi invariable, incluso a los presos comunes y a los detenidos que simplemente esperaban el juicio. Se entiende la lógica de dinamitar una celda llena de sospechosos (o de sospechosas: esto ocurrió en Ucrania). Pero lo normal era administrar una muerte lenta. Hay muchas anécdotas sobre suelos carcelarios sembrados de genitales, pechos, lenguas, ojos y orejas. Arma virumque cano, y Hitler y Stalin nos dicen, entre otras cosas, que, dado un poder total sobre otro, el pensamiento del ser humano se centrará en la tortura.
Para explicar desde su punto de vista católico su creencia en el mal como en una fuerza viva, el novelista Anthony Burgess dijo en cierta ocasión: «No caben explicaciones al estilo de A. J. P. Taylor sobre lo que pasó en Europa oriental durante la guerra». No cabe ninguna. Pero entre las muchas características que tienen en común las dos ideologías, una en concreto resultó totalmente corrosiva: la idea de que la falta de piedad es una virtud. En la confrontación milenaria de los anticristos, hijos gemelos de la perdición, la crueldad se volvió competitiva, entre ellos y dentro de cada campo. Muy cerca de aquí se cruza una línea y nos acordamos del juicio de aquel torpe animal que confesó que había apuñalado a su víctima noventa y tres veces (u otra cantidad descabellada). La primera se justificará con la segunda. Las restantes se justificarán con las inmediatamente anteriores.
Hitler contó los pormenores. En marzo de 1941, casi tres meses antes de que comenzara la campaña, dijo a los altos mandos que la guerra contra Rusia sería diferente de la librada contra Francia. La guerra contra Rusia sería de aniquilación: Vernichtungskrieg. Bajo esta superficie, al amparo de su niebla y de su noche, de su aliento fétido, se establecerían los Vernichtungsldger, los campos de la nada de Auschwitz-Birkenau, Maidanek, Treblinka, Belzec, Chelmno, Sobibor.
El día que comenzó la Operación Barbarroja, Stalin estaba tan inseguro de su estómago que no probó más que un vaso de té. No le quitó el «sabor a ajenjo» que (según dijo a su secretario, Poskrébyshev) tenía en la boca el 22 de junio de 1941. Cuando preguntó a su gran general Yúkov, héroe de la guerra, por las posibilidades de conservar Moscú, Stalin comentó: «Te lo pregunto con el corazón dolorido…». Dolor en el corazón, retortijones en las tripas y otro sabor de boca. Ajenjo: hierba perenne, de sabor amargo, del género Artemisia. La flor del ajenjo: la flor de la amargura.
Cuando los generales le dijeron la verdad sobre el frente occidental, Stalin el gobernante se vino abajo. Unas versiones lo quieren escondido una semana o más en Kuntsevo, en un estado de semiletargo. En la de Volkogónov se nos presenta una figura repentinamente deseosa de reclusión que aparecía a veces en el Consejo de Defensa profiriendo una sarta de insultos obscenos y luego desaparecía. El 1 de julio se presentó una delegación en la dacha. «¿Por qué habéis venido?», preguntó Stalin con una cara «rarísima». Está claro que esperaba el derrocamiento o la detención; y se habría ido sin rechistar. Ante su evidente sorpresa, Mólotov, Kaganóvich y los demás le explicaron con toda paciencia que el país podía resistir a los alemanes y que Stalin debería dirigir la campaña. Se suele decir que dijo: «Estupendo», pero el robótico «Está bien» de Conquest le rinde más justicia (pega más con el ajenjo a que le sabía la boca). La batalla de Moscú no había comenzado. La batalla con la realidad duraría hasta Stalingrado, hasta el invierno de 1942-1943.
Al principio trató de hacer la guerra con el terror: el conocido psicocaos de miedo y fantasía. Empleó los métodos y el personal de la guerra civil[77]. La innovación de Trotski, la «unidad de bloqueo» (que garantizaba una muerte deshonrosa a cuantos quisieran eludir la posibilidad de morir con honor), se reintrodujo en todas partes. Los oficiales eran conscientes de que si caían prisioneros sus familias serían detenidas[78]. Stalin siguió ordenando a sus fuerzas enceguecidas, diezmadas, atrapadas o en fuga que emprendieran contraataques destructivos; el fracaso se premiaba con juicios sumarísimos y ejecuciones. En un momento en que se peinaban los campos en busca de militares competentes, Stalin se tomó la molestia de fusilar a 300 oficiales que ya estaban en prisión. Mientras Kiev caía, desestimó todos los consejos y se negó por principio a permitir que el ejército se retirase: cayeron prisioneros 650.000 soldados, que, según la Orden 270 (agosto de 1941), pasaron a ser «traidores a la madre patria». En otros países, los prisioneros de guerra que regresaban eran recibidos con banda de música y banderitas: en la URSS, los soldados que conseguían romper el cerco eran premiados con la súper o con el gulag. En 1941 y 1942 fueron acusados de cobardía y ejecutados «no menos de 157.593 hombres, el contingente de dieciséis divisiones» (Volkogónov).
Stalin fue toda su vida un hombrecillo coherente con su maldad. Jamás tuvo nada parecido a un momento feliz, aunque en la batalla de Moscú lo vemos en su precario apogeo. En una crisis tan seria que hasta el gobierno y la administración corrían hacia los Urales (la «Carretera de los Entusiastas», que conducía al este, estaba llena de funcionarios que huían entre los abucheos de las multitudes) y se trazaban planes para minar todas las propiedades e instalaciones importantes de la capital (incluido el metro), Stalin optó por no retirarse. El tren le esperaba, pero se quedó. Por si fuera poco, dejó boquiabierto al Politburó proponiendo que el Desfile de Octubre se hiciera como siempre, y se hizo, en medio de una ventisca; los alemanes estaban a unos kilómetros del extrarradio; y ya estaban preparadas las camillas para llevarse a los muertos y heridos de la Plaza Roja si atacaba la Luftwaffe. Stalin aguantó, como suele decirse. Sabía lo que era el fracaso; no hay duda de que el artífice de la Colectivización sabía algo del fracaso. Pero ¿aquello? Todos los historiadores dicen que el fracaso estalinista de 1941 es quizá el más abominable de la historia universal. Pero aguantó, aguantó firme, y lo encajó, como el aguanieve en la cara.
No deja de ser indicativo que Stalin, para aumentar sus deméritos, cuestionara el valor del soldado ruso, que no tardaría en asombrar al mundo con su furor heroico. Tal vez convenga echar un vistazo al valor físico de los principales políticos.
Trotski era valiente, pero nunca he leído a nadie que dijera que Lenin, delante del peligro, fuera otra cosa que un corredor de cien metros lisos (y Zinóviev tenía fama de ser «el pánico personificado»). Trotski era físicamente valiente. Un ingrediente de su carisma era cierto sentido de la invulnerabilidad. Aún lo tenía el 20 de agosto de 1940, en México. Cuando el terrorista Ramón Mercader hundió el punzón en la cabeza de Trotski, se oyó un grito, un grito que se ha descrito de varias maneras, pero que al parecer fue de indignación, de una indignación infinita y llena de incredulidad. Trotski opuso resistencia y luchó con su agresor[79]. Cuando Mercader le atacó, Trotski estaba sentado ante su mesa, trabajando en una biografía del hombre que había ordenado matarle.
Stalin. En una desenfadada exhibición de fuerza, Tujachevski, en cierta ocasión, lo levantó del suelo y lo sostuvo en el aire; se dice que la cara de Stalin era la viva imagen de la cólera y el terror. Fue la viva imagen del terror durante el vuelo que hizo a Teherán en 1943. Cuando el avión oscilaba a causa de los baches de aire, los nudillos de Stalin, aferrado a los brazos del asiento, se ponían blancos, y su cara se deshacía en muecas de miedo. Con el avión iba una escolta de veintisiete cazas. Era la primera vez que volaba. Fue la última.
Para asistir a la tercera y definitiva cumbre de los Tres Grandes, Stalin fue a Potsdam en tren, protegido por 1.500 soldados del ejército y 17.000 hombres de la Checa. Sus desplazamientos nocturnos a Kuntsevo fueron siempre operaciones militares de primer orden. Si Stalin salía a pasear con su hija por los jardines del Kremlin, solía haber un tanque guardándoles las espaldas y esperándolos un poco por delante.
En Teherán, Churchill lo llamó «Stalin el Poderoso». Y ese era el problema. Como combatiente, o como político que azuzaba a los combatientes en la guerra civil, Stalin dio grandes muestras de «desprecio por la vida», sin llegar nunca tal vez al refinamiento radicalizador de ese espíritu, que es el desprecio por la muerte. Su comportamiento fue muy oscilante, pero no he visto nunca ninguna sugerencia de que se asustara ante el peligro.
El problema era el poder, y los efectos inflacionarios del poder. Ese fue el problema en el avión de Teherán: todo aquel peso, todo aquel tesoro, todo aquel yo, sometido a la física ingobernable del clima y la aeronáutica.
En compensación, el miedo a la muerte pasó a ser su pesadilla íntima. Cuando murió Lenin, sus embalsamadores recibieron el nombre de Comisión de la Inmortalidad. Stalin quería la inmortalidad en vida y una de sus últimas «injerencias» adoptó la forma de interés creciente por la gerontología; al igual que Mao, agotó diversos curanderismos con los resultados previsibles[80].
La tanatofobia de Stalin llegó, como estaba mandado, a su apoteosis negativa. Hacia el final, se puso a matar médicos.
Así escribía Anna Ajmátova, que, al acabar la guerra, tuvo que ganarse la vida fregando suelos. Y amaba la sangre la tierra rusa.
La batalla de Moscú fue la primera derrota alemana de la Segunda Guerra Mundial; coincidió aproximadamente con Pearl Harbor (7 de diciembre) y con la declaración de guerra a Estados Unidos por parte de Hitler (11 de diciembre); para Hitler, desde luego, fue el momento del exceso irreversible. Estos acontecimientos produjeron una expansión enorme y complementaria en la psique de su adversario: en 1942 el Ejército Rojo sufrió una serie de derrotas catastróficas. Dmitri Volkogónov dice que el pensamiento militar de Stalin era «primitivo» (indiferente a las bajas); aprendía «por el método del ensayo ensangrentado y el error»; pero aprendía. Hablando grosso modo, desistió de matar a sus generales y se puso a su servicio; Yúkov le hablaría muy pronto «con brusquedad», como si fuera un subordinado. En octubre de 1942, Stalin apartó a los comisarios políticos («analfabetos en cuestiones militares», según Volkogónov) del «doble mando» que tenían en el frente. Instituyó nuevas condecoraciones y restauró los grados y jerarquías zaristas; los galones que en la guerra civil se cosían a la piel de los oficiales blancos aparecían ahora en el uniforme de los rojos.
La mente de Stalin, en 1943, viajaba en dirección opuesta a la de Hitler. Una avanzaba hacia la realidad; la otra se alejaba de ella. Se cruzaron en Stalingrado. Y conforme la guerra giraba en los goznes de aquella batalla (y de acuerdo con la nueva polarización psicológica), es posible que Stalin pensara con preocupación en una hipótesis: si en vez de decapitar a su ejército, hubiera sido inteligente y lo hubiese preparado para la guerra, Rusia habría podido derrotar a Alemania en cuestión de semanas. Aunque sin duda habría acarreado graves consecuencias propias, este curso de los acontecimientos habría salvado 40 millones de vidas, comprendidas casi todas las víctimas del Holocausto.
He dicho que la invasión obligó a Stalin a adoptar una apariencia de salud mental. Sin embargo, en agosto de 1945 terminó la remisión y la cordura del paciente volvió a deteriorarse. Incluso durante la guerra encontró tiempo para cometer una atrocidad doméstica que combinaba de manera característica (es decir, patológica) la gratuidad con la literalidad. Ya en verano de 1941 había desalojado a los alemanes del Volga de las tierras que llevaban ocupando durante dos siglos, y los había deportado a Asia central y a Siberia. En 1943-1944 les siguieron otras poblaciones: calmucos, chechenos, ingushi, karachai, balkares y tártaros de Crimea; luego, Crimea y el Cáucaso se limpiaron parcialmente de griegos, búlgaros, armenios, turcos meshjetianos, kurdos y khemshins. Desde el punto de vista de Stalin, estas poblaciones eran sospechosas porque probablemente colaborarían con los nazis; le dijo a Jrushov que quería hacer lo mismo con los ucranianos, pero —a pesar de los esfuerzos que invirtió en los años treinta— había demasiados ucranianos (unos 40 millones)[81]. Los efectivamente deportados fueron alrededor de 1,2 millones, la mayoría mujeres, niños y ancianos; todos los hombres estaban en el ejército (donde los chechenos y los ingushi dieron treinta y seis Héroes de la Unión Soviética). La Checa, en sus informes sobre estas operaciones, no deja de elogiar su propia «eficacia»; y las deportaciones no se llevaron a cabo con la ruidosa brutalidad de la deskulakización. Todas las familias fueron despojadas de sus bienes (Solzhenitsyn dice que por lo general se les daba una hora para hacer el equipaje); se les transportaba por ferrocarril, vías fluviales y carretera[82]; durante los tres o cuatro primeros años, su índice de mortalidad estuvo entre el 20 y el 25 por ciento. Los deportados engrosaron con los kulaki esa categoría omnímoda que es la de los «especialmente desplazados»: eran refugiados del interior, esclavos itinerantes, invitados a adaptarse a tierras desconocidas, idiomas desconocidos, climas desconocidos…
Estos hechos, como es lógico, representaron un importante contratiempo militar para la URSS. La absoluta e intensiva extirpación de los alemanes del Volga se produjo en el momento en que se desintegraba el frente occidental; la primera circular de Beria se comunicó el día en que los alemanes llegaron al Neva (y comenzó a consolidarse el sitio de Leningrado). Es verdad que Stalin estaba aún en proceso de frenarse; pero en 1943-1944 —la edad de oro de su equilibrio mental— sentía aún necesidad de un teatro de poder y sufrimiento del mayor tamaño posible. Poblaciones traidoras, etnias traidoras: estas suspicacias reaparecerían después de la guerra, forjando la más dilatada y negra ironía de todo el período.
Mientras tanto, al otro lado de la frontera, empezaba a verse que el problema psicológico de Hitler era clínico, era orgánico. A principios de 1941 tenía ya «confianza» suficiente para emprender la invasión de Rusia, a) sin una economía de guerra, y b) sin anticongelante. Es decir, que se jugó la victoria en una sola campaña: una imposibilidad material. Hemos visto que los observadores internacionales de la Cancillería se dejaron engañar por la racha de éxitos de Hitler; el propio Hitler fue el que más se dejó engañar, por decirlo suavemente. Los recientes trabajos de Kershaw y otros sugieren que el «caos autoritario» de la política de Hitler fue básica mente irracional y autodestructivo, y sus planes para el este un delirio[83]. Después de Stalingrado gritaba a los portadores de malas noticias con espuma en las comisuras de la boca. «Si alguna vez hubo un edificio que simbolizara una situación —diría Albert Speer—, fue aquel»: los muros del bunker hitleriano de Prusia oriental tenían cinco metros de grosor; «allí estaban a buen recaudo él y su delirio». Después del atentado del maletín-bomba (julio de 1944), Hitler acabó creyendo que la purga estalinista del Ejército Rojo había sido un acto de justicia y precisión filantrópicas. Hitler empezó donde se había detenido Stalin: reimpuso la disciplina de Partido introduciendo funcionarios políticos en todos los centros de mando militares. Ya se había quedado sin voz. Tras el atentado de la bomba perdió la audición. Su aislamiento fue total.
Ama la sangre la tierra rusa. Las grandes batallas fueron fabulosas concentraciones de odio. Stalingrado, donde el frente se reducía a una calle, a una casa, una habitación, un techo, una pared, una ventana; donde legiones de ratas «corrían como un río caliente por encima de los vivos y los muertos»; donde en realidad los alemanes se enfrentaban a una Rattenwaffe, a un ejército de ratas[84] compuesto por infrahombres eslavos (los «animales de los pantanos» de Hitler) que combatían en las acequias y las cloacas (la «guerra profunda», según Iliá Ehrenburg) y acabaron venciendo. O la desquiciada megabatalla de Kursk (julio de 1943), donde en medio de una terrible tormenta el fascismo y el comunismo se enfrentaron con «furia y horror indescriptibles», en palabras de Alan Bullock: grandes masas blindadas «chocaron unas contra otras y formaron una rugiente y gimiente maraña de más de mil tanques enzarzados en combate durante más de dieciocho horas», en un área de ocho kilómetros cuadrados. O el sitio de Leningrado, que comenzó durante la batalla de Moscú y no se levantó durante 900 días, con un millón de muertos el primer año, la «carretera de la vida» por encima del helado lago Ladoga (los primeros camiones se hundieron entre los hielos; muchos caballos murieron por el camino y se aprovecharon como comida), los vehículos de socorro volviendo con refugiados, el director del Ermitage llorando en el andén mientras los primeros cargamentos artísticos se alejaban hacia el este, y Shostakóvich, entre el fragor de los cañones, componiendo la sinfonía que reflejaba la violencia criminal que estrangulaba a la ciudad…
Tras la Guerra de Invierno, contra Finlandia (1940-1941), casi todos los observadores, como sabemos, menospreciaban al Ejército Rojo como si fuera un dinosaurio desdentado. Pero había al menos un oficial alemán que veía las cosas de otro modo:
[…] observadores imparciales apreciaron además características muy positivas en el soldado soviético: su increíble resistencia en la defensa, su inmunidad al miedo y a la desesperanza y su casi ilimitada capacidad para sufrir.
Fueron estas cualidades, sobre todo la última, las que dieron la vuelta a la guerra, junto con la onda expansiva de la energía y el significado comprimidos hasta entonces en el pecho ruso. El esfuerzo fue nacional, típicamente a gran escala, exaltado y autónomo: típicamente «sacrificial». Se transportaron al este alrededor de 6 millones de obreros con sus familias, y también sus fábricas, que por lo general se reconstruían y se ponían a punto y en marcha en cuestión de días. A estas hazañas contribuyó un revuelto inframundo de campos de trabajo donde las condiciones eran a veces peor que las del gulag. Los zeki pasaron privaciones inesperadas: la ración de carne se recortó y el espacio habitable se redujo a la mitad, y no porque el archipiélago hubiera encogido. De los 5,7 millones de soldados capturados por los alemanes murieron 4 millones en cautiverio (la URSS no había firmado la Convención de Ginebra; el soldado ruso era el que más sufría, siempre y en todas partes). Stalin quiso los 1,7 millones restantes. Y los tuvo. La Checa exculpó al 20-25 por ciento. Los demás fueron ejecutados o enviados a los campos.
La ciudad de Stalin, Stalingrado, había sido antes Tsaritsin: escenario de algunas de sus actividades más polémicas durante la guerra civil. Que la victoria decisiva se produjera allí debió de ser ferozmente gratificante[85]. Cuando besó la Espada de Stalingrado en Teherán (noviembre de 1943), cuando oyó el homenajeante «Stalin el Poderoso» de labios de Churchill: qué extravagante reivindicación. La segunda reunión de los Tres Grandes, en Yalta, catorce meses después, con un achacoso primer ministro y un presidente agonizante que tuvieron con él el detalle de desplazarse hasta Crimea, fue otra ocasión para sentirse enormemente satisfecho. Y la cumbre final de julio, en Potsdam, entre los escombros del Reich. Roosevelt había muerto y Churchill, camino de la conferencia, perdió el cargo y fue sustituido por Clement Attlee[86]. Hitler también había muerto y en Nuremberg iba a comenzar el minucioso desmantelamiento del hitlerismo. Stalin podía ya mirar a su alrededor y ver exactamente dónde estaba. Dueño de un imperio mayor que el de ningún zar, era ya, sin discusión posible, el personaje más importante del planeta.
Stalin fue un dirigente muy popular dentro de la URSS durante todo el cuarto de siglo que duró su gobierno. Resulta un poco humillante poner por escrito una cosa así, pero no hay forma de evitarlo. También Hitler fue un dirigente popular; pero, a diferencia de Stalin, consiguió algunas victorias económicas y persiguió a minorías relativamente pequeñas (los judíos eran el 1 por ciento de la población). Las víctimas de Stalin fueron grupos mayoritarios, como el campesinado (85 por ciento de la población). Y aunque la vigilancia que ejercía Hitler sobre la población fue intimidatoria y persistente, no se excedió, como Stalin, para crear un clima de náusea y miedo. En un país donde «la gente que iba a trabajar se despedía de la familia todos los días, porque nadie estaba seguro de regresar por la noche» (Solzhenitsyn), Stalin fue siempre muy popular.
Como es lógico, la popularidad de Stalin fue totalmente —la de Hitler sólo en gran medida— fruto de la manipulación. Para el ciudadano, el proceso comenzaba en la guardería, y se aplicaba por todos los medios posibles, en todos los sentidos y en todo momento. Como en Alemania, fue el comienzo de la propaganda de los medios informativos; la gente no sabía entonces que la propaganda era propaganda; y la propaganda funcionaba. Amar a Stalin, sugiere Volkogónov (que amaba a Stalin), era una forma de «defensa social»: condicionaba a la gente a evitar los problemas. Incluso Sájarov amaba a Stalin y al morir este se sintió consternado, lo mismo que Volkogónov. «Pasaron años —contaría después— hasta que comprendí la medida en que el engaño, la explotación y la estafa eran inherentes a todo el sistema estalinista. Esto pone de manifiesto la fuerza hipnótica de la ideología de masas». Stalin consiguió hacer creer hasta límites absurdos que la Checa trabajaba independientemente del Kremlin. Hay una anécdota célebre: dos hombres se encuentran en una calle de Moscú, en pleno Terror: «¡Si al menos contaran a Stalin lo que está pasando!», etc. No era un chiste y los interlocutores no eran Ivanes cualesquiera. Eran Iliá Ehrenburg y Borís Pasternak.
El amor por Stalin: es probablemente la historia más triste de todas. Podemos imaginar a Dmitri Volkogónov cabeceando lentamente mientras escribe: «Ningún otro hombre ha conseguido lo que él: exterminar a millones de compatriotas y obtener a cambio la veneración incondicional de todo el país». ¿Qué ha hecho Stalin aquí? ¿Cuál es la naturaleza de su delito particular? ¿Cuál su contenido? Se diría que es una forma de violación: una parodia de amor, puesta en práctica por la fuerza. Además, acosaba a edad muy temprana, cuando la víctima llevaba uniforme escolar. Así pues, otra mentira colosal y contagiosa, implantada en el corazón de la infancia.
El amor representó la consumación de su victoria. 1984 termina del siguiente modo:
Levantó los ojos hacia la gigantesca cara. Había tardado cuarenta años en averiguar qué clase de sonrisa se escondía debajo del oscuro bigote […] Pero no pasaba hada, todo estaba perfectamente, la lucha había terminado. Había conseguido derrotarse a sí mismo. Amaba al Gran Hermano.
Nadie nos hablará nunca de la fisiología del gobierno autocrático, de la adicción al poder ni de cómo afecta esta al sistema. Pero parece lícito suponer, en el caso de Stalin, que tenía las marcas de una adicción generosamente satisfecha. Ser responsable del régimen que sin ningún riesgo a equivocarse se puede considerar el menos relajante de la historia de la humanidad es una experiencia que no puede haber sido relajante. (El miedo constante a sufrir un atentado tampoco podía ser saludable, imagino). Entonces hubo que contender con la Segunda Guerra Mundial: para Stalin significó cuatro años de jornadas diarias de veinte horas. ¿Qué pasaba detrás de aquella cara de Kremlin en particular? Tenía ya sesenta y cinco años.
La guerra liberó grandes muestras de energía y talento en la población soviética. Pero también liberó emociones, facultades, estados mentales (responsabilidad, empeño, iniciativa, orgullo) medio olvidados o desconocidos; y estos ganaron la guerra. Pasternak habla del ferviente y generalizado deseo de que el Estado dejara respirar a los ciudadanos, después de treinta años de (por este orden) guerra mundial, revolución, guerra civil, hambre, colectivización forzosa, más hambre, terror y otra guerra mundial. Stalin se apresuró a garantizar a su pueblo que la «exigencia total» que le hacía no iba a reducirse. Estoy seguro de que intuyó que el pueblo comprendía por fin; y estoy seguro de que no le gustó. Por entonces advertimos además en Stalin la aparición de un fuerte sentimiento de inferioridad nacional, cuya conciencia se manifestó en forma de xenofobia agresiva mezclada con altivez panrusa. Se sentía inferior, no ya a Occidente, sino a los países satélites de Europa central y mataba a los veteranos del ejército que habían visto lo que ocurría en Bulgaria o en Yugoslavia. Su resentido aislacionismo, político y personal, estaba estrechamente relacionado con sus remozadas sospechas sobre la gente, la gente en general, que según él volvía a estar agitada.
Entre 1945 y 1953 discurrió la fase de crápula y rancidez del estalinismo. El viejo adicto empezaba a pagar las consecuencias de sus «abusos». La Unión Soviética venía siendo un reflejo de la mente de Stalin desde 1929. Y esa mente se estaba descomponiendo: infartos, ataques menores, vértigos, desmayos. A semejanza de otro autarca agotado, Macbeth, el estilo de vida de Stalin ha caído en la marchita, la amarillenta hoja. Arrugado, manchado, agarbanzado («de color o aspecto semejante al del garbanzo»), demacrado, fantasmal, llamativo, chabacano, sensacionalista y aterrador. Y al nivel del arroyo: el nivel de la esquina de la calle y el de la caja de botellas de leche. Habría más ejecuciones, deportaciones, conspiraciones para confirmar «conspiraciones»; el congestionado gulag absorbería más millones. Pero el tema del período pierde fuerza, tiembla, vacila. Los atavismos y estupideces primitivistas estaban listos para reactivarse. Aunque los años de posguerra carezcan de la fantasmagórica coherencia de los años treinta, alcanzan una inesperada y sórdida simetría. Incluso en sus últimos entusiasmos se las arregló Stalin para consumar la vergüenza histórica. Volkogónov dice que Stalin emplazó al ministro del Interior, Kruglov, en enero de 1948:
Le ordenó que tomara «medidas concretas» para construir más campos de concentración y prisiones con fines especiales […] «Preséntame los anteproyectos en febrero —dijo a Kruglov—. Necesitamos tener en condiciones especiales a trotskistas, mencheviques, socialistas revolucionarios, anarquistas y blancos». «Así se hará, camarada Stalin, así se hará», le prometió Kruglov.
Más campos, más prisiones, para delitos muy antiguos (Lenin ya había borrado del mapa a los anarquistas en 1918). Stalin, de manera esporádica, reveló algunas cualidades humanas en sus últimos años (en su mesa reapareció una foto de Nadezda Alilúyeva), entre ellas un temor irritado y senil a los cambios[87]. Este miedo se alió entonces con un rencoroso esfuerzo por conseguir la autarquía. Había delitos antiguos, pero también delitos nuevos. PZ, por ejemplo (Humillación ante Occidente), o VAD (Elogiar la Democracia Americana), o VAT (Elogiar la Técnica Americana), que presumiblemente era menos grave. De pronto, de una dirección que en principio se habría dicho inesperada, surge otro delito de nuevo cuño: ser judío.
Nada podría explicar cabalmente este hundimiento en la inmundicia, aunque el antisemitismo de Stalin tiene una historia larga y vistosa. Jrushov decía que tenía raíces profundas; y hay ejemplos de sus brutalidades antisemitas que se remontan a la segunda década del siglo. Lenin había decretado escuetamente que «el antisemitismo es contrarrevolucionario». Sin embargo, el Partido tenía ya una vena antisemita en los años veinte. Parece haberse reflejado en una política guetificadora de baja presión con la que se animó a emigrar a Crimea a los judíos más pobres de la antigua Reserva de Colonos de las llanuras de Europa oriental. Con la ascensión de Stalin se produjo un cambio de destino: la nueva Región Autonómica Judía estaría en Birobidyán, una zona desolada próxima a la frontera con China.
Dice Richard Overy:
La propaganda soviética armó mucho ruido con la idea de que el régimen protegía la cultura y la identidad de los judíos. Pero Birobidyán estaba tan lejos de los centros tradicionales de la cultura judía […] que la perspectiva carecía de atractivo. Birobidyán fue un experimento fallido de apartheid soviético.
En los años treinta, el antisemitismo fue parte de la política de la Checa y durante el Terror comenzaron a aparecer en sus fábulas expresiones como «en contacto con círculos sionistas». El carácter del prejuicio de Stalin se pone de manifiesto en una anécdota sobre una fiesta a la que asistieron funcionarios de los organismos punitivos en 1936, poco después de la ejecución de Zinóviev y Kámenev (los dos judíos). Conquest lo cuenta así:
Después de beber todos mucho, K. V. Pauker, que había estado presente en la ejecución de Zinóviev porque era director del Departamento Operativo de la NKVD [la Checa], dio una versión cómica del suceso. Él mismo hizo de Zinóviev y entraba a rastras, tirado por otros dos funcionarios. Colgaba de sus brazos gimiendo: «Por favor, por el amor de Dios, llamad a Iósif Vissariónovich». Stalin se partía de risa, y cuando Pauker repitió la interpretación, añadió algo de su cosecha: «¡Escucha, Israel, nuestro Dios es el único Dios!». A Stalin le dio un pasmo y tuvo que decirle por señas que parase.
Entre los dieciocho acusados del juicio Bujarin/Iagoda de 1938 había trece judíos, entre ellos Trotski y su hijo Sedov, juzgados en rebeldía. Fue, entre otras cosas, un gesto de cara a Berlín. «Mólotov no es Bronstein», señaló certeramente Ribbentrop.
Hay que preguntarse si el odio de Stalin por Trotski, uno de los más fuertes de la historia (con tres plantas de la Lubianka consagradas a su aniquilación), tuvo algo de «racial». De todos modos, son del mismo pelaje. El antisemitismo es una declaración de inferioridad y una queja contra la limpieza del terreno de juego, una protesta contra el talento[88]. Y esto es válido también para las versiones más histéricas, demonizadoras y milenaristas de la leyenda que dice que una pequeña minoría, los judíos, planeaba dominar el mundo. ¿Y cómo iban a conseguirlo sin unas dotes extraordinarias? Se dice que el antisemitismo se diferencia de otros prejuicios porque es además una «filosofía». También es una religión, la religión de los incompetentes. Cuando repasemos la fatídica sinergia habida entre Rusia y Alemania (a un paso de la apoteosis), haremos bien en recordar que Los protocolos de los sabios de Sión, la «justificación del genocidio», como la llama Norman Cohn en el libro del mismo título[89] fue una patraña urdida por la policía política zarista[90].
En los años en que estuvo vigente el pacto, 1939-1941, hubo colaboración antisemita entre los dos regímenes. Los judíos alemanes que esperaban encontrar cobijo en la URSS fueron encerrados y luego entregados a la Gestapo. Y los judíos que huían de los países ocupados por Alemania fueron encarcelados o deportados a Asia central o a Siberia. En su parte de la repartida Polonia, Stalin combinó la decapitación general con incesantes ataques contra la cultura judía, prohibiendo las festividades religiosas (incluido el sábado), los bar mitsvot y las circuncisiones, y desmantelando los poblados judíos. Después de junio de 1941, la política soviética dio marcha atrás durante un tiempo, como lo confirma el apoyo que dio Stalin, diez meses después, al Comité Antifascista Judío. Pero el impulso atávico seguía creciendo. Conquest señala que «se trataba muy mal» a los activistas judíos interrogados por la Checa en 1939, pero «los insultos e imprecaciones nunca tenían cariz racial. Cuando se les volvió a interrogar en 1942-1943, el insulto antisemita era ya la norma». El cambio de acento, como todo lo demás, fue verticalista.
Después de la guerra había unos 3 millones de judíos en la Unión Soviética; 1,2 millones habían muerto en el Holocausto. Que los judíos corrían peligro de sufrir otro genocidio, en décadas sucesivas, se percibe en las anquilosadas maniobras de Stalin en este período y, sobre todo, en su decisión de 1951: el antisemitismo encubierto quedó al descubierto y pasó de las murmuraciones de Pravda contra «los cosmopolitas desarraigados» a una campaña de propaganda por todo lo alto. Stalin estaba ya preparado para movilizar el atavismo. Las detenciones, ejecuciones, asesinatos, purgas y proscripciones por motivos raciales se habían practicado casi en secreto hasta 1951. En la primavera de aquel año comenzó a incubar el caso Slansky en la dependiente Checoslovaquia (catorce estalinistas de alto nivel, entre ellos once judíos, fueron juzgados y ejecutados, tras haber sido acusados primero de «nacionalismo burgués» y luego de «sionismo»). Hubo más publicidad en 1952 a causa de una banda de «saboteadores» judíos de la industria ucraniana. Luego vino «la Conspiración de los Médicos» y el monstruo de la propaganda preparó a la población para un pogromo a escala nacional. Solzhenitsyn cree que se estrenó a comienzos de marzo con el ahorcamiento de los «médicos-asesinos» en la Plaza Roja. Pero entonces, a comienzos de marzo, ocurrió algo más: Stalin falleció.
Los historiadores suelen decir que probablemente habría habido «otro terror», de magnitud indeterminada; pero ¿de qué clase? No sería como el Gran Terror, en el que la participación pública se limitó al envío de denuncias. El terror judío habría tenido que modelarse según la idea o táctica bolchevique de incitar a una clase a destruir a otra. Habría tenido que parecerse al Terror Rojo de 1918, con los judíos, muy aproximadamente, en el papel de la burguesía. El Terror Rojo de 1918, repite Orlando Figes, fue participativo, impuesto desde arriba pero también desde abajo. Es una tentación ver aquí una regresión deformada, mientras Stalin se dispone a excitar los más bajos impulsos de las masas, y nostalgia de los días de lucha, los días que Lenin llamaba de «caos y entusiasmo».
Hay explicaciones racionales de la claudicación de Stalin ante el vudú de cloaca. Conquest las resume (y juntas forman un brebaje repelente):
Su actitud desde 1942-1943 parece que se basó en parte en la eficacia con que, según él, utilizaba Hitler la demagogia antisemita. Seguramente se debió también a su creciente nacionalismo ruso, en el que pensaba que pocos judíos podrían integrarse. Y la idea de la especial predilección del judío por el capitalismo, como se sabe, se encuentra ya en Marx.
La última causa de delirio definitivo fue, evidentemente, la fundación del Estado de Israel, en 1948, y la llegada, en aquel mismo año, de la embajadora Golda Meir, que atrajo a una multitud de 50.000 judíos delante de la sinagoga de Moscú. Fue una exhibición de «espontaneidad» escandalosa; además ponía a Stalin frente a una minoría activa que era leal a algo que no era «el poder soviético». Dicen que dijo: «No puedo tragarlos ni escupirlos». Parece que al final decidió hacer ambas cosas. Los judíos que sobrevivieron al desafío estaban destinados a acabar en Birobidyán y en otros puntos de Siberia, donde, según Solzhenitsyn, «ya se les había construido barracones».
Tal vez resulte polémico sugerir que Iósif Stalin pudo seguir decayendo espiritualmente durante sus últimos años. Pero es que llama la atención la pérdida, la evaporación total de su conciencia histórica, lo cual sugiere la presencia de una especie de tachadura o borrón en una parte razonablemente amplia de su cerebro. «El antisemitismo es contrarrevolucionario». El antisemitismo era la religión de los rusos blancos, de los zaristas, y también de las Centurias Negras, las bandas reaccionarias armadas con cuchillos y puños de hierro (y a veces con pistolas —y vodka— que les daban las fuerzas de seguridad) a las que parece que se enfrentó el joven Stalin en las calles de las ciudades rusas. El antisemitismo era cosa de la chusma y de la derecha. Cayendo en él, el principal estadista del mundo, cosa que era entonces, despilfarraba el abundante capital moral que la URSS había acumulado durante la guerra: el vencedor de Hitler, por increíble que parezca, acabó siendo el protegido de Hitler. Las diversas prohibiciones que pesaron sobre el judaísmo soviético eludían las obscenas minucias de algunas de las leyes de Nuremberg de los años treinta[91], pero la firma de Stalin figura en todas. Mientras el socialfascismo se ampliaba para abarcar el etnofascismo, Stalin añadió a su lista personal de patentes el ser el primer negador del genocidio nazi. Era peligroso hablar del «martirio judío» (era «egotismo nacional») y el régimen, de común acuerdo, salía al paso de la idea de que la suerte de los judíos fuera un aspecto significativo de la Segunda Guerra Mundial[92]. También fue caóticamente estalinesca la detención de varios judíos bajo el cargo (seguramente con pruebas falsas) de acusar al Estado de antisemita.
De la extraña danza, del pas de deux interpretado por el bigote pequeño y el bigote grande surge una deforme ironía final. En su última convulsión, «la Conspiración de los Médicos», los detenidos (casi todos judíos) fueron (falsamente) acusados de cometer el delito nazi quintaesencial, definitorio y antonomástico: el asesinato clínico.
Cuando adoptó la «política de reconciliación» en el Congreso de los Vencedores, de 1934, Máximo Gorki se equivocó de medio a medio al creer que la «terapia biográfica» era una forma de llegar al alma de Stalin. La supremacía planetaria no lo ablandó en 1945. Un ligero incremento de las adulaciones no lo habría ablandado en 1934. Stalin era un animal de otra clase.
Los bolcheviques obligaban a los escritores, unas veces física, otras espiritualmente, a encajar en toda clase de moldes. Isaac Babel fue fusilado en 1940, Osip Mandelstam perdió la razón en 1938, camino de Kolymá («¿Soy real y llegará la muerte realmente?»): estos hombres podrían contar que fueron mártires de su arte; y lo fueron, y también centenares como ellos. Algunos escritores, más o menos auténticos, se esforzaron por trabajar «para» los bolcheviques. Su triunfo fue inversamente proporcional al tamaño de su talento. Los escritores sin talento sabían adular al régimen. Los que lo tenían no sabían adularlo, al menos mucho tiempo. Pensemos en Maiakovski. Sus versos de tío curtido sobre bayonetas y estadísticas siderúrgicas dejan ver una sonrisa en algún lugar del fondo; y su obra teatral La chinche (una sátira sobre el burocratismo) se consideró subversiva hasta el punto de que la marginaron discretamente. Pero comprometió su talento, aunque era de menor cuantía. Y parece que eso es algo que no se puede hacer. Se suicidó en 1930[93]. Pero el destino más extraño y quizá el más amargo de todos fue el de Máximo Gorki.
«Cada vez los odio y los desprecio más», dijo de los bolcheviques en junio de 1917. Gorki no era un «proletario hereditario», aunque sin duda era un plebeyo hereditario: tras una infancia pobre se quedó huérfano; empezó a trabajar a los nueve años. Hacia 1895 era mundialmente famoso y no tenía más que veintitantos años. Su historial revolucionario era, además, excelente. Era enemigo del antiguo régimen y había estado en la cárcel. Amigo de Lenin desde 1902, había llevado el chaquetón de cuero negro y las botas hasta la rodilla durante la fracasada revolución de 1905[94]. Durante la guerra, el amplio piso que tenía en San Petersburgo pasó a ser el centro de operaciones de los bolcheviques. La decepción de Gorki fue gradual pero irrevocable. Dos semanas después de Octubre escribió lo siguiente:
Lenin y Trotski no tienen ni la menor idea de lo que significan la libertad o los Derechos Humanos. Están ya intoxicados por el nauseabundo veneno del poder y esto se ve en su vergonzosa actitud ante la libertad de expresión, el individuo y todas las restantes libertades civiles por las que luchaba la democracia.
En A People's Tragedy, Orlando Figes se sirve de Gorki como de un ancla moral. En el tifón de la sinrazón, su voz es la voz de la salud mental que sufre.
Fue asimismo un filántropo hiperactivo que salvó muchas vidas y aligeró muchas privaciones durante el Terror Rojo y la guerra civil. Lenin lo escuchó durante un tiempo, aunque el periódico de Gorki, Novata yin (Nuevo mundo), se había prohibido en 1918. Es extraordinario cuántas citadísimas frases de Lenin se encuentran en su correspondencia con Gorki: la que habla de la «abyección indescriptible» de todas las religiones; la que dice que los intelectuales son la «mierda» de la sociedad; la de «mi fabuloso georgiano». Lenin, una vez en el poder, se volvió más intransigente con su amigo. Las cartas de Gorki son ya peticiones de tolerancia para cosas concrétas y de moderación en general. Lenin defiende su causa con su estilo habitual, con trucos dialécticos que habrían ruborizado incluso a la Oxford Union [Sociedad de Debates de la Universidad de Oxford], y encima pavoneándose:
Leyendo tus sinceras opiniones sobre este particular, recuerdo una observación que me hiciste: «Los artistas somos personas irresponsables». ¡Precisamente! Dices unas palabras increíblemente irritadas, pero ¿por qué este alboroto? Por unas docenas (quizá unos centenares) de cadetes o semicadetes de clase alta que pasan unos días en la cárcel para que no haya conspiraciones[95] […] que ponen en peligro la vida de miles de obreros y campesinos. ¡Sí, una calamidad tremenda! ¡Qué injusticia. ¡Unos días o unas semanas de cárcel para los intelectuales, y todo para impedir la matanza de miles de obreros y campesinos! «Los artistas somos personas irresponsables».
Así de fácil[96]. Las cartas de Lenin comenzaron a introducir amenazas. «Me veo obligado a decirte: cambia radicalmente de circunstancias, de ambiente, de domicilio, de ocupación; de lo contrario, la vida te asqueará eternamente» (julio de 1919). La cursiva es mía. Para llegar a la inevitable ruptura tuvieron que morir dos poetas y pasar hambre un país.
Cuando Moscú acabó por admitir que la cuarta parte del campesinado se estaba muriendo de hambre, se eligió a Gorki para que dirigiera las peticiones de ayuda. Cuando pasó el hambre, Lenin detuvo a todos los miembros del comité de ayuda, menos a dos, y a Gorki le dijo que se fuese al extranjero «por motivos de salud». Luego murieron los dos poetas, Aleksandr Blok y Nikolái Gumiliov. Tras un breve período de entusiasmo por Octubre y dos poemas famosos con que lo celebró, Blok no escribió nada después de 1918 y murió de hambre y desesperación en agosto de 1921. Unos días después, Gumiliov (ex marido de Anna Ajmátova) fue detenido por la Checa de Petrogrado, por profesar simpatías monárquicas, lo cual era cierto. Gorki se dirigió inmediatamente a Moscú y consiguió que Lenin le diera una orden de libertad para Gumiliov. Pero cuando volvió a Petrogrado, se enteró de que ya habían fusilado a Gumiliov, sin juicio previo. Gorki escupió sangre mientras se lo contaban. Estaba muy mal de salud. Emigró en octubre.
En 1932 Stalin convenció a Gorki, que estaba en Italia, de que volviera a la URSS. Fue un triunfo propagandístico para el régimen, que hizo mucho ruido diciendo que se le había liberado de la «Italia fascista». Fue condecorado con la Orden de Lenin; se le facilitó un palacete moscovita y una dacha (en la que Stalin, con toda delicadeza, instaló un ascensor al enterarse de que a Gorki le costaba subir escaleras); la calle Tverskaia pasó a llamarse calle Gorki y su Niznyi Novgorod natal se llamó Gorki desde entonces; fue una canonización a gran escala[97]. Stalin debía de tener muy claro que Gorki acabaría creándole problemas. Estoy convencido de que a Stalin le atraía la idea de destruir a aquel tigre: destruir su talento, destruir su integridad, destruir al hombre.
Ya en junio de 1929, durante el segundo de sus cinco viajes estivales de reintroducción en Rusia, Gorki se envileció totalmente. Para desmentir la información de un libro recientemente publicado en Inglaterra sobre Solovki (An Island Hell: A Soviet Prison in the Far North), invitaron a Gorki a que viera la cuna del gulag. El campo se potemkinizó a toda prisa. Pero como dice Solzhenitsyn, Gorki sostuvo una conversación no vigilada de noventa minutos con un chico de catorce años de la Colonia Infantil. Salió de los barracones «deshecho en lágrimas»[98] En el Libro de Visitas elogió a «los incansables centinelas de la Revolución, capaces de ser al mismo tiempo notables y audaces creadores de cultura»; estas opiniones se difundieron por todo el mundo. «Apenas se alejó el vapor [de Gorki] del muelle, fusilaron al chico» (Solzhenitsyn).
El segundo envilecimiento espectacular se produjo en 1933-1934, período en que Gorki trabajó en la edición de El Canal Blanco-Báltico (entre los demás editores estaba el subdirector del gulag). Una delegación de escritores visitó el canal, que acababa de terminarse, en el verano de 1933; treinta y seis colaboraron en el volumen, que elogiaba el proyecto alegando que era «un esfuerzo único y victorioso para la transformación colectiva de los antiguos enemigos del proletariado». Construido por mano de obra esclavizada (sobre todo por kulaki), el objetivo era comunicar las dos flotas por una amplia vía de agua. Al final costó unas 150.000 vidas y no sirvió para nada[99]. Gorki era amigo desde hacía mucho tiempo del duro pero franco y realista Kírov, el jefazo de Leningrado en cuyo feudo se había construido el canal. El libro fue una prueba más que suficiente: manifiesta y monótonamente falso, empalagoso y cobarde. Las declaraciones ocasionales de Gorki por aquellas fechas son ya irreconocibles. Habla el dialecto del régimen con un acento de triunfalismo helado.
El asesinato de Kírov (diciembre de 1934) sacó a Gorki de su coma espiritual. Stalin se lo esperaba. Horas después del asesinato, los hombres de la Checa acordonaban la villa crimeana de Gorki: ¿para protegerlo o para impedir que hablara? Las rutas paralelas entraron en la fase de las estratagemas. Apremiado por Stalin para que se uniera a la condena del terrorismo individual (por el asesinato de Kírov), Gorki replicó que también condenaba el terrorismo de Estado: aquello equivalía a una acusación de homicidio. Cuando Gorki volvió a Moscú, los organismos estrecharon el cerco. Dijo a sus amigos que estaba en «arresto domiciliario». Símbolo grotesco de su cuarentena fue que los ejemplares de Pravda que vio se compusieron especialmente para él («las noticias sobre detenciones —señala Tucker— se sustituyeron por noticias sobre la pesca del cangrejo y cosas por el estilo»). Su aislamiento se intensificó en mayo de 1935, cuando su hijo adoptivo, Maxim Peshkov, que le hacía de intermediario, falleció misteriosamente tras una dolencia menor. Los pulmones de Gorki empeoraron. Stalin, en compañía de Mólotov y Voroshílov, fue a visitar al enfermo. Murió el 18 de junio de 1936 y fue enterrado con toda ceremonia. Dos meses más tarde, su antiguo amigo Kámenev se sentaba en el banquillo (y era condenado a muerte) en un juicio que se había esperado que Gorki denunciara.
Creo que ningún personaje histórico tiene menos derecho al beneficio de la duda, pero Stalin, en términos generales, estuvo menos complicado en la muerte de Gorki (y en la del hijo de Gorki) que en la de Kírov. Al pasar del «terror silencioso» de las expulsiones del Partido a la percusión del Gran Terror propiamente dicho, Stalin estaba ya en su vena improvisadora más anárquica, era un maestro loco del engaño múltiple, tapando un agujero aquí, eliminando una grieta allí, en el temblequeante edificio de su realidad. En el juicio de Bujarin y otros (1938) se dijo que a Gorki lo habían matado sus médicos, que estaban al servicio del jefe chequista Iagoda. Iagoda, como es lógico, fue ejecutado; y lo mismo los doctores Levin y Kazakov[100]. El «asesinato» de Gorki es una historia vacilante y poco coherente (los médicos le recomendaban acercarse al fuego y visitar a personas resfriadas), parece traída por los pelos y hace que el acontecimiento quede impregnado de una inverosimilitud inmerecida. Todo se nota improvisado: la conspiración de Iagoda se presentó como un acto terrorista contra la jefatura y Gorki (para amargura de su espíritu en el más allá) fue eliminado por ser uno de los estalinistas más acérrimos. En cualquier caso, parece que había una ley que casi podría ser metafísica: cuando Stalin quería una muerte, el deseo tenía que hacerse realidad.
Gorki, pues, estaba tratando de recuperar su integridad. Pero ¿por qué la perdió? Solzhenitsyn no se muerde la lengua:
Yo solía atribuir a la fantasía y la locura la lamentable conducta que tuvo Gorki desde que volvió de Italia hasta el día de su muerte. Pero en su correspondencia de los años veinte, recientemente publicada, hay un motivo que lo explica todo de un modo más sencillo: el interés material. Gorki se quedó atónito en Sorrento al averiguar que su fama internacional no había aumentado ni su dinero tampoco […] Quedó claro que tanto para conseguir dinero como para resucitar su fama tenía que volver a la Unión Soviética y aceptar todas las condiciones adjuntas […] Y Stalin lo mató sin ningún fin concreto, por exceso de cautela: Gorki también habría entonado himnos de alabanza a 1937.
Entendemos la ira de Solzhenitsyn (su última frase contiene dos ofensas concluyentes), pero no podemos suscribirla. Vanidad, venalidad, tal vez; pero Gorki andaba a ciegas, dando traspiés, con el corazón en un puño. Volvió a Rusia porque hasta cierto punto creía, quizá presuntuosamente, que podía moderar el sistema —moderar a Stalin— desde dentro. Empeñó su alma y luego quiso recuperarla.
Cosa rara, se le permitió emprender un último viaje a Crimea; por motivos de salud. Una noche, eludiendo la vigilancia de los médicos, escapó por una ventana y se internó en el jardín. Tucker dice (parafraseando a su fuente de información): «Gorki levantó los ojos al cielo. Se acercó a un árbol, se abrazó a sus ramas y se quedó allí llorando». Tenía mucho por lo que llorar. Por lo general, los escritores no acaban de conocer la fuerza de su talento: esta investigación comienza con su necrológica. Los escritores de la URSS se enteraban de su calidad todavía en vida. Si el talento era mucho, sólo la suerte o el silencio podía salvarlos. Si el talento era escaso, podían hacer tratos y sobrevivir. Así pues, los bolcheviques tenían un poder prometeico para los escritores; convocaban a la posteridad y la instalaban en el aquí y el ahora.
Entre los papeles de Gorki se encontró cierto documento. Al leerlo, Iagoda lanzó un exabrupto y dijo: «Por mucho que des de comer al lobo, siempre tirará hacia el bosque». (Es un episodio aislado: Iagoda es aquí más generoso que Solzhenitsyn). En el documento, Gorki comparaba a Stalin con una pulga, una pulga que había crecido hasta adquirir dimensiones ingobernables, «con una sed insaciable de sangre de la humanidad» (según la glosa de Conquest), «pero básicamente era un parásito». Y tal vez deberíamos hacer de la pulga gigante una chinche gigante, porque Stalin ansiaba, y consiguió, la politización del sueño. El mató el sueño.
Con una solemnidad que puede imaginarse fácilmente, Stalin en persona encabezó la comitiva fúnebre de Gorki. La cálida amistad que unía a los dos hombres se convirtió en leyenda soviética. Quince días más tarde, los tres periódicos que dirigía Gorki fueron clausurados y el personal detenido, con otros personajes de su entorno.
Demian Bedny: Damián el Pobre. Máximo Gorki: Máximo el Amargado. Iósif Grozny: Iósif el Terrible.
Esto es lo que le pasó a Iván en 1584: «empezaron a hinchársele desmesuradamente las partes con las que había pecado del modo más horrible durante más de cincuenta años seguidos, ya que alardeaba de haber desflorado a un millar de vírgenes»[101]. Se llamó a los adivinos e Iván buscó consuelo manoseando alhajas. Murió mientras trataba de comenzar una partida de ajedrez:
Coloca a sus hombres[102] […] el Emperador, con la bata abierta, camisa y calzas de lino, se desmaya y cae de espaldas. Gran alboroto y conmoción, uno va en busca de un cordial, otro a la botica en busca de «agua de caléndulas y rosas», y a avisar a su confesor y a los médicos. En el ínterin se estrangula y muere.
«Se estrangula» quiere decir aquí «se ahoga», porque Iván falleció de muerte natural. Lo mismo que Stalin, por escandaloso que parezca. Stalin tardó algo más en irse. Y era tan increíble su talento para la muerte que demostró que podía matar incluso desde el ataúd.
Entre el centenar largo de artistas judíos ejecutados entre 1948 y 1953 estaba el legendario actor Solomon Mijoels. No fue detenido; fue atraído a un encuentro, asesinado y abandonado en la calle, donde un camión de la Checa le pasó por encima. El régimen, al principio, se alegró de poder decir que había sido un accidente, pero más tarde se difundió que en realidad había sido asesinado… por la CIA, para impedirle que delatara a una red de espías norteamericanos. Mijoels había hecho teatro en privado, en el Kremlin. Había representado a Shakespeare para Stalin. Había hecho de Lear para Stalin. Yo sostengo que fue un gran momento histórico. Lear, como se sabe, fue totalitario desde la cuna —hay diferencias—, pero Lear sigue siendo la más importante reflexión visionaria sobre el espíritu totalitario. ¿Arrugó Stalin la nariz mientras oía a Mijoels, su futura víctima, despellejarlo vivo desde el escenario?
Me agasajaban como a un perro […] ¡Decir «sí» y «no» a todo lo que yo decía! […] Cuando cierta vez me empapó la lluvia y el viento me hizo tiritar, cuando el trueno no se amansó con mis órdenes, entonces los descubrí, entonces me los olí. Quita, quita, estos no son hombres de palabra; me decían que yo lo era todo: esto es mentira, no estoy hecho a prueba de calenturas.
Tampoco Koba. Jrushov dice que estaba insólitamente alegre la noche del 28 de febrero (e insólitamente borracho)[103]; otras versiones hablan de una noche de tétricas denuncias desde la cabecera de la mesa y de la silenciosa y asqueada partida de Stalin (a la hora habitual: las 4 de la madrugada). Ser invitado permanente en las cenas de Kuntsevo siempre había sido un honor dudoso. En tiempos más juveniles, los amiguetes del Kremlin se habían entretenido con meriendas colectivas, canciones, chistes y bromazos. Una broma típica era poner un tomate maduro en la silla del borracho Poskrébishev (¿antes o después de que fusilaran a su mujer… o antes y después?). A Stalin le gustaban los espectáculos de humillación: hacer que Jrushov bailara al estilo cosaco, por ejemplo. Pero aquellos hombres ya habían sido humillados, y mucho antes de 1953. Por entonces Poskrébishev ya no estaba allí (lo habían despedido, nada más), y los otros, sobre todo Beria y Malenkov, estaban bajo sospecha. Hacía poco habían oído murmurar a Stalin para sí: «Estoy acabado. No confío en nadie, ni siquiera en mí mismo». Svétlana dice que visitar a su padre por aquella época la dejaba físicamente deshecha durante varios días; y Svétlana no temía por su vida.
El 1 de marzo, Stalin despertó a mediodía, como de costumbre. En la cocina se encendió la luz de PREPARAR TÉ. Los criados esperaron en vano la orden de LLEVAR TÉ. Hasta las once de la noche no se atrevieron los oficiales de guardia a hacer averiguaciones. Koba, con el pijama manchado, yacía en el suelo del comedor, junto a una botella de agua mineral y un ejemplar de Pravda. Había mucho terror en sus ojos implorantes. Cuando quiso hablar, sólo le salió «un zumbido»: la pulga gigante, la chinche, reducida a un zumbido de insecto. Es indudable que había tenido tiempo para meditar una incómoda circunstancia: a todos los médicos del Kremlin los estaban torturando en la cárcel, y Vinográdov, su médico personal de muchos años, estaba, además (por insistencia del mismo Stalin), «con grilletes».
Beria, que acababa de salir de alguna orgía, hizo una visita rápida el 1 de marzo por la noche. Pero hasta la mañana siguiente no se pudo reunir a un equipo de médicos (no judíos), que se pusieron a trabajar espoleados por las obscenidades y amenazas de Beria, mientras los miembros del Politburó se paseaban en la habitación contigua. Es un poco inevitable demorarse en los documentos médicos (¿por la novedad de una muerte natural?) y en su descripción de la impotencia absoluta. Extractos:
[…] el paciente estaba echado de espaldas en un diván, con la cabeza vuelta hacia la izquierda, los ojos cerrados, con moderada hiperemia en la cara; ha habido una micción involuntaria (tenía la ropa empapada en orina) […] Los latidos cardíacos eran apagados […] El paciente está en estado de inconsciencia […] No hay ningún movimiento en las extremidades derechas, sí agitaciones ocasionales en las izquierdas.
Diagnóstico: hipertonía, arteriosclerosis generalizada con principales daños en los vasos cerebrales, hemiplejía derecha a consecuencia de hemorragia arterial en cerebro izquierdo; cardiosclerosis arteriosclerótica, nefrosclerosis. El estado del paciente es muy grave.
Porque al paciente, por decirlo de otro modo, le había dado un ataque fulminante. Los médicos le pusieron sanguijuelas, cuatro detrás de cada oreja, que alegre e inocentemente le chuparon la sangre a la chinche. Le administraron sulfato de magnesio con lavativa y jeringuilla. Stalin tenía todo el lado derecho paralizado; el izquierdo sufría sacudidas aleatorias. En el transcurso de los cinco días siguientes, mientras los trémulos médicos se afanaban en lo suyo, Vasilii Dyugashvili se removió ocasionalmente, gritando: «¡Han matado a mi padre, los muy bastardos!». A las 9.50 de la noche del 5 de marzo empezó a sudar copiosamente. La cara azul se le puso más azul. Svétlana miraba y esperaba. He aquí su despedida:
Durante las últimas doce horas la falta de oxígeno se agravó. Su cara y sus labios se ennegrecieron […] Su agonía fue terrible. Literalmente murió asfixiado ante nuestros ojos. Cuando ya parecía haber llegado el último momento, abrió los ojos y miró a todos los que estábamos en la habitación. Fue una mirada terrible, de locura o quizá de cólera, y llena de miedo a la muerte […] De pronto levantó la mano izquierda, como si señalara algo situado arriba y lo maldijera todo. Fue un gesto incomprensible y muy amenazador.
¿Qué hacía? Buscar a tientas su poder.
Stalin había muerto, pero aún no se había ido. Siempre le había gustado amontonar a la gente, apretujarla, no dejarle aire ni espacio ni recursos; siempre le había gustado recluirla y emparedarla, acorralarla y enjaularla: la «perrera» de recepción de la Lubianka, con tres presos por cada metro de suelo; Ivánovo, con 323 hombres en celdas ideadas para veinte, o Strajóvich, con 28 hombres en celdas pensadas para reclusiones individuales; o 36 en un solo compartimiento de tren, o un furgón celular tan abarrotado que los urka ni siquiera podían meter la mano en bolsillo ajeno, o los zeki atados por parejas y amontonados como troncos en la parte trasera del camión, camino de la muerte… El día del entierro de Stalin, multitudes ingentes, presas de una consternación falsa y de un falso amor, desfilaron por Moscú en densidad peligrosa. Cuando, estando en una apretada multitud, nuestros movimientos dejan de ser nuestros y tenemos que esforzarnos por respirar, una triste idea se impone en medio de nuestro pánico y es que si sobreviene la muerte, llegará de la mano de la vida, del exceso de vida, de la sobreabundancia de vida. De todos modos, ¿qué hacían allí aquellas personas? ¿Llorarle? Aquel día murieron asfixiadas más de cien personas en las calles de Moscú. Así pues, Stalin, embalsamado en el ataúd, siguió haciendo lo que realmente sabía hacer: matar rusos.
Durante los preparativos para el juicio de propaganda de los socialistas revolucionarios, Lenin escribió al ministro de Justicia (mayo de 1922):
¡Camarada Kurski!
Continuando con nuestra conversación, te envío el esquema de un apartado complementario para el Código Penal […] La idea básica, espero, está clara […] proponer abiertamente una ley a la vez basada en principios y políticamente veraz (y no sólo jurídicamente estricta) que aporte motivos para la esencia y justificación del terror, su necesidad, sus límites.
El tribunal no debe excluir el terror. Sería engañoso o falso prometer esto, y con objeto de proporcionarle una base y legalizarlo como un principio, con claridad y sin hipocresías ni adornos, es necesario formularlo del modo más general posible, pues sólo la corrección y la conciencia revolucionarias aportarán las condiciones para aplicarlo más o menos generalmente en la práctica.
Saludos comunistas,
LENIN
«El terror es un medio poderoso de hacer política —decía Trotski— y hay que ser un hipócrita para no comprenderlo».
Los dos hombres, como vemos, están deseosos de no ser hipócritas[104]. No, no caigamos en la hipocresía. Terror, si hace falta. Pero no caigamos en la hipocresía. La carta de Lenin a Kurski amplía una sugerencia anterior: «¡Camarada Kurski! En mi opinión, deberíamos ampliar la aplicación de los fusilamientos (autorizando su sustitución por la expatriación) a todas las actividades de mencheviques, socialistas revolucionarios, etc.». Y añade: «Debemos encontrar una fórmula que relacione estas actividades con la burguesía internacional». La cursiva es suya; la hipocresía también. El terrorismo de Estado es histeria de Estado; cualquier intento, por muy fríamente que se acometa, de «legalizarlo como un principio y sin hipocresías», pecará de hipócrita. ¿Y cómo interpretamos el dictamen de Trotski? «Hay que ser un hipócrita —dice— para no comprender» que «el terror es un medio poderoso de hacer política». «No comprender» es aquí un eufemismo por «no obrar en consecuencia»: a fin y al cabo, a sus rivales políticos les da igual que lo comprenda o no. Trotski debería haber dicho «sentimental» en vez de «hipócrita». Todo el mundo sabe que el terror es antisentimental. Pero aún tenemos que convencernos de que el terror es antihipócrita. En un plano más general, tenemos que hacernos a la idea de que Lenin y Trotski estaban atentos al peligro de la hipocresía.
La verdad es que la hipocresía hizo su agosto con los bolcheviques, como la hiperinflación. No trato de ser ocurrente si digo que la hipocresía acabó siendo la esencia misma del Partido, ya que esto es quedarse corto. La hipocresía no supo la que le había tocado en Octubre de 1917. Hasta entonces había tenido sus momentos, en política, en religión, en el comercio; había desempeñado su papel en innumerables interrelaciones sociales; y había protagonizado muchas novelas victorianas, etc.; pero nunca se le había dicho que empapase a la sexta parte del planeta. Al mirar atrás, puede que la hipocresía se sonriera al recordar sus titubeos iniciales, porque se acostumbró muy pronto a las alturas desde las que se domina todo.
Esta lacra prolifera cuando se interrumpe la relación directa entre las palabras y los hechos. Antes de analizar la palabra «revolución» (casilla uno), pensemos en la casilla dos, la «dictadura del proletariado». Los bolcheviques convirtieron en símbolo de la «vanguardia» esta expresión que ocupa poco más que una nota a pie de página en Marx; los revolucionarios de élite fundan una dictadura en nombre del proletariado; el proletariado, con el tiempo, supera la simple «conciencia sindical» y empalma con la vanguardia; la vanguardia, el Estado, «se disuelve» y entonces «se realiza» el comunismo total. Hoy sabemos que los bolcheviques se quedaron en la primera fase del proceso y nunca pasaron de allí (aunque en cierto modo se las arreglaron para disolverse, casi un siglo más tarde, sin dejar nada). Lenin era hipócrita por lo tanto cuando prohibió los sindicatos alegando que el proletariado ya tenía el poder dictatorial.
Rusia no tuvo nunca dictadura del proletariado.
Lo que tuvo Rusia fue dictadura del proletario.
Rusia tuvo a Stalin y tuvo la perfección negativa.
1) Durante el hambre de 1933, Moscú prosiguió su política de rusificación en Ucrania, purgando todas las instituciones (entre ellas la Oficina de Pesas y Medidas y el Instituto Geodésico). Un funcionario, Skripnik, que había sufrido una agresión, reaccionó con ingenio: replicó y a continuación se pegó un tiro. La necrológica oficial dijo que el suicidio había sido «un acto de pusilanimidad particularmente indigno de un miembro del Comité Central del Partido Comunista de la Unión».
2) Tomado de El gran terror: «La forma más segura de que fusilaran a un acusado era negarse a declararse culpable. Así ni siquiera tenía que someterse a un juicio público, ya que o perecía con los rigores de la investigación preliminar o lo mataban, como a Rudzutak, tras un juicio de veinte minutos a puerta cerrada. La lógica de los tribunales de Stalin era distinta de la que es normal en el resto del mundo. La única posibilidad de eludir la muerte era admitirlo todo y dar la peor interpretación posible a las propias actividades. La verdad es que esto no salvó prácticamente a nadie».
3) Durante la Colectivización, cuando los campesinos exterminaron su propio ganado, el jefe de la adquisición de cereal en Ucrania, del que podía esperarse que viviera a cuerpo de rey ante la lucha que se avecinaba (es decir, el Terror del Hambre), dijo según algunos: «Por vez primera en su miserable historia, los campesinos rusos se han atracado de carne».
4) Habla Robert Tucker, a propósito de la ejecución de Kámenev y Zinóviev, a quienes Stalin, al principio, había prometido no matar: «No sólo los humilló, los explotó y los destruyó, sino que hizo que murieran sabiendo que se habían escarnecido y mancillado públicamente, a sí mismos y a muchos otros, que habían cargado con la responsabilidad de Stalin en el asesinato de Kírov, con la duplicidad sistemática de Stalin y la conspiración terrorista de Stalin contra el partido estatal. Habían confesado que representaban una variedad del fascismo cuando él mismo estaba introduciendo en Rusia precisamente eso con aquella parodia de juicio, entre otras cosas; y ellos terminaron postrándose a los pies de su asesino y glorificándolo… únicamente por servir a sus intereses personales»[105]. Decía Bujarin en la cuadragésima tercera carta sin respuesta que escribió a Stalin: «Sólo siento por ti, por el Partido y por la causa un amor grandioso e infinito. Te abrazo en mis pensamientos…». Pocos asesinos han solicitado esto de sus víctimas, que afronten la muerte con expresiones afectuosas en los labios. Pero era tal el tamaño de la derrota, el tamaño del déficit, que Stalin siguió insistiendo.
5) De vez en cuando, los jefazos, sentados a la mesa, se pasaban las peticiones de clemencia. Al pie de una, de un mando militar inocente al que iban a fusilar al día siguiente, escribieron: «Un montón de mentiras. Fusiladlo: I. Stalin»; «Estoy de acuerdo. ¡Canalla! Un perro debe de morir como un perro: Beria»; «Un chiflado: Voroshílov»; «¡Cabrón!: Kaganóvich».
6) En 1948, Stalin hizo la siguiente adición a su biografía oficial, el Cursillo: «En las diversas etapas de la guerra, el genio de Stalin encontró la solución correcta que explicaba todas las circunstancias […] Su dominio del arte militar se puso de manifiesto tanto en la defensa como en el ataque. Su genio le permitió adivinar los planes del enemigo y derrotarlo». A esta adición hizo otra adición: «Aunque desempeñó su misión de dirigente del Partido con consumada destreza y contó con el apoyo incondicional de todo el pueblo soviético, nunca dejó que la vanidad, el engreimiento o la autoadulación entorpecieran su labor».
7) Conforme apretaba el Terror del Hambre, los campesinos robaban trigo en medida creciente. Una ley politizó este delito declarando que aquellos rateros eran enemigos del pueblo y que serían castigados con los diez o con la súper. «A comienzos de 1933 —dice Volkogónov— ya se había condenado a más de 50.000 personas, muchas medio muertas de hambre». Pronunciar la palabra «hambre» se castigaba con la misma pena. Los «dignos segadores» de la graciosa observación de Stalin no sabían que pasaban hambre a causa de la política del gobierno. Pero sabían que pasaban hambre. Y señalarlo era un delito castigado con la pena máxima. En otras palabras, se mataba con rapidez a la gente por decir que se la mataba poco a poco.
Ahora entendemos por qué Solzhenitsyn utiliza interjecciones, cursivas, signos de admiración y sarcasmos demoledores. En la cuerda de presos había que cantar:
Somos gente curtida los soldados del Canal.
Pero no es ese nuestro rasgo principal.
Una gran época nos ha reclutado
para que el porvenir quede allanado.
O en las funciones teatrales de aficionados, a pleno pulmón:
Ni siquiera la canción más hermosa
haría justicia a este país,
que no hay tierra más gloriosa
que la tierra en que todos vivís.
[…] Ah, apretaban hasta tal punto que se lloraba por volver con el jefe de compañía Kurilko [«¡Voy a ponerte a sorber moco de cadáver!»], que se paseaba por la breve y sencilla carretera de las ejecuciones, entre la esclavitud sin tapujos de Solovki.
¡Dios mío! ¿Qué canal tendrá profundidad suficiente para que ahoguemos en él todo este pasado?[106]