PREPARACIÓN

He aquí la segunda frase de The Harvest of Sorrow: Soviet Collectivisation and the Terror-Famine de Rober Conquest:

Quizá podríamos poner en su justa perspectiva el presenta caso diciendo que se perdieron veinte vidas, no por cada palabra, sino por cada letra que hay en este libro.

Esta frase representa 2.700 vidas. El libro tiene 411 páginas.

«Comían boñigas de caballo, entre otras cosas porque solían contener granos de trigo enteros» (1.540 vidas). «Oleska Voitrijovski salvó su vida y la de su familia comiendo carne de caballos que habían muerto de muermo y otras enfermedades en la cooperativa» (2.640 vidas). Conquest cita un pasaje de Forever Flowing, la versión inglesa de Vsie techiet, la novela ensayístico-documental de Vassili Grossman: «Y las caras de los niños estaban avejentadas, atormentadas, como si tuvieran setenta años. Y al llegar la primavera ya no tenían cara. Más bien tenían cabeza como de pájaro, con pico, o cabeza de rana —boca grande de labios delgados—, y algunos parecían peces, con la boca abierta» (4.440 vidas). Grossman prosigue:

En una choza estallaba algo parecido a una guerra. Todos se vigilaban estrechamente […] La esposa se ponía contra el marido y el marido contra la esposa. La madre odiaba a los hijos. Y en otra choza el amor se mantenía puro y sin mancha hasta el final. Conocí a una mujer que tenía cuatro hijos. Les contaba cuentos de hadas y leyendas para que se olvidaran del hambre. Apenas podía mover la lengua, pero los llevaba en brazos aunque apenas tenía fuerzas para levantar los brazos solos. El amor seguía viviendo dentro de ella. Y todos se daban cuenta de que donde había odio la gente se moría más aprisa. Pero el amor no salvó a nadie. Murieron todos los de la aldea, desde el primero hasta el último. No quedó en ella ningún vestigio de vida.

Así pues, 11.580 vidas. El canibalismo era una práctica extendida y en general se castigaba. No a todos aquellos desdichados antropófagos les aplicaron la pena máxima. A fines de los años treinta había aún 325 antropófagos de Ucrania cumpliendo cadena perpetua en campos de trabajo bálticos.

El hambre era un hambre impuesta: se quitaba la comida a los campesinos. El 11 de junio de 1933, el periódico ucraniano Visti felicitó a un «despierto» agente de la policía política por desenmascarar y detener a un «saboteador fascista» que había escondido pan en un agujero tapado con un puñado de tréboles. La palabra fascista. Ciento sesenta vidas.

En estas páginas, preposiciones inocentes como en y para representan el asesinato de seis o siete familias numerosas. Sólo hay un libro sobre este tema: el de Conquest. Y tiene, repito, 411 páginas en la edición original inglesa.

CREDENCIALES

Soy un novelista y crítico de cincuenta y dos años que hace poco ha leído varios metros de libros sobre el experimento soviético. El 31 de diciembre de 1999 asistí, con Tony Blair y la Reina de Inglaterra, a los actos que se celebraron en el Millennium Dome de Londres. Anunciada como un festival de alta tecnología en un estético paisaje onírico, la velada fue como una escala de cinco horas en un aeropuerto alemán de segunda categoría. Para otros fue una tentativa de cinco horas por alcanzar la categoría de un aeropuerto alemán de segunda, así que no voy a quejarme. Yo sabía que lo del milenio era un fiasco que reflejaba poco más que nuestro interés por los ceros; y sabía que, en cualquier caso, el 31 de diciembre de 1999 no señalaba el cambio de milenio[1]. Pero aquella noche pareció que se acababa el siglo XX; y el siglo XX se considera por unanimidad el peor siglo que hemos tenido (una impresión confirmada por el último libro que estaba leyendo: Reflections on a Ravaged Century, de Robert Conquest). Había esperado sentir alguna clase de escalofrío milenarista a medianoche. Pero no lo sentí en el Dome. Sin embargo, un par de días después me puse a escribir sobre el siglo XX y el que me parecía su principal defecto. El artículo, o ensayo, creció hasta convertirse en el volumen que tiene el lector en las manos. He escrito sobre el genocidio nazi en una novela (La flecha del tiempo). Su epílogo comienza con estas palabras:

Este libro está dedicado a mi hermana Sally, que, cuando era muy pequeña, me prestó dos grandes servicios. Despertó mi instinto de protección; y me procuró si no mi primer recuerdo infantil, sí el más fértil y radiante. Creo que en aquel instante tenía media hora de vida. Yo tenía cuatro años.

Creo necesario consignar que entre la Noche del Milenio y el verdadero cambio de milenio, que se produjo un año después, mi hermana falleció a la edad de cuarenta y seis años.

ANTECEDENTES

Pasé el verano de 1968 ayudando a cambiar la instalación eléctrica de una mansión burguesa de un barrio del norte de Londres. Fue mi único contacto con la vida proletaria. Además, fue una experiencia breve y especializada: terminada la faena, me instalé inmediatamente en la mansión burguesa, con mi padre y mi madrastra (los dos novelistas, aunque mi padre era además poeta y crítico). Mi hermana tampoco tardó en instalarse con nosotros. Aquel año, como es lógico, estábamos pendientes de los acontecimientos de Checoslovaquia. En junio, Breznev desplegó a 16.000 hombres en la frontera. La posibilidad de intervenir militarmente en «el problema checo» se llamaba Operación Tumor… Mi padre había estado en Praga en 1966 y había hecho allí muchas amistades. Más tarde se convirtió en una broma de familia, por el río de checos que pasaban por Londres para visitarnos. Hubo checos rebotados, checos con carta de presentación y por lo menos uno al que se rindieron honores, el novelista Josef Skvorecki. Y de pronto, la mañana del 21 de agosto, apareció mi padre en la puerta del patio, donde los electricistas nos estábamos tomando un respiro, y exclamó con una voz que aunaba la derrota y la desdicha: «Los tanques rusos están en Praga».

Cumplí diecinueve años cuatro días después. En septiembre fui a Oxford.

Entre las Letters of Kingsley Amis, un volumen de 1.200 páginas, sólo hay dos, las dos primeras, en las que mi padre se me aparece como una persona irreconocible. En ellas, sin ningún sentido del humor, anima a un desmoralizado camarada a seguir en la brecha. El tono (serio, de viejo, condescendiente) resulta totalmente extraño: «Mira, con franqueza, tú sabes que no sirve de nada dejar el Partido de ese modo. Vamos, vamos, John. Estoy muy disgustado contigo». Al final de la segunda carta hay una hoz y un martillo dibujados a mano. Mi padre era miembro con carné del PC y recibía órdenes de Moscú, como solía decirse, del Moscú de Stalin. Era el mes de noviembre de 1941; mi padre tenía diecinueve años y estaba en Oxford.

1941. Kingsley, permitámonos suponerlo, no sabía absolutamente nada de las catástrofes internas de la URSS. Pero la política exterior rusa se esforzaba poco por ganarse la lealtad de nadie. Hago un resumen. Agosto de 1939: el pacto nazi-soviético. Septiembre de 1939: invasión-reparto nazi-soviético de Polonia (y otro pacto: el Tratado sobre Fronteras y Amistad germano-soviético). Noviembre de 1939: anexión de Ucrania occidental y de Bielorrusia occidental y conato de invasión de Finlandia (que causó la expulsión de la URSS de la Sociedad de Naciones al mes siguiente). Junio de 1940: anexión de Moldavia y Bucovina. Agosto de 1940: anexión de Lituania, Letonia y Estonia; y asesinato de Trotski. Estas adquisiciones y decapitaciones podrían parecer modestas en comparación con los aparatosos triunfos de Hitler durante el mismo período. Y de pronto, en junio de 1941, Alemania atacó a la Unión Soviética. Mi padre esperaba participar en la guerra, y con razón; los rusos eran entonces sus aliados. Fue por aquellas fechas cuando se afilió al Partido, en el que creyó durante quince años.

¿Cuánto sabían los camaradas de Oxford en 1941? Ya en 1931 había protestas públicas en Occidente contra los campos de trabajo soviéticos. También había informes convincentes sobre el violento caos de la Colectivización (1929-1934) y sobre el hambre de 1933 (aunque ninguna insinuación todavía de que el hambre fuera un acto terrorista). Y estaban los Procesos de Moscú de 1936-1938, que se celebraron delante de periodistas e informadores extranjeros y que pudo seguir todo el mundo. En aquella farsa grandilocuente e histérica, reputados bolcheviques de la vieja guardia «confesaron» que eran enemigos del régimen desde tiempos inmemoriales (y otros delitos igual de absurdos). Al adolescente Solzhenitsyn le dejó «estupefacto la falsedad de aquellos procesos». Pero el mundo en general adoptó el punto de vista contrario y llegó a aceptar las indignadas negativas soviéticas sobre el hambre, la esclavización del campesinado y el trabajo forzoso. «No había ninguna excusa razonable para creer en la versión estalinista. Las excusas que podrían proponerse son irracionales», dice Conquest en El gran terror. Al mundo se le dio a elegir entre dos realidades; y el joven Kingsley, al igual que la abrumadora mayoría de intelectuales de todas partes, optó por la realidad que no debía.

No hay duda de que los comunistas oxonienses conocieron el decreto soviético de 7 de abril de 1935, por el que los niños de doce años quedaban sometidos a «todas las medidas penales», comprendida la pena de muerte. Esta ley, que se publicó en la primera página de Pravda y causó consternación en todo el mundo (obligando al PC francés a aducir que los niños, en el socialismo, se hacían adultos muy aprisa), tenía al parecer dos objetivos fundamentales. Uno era social: acelerar la eliminación del ejército de huérfanos salvajes e indigentes que había creado el régimen. Pero el otro era político: presionar por un medio bárbaro a los veteranos de la oposición, Kaménev y Zinóviev, que tenían hijos mayores de doce años; no tardarían en caer estos personajes, y sus clanes con ellos.

El decreto de 7 de abril de 1935 fue la cristalización del estalinismo «maduro». Imaginad el tamaño del guante con que Stalin nos cruzaba la cara; imaginad el tamaño[2].

El 7 de abril de 1935 le faltaban a mi padre nueve días para cumplir trece años. ¿Se preguntó alguna vez, con el paso del tiempo, por qué un estado necesitaba aplicar «la última política de defensa» (como decía una secreta instrucción complementaria) contra los doceañeros?

Puede que haya a la postre una excusa razonable para creer en la versión estalinista: que la versión auténtica —la verdad— era totalmente increíble.

MÁS ANTECEDENTES

Creo que fue el verano siguiente, el de 1969, cuando pasé una hora en el inmenso jardín de la mansión fascista del sur de Hertfordshire, con Kingsley Amis y Robert Conquest. Hay una parte de la conversación que sigue aferrada al recuerdo, porque conseguí soltar una frase medio ingeniosa en una etapa en que estaba todavía angustiado (y con razón) por mi solvencia general en compañía adulta. Kingsley y Bob (o bien «Kingers» y «Conquers», del mismo modo que Aleksandr Solzhenitsyn, luego traducido por Bob, acabaría siendo «Solzhyers») se quejaban de una reciente puesta en escena de Hamlet en la que el príncipe era homosexual y el papel de Ofelia lo interpretaba un hombre. Retrospectivamente, y para ser 1969, casi parece cursi. El caso es que dije: «¡Vete a un monasterio!». No fue gran cosa, pero parece que encajó.

Kingsley había publicado en 1967 un artículo titulado «Por qué Lucky Jim se hizo de derechas». El ex comunista estaba transformándose en un laborista razonablemente activo, antes de volverse (y seguir siendo) un conservador notablemente ruidoso. En 1968 Bob había publicado El gran terror, el conocido estudio sobre las purgas de Stalin durante los años treinta, y estaba acumulando méritos para recibir el título, que se le concedió en un pleno del Comité Central celebrado en Moscú en 1990, de «antisoviético número uno». En los años sesenta era normal llamar «fascistas» a Kingsley y a Bob en las discusiones políticas generales. La acusación no se hacía totalmente en serio (tampoco eran serias las discusiones políticas generales, por lo que hoy parece. En mi medio llamábamos fascistas a los agentes de policía e incluso a los guardas de los parques). Kingers y Conquers llamaban «el almuerzo fascista» a la reunión semanal que celebraban en Bertorelli's, de Charlotte Street; allí charlaban y bromeaban con otros fascistas, entre ellos el periodista Bernard Levin, los novelistas Anthony Powell y John Braine (un partícipe infrecuente y muy temido) y el historiador y desertor Tibor Szamuely. Lo que unía a los comensales fascistas era un anticomunismo bien fundado. Tibor Szamuely sabía lo que era el comunismo. Lo había conocido todo: purga, detención, gulag.

No leí El gran terror en 1968 (más probable habría sido, dada la época, que hubiera leído la poesía de Conquest).

Pero lo estuve hojeando durante una hora y nunca he olvidado la fría elegancia de sus observaciones sobre las «fuentes»: «1. Los informes oficiales contemporáneos apenas merecen comentarse. Son esencialmente falsos, pero siguen siendo muy instructivos. (Es mentira que Mdivani fuera espía británico, pero es verdad que fue ejecutado)». Recientemente he leído dos veces el libro, la primera edición (que tuve que robarle a mi padre) y la versión corregida y posterior a la glasnost, y que se titula The Great Terror: A Reassessment. Cuando le pidieron que sugiriese un título para la nueva edición, Conquest dijo a su editor: «¿Qué te parece Ya os lo dije, tontos del culo?». Porque el libro, ya revolucionario en el momento de su aparición, se ha confirmado sobremanera desde entonces. A mediados de los años sesenta estuve presente en cientos de conversaciones como la que sigue (los interlocutores son mi padre y A. J. Ayer):

—Por lo menos en la URSS están forjando algo positivo.

—¿Qué importa lo que estén forjando? Han matado ya a cinco millones de personas.

—No haces más que hablar de los cinco millones.

—Si te aburren esos cinco millones, estoy seguro de que te puedo encontrar otros cinco.

Hoy se puede. Pueden encontrarse otros cinco millones, y otros cinco, y cinco más.

Por las mismas fechas se hablaba en Inglaterra de un tema mucho más candente: la guerra de Vietnam. En las discusiones sobre la URSS se mantenía cierta educación. Pero en las discusiones sobre Vietnam se gritaba, se lloraba, se cambiaban golpes y desplantes. Yo he visto a mi padre perder la amistad de dos personas por culpa de Vietnam (A. Alvarez y Karl Miller). Porque mi padre, al igual que la mayoría, pero no la totalidad, de los asistentes a las comidas fascistas, apoyaba en términos generales la política de Estados Unidos. Y era una postura defendida por una minúscula y muy detestada minoría. El primer trimestre que pasé en Oxford (otoño de 1968) fui a una manifestación contra la invasión de Checoslovaquia. Participamos unas sesenta o setenta almas. Oímos discursos. Había tristeza y buenos modales. Compárese esta actitud con las exteriorizaciones y autoflagelaciones, salvajemente paritario-competitivas pero indisimulables, de las decenas de miles de personas que se concentraban delante de la Embajada de Estados Unidos, en Grosvenor Square.

En 1968, el mundo parecía más izquierdista que nunca y fue más izquierdista de lo que sería ya en el futuro. Pero este izquierdismo era el de la Nueva Izquierda: presentaba, o acabó presentando, la revolución como un juego. La clase «redentora» no se encontraba ya en las minas y en las fábricas; se encontraba en las bibliotecas y en las aulas universitarias. Había manifestaciones, disturbios, incendios, batallas callejeras en Inglaterra, Alemania, Italia, Japón y Estados Unidos. Y acordaos del Mayo parisino: barricadas, teatro en la calle, culto a la juventud («los jóvenes hacen el amor; los viejos hacen obscenidades»), la reaparición de Marcuse (el dialéctico de invierno), y Sartre, que se apostaba en las esquinas y repartía octavillas maoístas… La agonía de la Nueva Izquierda adoptó la forma de terrorismo de vanguardia (las Brigadas Rojas, la banda Baader-Meinhof, los Weathermen)[3]. Su vida póstuma es anarquiforme, enfrentada a la última mutación del capital: después del imperialismo, después del fascismo, ahora se enfrenta a la globalización. Señalemos aquí que no hay forma de que el islamismo combativo encaje en este «modelo», ni en ningún otro.

Pero los rojos no estaban muertos en 1968. Cuando estuve en Oxford solían colarse en todas las habitaciones: los creyentes, los duros, los proselitistas. Tal vez venga al caso el viejo chiste. Pregunta: ¿En qué se diferencia un coche comunista de un proselitista comunista? Respuesta: En que al proselitista le puedes cerrar la puerta. He aquí una paradoja reveladora: siempre se ha podido bromear a costa de la Unión Soviética, pero nunca sobre la Alemania nazi. No es sólo una cuestión de respeto. En el caso alemán, la risa se va automáticamente. Con el permiso de Adorno, no fue la poesía lo que se volvió imposible después de Auschwitz. Lo que se volvió imposible fue la risa. En cambio, en el caso soviético, la risa se niega a irse. La inmersión en los hechos de la barbarie bolchevique puede aumentar la resistencia a admitirlo, pero dicha inmersión no borrará nunca la risa de la barbarie…

Debo decir que durante un tiempo, con una postura asquerosa pero leal, seguí la política de mi padre sobre Vietnam. No tardé en cambiar de opinión y discutimos al respecto, a veces con acritud, durante treinta años[4]. Tal como lo entiendo actualmente, Estados Unidos no tenía por qué entrometerse en una serie de lejanas convulsiones, por culpa de las cuales las ideas de un economista alemán del siglo XIX estaban causando estragos de magnitud bíblica en China, Corea del Norte, Vietnam, Laos y Camboya. Acabé pensando que la continuación norteamericana de la guerra era intolerable e insufrible, no sólo por lo que estaba ocasionando en Vietnam, sino también por lo que estaba ocasionando en Estados Unidos. Hubo una revelación fantasmagórica, una confirmación fantasmagórica, cuando, a fines de los años ochenta, la cantidad de bajas propias en la guerra fue oficialmente superada por la de suicidios entre los veteranos. Es una prueba contundente del embrutecimiento ideológico de la madre patria. Los veteranos que volvían no recibían flores ni abrazos, como bien sabemos, sino imprecaciones. Y no se trataba de ideólogos. ¿Cómo se podía despreciar la sensibilidad humana corriente hasta el punto de recibirlos con imprecaciones y no con flores y abrazos?

Los Szamuely. Los cuatro Szamuely —Tibor, Nina, Helen y George— se alojaban en la mansión fascista aquel día de 1972 en que cogí el coche y fui a Oxford para el examen oral que concluiría la licenciatura. Cuando terminó todo, comuniqué la noticia por teléfono y al llegar me encontré con un escenario de celebración. A la una de la madrugada le hice una educada proposición a Helen Szamuely, que no aceptó, y me quedé frito en el sofá de la sala. Desperté a eso de las cinco, me levanté desconcertado y me dirigí a la puerta. Al abrirla, se dispararon todas las alarmas fascistas antirrobo y desperté a todo el mundo, a mi padre, a mi madrastra, a mi tiastro y a los cuatro Szamuely.

LA POLITIZACIÓN DEL SUEÑO

Tras comentar una entrada particularmente violenta de un jugador particularmente violento, el ex futbolista Jimmy Greaves observó: «Por decirlo de algún modo, es un chico encantador cuando está dormido». Los bolcheviques no daban tanto respiro. En 1910, un adversario político dijo, a propósito de Lenin, que no se podía tratar con un hombre que «está con la revolución las veinticuatro horas del día, que no tiene en la cabeza más que ideas sobre la revolución y que ni siquiera cuando duerme sueña con otra cosa que con la revolución». La Revolución de verdad no alteró esta costumbre. Como dijo el joven secretario Jrushov ante un vitoreante público de miembros del Partido, «un bolchevique es una persona que se siente bolchevique incluso cuando duerme». He aquí lo que pensaba del sueño un bolchevique:

Muerte de la vida diaria, baño del fatigoso trabajo,

bálsamo de mentes doloridas, segundo curso de la naturaleza,

principal alimentador en el banquete de la vida.

El sueño era otra oportunidad para sentirse bolchevique.

Pero eso es lo que quieren ellos, los creyentes, los duros, para eso es para lo que viven: para la politización del sueño. Quieren que la política esté en todas partes en todo momento, política permanente y omnímoda. Quieren la omnipresencia de la política; quieren la politización del sueño.

No tardaremos en ver lo que Stalin hizo a los Meyerhold: el ejemplo extremo de la politización del sueño.

Tomo este pasaje de una carta a Máximo Gorki sobre la condición de los intelectuales en el nuevo régimen:

La fuerza intelectual de los obreros y campesinos crece en la lucha por derrocar a la burguesía y sus acólitos, esos intelectuales de segunda fila y lacayos del capitalismo que se creen el cerebro de la nación. No son el cerebro de la nación. Son su mierda.

No es Stalin quien habla. Es Lenin. Stalin también detestaba a los intelectuales, pero sentía interés y una incómoda debilidad por lo que llamamos literatura creativa. Su célebre y parodiada observación, «los escritores son los ingenieros del alma humana», no es sólo una jactancia grandilocuente: es una descripción de lo que él quería que fuesen los escritores bajo su mando. No comprendía que los escritores de talento no pueden ir contra su talento para sobrevivir, que no pueden ser ingenieros. Los escritores sin talento pueden, o pueden intentarlo; era una gran ventaja ser un escritor sin talento en la URSS y una tremenda desventaja tenerlo.

Stalin en persona observó de cerca a una serie de novelistas, poetas y dramaturgos. En este plano titubeó como en ningún otro. A Zamiatin le dio la libertad: la emigración. Amenazó pero hasta cierto punto toleró a Bulgákov (y fue a ver Los días de los Turbín quince veces, como indican los archivos del teatro). Torturó y fusiló a Babel. Destruyó a Mandelstam. Fue responsable del sufrimiento y la desgracia de Anna Ajmátova (y de Nadezda Mandesltam). Sometió a Gorki a un destino mucho más extraño, deformando su talento y su integridad poco a poco; después de la ejecución, la deformación era el efecto más habitual entre los escritores rusos posteriores a Octubre y su modalidad expresiva más elocuente era el suicidio. Soportó a Pasternak; le cerró la boca y le quitó una amante y un hijo; pero lo perdonó («No toquéis a este morador de las nubes»). Sin embargo, he aquí lo que les hizo a los Meyerhold.

El mundialmente famoso Vsiévolod Meyerhold había disgustado a Stalin, en el período culminante del Gran Terror, con la puesta en escena de una obra sobre la guerra civil. Meyerhold fue atacado por Pravda (era un ritual, como un aviso de lo que se avecinaba) y su teatro clausurado. Al cabo del tiempo, Stanislavski le dio un empleo y algo de protección. Stanislavski murió en agosto de 1938. No transcurrió un año cuando se dio a Meyerhold la oportunidad de retractarse en una conferencia organizada por la Comisión de Asuntos Artísticos. No se retractó. Entre otras cosas, dijo:

Por ejemplo, el trabajo de los teatros me parece lamentable y bochornoso […] Id a los teatros de Moscú y fijaos en esas producciones insípidas y aburridas, todas iguales y sólo diferentes por su grado de insignificancia […] Con vuestros esfuerzos por erradicar el formalismo, habéis destruido el arte.

Lo detuvieron al cabo de unos días. El expediente Meyerhold contiene esta carta que escribió a Mólotov en la cárcel:

Los investigadores empezaron a emplear la fuerza conmigo, un enfermo de sesenta y cinco años. Me tendieron boca abajo y me golpearon en la planta de los pies y en la espalda con una correa de goma […] Unos días después, cuando tenía las piernas plagadas de hemorragias internas, volvieron a golpearme con la correa encima de las moraduras, y el dolor era tan fuerte como si me hubieran derramado agua hirviendo en las zonas sensibilizadas. Aullaba y lloraba de dolor […] no podía dejar de llorar. Con la cara contra el suelo averigüé que podía sacudirme, retorcerme y gemir como un perro cuando el amo lo castiga […] Cuando caía en el jergón y me dormía, después de un interrogatorio de dieciocho horas, para sufrir otro a continuación tras una hora de sueño, me despertaban mis propios quejidos, y porque sufría convulsiones, como un enfermo de tifus en las últimas etapas de la enfermedad.

Cuando es eso lo que nos despierta, sabemos que nos han politizado el sueño. El interrogador, añadía, le orinaba en la boca. Meyerhold escribió esta carta el 13 de enero de 1940, después de confesar todo lo que quisieron que confesase (que espiaba para los británicos y para los japoneses, entre otras cosas). Stalin necesitaba confesiones; siguió de cerca el desarrollo de algunos interrogatorios (que duraban meses e incluso años) y no dormía tranquilo hasta que obtenía una. Así pues, también su sueño estaba politizado.

Unos días después de la detención de Meyerhold, su mujer, la joven actriz Zinaida Raij, apareció muerta en su casa. Le habían asestado diecisiete cuchilladas. Los vecinos habían oído los gritos; pensaron que estaba ensayando. Se dice que le habían sacado los ojos, probablemente cerrados de sueño cuando sonó el timbre de la puerta.

Meyerhold fue fusilado el 2 de febrero de 1940.

Acababa de empezar este libro cuando encontré lo que sigue, en una historia de la «revolución» húngara, de importación soviética, de 1919:

Con una veintena de «Hijos de Lenin» [el ala terrorista del Consejo Revolucionario], Tibor Szamuely […] ejecutó a varios elementos locales acusados de colaborar con los rumanos […] Un colegial judío que intercedió por su padre fue muerto por llamar «bestia salvaje» a Szamuely […] Szamuely había requisado un tren y recorría el país ahorcando a los campesinos que se oponían a la colectivización.

Al principio pensé enviar un fax a Bob Conquest con una pregunta: «¿Era Tibor Szamuely pariente de Tibor Szamuely?». Pero entonces recordé las páginas que había escrito mi padre en sus Memoirs acerca de Tibor, de nuestro Tibor. Me puse a releerlas, pensando que conocía muy bien la historia de Tibor, y pensando además que era una historia grata, una historia de lucha, astucia heroica, suerte, fuga y triunfo subversivo. Terminé las páginas con un nudo en la garganta. No era una historia como la de Meyerhold; pero también era una historia sobre la politización del sueño.

Tibor Szamuely era tío de Tibor Szamuely y un célebre colaborador de Lenin. Tibor, nuestro Tibor, «tenía una foto enmarcada, situada en lugar destacado, con los dos monstruos subidos a una tribuna y dando la cara a una multitud», dice mi padre. Descendiente de una familia política húngara, Tibor nació en Moscú en 1925. Cuando tenía once años, su padre desapareció entre las fauces de 1936. Tibor combatió en el Ejército Rojo siendo aún adolescente. A principios de los años cincuenta se le ocurrió decir, delante de alguien en quien pensó que se podía confiar, que estaba harto de ver al «cerdo seboso» de Georgui Malenkov (primer ministro de la URSS, 1953-1955). Los agentes de «los Órganos» fueron a buscarlo a medianoche. Lo condenaron a ocho años, que debía cumplir en un campo del norte, Vorkutá, un nombre que significa para un ruso tanto como Dachau para un judío. O quizá más. He elegido Dachau deliberadamente y tal vez por comodidad. Murieron muchos allí, pero Dachau no tuvo tiempo de transformarse en campo de exterminio (sus cámaras de gas se construyeron muy tarde). Vorkutá no era un campo de exterminio. El gulag no tenía campos de exterminio al estilo nazi, ningún Belzec, ningún Sobibor (aunque tenía campos de ejecución). Pero, dadas las circunstancias, todos los campos eran campos de exterminio. Los que no morían inmediatamente en Auschwitz, que era campo de trabajo y campo de exterminio, solían durar tres meses. Parece que la media en los campos de trabajo del archipiélago gulag era de dos años.

Cuando se lo llevaron a las tres de la madrugada, lo último que dijo Tibor a su mujer fue: «Escribe a tu madre». Solía jactarse de haber sido el único prisionero liberado por Stalin; por Stalin en persona. Por lo visto, la madre de Nina Szamuely tenía una estrecha amistad con el dictador estalinista húngaro Matyas Rakosi. El estalinista, como estaba mandado, llamó o cablegrafió a Stalin; se enviaron órdenes a Vorkutá. Los hombres del KGB encargados de poner en libertad a Tibor le pidieron perdón, ya en el andén de la estación, besándole los zapatos. El sentenciado calumniador del Estado gozaba ahora del favor de la autoridad. Y Tibor, por una serie de cabriolas y casualidades maravillosas, huyó a la Inglaterra que había visitado de pequeño. Huyó con su mujer, sus dos hijos y además (todo un golpe) con su amplia e insustituible biblioteca. Así pues, una historia feliz, me dije: una historia feliz.

No tardó Tibor en instalarse: historiador, académico, periodista, observador de la URSS. Cuando obtuvo la nacionalidad, los fascistas organizaron un almuerzo para celebrarlo. Acerca de su nueva ciudadanía, dijo después a mi padre: «Significa que ya no tendré más preocupaciones. Ahora ya nada me importa. Ni siquiera morirme. Podré decirme a mí mismo: Bueno, por lo menos es en Inglaterra». Y fue en Inglaterra: dos años más tarde, cuando tenía cuarenta y siete. Y Nina falleció dos años después que él; el mismo día y del mismo cáncer. A ella la recuerdo con más claridad y emoción que a él. Antes sonreía al pensarlo: su aire de preocupación, su constante preocupación activa. También me acuerdo de su entierro y de «uno de los espectáculos más desgarradores que puedan imaginarse —en palabras de mi padre—, los dos pequeños huérfanos, Helen y George, en lo alto de las escaleras de la iglesia, para recibir el pésame de los asistentes, completamente solos».

Tibor se levantaba siempre muy tarde y Kingsley se quejó de ello en cierta ocasión hablando con Nina. Esta le dijo que su marido necesitaba ver las primeras luces del alba para pensar en dormirse. Incluso en Inglaterra. Necesita, dijo Nina, «estar completamente seguro de que no irán a buscarlo esa noche».

Nosotros no lo entendemos y no hay ningún motivo por el que debamos entenderlo. Hace falta un poderoso esfuerzo de imaginación para tener una idea de lo que es un «miedo que para millones de personas resulta invencible —en palabras de Vassili Grossman—, ese miedo escrito en letras rojas en el cielo plomizo de Moscú, el miedo sobrecogedor al Estado».

MÁS ANTECEDENTES

—Hugh MacDiarmid, menudo cabrón —dijo mi padre hacia 1972, a propósito del hombre que casi todo el mundo consideraba el más grande poeta escocés del siglo XX—. Se hizo comunista en 1956, después de lo de Hungría.

—¿Y qué escribe? —pregunté.

—Pues eso. Clichés marxistas espolvoreados con exabruptos «escoceses» arcaicos.

—¿Por ejemplo? Pensó unos instantes. Mi memoria responde de la exactitud de los versos dos y cuatro, no de los versos uno y tres, que para el caso podrían sustituirse por cualquier morralla parecida. Dijo mi padre aproximadamente:

Todo sistema político es una superestructura con una base socioeconómica determinante.

Whah-hey!

El principio de distribución según las necesidades excluye la conversión de los productos en mercancías y su transformación en valor.

Och aye!

Las condiciones objetivas para la transición al socialismo sólo pueden…

—Basta —dije, aunque ahora desearía que hubiera continuado.

Era fácil bromear sobre el comunismo. Era una de las cosas que también los rusos habían hecho siempre. En cambio, viviendo en el comunismo (como bien sabía Tibor), podían caer varios años de cárcel por bromear sobre él. Un chiste. Pregunta: ¿En qué se parecen la URSS y Estados Unidos? Respuesta: En que en los dos países se pueden hacer chistes sobre Estados Unidos.

A mediados de los años setenta colaboré en New Statesman (o NEW STATESMAN, según la tipografía de la casa), el célebre, histórico y hoy quizá anticuado semanario laborista[5]. Mis contemporáneos allí fueron Julián Barnes (novelista y crítico), Christopher Hitchens (periodista, ensayista y literato politizado) y James Fenton (periodista, crítico, ensayista y, por encima de todo, poeta). Políticamente nos desglosábamos del siguiente modo. Julián era laborista en términos generales, aunque Christopher Hitchens se burlaría de él sin parar por haber votado en cierta ocasión a los liberales. Yo era quietista y no alineado. Fenton y Hitchens, en cambio, eran militantes trotskistas que (por ejemplo) se pasaban los sábados vendiendo ejemplares del Socialist Worker en las empobrecidas calles comerciales de Londres.

—Si escribo el artículo, ¿cómo he de llamaros? —pregunté a Christopher, mientras hablaba con él desde Washington D. C.— ¿Trotskistas o trotskitas?

—Trotskistas, claro. Sólo un estalinista nos llamaría trotskitas.

Me eché a reír. Reí con indulgencia. Seguimos hablando.

A mediados de los años setenta solíamos discutir sobre el comunismo en New Statesman. Yo estaba al margen, aunque en cierto modo era un anticomunista congénito, contagiado, no al nacer, sino a los seis o siete años, en 1956, cuando los Amis se amoldaron con sincero ateísmo al Partido Laborista. En cualquier caso, la polémica seguramente estaba ya desfasada, con la publicación, en 1973 y 1975, de los dos primeros volúmenes de Archipiélago Gulag. Arriba, en el departamento literario, habíamos publicado una reseña del segundo volumen, firmada por V. S. Pritchett, bella y (para mí) inolvidablemente titulada «Cuando los muertos despertemos». El artículo de Pritchett terminaba diciendo: «[Solzhenitsyn] no es un activista político; carece de retórica y de planteamientos con dobles verdades; es un despertador». Cuando los muertos despertemos: Sí, me dije. Eso es lo que toca ahora… Y no ha sucedido. Para la conciencia general, los muertos rusos siguen durmiendo.

Hitchens y yo solíamos discutir sobre comunismo en los pasillos, de manera esporádica, medio en broma. El novelista fascista John Braine (proletario, del norte, eternamente borracho y con una absurda influencia en el plano sociocultural, no en el político, en una generación por lo menos) solía decir a los izquierdistas:

—¿Por qué amáis el despotismo? ¿Por qué añoráis la tiranía?

Y eso fue más o menos lo que le pregunté a Hitch:

—El gobierno de los gamberros. Eso es lo que queréis. ¿Por qué?

—Sí. El gobierno de los gamberros. Lo que yo quiero es a los burros en el poder. El gobierno de los gamberros.

Estos cruces de frases se producían con un talante de evaluación cómica, de evaluación recíproca. No éramos aún los buenos amigos que seríamos en el futuro y la política formaba parte de la distancia que había entre ambos. Por cierto: gobierno de los gamberros, o dictadura del proletariado (un resultado sólo previsto académicamente por los bolcheviques), tenía el sabor de los reajustes superficiales y provisionales que se estaban produciendo entonces en Inglaterra: el trasvase de la riqueza, como decía el Partido Laborista, a las clases trabajadoras y sus familias. Yo congeniaba quizá hasta cierto punto con el programa cultural, pero aquella idea (impuestos del 99 por ciento para el nivel superior de ingresos, etc.) me molestaba tan poco que también yo votaba por la continuación de la política laborista. O lo intentaba. El día de las elecciones de 1978, mi hermano y yo (laboristas) accedimos, en la mansión fascista, a quedarnos en casa para intercambiar los votos con dos conservadores en el terreno. Los conservadores (según nos pareció) fingieron no entender el acuerdo y se fueron a votar con el coche de mi tiastro, un Jaguar fascista. («Nos habéis escamoteado cuatro votos», le dije a mi tiastro con cierta indignación. «No. Dos», me corrigió). En el ínterin, se advertía en todas partes el efecto social del predominio de los sindicatos. Era profundo y retroactivo. Me hizo creer que los habitantes de estas islas se habían odiado desde siempre. Y no es cierto. El odio, la desatención general, era una deformación política, y no duró.

James Fenton hablaba poco durante aquellas discusiones desenfadadas, aunque solían tener lugar en su despacho (que siempre estaba increíblemente ordenado, a lo sumo con algún sujetapapeles perdido en la inmensidad de la mesa. La mesa de Julián estaba increíblemente ordenada, y también con algún sujetapapeles perdido. La mía era un caos. La de Christopher era un caos. «Tú y Christopher deberíais casaros», dijo James con resignación. También él era muy amigo de Christopher. Y compartían ideas políticas). James hablaba poco durante aquellas discusiones. Al igual que Christopher, no veía ningún porvenir en el socialismo «realmente vigente» en la URSS. Muy a grandes rasgos, su credo político imaginaba un regreso a la fuente de la energía revolucionaria con la figura de Trotski, ese ídolo supremo de las posibilidades frustradas. James había tenido sus experiencias negativas en Vietnam y Camboya. Pero me preguntaba cómo era posible que él, en tanto que poeta, se alineara con un sistema para el que la literatura era sierva del Estado; y yo me decía: sin duda detesta el lenguaje, los clichés metálicos, las fórmulas y los eufemismos, los acrónimos y condensaciones supuestamente futuristas y económicos[6]. Cierta vez que comíamos con toda solemnidad, James expuso su postura (local) del siguiente modo: «Quiero un gobierno laborista con manga ancha para los sindicatos». Inglaterra, pensé sin tristeza, iba a tener ese gobierno. Tal sería el futuro, y sería de izquierdas.

De modo que al día siguiente le dije a Christopher por teléfono:

—Tenemos que hablar largo y tendido sobre esto.

—Largo y tendido.

—Porque me hago preguntas sobre la distancia que media entre la Rusia de Stalin y la Alemania de Hitler.

—Ah, no caigas en eso, Mart. No caigas en las comparaciones morales.

—¿Por qué no?

—Lenin fue… un gran hombre.

—De eso nada.

—Hablaremos largo y tendido.

—Largo y tendido.

Pero ya habíamos progresado un poco. Ahora las discusiones eran sobre si la Rusia bolchevique había sido «mejor» que la Alemania nazi. Cuando apareció la Nueva Izquierda, las discusiones eran sobre si la Rusia bolchevique era mejor que Estados Unidos.

DIEZ TESIS SOBRE ILICH

(I)

En su carta a Máximo Gorki sobre la suerte de los intelectuales del país («no son su cerebro. Son su mierda»), decía Lenin (15 de septiembre de 1922):

[Vladímir Korolenko] es un filisteo lamentable, atrapado en prejuicios burgueses. Para estos caballeros, diez millones de muertos en la guerra imperialista es algo que vale la pena apoyar […] mientras que la muerte de cientos de miles en una guerra civil justa contra los terratenientes y los capitalistas les hace exclamar ¡ah! y ¡oh!, y suspirar, y ponerse histéricos.

La cantidad que se da habitualmente para las bajas militares de la Primera Guerra Mundial (del total de los países beligerantes) está en torno a 7.800.000. La cantidad que se da habitualmente para las bajas militares de la guerra civil rusa ronda el millón. Pero es que en el caso ruso hubo además 12 millones de civiles muertos. «Estas cantidades cuentan sólo la mitad de la historia, porque, como es obvio, en circunstancias normales la población no se estanca, sino que aumenta», dice Richard Pipes en Russia Under the Bolshevik Regime. Según este cálculo, la cantidad asciende a 23 millones. Y creo que hay una buena razón para incluir el déficit de nacimientos. Que el experimento ruso no se llevó a cabo para medro de los pobres infelices que por casualidad estaban vivos entonces; se llevó a cabo por sus hijos y por los hijos de sus hijos… ¿Era inevitable la guerra civil, una guerra civil? ¿Tanto odio había que el censo se condenó de antemano a un descenso astronómico? Bueno, la guerra civil fue inevitable cuando Lenin tomó el poder. Hay docenas de citas, eslóganes, consignas de manifestación que dan fe de su entusiasmo por la guerra civil. Lo mismo cabe decir de Trotski. La guerra civil era una piedra angular de la política bolchevique.

(II)

Lenin sufrió el primer ataque en mayo de 1922. En septiembre escribió la terrible carta a Gorki. En julio había estado elaborando sus listas de intelectuales que había que detener y deportar o confinar. Un mes antes, sus médicos le habían dicho que multiplicara 12 por 7. Resolvió el problema al cabo de tres horas, mediante sumas: 12 + 12 = 24, 24 + 12 = 36… El ex creyente Dmitri Volkogónov comenta en Lenin: A New Biography:

Había llenado un cuaderno de veintiuna páginas con garabatos infantiles […] El futuro de toda una generación de intelectuales rusos lo estaba decidiendo un hombre que apenas podía resolver un problema aritmético para niños de siete años.

Sufrió más ataques. Krúpskaia, su mujer, tuvo que enseñarle a repetir (y esto sólo funcionaba instigándolo de manera directa) las palabras «campesino», «obrero», «pueblo» y «revolución»… Adam Ulam ha dicho que el nihilismo de la tradición revolucionaria rusa era «a la vez infantil y de pesadilla». El Lenin moribundo —y con frecuencia también el Lenin vivibundo— fue infantil y de pesadilla. Durante sus últimos diez meses sólo pronunció monosílabos. Menos mal que eran monosílabos políticos: vot-vot (ahí, ahí) y sezd-sezd (congreso, congreso).

(III)

Se queda uno estupefacto al enterarse de que Lenin leyó el insuperable bodrio ¿Qué hacer? (1863) de Nikolái Chernichevski cinco veces en un solo verano. Leerlo una vez en cinco veranos es superior a las fuerzas de la mayoría de nosotros; pero Lenin era tenaz. «Me transformó por completo —dijo en 1904—. Es un libro que le cambia a uno para toda la vida». Su mayor mérito, remachaba, era que enseñaba «cómo ha de ser un revolucionario». Por vergonzoso que resulte, no hay más remedio que admitir que ¿Qué hacer? es la novela más influyente de todos los tiempos. Gracias a su didáctico retrato del Nuevo Hombre revolucionario, a la «rusificación» de temas radicales del momento y a su desprecio por la gente normal, «la novela de Chernichevski aportó, mucho más que El capital de Marx, la dinámica emocional que al final acabó haciendo la revolución rusa» (Joseph Frank). Me acuerdo ahora de un comentario que hizo recientemente un escritor ruso (Víctor Erofeiev) que trataba de explicar el culto a Rasputín. Hay, dijo, «cierta base para afirmar que, en el fondo, Rusia no tiene nada en común con Occidente».

(IV)

Por defender la «paz vergonzosa y sin precedentes» de Brest-Litovsk con la Alemania imperial, Lenin perdió autoridad dentro del Partido durante un tiempo. En política económica le estaban presionando los visionarios, en particular Bujarin. Habla Trotski:

En las «Tesis sobre la paz» que escribió Lenin a principios de 1918 se dice que «el triunfo del socialismo en Rusia [exigía] cierto tiempo, unos cuantos meses». En la actualidad [1924] estas palabras parecen completamente incomprensibles; ¿no fue un lapsus?, ¿no quiso decir unos cuantos años o décadas? Pues no […] Recuerdo claramente que en la primera época, en el Smolni, en las reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo, Lenin repetía invariablemente que tendríamos socialismo en medio año y seríamos el Estado más poderoso.

Así, el régimen pasó a eliminar: a) la ley, b) las relaciones exteriores, c) la propiedad privada, d) el comercio, y e) el dinero. El medio elegido para eliminar el dinero fue la hiperinflación controlada por el Estado. En «la segunda mitad de 1919, ciertas “operaciones financieras” —a saber, la impresión de papel moneda— consumieron entre el 45 y el 60 por ciento de los gastos presupuestarios» (Richard Pipes, The Russian Revolution). Durante la frustrada invasión de Polonia de 1920, Lenin envió la siguiente orden a un comisario del Ejército Rojo:

Un plan precioso. Rematadlo con Dzeryinski. Disfrazados de «Verdes»[7] (ya se lo cargaremos a ellos después), nos adentraremos diez o veinte verstas y ahorcaremos a los kulaki, curas y terratenientes. Recompensa: 100.000 rublos por ahorcado.

En 1921, cien mil rublos equivalían a dos copecas de antes de la guerra[8]. En esta época, la serie de medidas políticas etiquetadas retrospectivamente Comunismo de Guerra se estaba abandonando en beneficio de la Nueva Política Económica (NEP), que legalizó el mercado negro que alimentaba a las ciudades, aunque no sin problemas. El resultado neto del Comunismo de Guerra fue la destrucción de la base industrial y la peor época de hambre que conoce la historia europea.

(V)

Lenin (19 de marzo de 1922):

Ahora y sólo ahora, cuando en las zonas afectadas por el hambre hay antropofagia y las carreteras están pavimentadas con cientos de cadáveres, si no miles, es cuando podemos (y por lo tanto debemos) insistir en la apropiación de los objetos de valor [de la Iglesia], con la energía más implacable y despiadada, sin reparar en medios para aplastar toda resistencia […] Un momento como el del hambre y la desesperación es único para crear entre las masas campesinas en general una disposición que nos garantice su simpatía o en cualquier caso su neutralidad […] Debemos declarar ahora [al clero] una guerra decisiva y despiadada, y someter su resistencia con una brutalidad que no olviden durante décadas […] Cuantos más representantes de la burguesía y el clero reaccionarios consigamos ejecutar en este asunto, mejor.

Los archivos eclesiásticos indican que aquel año mataron a 2.691 sacerdotes, 1.962 monjes y 3.447 monjas. Durante una carestía anterior, la de 1891, en la que murió medio millón de personas, la lucha contra el hambre fue una prioridad nacional. En la capital regional de Samara (Kuíbishev), sólo un intelectual, un abogado de veintidós años, se negó a participar en la campaña y, desde luego, fue denunciado públicamente. Era Lenin. Tuvo «la valentía», como dijo un amigo suyo,

de decir a los cuatro vientos que aquella carestía tendría muchos resultados positivos […] El hambre, explicó, por destruir la desfasada economía campesina, sería […] el preludio del socialismo […] El hambre destruiría asimismo la fe no sólo en el zar, sino también en Dios.

El hambre pertenece a la tetrarquía comunista; los otros tres elementos son el terror, la esclavitud y, evidentemente, el fracaso, el sempiterno e incorregible fracaso.

(VI)

Se ha dicho a menudo que los bolcheviques gobernaron como si libraran una guerra contra su propio pueblo[9]. Pero podríamos ir más allá y decir que los bolcheviques libraron una guerra contra la naturaleza humana. Lenin a Gorki:

Toda idea religiosa, toda idea de Dios […] es una abyección indescriptible […] de la especie más peligrosa, una epidemia de la especie más abominable. Hay millones de pecados, hechos asquerosos, actos de violencia y contagios físicos […] que son menos peligrosos que la sutil y espiritual idea de Dios engalanada con los ropajes «ideológicos» más elegantes.

La religión es reaccionaria, desde luego (¿y no pretendía el zar ser divino?). Pero la religión es además una parte de la naturaleza humana. Recuerdo el argumento de John Updike: la única prueba de la existencia de Dios es el colectivo humano que la desea. La guerra contra la religión formaba parte de la guerra contra la naturaleza humana que se hacía en muchos otros frentes.

(VII)

El hambre leninista de 1921-1922 (unos 5 millones de muertos) no fue al principio un acto terrorista. El clima desempeñó un papel; pero también la política bolchevique de las requisas, el embargarles el trigo a los campesinos sin darles nada a cambio. Privados de incentivos, los campesinos practicaron el estraperlo; y el régimen, como siempre, respondió con un creciente empleo de la fuerza cuyo desenlace fue el hambre. A diferencia del hambre estalinista de 1933, el hambre leninista fue oficialmente reconocida como tal[10]. En julio de 1921, Máximo Gorki obtuvo permiso para formar una comisión de ayuda humanitaria (compuesta básicamente por intelectuales) y organizar una campaña internacional. El socialismo, lejos de catapultar a Rusia a la supremacía planetaria, la había reducido a la miseria. Incluso Lenin se sintió molesto por una realidad que hoy se conoce en todo el mundo y la humillación se exteriorizó con una rencorosa xenofobia defensiva. No hizo más que fastidiar y poner pegas a la American Relief Administration (ARA). Pero cuando pasó la crisis, la emprendió contra la comisión de Gorki. Primero hubo una campaña de difamación en la prensa, afirmando que la ARA era «contrarrevolucionaria», nada menos. He aquí un pasaje de The Harvest of Sorrow:

[…] los representantes rusos de la ayuda humanitaria que no eran comunistas fueron detenidos en otoño de 1921 (mientras Gorki estaba fuera del país). Gracias a la intervención personal de [Herbert] Hoover, se les conmutó la pena de muerte.

(VIII)

Por decirlo claramente: Lenin legó a sus sucesores un Estado policíaco que marchaba a toda máquina. La independencia de la prensa desapareció a los pocos días del golpe de Estado de octubre. El código penal se revisó en noviembre-diciembre (y ya tenemos la dúctil y maleable categoría de «enemigo del pueblo»: «Todos los individuos sospechosos [sic] de sabotaje, especulación y oportunismo podrán ser detenidos inmediatamente»). Los embargos de provisiones comenzaron en noviembre. La Checa (policía política) estuvo lista en diciembre. Se abrieron campos de concentración a principios de 1918 (y empezaron a utilizarse los hospitales psiquiátricos como centros de reclusión). Luego llegó el terror sin rodeos: las ejecuciones por cupos; la «responsabilidad colectiva», por la que la familia e incluso los vecinos de los enemigos del pueblo, o presuntos enemigos del pueblo, se tomaban como rehenes; y el exterminio, no sólo de los adversarios políticos, sino también de grupos sociales y étnicos, por ejemplo los kulaki, que eran los agricultores acomodados, y los cosacos (la «descosaquización»). Las diferencias entre el régimen de Lenin y el de Stalin fueron cuantitativas, no cualitativas. La única novedad original de Stalin fue el descubrimiento de otro estrato social al que había que purgar: los bolcheviques.

(IX)

A diferencia de Stalin, Lenin podría alegar atenuantes, aunque, a semejanza de Stalin, no los habría alegado[11]. En marzo de 1887 detuvieron al hermano mayor de Lenin, Aleksandr, por conspirar para matar a su tocayo, el zar Alejandro III; una petición de clemencia habría reducido la sentencia a trabajos forzosos, pero Aleksandr estaba poseído por el valor de la juventud y lo ahorcaron dos meses más tarde. Tenía veintiún años. Vladímir Ilich tenía diecisiete. Y el padre de ambos había fallecido el año anterior. Las consecuencias de estos sucesos podrían ser infinitas. Yo creo que las facultades morales de Lenin dejaron de evolucionar desde entonces. De aquí sus pataletas con palabras soeces, su amoralidad premeditada, su coqueto nihilismo, su reacción realmente infantil ante la violencia: su infantilismo de pesadilla. Qué terrible resulta leer el veredicto del historiador australiano Manning Clark, para quien Lenin era «semejante a Cristo, al menos por su piedad» y «tan animado y encantador como un niño».

(X)

El problema de Lenin era que creía que se podían conseguir cosas mediante la coerción, el terror y el asesinato. «Dictadura —y apréndase esto de una vez para siempre— significa poder ilimitado basado en la fuerza, no en la ley» (enero de 1918). «Es una gran equivocación creer que la NEP pondrá fin al terror. Volveremos al terror y al terror económico» (marzo de 1922). Y así sucesivamente; hay docenas de declaraciones parecidas. Lenin, durante su primer día de mandato, prefirió no enterarse cuando el Segundo Congreso de los Soviets abolió la pena de muerte[12]. «Bobadas —decía Lenin—: ¿cómo se puede hacer una revolución sin ejecuciones?». Pensar de otro modo era «debilidad intolerable», «ilusión pacifista», etc. Hacía falta la pena capital o no sería una revolución «de verdad», como la francesa (pero no como la inglesa, la de Estados Unidos ni, desde luego, la rusa de febrero de 1917). Lenin quería ejecuciones; tenía el corazón puesto en las ejecuciones. Y las tuvo. Se ha sugerido la posibilidad de que en el período 1917-1924 muriera más gente a manos de la policía política que en todos los frentes de la guerra civil[13].

Dicho escuetamente: con Lenin, el «valor de la vida humana se vino abajo», en palabras de Alain Brossat. Y así quedó zanjado el asunto durante treinta y cinco años.

Vassili Grossman:

«Todo lo inhumano carece de sentido y de valor». […] En medio del triunfo absoluto de la inhumanidad se ha puesto de manifiesto que todo lo que se consigue mediante la violencia carece de sentido y de valor, que no tiene ningún futuro y que desaparecerá sin dejar rastro.

¿QUIÉN A QUIÉN?

¿Quién describe aquí a quién?

En el transcurso de aquellos cinco días de febrero en que se libraba la lucha revolucionaria en las frías calles de la capital revoloteó ante nosotros varias veces, como una sombra, la figura de un liberal de noble familia, el hijo de un ex ministro del zar, •••••••, casi un símbolo por su autosatisfecha corrección y su seco egotismo […] Pasó a ser entonces administrador general del gobierno provisional […] Durante su destierro berlinés, en el que por fin lo mató una bala perdida que disparó un guardia blanco, dejó unas memorias sobre el gobierno provisional que no carecen de interés. Concedámosle ese mérito.

El a quién es Vladimir Nabokov (el padre) y el quién es León Trotski, Historia de la revolución rusa (1932, escrita en el exilio). Qué claramente sanguinaria es la frase «por fin lo mató…». Porque Trotski incluía a Nabokov entre aquellos a quienes quería muertos, y alguien «por fin» lo mató. Trotski no estaba acostumbrado a esperar tanto. Es tan culpable como Lenin de los cargos básicos, pero de manera típica presentaba su causa con más entusiasmo revolucionario: «Tenemos que poner fin de una vez para siempre a las paparruchas cuáquero-papistas sobre la santidad de la vida humana». Una ruptura importante. Trotski no carecía de talento literario, de capacidad para expresarse literariamente. Pero Edmund Wilson roza el ridículo en Hacia la estación de Finlandia (1940) cuando dice que la producción de Trotski forma «parte de nuestro acervo literario». La Historia de Trotski es un valioso documento histórico, pero no tiene valor como historia, como historiografía, como escrito; la verdad, como todos los demás valores humanos, se puede aplazar indefinidamente. Al cabo de un rato el lector se siente físicamente oprimido por la insinceridad de su prosa. De todos modos, las últimas páginas del libro, pese a toda su complacencia ciclópea y desordenada —histórico-universal, cómo no—, resultan totalmente irónicas cuando se piensa en la suerte que corrió el autor. La versión inglesa de la Historia tiene tres volúmenes y estas citas proceden de las páginas 1258-1259:

Los enemigos se sienten contentos porque quince años después de la revolución el país soviético sigue siendo poco más que un pequeño reino de bienestar general […] El capitalismo necesitó cien años para llevar la ciencia y la técnica al punto más alto y hundir a la humanidad en el infierno de la guerra y la crisis. Los enemigos del socialismo sólo conceden a este quince años para crear e implementar un paraíso en la tierra […]

El lenguaje de las naciones civilizadas ha delimitado dos épocas del desarrollo de Rusia. Donde la cultura aristocrática introdujo en la jerga internacional barbarismos como zar, pogromo y knut, Octubre ha internacionalizado palabras como bolchevique, soviet y piatiletka. Esto sólo ya justifica la revolución proletaria, en el caso de que necesite justificación.

FIN

Lo cual hace que nos preguntemos si piatiletka será la traducción rusa de «ejecución sumaria», o de «campo de trabajo»[14]. «Quince años después de la revolución»: 1932. Stalin, enemigo y al final asesino de Trotski, estaba inamoviblemente instalado y se estaba matando de hambre de manera sistemática a 6 millones de personas. Ucrania, en palabras de Conquest, se estaba convirtiendo en «un gigantesco Belsen». Vladimir Nabokov (el hijo) conoció a Edmund Wilson en 1940, poco después de la publicación de Hacia la estación de Finlandia; y se hicieron tan amigos que escribieron una imaginativa correspondencia: Dear Bunny, Dear Volodia: The Nabokov-Wilson Letters 1940-1971. Como dice en la introducción Simón Karlinsky, editor del volumen, Wilson hizo al principio de «agente literario no remunerado» de Nabokov. Este espontáneo regalo energético fue recibido con desesperada gratitud por Nabokov, que seguiría trabajando mucho y ganando poco hasta Lolita (1955). Acababa de huir de Francia, que estaba cayendo ante los alemanes, con su esposa Vera, que era judía, y con su hijo Dmitri. Acto seguido, retrocediendo en el tiempo, el Berlín de Weimar y Hitler, donde Nabokov incorporó a una novela (La dádiva, 1937-1938) una biografía erudita pero también brillantemente impresionista de Nikolái Chernichevski, cuyo manual revolucionario fue el espejo en que se miró Lenin[15]. Luego, retrocediendo más aún, la huida de la Rusia revolucionaria. Intimidados quizá por las críticas nabokovianas al arte y las «ideas», olvidamos el aspecto político que hay en él y en su ficción. Escribió dos novelas sobre Estados totalitarios (Barra siniestra e Invitado a una decapitación); eran imaginarios, pero los Estados totalitarios que Nabokov había conocido eran auténticos: el de Lenin y el de Hitler. Y, como señalaba Trotski con alegría, en Berlín mataron a Vladimir Nabokov (el padre) en 1922, cuando Vladimir Nabokov (el hijo: en Habla, memoria dice que los autores del atentado fueron «dos fascistas rusos») iba a cumplir veintitrés años; aquella noche —«Padre ya no existe»— fue el momento crucial de su vida. De modo que sí, hubo una actitud política. Y a esto, entre otras cosas, se debe que Nabokov, en toda su ficción, escriba con incomparable perspicacia del engaño y la coacción, de la crueldad y la mentira. Incluso Lolita, sobre todo Lolita, es el análisis de una tiranía.

Wilson y Nabokov se pelearon. Su primer desacuerdo de larga duración fue por la revolución rusa. El segundo tuvo que ver con la prosodia rusa, y fue esto, pintoresca pero comprensiblemente, esto y las frías palabras de Wilson acerca de Lolita, lo que finiquitó su amistad. A mi pesaroso modo de ver, Bunny (el apodo que Volodia no tardaría en emplear) empezó a pelearse con su amigo más o menos cuando la fama de Nabokov estaba eclipsando la suya. La amistad se fue a pique en 1966, cuando Wilson publicó una crítica hostil (e ignorante) de la traducción nabokoviana de Eugenio Oneguín, y exhaló el último suspiro, tensa y educadamente, cinco años después.

Wilson, en Hacia la estación de Finlandia, había pintado un retrato romántico de Lenin: Lenin el poeta soldado, el hombre silencioso con un destino, con una pizca de la gracia instintiva del buen salvaje: Lenin, el sabio salvaje. Cuando se reeditó el libro, en 1971, Wilson le cambió la introducción:

Se me ha acusado también de hacer un retrato demasiado agradable de Lenin, y creo que existe cierta justicia en esta acusación […] se comprende la poca paciencia de Lenin con el carácter contemporizador y polémico de los rusos, pero a nadie puede sorprender que fuese un hombre agresivo y no tan amable como quizá lo he expuesto.

No obstante, a Lenin se le sigue juzgando como si fuera un ente social o corporativo. En cuanto a Trotski, «No he encontrado nada que me obligue a hacer rectificaciones», dice Wilson, que ha leído la (muy mitificadora) biografía de Isaac Deutscher. Así, entre muchas otras frases, se mantiene esta: «Trotski es para nosotros un héroe de la fe en la Razón».

Wilson no se dejó engañar mucho tiempo por Stalin, pero nunca fue capaz de renunciar a la pureza esencial de Octubre. Así que representó su papel en la gran humillación de los intelectuales. Para explicar esta humillación se suelen aducir ciertos condicionantes históricos, que son: la herida generacional de la Primera Guerra Mundial (una guerra triunfalmente calificada de «imperialista» y por lo tanto de capitalista), la depresión económica de 1929-1934, el ascenso del fascismo y luego del nazismo (y su confluencia en la guerra civil española) y, más tarde, el peso moral de las bajas rusas en la Segunda Guerra Mundial. Pero el hecho es que, a pesar de «la creciente cantidad de pruebas insoslayables» en sentido contrario (como ya señaló mi padre por escrito a mediados de los años cincuenta), siguió presentándose a la URSS como un país básicamente progresista y bienintencionado; y el malentendido prosiguió hasta mediados de los años setenta. ¿Por qué? Con la perspectiva que proporciona la distancia se diría que hubo una especie de epidemia de desinterés selectivo, un juego psicológico que comenzó como autohipnosis y prosiguió como histeria colectiva. Y aunque la aberración tenía una importante utilidad política para Moscú, todavía tendemos a considerarla un fenómeno anómalo y turbador pero secundario en comparación con los principales acontecimientos. Esperemos que se encuentre una conexión más estructural.

Wilson viajó a la URSS en 1935 y escribió sobre esta experiencia en Travels in Two Democracies (1956), que, como ha señalado el profesor Karlinsky,

es una conmovedora mezcla de ingenuas expectativas personales y crudas realidades que justifica lo mejor que puede […] A diferencia de otros visitantes occidentales, como G. B. Shaw, que estuvo en la URSS en el período más duro del hambre de la poscolectivización y al regresar dijo que los ciudadanos soviéticos eran las personas mejor alimentadas de Europa, Wilson captó suficientes realidades soviéticas para comprender que aquello no era la utopía libre e idealista, gobernada por obreros y campesinos, que había esperado encontrar.

Ahora bien: pensemos en esta utopía, en la utopía plenamente realizada que Wilson esperaba encontrar. Diez segundos de sobria meditación bastarán para convencernos definitivamente de que un lugar así no es el paraíso, sino una especie de infierno; de que un lugar así es ajeno a nosotros; de que un lugar así no es humano. Las «aldeas Potemkín» que se improvisaban de vez en cuando para engañar a los VIP extranjeros, con fachadas de la abundancia transportadas desde las ciudades en camiones, con agentes de la policía política disfrazados de agricultores y pastoras, y con árboles importados y metidos en hoyos ya preparados en los arcenes: este decorado ilustra muy bien la utopía, cualquier utopía, porque es una farsa, porque es un simulacro.

Wilson se fue a la tumba con sus ilusiones (1972). Me gustaría citar unos pasajes de la extraordinaria carta que le escribió Nabokov el 23 de febrero de 1948: 1948. En las primeras frases entrevemos a Nabokov subiéndose las mangas y percibimos el pequeño paso que da su prosa hacia su mejor estilo:

Apreciado Bunny:

Comparas ingenuamente mi actitud (mía y de «los viejos liberales») ante el régimen soviético (en sentido general) con la del «fracasado y humillado» sudista americano ante el «malvado» Norte. Muy poco nos conoces, a mí y a los «liberales rusos», si no te das cuenta del desenfado y el desprecio con que miro a los emigrados rusos cuyo «odio» a los bolcheviques se debe a su hundimiento económico o a su dégringolade de clase. Es ridículo (aunque totalmente coherente con la literatura soviética sobre el tema) suponer que hay un interés material en el fondo del rechazo del régimen soviético por parte de los liberales (o de los demócratas, o de los socialistas).

A pesar de la palpable subida de tono, Nabokov se muestra aquí contenido. Porque es evidente que Wilson ha incurrido en una grave ofensa contra su amigo y contra su amistad. Nabokov tiene en cuenta que, por no entender la realidad bolchevique, Wilson tampoco se entera de la ofensa.

Con fuerza amenazadoramente creciente, prosigue la carta. Nabokov recuerda o explica a Wilson que la oposición al bolchevismo era y es plural. Acto seguido hay una aclaración relativamente maliciosa («secundaria pero importantísima») sobre la composición exacta de la intelligentsia (eran inequívocamente profesionales: «la verdad es que un típico intelligent ruso miraría con malos ojos a un poeta vanguardista»); Nabokov enumera sus valores y virtudes (aquí percibimos el poderoso ejemplo de VN padre) y añade con contundencia:

Pero, evidentemente, no es de esperar que sepan esto quienes leen a Trotski para informarse sobre la cultura rusa. Yo también tengo la impresión de que la idea general de que la literatura y el arte vanguardistas conocieron un gran momento con Lenin y Trotski se debe sobre todo a las películas de Eisenstadt [Eisenstein], la técnica del montaje, cosas por el estilo, y gruesas gotas de sudor corriendo por rudas mejillas. Que los futuristas prerrevolucionarios se unieran al Partido ha contribuido también a crear la atmósfera vanguardista (totalmente falsa) que el intelectual de Estados Unidos asocia con la revolución bolchevique.

Nabokov da comienzo a otro párrafo. Cuanto más leo esta carta, más me impresiona. Me gusta su ritmo uniforme, por ejemplo cuando reivindica el valor de la amistad: «No quisiera personalizar, pero así me explico tu actitud […]». Sigue un análisis perspicaz, generoso y casi universal (al que espero añadir algo) de las condiciones que facilitan una discordancia cognitiva tan señalada. En 1917, Wilson tenía veintidós años; el «experimento» ruso —lejano y en general confuso— sintonizaba con su vehemencia natural.

Tu idea de la Rusia presoviética pasó por un prisma pro soviético. Cuando, más tarde (es decir, en un período coincidente con el ascenso de Stalin), una mejor información, la maduración del criterio y el peso de hechos innegables matizaron tu entusiasmo y frenaron tu simpatía, no te molestaste en revisar tus prejuicios sobre la antigua Rusia, mientras que el reinado de Lenin siguió teniendo el resplandor emocional que le habían puesto tu optimismo, tu idealismo y tu juventud […] El trueno de las purgas administrativas [1937-1938] te despertó (cosa que no habían conseguido los gemidos de Solovki o de la Lubianka), porque afectaban a hombres en cuyo hombro se había posado la mano de San Lenin.

Solovki: cuna del gulag (y fundada durante el gobierno de Lenin). La Lubianka era la dirección general de la Checa en Moscú; sus fechas son 1918-1991.

«Voy a decirte ahora unas cuantas cosas —dice Nabokov para terminar— que creo que son ciertas y que no creo que puedas refutar». La carta se cierra con dos broches. Antes de 1917:

Con los zares (a pesar del carácter bárbaro e ineficaz de su régimen), un ruso amante de la libertad tenía muchísimas más posibilidades y medios de expresarse que durante el gobierno de Lenin y Stalin. Estaba protegido por la ley. Había en Rusia jueces valientes e independientes. El sud[sistema jurídico] ruso era una magnífica institución después de las reformas de Alejandro, y no sólo sobre el papel. Legal o ilegalmente, florecieron periódicos de diversas tendencias y partidos políticos de todas las clases posibles, y todos los partidos tenían representación en la Duma. La opinión pública fue siempre liberal y progresista.

Después de 1917:

Con los soviets, y desde el principio, la única protección que podía esperar un disidente dependía de los caprichos gubernamentales, no de las leyes. No podía existir ningún partido, exceptuando el que estaba en el poder. Vuestros Alimov [Serguéi Alimov, un poetastro de escaparate] son fantoches que corretean detrás de un turista extranjero. El burocratismo, descendiente directo de la disciplina de partido, se impuso inmediatamente. La opinión pública se desintegró. La intelligentsia dejó de existir. Todos los cambios que ha habido entre noviembre [de 1917] y la actualidad han sido cambios en la fachada que oculta a medias un negro e inmutable abismo de opresión y terror.

A menudo se ha llamado «intelectuales» a los dirigentes bolcheviques (y se ha dicho con frecuencia que Stalin era «el único no intelectual»). Supongo que se les podría considerar intelectuales del ala radical, en el sentido de que tenían ciertos conocimientos de historia y economía política, pero de nada más. Sin embargo, como arriba, un intelectual ruso es un profesional; y fueron muy pocos los bolcheviques de la vieja guardia que buscaron alguna vez un empleo útil (aunque Lenin, en fecha temprana, perdió dos casos como abogado). También hemos visto que la vanguardia revolucionaria adquirió una aversión exagerada a los intelectuales, que, según Lenin, eran «mierda». Y en 1922 Lenin se dedicó de lleno a la actividad que Solzhenitsyn, haciendo una metáfora del gulag, llama «tratamiento de aguas residuales». Unos fueron ejecutados o confinados, y docenas de miles fueron deportados. Para los comentaristas norteamericanos «sólo éramos —dice Nabokov— generales sin honor, magnates del petróleo y señoras demacradas con impertinentes», pero los emigrados eran en términos generales la intelligentsia. Eran la sociedad civil.

Los revolucionarios eran profesionales en otro sentido: reconocida y catastróficamente, eran «revolucionarios profesionales», tal como Chernichevski les había incitado a ser, «revolucionarios a tiempo completo», con chaqueta de cuero, revólver, guaridas, lugares de encuentro, escisiones, conspiraciones, contraseñas, barbas postizas y alias[16]. Espiados, seguidos, vigilados, amenazados, parados, cacheados, infiltrados, provocados, detenidos, encerrados, interrogados, juzgados, condenados: cuando, en el curso de una sola tarde, estos clandestinos se vieron en las cumbres todopoderosas, sólo restaba ya el quién-a-quién, según la famosa pregunta de Lenin. ¿Quién vencerá a quién? ¿Quién destruirá a quién?

La «Vida de Chernichevski», que abarca unas cien páginas de La dádiva, es seria (y cómica) y erudita, y se basa en abundantes lecturas. Y el infeliz de Nikolái Gavrílovich se nos aparece como un grotesco personaje de Gógol (obsesionado por enciclopedias y máquinas de movimiento perpetuo), un cornudo ridículo y un antitalento literario (que, con su estilo «torturante y circunstancial», era «una persona absurdamente ajena a la creación artística»). El pasaje que sigue es aplicable a muchas cosas, si pensamos que Chernichevski es el espíritu tutelar, el gafe o el genio del bolchevismo y de su sueño transformador:

En las descripciones de sus absurdos experimentos y en sus comentarios a los mismos, en esta mezcla de ignorancia y raciocinio, se puede detectar ya ese defecto apenas perceptible que más tarde se manifestó como un aire de curanderismo […] Era tal la suerte de Chernichevski que todo se volvía contra él: tocara lo que tocase, acababa resultando —insidiosamente, y con el fatalismo más ofensivo— lo contrario de lo que se había propuesto […] Todo lo que toca se hace pedazos. Entristece leer en sus diarios a qué aparatos trata de dar uso —barras de romana, cebos, corchos, palanganas—, y nada gira, y si gira, en virtud de leyes ingratas, gira en dirección contraria a la que quiere: un motor perpetuo que va al revés; en fin, una pesadilla absoluta, la abstracción que acaba con todas las abstracciones, el infinito con signo menos, y con un jarro roto por añadidura […] es sorprendente que todo lo amargo y heroico que fabricó la vida para Chernichevski estuviera invariablemente acompañado por un sabor a farsa de mal gusto.

Pero ahora somos libres, ¿no?, libres del quién-a-quién. Edmund Wilson, a su cachazuda manera, podía haber esperado que Nabokov albergara algún resentimiento contra el responsable de su despojo y desarraigo. Y no es así. Nabokov escribe de Chernichevski con compasión y respeto, con amor artístico. Y me temo que esto es lo máximo a que podemos llegar con la utopía y el paraíso en la tierra. Sólo en el arte yacerá el león con el cordero y crecerá la rosa sin espinas.

INSEGUROS: MÁS ANTECEDENTES?

Considerando que Trotskí

no practicaba el esquí,

fue una pasada picarle el cerebelo

con un punzón para el hielo.

Siempre se podía bromear al respecto. Lo que antecede es lo que presentó Robin Ravensbourne en un certamen de epigramas organizado por New Statesman (otro destacado ganador fue: «Karl Marx vio necesario / dar a cada funcionario / una dialéctica razón / para cometer traición», de Basil Ransome). Un mes después se celebró un certamen de fin de semana en el que había que inventar instituciones cuyos nombres formaran acrónimos humorísticos y relacionados con ellas, por ejemplo: Bar con Un Reservado para Damiselas Echadas Longitudinalmente. Robert Conquest se llevó el primer premio por Liga Autorizada para Mejorar el Estado de Cosas con Un Largo Ósculo in Situ, y por Sanatorio para Infelices con Fuego Interior y Lesiones de Imposible Solución, entre otras flores. (También me gustó el posmoderno Hermandad de Estampadores de Rotativos y Revistas de Alta Tipografía Artística, del señor Ransome). Pero mi padre se llevó la palma con este: Instituto New Statesman de Escritores que Garantizan la Utopía Rusa del Orden Socialista. Y una vez al mes, aproximadamente, se presentaba en los despachos de arriba otra conexión: nuestro crítico de ballet, Oleg Kerenski, sobrino de Alejandro Kerenski, el «bufón, embaucador y papanatas», como un contemporáneo lo describió con no poca propiedad, que presidió el gobierno provisional de 1917. Una subida de diez puntos en el cociente intelectual de Kerenski habría salvado a Rusia de Lenin; y una subida equivalente en el del zar Nicolás II posiblemente habría salvado a Rusia de Kerenski. Pero estamos en 1975 y Kerenski ha muerto hace poco, en Nueva York. Y su sobrino, Oleg (un homosexual típico: cordial, amable y apasionado por las artes), asoma la nariz una vez al mes con su columna sobre ballet.

Inseguros. Cuando bromeamos sobre algo damos a entender que nos sentimos seguros al respecto. Y siempre se podía bromear sobre la URSS. Christopher Hitchens bromeaba sobre la URSS. Por ejemplo… Dos camaradas comentan el inexplicable fracaso de un bar de lujo, de estilo occidental y dirigido por el Estado, que se ha inaugurado recientemente en Moscú. El lugar se está hundiendo, a pesar de que tiene todos los incentivos: música rock, juegos de luces, camareras ligeras de ropa. ¿Por qué? ¿Será por la decoración? No, imposible que sea por la decoración: se ha importado de Milán, y a un precio exorbitante. ¿Será por las bebidas? No, imposible que sea por las bebidas: el alcohol es del mejor y los camareros de la barra son todos del Savoy de Londres. ¿Será por las camareras, por los sujetadores sin tirantes, por los sujetadores sin copa, por los tangas y las minibragas? No, imposible que sea por las camareras («Las tías no», recuerdo que dijo Christopher). Imposible que sea por las camareras: todas han sido leales militantes del Partido por lo menos durante cuarenta y cinco años.

Es un chiste con una gracia limitada (a las mujeres no suele gustarles), pero apunta a uno de los proyectos más ambiciosos de los bolcheviques. Querían destruir al campesinado; querían destruir a la Iglesia; querían destruir toda oposición y disidencia. Y además querían (como dijo Conquest hablando de Stalin) «destruir la verdad».

A veces, en nuestras espontáneas discusiones de oficina, vi en los ojos de Christopher que se daba cuenta de aquello. Podía bromear al respecto. Pero no estaba seguro. ¿Y cómo podía estarlo?

—¿Qué me dices del hambre? —le pregunté en cierta ocasión.

—No había hambre —dijo, sonriendo ligeramente y bajando la mirada—. Puede que hubiera escaseces ocasionales…

Él sabía que no era verdad. Pero la verdad, como muchas otras cosas, podía aplazarse; había cosas más urgentes en aquel momento[17]. Aunque siempre me gustó el periodismo de Christopher, me parecía que en él había algo que fallaba, algo ligeramente contraproducente que lo impregnaba todo: la impresión de que la verdad podía aplazarse. Este defecto desapareció en 1989 y su prosa ganó muchísimo en lustre y autoridad. En general he atribuido este cambio a la muerte del padre de Christopher, a fines de 1988, y a las posteriores convulsiones que hubo en su vida. Pero no tuvo nada que ver con eso, o tuvo que ver poco, ahora me doy cuenta. Tuvo que ver con la caída del comunismo. La verdad se había convertido por fin en un tema urgente.

Seguiremos bromeando al respecto, porque en el bolchevismo hay algo dolorosa e ineludiblemente cómico. Se hizo palpable cuando el experimento ruso entró en la fase de decadencia: la vanidad y cleptomanía altoburguesa de Breznev, la desdichada figura de Chernenko (un antiguo conserje, apenas con fuerzas para nombrarse a sí mismo Héroe de los Trabajadores Socialistas). Estos dos hombres, más Andrópov (el intelectual del KGB), al que respaldaron, fueron responsables del sufrimiento de muchos millones de personas. El país vivía con unos niveles africanos de pobreza, desnutrición, enfermedad y mortalidad infantil. (Y en Afganistán, mientras tanto, se estaba diezmando a la población; en realidad, casi reduciendo a la mitad[18].

Los únicos mensajes que los rusos recibieron de labios de sus dirigentes durante todo este período fue una letanía de autofelicitaciones. Y la verdad, que ya no era aplazable por los medios bolcheviques habituales (la violencia), se tronchaba de risa ante lo que veía. Decía Napoleón que el poder nunca da risa (y es de suponer que el poder despótico es doblemente serio); pero el bolchevismo, en esta etapa, daba risa. La glasnost, un eufemismo por «no mentir», hizo reír tanto que los bolcheviques tuvieron que salir del escenario. Los poetas habían hablado de la fuerza inhumana de la mentira, aunque hay una antítesis de esto: la fuerza humana de la verdad. Ya no se podía imponer la mentira y el régimen cayó. Los dirigentes habían madurado demasiado y eran ya incapaces de recurrir a la crueldad necesaria, la crueldad de Lenin y Stalin, cuya dureza, más que medieval, era prehistórica.

En Lenin's Tomb, David Remnick entra de lleno en la sórdida comedia de la desintegración bolchevique:

La exposición de Triunfos Económicos, una especie de gigantesco Epcot Center estalinista, próximo a la torre de televisión de Moscú, llevaba años exhibiendo las hazañas soviéticas conseguidas en las ciencias, la ingeniería y el espacio, en amplias salas neohelenísticas. La gigantesca escultura de Vera Mujina El obrero y la campesina (pechos y bíceps prominentes, ojos saltones) dominaba la entrada, dando a los ciudadanos la sensación de que ahora formaban parte de una raza de musculosos proletarios gracias a la ingeniería social y genética. Pero a raíz de la glasnost, los directores se volvieron humildes y organizaron una exposición asombrosamente sincera: «La exposición de artículos de mala calidad >».

Una larga cola de soviéticos avanzaba con solemnidad entre un desconcertante muestrario de fracasos: lechugas podridas, zapatos rotos, samovares oxidados, cazuelas desportilladas, pelotas de bádminton deshechas, latas de pescado aplastadas, y la principal atracción, una botella de agua mineral con un pequeño ratón muerto en el interior. Todos los artículos se habían comprado en almacenes del barrio.

Hay algo horriblemente cómico en lo que dice Remnick sobre que «la causa principal de los incendios domésticos en la Unión Soviética era los aparatos de televisión que explotaban espontáneamente». Pero los hechos son dramáticos. Como señaló el economista Anatoly Deryabin en el periódico oficial Molodoi Kommunist: «Sólo el 2,3 por ciento de las familias soviéticas pueden llamarse ricas y alrededor del 0,7 por ciento de este grupo ha obtenido sus ingresos legalmente […] Alrededor del 11,2 por ciento se pueden considerar clase media o clase acomodada. El resto, el 86,5 por ciento, son lisa y llanamente pobres. Hacia el final del capítulo («Los pobres»), Remnick visita un poblado fantasma de la Colectivización que se aplicó en la región de Volgoda; antaño fue una comunidad próspera y hoy «poco más que un puñado de chozas destartaladas, un cementerio y surcos en el barro». Una anciana le dijo: «Las granjas colectivas son un desastre. Ya no queda nada. Todo se ha perdido». Y un vecino añade:

En teoría, después de la Colectivización éramos una gran familia. Pero todos criticaban a todos, todos sospechaban de todos. Y mírenos ahora, una ruina apestosa. Ahora cada cual barre para su casa […] Qué risa. Una risa tremenda.

Puede que V. S. Pritchett se cruzara con Oleg Kerenski en las escaleras de New Statesman, a fines de 1975, cuando fue a entregar su crítica del segundo volumen de Archipiélago Gulag. Las carcajadas habrían tenido que detenerse por entonces. ¿Por qué no fue así?

EL HUNDIMIENTO DEL VALOR DE LA VIDA HUMANA EN LA PRÁCTICA[19].

Sir C. Eliot a Earl Curzon. (Recibido el 23 de febrero).

(Telegráfico). Vladivostok, 22 de febrero de 1919

«Sigue informe de 71 víctimas bolcheviques [quiere decir víctimas de los bolcheviques], recibido del Consulado de Ekaterinburgo, con fecha de 19 de febrero:

»“N.os 1 a 18 ciudadanos de Ekaterinburgo (conozco personalmente a los tres primeros) fueron encarcelados sin que se formulara contra ellos ninguna acusación y a las cuatro de la madrugada del 29 de junio fueron conducidos (con otro, sumando 19 en total) al vertedero municipal de Ekaterinburgo, que está casi a un kilómetro de Ekaterinburgo, donde se les ordenó ponerse en hilera, a lo largo de una zanja recién cavada. Cuarenta hombres armados, se cree que milicianos comunistas, con aspecto de tener pocas luces, abrieron fuego y mataron a 18. El 19.°, el señor Chistorserdov, escapó milagrosamente aprovechando la confusión general. Junto con otros cónsules destinados en Ekaterinburgo, protesté ante los bolcheviques por aquella barbaridad y los bolcheviques respondieron aconsejándonos que nos ocupáramos de nuestros asuntos, alegando que habían fusilado a aquellas personas para vengar la muerte del camarada Malishev, muerto en el campo de batalla, frente a los checos.

»”N.os 19 y 20 son 2 de un grupo de doce trabajadores detenidos por negarse a apoyar al gobierno bolchevique, y el 12 de julio arrojados vivos en un hoyo en que se depositan residuos calientes de las fábricas de Verhisetski, en los alrededores de Ekaterinburgo. Los cadáveres los identificaron sus compañeros.

»”N.os 21 a 26 se tomaron como rehenes y fueron fusilados en Kamishlof el 20 de julio.

»"N.os 27 a 33, acusados de conspirar contra el gobierno bolchevique, detenidos el 16 de diciembre en Troitsk, aldea del gobierno de Perm. Conducidos el 17 de diciembre a la estación de Silva, ferrocarril de Perm, y todos decapitados con sable. Las pruebas indican que les habían cortado el cuello a medias por detrás, la cabeza del N.° 29 colgaba de un fragmento de piel.

»”N.os 34 a 36, sacados con otros 8 desde julio de un campo donde trabajaban cavando trincheras para los bolcheviques y que se descubrió en los alrededores de Oufalay, a unas 80 verstas de Ekaterinburgo, fueron asesinados por guardias rojos con fusiles y bayonetas.

»”N.os 37 a 58, retenidos en cárcel de Irbit como rehenes y el 26 de julio asesinados a tiros y rematados con bayoneta. Fueron fusilados en pequeños grupos, la matanza la organizaron marineros y la llevaron a cabo letones, todos borrachos. Los bolcheviques ocultaron el crimen y cobraron a los familiares de las víctimas el dinero del rescate.

»”N.° 59 fue fusilado en Klevenkinski, aldea del distrito de Verhotury, el 6 de agosto, tras ser acusado de agitador antibolchevique.

»”N.° 60, tras obligársele a cavar su propia tumba, fue fusilado por bolcheviques en Mercoushinski, aldea del distrito de Verhotury, el 13 de julio.

»”N.° 61 asesinado a mediados de julio en fábrica de Kamenski por permitir que doblaran las campanas de la iglesia, contraviniendo órdenes bolcheviques, cadáver encontrado después con otros en fosa, con la cabeza a medio cortar».

»”N.° 62 detenido sin acusación, 8 de julio, en Ooetski, aldea del distrito de Kamishlov. Cadáver hallado posteriormente tapado con paja y estiércol, barba arrancada de cuajo con carne, palmas desolladas y frente con cortes».

»”N.° 63 fue muerto después de largas torturas (no hay detalles) en estación de Antracyt.

»”N.° 67 asesinado, 13 de agosto, cerca de aldea llamada Mironoffski.

»”N.° 68 fusilado por bolcheviques delante de su iglesia en Korouffski, aldea del distrito de Kamishlov, delante de sus paisanos, de sus hijas y su hijo, fecha no establecida.

»”N.os 69 a 71, muertos en fábrica de Kaslingski, cercanías de Kishtin, el 4 de junio, con otros 27 civiles. N.° 70 tenía la cabeza abierta, el cerebro al descubierto. N.° 71 tenía la cabeza aplastada, brazos y piernas rotos, y dos heridas de bayoneta.

»“Las fechas de este telegrama son de 1918”».

Sir C. Eliot a Earl Curzon. (Recibido el 25 de febrero).

(Telegráfico). Vladivostok, 24 de febrero de 1919

«Sobre mi telegrama de 22 de febrero.

«Prosigue el cónsul de Ekaterinburgo:

»"N.os 72 a 103 examinados, 32 civiles encarcelados y llevados por bolcheviques con otros 19 en fechas diversas entre 9 de julio, 7 de agosto, 27 de julio, los 51 declarados proscritos previamente. Inspección médica oficial de 52 cadáveres (de los cuales 32 examinados, N.os 72 a 103 no identificados) encontró varios agujeros: en 3 de Kamishlof se vio que habían sido muertos a golpes de bayoneta, de sable y a balazos. Siguientes casos son típicos: N.° 76 tenía veinte bayonetazos ligeros en la espalda; N.° 78 tenía 15 bayonetazos en la espalda, 3 en el pecho; N.° 80, bayonetazos en la espalda, mandíbula y cráneo partidos; N.° 84, cara machacada y un hachazo en la muñeca; N.° 89 con bayonetazos y 2 dedos cortados; N.° 90, las dos manos cortadas por la muñeca, hachazo en mandíbula superior, boca rajada por ambos extremos, bayonetazos en los hombros; N.° 98, meñique izquierdo y todos los dedos de la mano derecha menos el pulgar cortados, cabeza aplastada; N.° 99 tenía 12 bayonetazos; N.° 101 tenía 4 heridas de sable y 6 de bayoneta.

»”Estas víctimas son diferentes de los 66 niños retenidos como rehenes en Kamishlof y muertos con ametralladoras en cercanías de Ekaterinburgo a comienzos de julio, nombres no disponibles”».

NICOLÁS EL ÚLTIMO

Carlos I de Inglaterra y Luis XVI de Francia fueron ejecutados públicamente tras ser juzgados a la vista de todos. Nicolás II fue fusilado en secreto en un sótano de provincias con su familia inmediata (y cuatro miembros de su séquito). Era una habitación pequeña y en ella había once víctimas y once verdugos. En teoría, cada uno tenía que concentrarse en una víctima, pero los verdugos dispararon muy pronto al azar. Cuando se despejó el humo de la pólvora, remataron a los moribundos a bayonetazos y tiros en la cabeza. Los cadáveres se trasladaron en camión a una mina de oro abandonada; antes de enterrarlos en otro lugar se les echó ácido sulfúrico en la cara, para que costase identificar a los Románov.

En la «Introducción de 1971», como hemos visto, Edmund Wilson se vio obligado a hacer concesiones en la cuestión de la amabilidad y simpatía de Lenin (son palabra suyas). Podría parecer una muestra de sadismo seguir citándolo, pero Wilson era un hombre notable y representativo, y en modo alguno el peor infractor (en la actualidad sostiene que «no tenía ni la menor sospecha de que la Unión Soviética fuera a convertirse en la tiranía más despreciable que ha conocido el mundo, y Stalin en el más cruel e insensible de los despiadados zares rusos»). Al final de la introducción, sin embargo, Wilson sigue esforzándose por justificar los malos modales de Lenin. ¿No se deberían, quizá, a la deficiente herencia que recibió de su padre? «En cuanto al propio Lenin, tuvo siempre modales bruscos y groseros, a pesar de que su madre procedía de un estrato social algo más alto [que el del padre] y a pesar de haber destacado él mismo como hombre de letras». Wilson añade con pesar:

[…] he comprobado, sin embargo, que no era cierto, como yo había llegado a suponer —este asunto se mantuvo en el más absoluto secreto en la Unión Soviética —, que Lenin no supiera nada de la ejecución de la familia real y que no la hubiera aprobado. Trotski, y cabe suponer que también Lenin, mostraron la mayor sangre fría a este respecto.

Y reproduce a continuación, sin comentarios, una página que escribió Trotski para justificar los asesinatos. La verdad es que Wilson escribe como si el regicidio y los malos modales fueran los únicos defectos de Lenin; y es posible que personalmente «llegara a creer» que no había otros. Un hincapié chocante. Se despejan las nubes de la ignorancia y lo que vemos es el fuego solar de las antiguas pretensiones.

Trotski tenía razón a medias cuando dijo (en otra parte) que los hijos de los Románov pagaron el precio del principio de sucesión. Esto es válido ciertamente en el caso del príncipe Alejandro, pero las cuatro hijas no eran depositarías de ese principio, ni el médico, ni el ayuda de cámara, ni la doncella, ni el cocinero, ni el perro[20]. Wilson cita un pasaje del Diario del exilio (1935) de Trotski:

La ejecución de la familia del zar fue necesaria no sólo para atemorizar, horrorizar y desalentar al enemigo, sino también para espolear a nuestras filas, para mostrarles que ya no era posible retroceder, que nos aguardaba la victoria total o la destrucción completa. Es probable que en los círculos intelectuales del Partido hubiera recelos y gestos de preocupación. Pero en las masas obreras y los soldados no hubo un solo momento de duda. No hubieran comprendido ni aceptado ninguna otra decisión. Esto lo intuyó muy bien Lenin.

Pero Trotski miente. A las masas de obreros y soldados no se les comunicó la «decisión» de ejecutar a toda la familia; por el contrario, se les dijo durante casi una década que la zarina y sus hijos estaban en «un lugar seguro»[21]. Tampoco se anunció, para fortalecer más la moral, que la Checa había asesinado al mismo tiempo a la gran duquesa Isabel Fedórovna, al gran duque Sergio Mijaílovich, al príncipe Iván Konstantínovich, al príncipe Constantino Konstantínovich, al príncipe Igor Konstantínovich y al conde Vladímir Paley. Este grupo fue torturado recreativamente poco antes de morir. El gran duque Sergio estaba muerto cuando llegaron, pero a los demás los echaron vivos por el pozo de la mina donde con el tiempo encontraron los cadáveres.

El asesinato de los Románov me parece infinitamente menos detestable que, por ejemplo, el asesinato de una familia cosaca igual de numerosa. El zar era culpable de crímenes auténticos (el fomento de los pogromos, por ejemplo). Su final suscitó pocos comentarios entre las masas y ninguna protesta. Los bolcheviques se dieron cuenta de que el asesinato de la zarina y sus cinco hijos era políticamente contraproducente. Fue un acto irracional, una expresión de cólera y odio, aunque, como era de esperar, se capitalizó para afirmar el carácter implacable de los bolcheviques, que «no se detenían ante nada». Las muertes secundarias no significaron nada para el Ejército Rojo ni para el resto del Partido (para el que sólo fue un rumor). El Politburó, en cambio, vio allí un mensaje, y este mensaje decía: hay que vencer ahora, porque por fin somos dignos de lo que nos harán si nos derrotan. Los Románov fueron asesinados a mediados de julio de 1918. El régimen había perdido por entonces buena parte del apoyo que tenía antes de Octubre y reaccionaba con inseguridad histérica, esto es, con violencia. Los días 3 y 5 de septiembre se emitieron los decretos que legitimaban el Terror Rojo.

Algunos guardianes, verdugos y enterradores de los Románov hicieron declaraciones, verbales y por escrito. Un enterrador dijo que ya podía «morir en paz porque le había dado a la emperatriz un pellizco en el…»[22]. Imaginémoslo y llegaremos a tener una imagen representativa de la ruda mano de Octubre. Un verdugo declaró por escrito (y lo cito por el embotamiento moral de su estilo):

Estoy al tanto de todo. Se fusiló a todos en la casa. Eso lo sé […] Medvedev apuntó a Nicolás. El sólo disparó a Nicolás […] En cualquier caso, era una sentencia más que había que cumplir y la afrontamos como una faena más[23].[…] Inevitablemente, uno empieza a pensar en su importancia histórica […] La verdad es que todo se organizó muy mal. Alejandro, por ejemplo: hubo que dispararle muchas veces hasta que murió. Era un chico fuerte.

Sí, un enemigo impresionante: tenía trece años y era hemofílico. El príncipe vivió más tiempo que Nicolás II (a quien chirriante y merecidamente se llama también Nicolás el Ultimo). Durante esos segundos de diferencia, el muchacho fue Alejandro IV. O Alejandro el Último, aunque inmerecidamente.

EL HUNDIMIENTO DEL VALOR DE LA VIDA HUMANA EN LA PRÁCTICA, 2

Dicen que Stalin dijo: «La muerte soluciona todos los problemas. No hay hombre, no hay problema». Después de la muerte no habría ni hombre ni problema; pero era inevitable que hubiese un cadáver.

La eliminación de cadáveres fue un drama de alcance nacional durante todo el período del bolchevismo duro, que terminó en 1953. En diciembre de 1918, cuando el régimen, en respuesta a la crisis, monopolizó la industria funeraria, había montañas de cadáveres (y manadas de perros con la panza llena) delante de los cementerios de todas las ciudades importantes, y el olor de los hospitales se percibía a varias calles de distancia; con el deshielo de primavera llegaron las epidemias de todos los años. «Morir en Rusia en estos tiempos es fácil —escribe el autor de un diario—, el entierro es lo difícil». A raíz de la nacionalización de los camposantos, el entierro pasó a depender del soborno, un proceso surrealizado por la hiperinflación:

El entierro de Ninotchka, en noviembre de 1919, costó 30.000 [escribe el autor de otro diario]; el del tío Edward, en diciembre de 1921, 5.000.000; el de M. M., en marzo de 1922, 33.000.000.

Al régimen le gustaba la incineración. Entre otras cosas, debilitaba la autoridad de la Iglesia ortodoxa, que prescribía manifiestamente la inhumación. Además, era un procedimiento moderno, «un mundo nuevo de llamas y cenizas, industrializado y científico»[24]. Después de muchos ensayos lentos y pesados, se inauguró el primer crematorio en Petrogrado, en diciembre de 1920. Apenas podía despachar 120 cadáveres al mes y en febrero de 1923 también él se quemó, al incendiarse el techo, que era de madera. Otra solución fue el enterramiento colectivo. Se cree que en las fosas de Butovo, en las cercanías de Moscú, hay 100.000 cadáveres; y se calcula que hay 200.000 en otra necrópolis de la era estalinista, en Bikovna, Ucrania. En 1919, para asestar otro golpe a la religión, se abrieron los sepulcros de los «santos» medievales con objeto de analizarlos científicamente. Los cadáveres que según la doctrina de la Iglesia estaban incorruptos, envueltos en olor de santidad y llorando eternamente resultaron ser montones de polvo y huesos. «El culto de los muertos y de estos muñecos debe terminar», decía la orden del Ministerio de Justicia. La medida dejó de aplicarse en enero de 1924, cuando Lenin sufrió el último ataque. Se importó de Alemania un potente refrigerador y la Comisión de la Inmortalidad trabajó sin descanso durante seis meses, vigilando con angustia la aparición de moho en la nariz y los dedos de Lenin. La ciencia declaró incorruptible el cadáver, que fue consagrado como un icono. En Kolymá, el Auschwitz estaliniano del Ártico, se produjo un extraño descubrimiento, ya después de la guerra, gracias a la erosión natural: «Una fosa, una fosa común de presos, una fosa de piedra, abarrotada de cadáveres intactos de 1938, se deslizaba por la ladera, poniendo al descubierto el secreto de Kolymá». Los cadáveres se trasladaron a otra fosa común con palas mecánicas. Varlam Shalamov[25] estuvo allí:

La pala recogía los cadáveres congelados, miles de cadáveres esqueléticos. Ninguna de sus partes se había descompuesto: las manos crispadas, los dedos de los pies reducidos a muñones purulentos a causa de la congelación, la reseca piel surcada de arañazos ensangrentados, los ojos inflamados por el hambre […]

Y entonces me acordé del fuego voraz de la leña de arbusto, del vistoso florecimiento de la taiga en verano, cuando se esforzaba por ocultar entre la hierba los actos de los hombres, buenos y malos. Si yo olvido, la hierba olvidará. Pero el hielo y la piedra no olvidarán.

EL PASO AL OTRO PLANETA

Nunca sentimos más cómoda la silla, ni más cálida la habitación, ni más segura la perspectiva de la cena que cuando leemos sobre el gulag: el sufrimiento épico del gulag. Ni es más intenso nuestro amor lector por Aleksandr Solzhenitsyn (en tales momentos dan ganas de dar un abrazo a Aleksandr Isáievich). «¿Cuánto pesa la Unión Soviética?», preguntó retóricamente Stalin en cierta ocasión a un equipo de interrogadores que tenía problemas para hacer cantar a un sospechoso (Kámenev). Lo que quería decir era que ningún individuo podía enfrentarse a la masa coordinada del Estado. En febrero de 1974, la Checa moscovita entregó a Solzhenitsyn una citación. En vez de firmar el acuse de recibo, devolvió el sobre con una declaración que comenzaba diciendo:

En las circunstancias creadas por la incesante y generalizada ilegalidad que gobierna desde hace muchos años en nuestro país […] me niego a reconocer la legitimidad de la citación y no me presentaré para que me interrogue ningún departamento del Estado.

Durante aquel momento, la Unión Soviética y Aleksandr Solzhenitsyn pesaron aproximadamente lo mismo.

Hoy se les llama esfuerzos de imaginación. Las penúltimas navidades, cuando llegó mi madre para quedarse unos días, manifestó cierto interés por la literatura «testimonial» rusa. Le pasé un libro de bolsillo que se titulaba Man Is Wolf to Man: Surviving the Gulag. Me lo agradeció con un comentario.

—Verdad que pasaron épocas atroces —preguntó, pero sin inflexión interrogativa.

—Sí —dije—. Verdad.

—Épocas atroces —dijo.

La experiencia del gulag fue como una pesadilla que no dejara de empeorar. Fue una tortura cuyo retorcimiento parecía ideado por un dios; y cuando oímos las palabras de Job (que le susurran reiteradamente a Eugenia Semiónovna Ginzburg al oído): «Porque lo que tanto temía me ha sucedido y aquello que temía ha venido contra mí…», estamos sólo en la página 94 de El vértigo.

Pasaron épocas atroces: increíblemente atroces. Y los campos del gulag eran sólo la última y más larga parada de un trayecto increíblemente atroz. En primer lugar, la detención (casi siempre de noche)[26]. Solzhenitsyn describe la química corporal del detenido fijándose en la brusca subida de la temperatura: nos quemamos, hervimos. «La detención es un empujón tremendo y repentino, una expulsión, un salto mortal entre un estado y otro […] Esto es la detención: es […] un golpe que traslada el presente al pasado y lo imposible a la realidad omnipotente». En un instante así escribió un poeta: «sentimos el cansancio de toda una vida». Nos sacan pues de nuestro mundo y nos introducen…, ¿dónde nos introducen? Hay que tener presente la advertencia general de Martin Malia: no se puede entender en un momento «la extraordinaria mezcla de dinamismo y horror que caracterizaba al experimento soviético».

A continuación el encierro y el interrogatorio: esta fase duraba normalmente unos tres meses. En el capítulo titulado «El interrogatorio», Solzhenitsyn presenta treinta y una formas de tortura física y psicológica (el uso de la primera pasó a ser oficial en 1937). La tortura del Terror Rojo era competitiva, histérica y barroca. La tortura de la época estalinista podía ser todo eso también, pero aquí, en los calabozos de las ciudades, el ambiente era burocrático y pragmático. Los interrogadores necesitaban confesiones. Y hay que entender que los acusados de delitos políticos eran casi invariablemente inocentes. Los interrogadores necesitaban confesiones porque desde arriba les habían exigido un cupo, esa piedra angular de la metodología bolchevique. El aparato estaba inamoviblemente conectado con el psicodrama de Stalin y respondía como es debido a sus rachas de miedo y cólera, y a su necesidad, más sencilla, de ejercer el poder mediante la simple intensificación.

Las torturas descritas por Solzhenitsyn son insoportables. Este lector no ha soportado ninguna; así que proseguiré con cautela y nerviosismo. Parece inevitable porque la tortura, al margen de sus restantes aplicaciones, formaba parte de la guerra de Stalin contra la verdad. No torturaba para obligar a revelar un hecho, sino para obligar a ser cómplice de una ficción. He aquí cómo describe Solzhenitsyn «el salto del ángel»:

Se ponía un largo jirón de toalla entre los dientes del preso, como un freno de caballo; los extremos se pasaban por detrás de sus hombros y se le ataban a los tobillos. Trate el lector de estar panza abajo, como una rueda, con la columna doblada hacia atrás, sin agua ni comida, durante dos días…

Otro método consistía en encerrar al preso en un armario en el que

había cientos, quizá miles de chinches. Los guardianes le quitaban al preso la chaqueta o la camisa de faena e inmediatamente le atacaban las hambrientas chinches, corrían hacia él desde las paredes o le saltaban desde el techo. Al principio, el preso, asfixiado por su hedor, peleaba con ellas con energía, las aplastaba contra su cuerpo o contra las paredes. Pero al cabo de unas horas se debilitaba y dejaba que le chuparan la sangre sin protestar.

Sin embargo, incluso aquí, en estas representaciones de la derrota extenuante, Solzhenitsyn, de manera tácita, enriquece nuestro conocimiento de lo que es ser humano. Lo hace continuamente:

Palizas: pero de las que no dejan señales. Utilizan porras de caucho, martillos de madera y saquitos de arena. Golpean al general de brigada Karpunich-Braven durante veintiún días seguidos. Y actualmente dice: «Treinta años después aún me duelen todos los huesos, y también la cabeza».

Matar de hambre se ha mencionado ya, en combinación con otros métodos […] A Chulpenyev lo tuvieron durante un mes con un panecillo de cien gramos; después, cuando lo sacaron del pozo [una fosa profunda en la que el sospechoso, medio desnudo, estaba día y noche, a merced de los elementos], el interrogador Sokol le puso delante un plato de caldo con col y remolacha y un pan blanco cortado en diagonal. (¿Qué importancia puede tener cómo estuviera cortado?, podríamos preguntarnos. Pues Chulpenyev insistirá todavía hoy en que le pareció un corte muy atractivo). Sin embargo, no le dieron nada para comer.

Y todo esto superpuesto a un régimen de hacinamiento inimaginable («apretujados en celdas del GPU en cantidades que nadie había creído posible hasta entonces»)[27] e insomnio crónico y despersonalizador: «En todos los centros de interrogatorio se impedía que los presos durmieran un solo minuto entre el toque de diana y el toque de silencio». El toque de silencio es el clarinetazo que ordena apagar las luces; pero allí las luces estaban encendidas toda la noche, en las atestadas celdas y en las salas de interrogatorios. El proceso global se denominaba «cinta de transporte», porque el enemigo, que tampoco dormía nunca, se iba turnando. Muy de tarde en tarde leemos que había individuos (¿eran humanos?) que resistían el desgaste y se negaban a confesar, lo que casi siempre era mortal. La confesión, a fin de cuentas, sólo era una parte de un proceso más o menos inevitable. Cuando les llegó la hora de ser purgados, los antiguos interrogadores (y todos los demás chequistas) pedían inmediatamente con un gesto el bolígrafo y la línea de puntos.

Tres meses así y luego emprendían el viaje a la isla que les tocaba en el archipiélago. Las descripciones de estos trayectos en tren pueden compararse perfectamente con las de la literatura de la Shoá. Al principio pensé que a lo mejor había una diferencia cualitativa: la ausencia de niños o, mejor dicho, su no omnipresencia. A comienzos de 1930 se deportó y encerró en campos a millones de familias enteras de kulaki, los agricultores perseguidos; y durante la guerra y después de ella se deportó a poblaciones enteras y se las encerró en campos[28]. No, los niños estaban allí, como víctimas, y no sólo en los transportes. En el genocidio nazi murió alrededor de un millón de niños. En el Terror famélico de 1933 perecieron alrededor de 3 millones.

Es el viaje que todos conocemos por Primo Levi y otros, pero además hubo un retorcimiento propiamente ruso. El trayecto tendía a ser mucho más largo (y mucho más frío: Stalin, como veremos, disponía de recursos que Hitler no tenía): un mes, seis semanas. Hasta que leí Man is Wolf to Man: Surviving the Gulag no supe nada de aquel preso tendido de espaldas, aplastado y trabado en un sector agrietado de la madera, y cuya espalda quedó acribillada por astillas monstruosas. La dieta de los presos —en ocasiones una ración de anchoas muy saladas del mar de Azov y ninguna ración de agua— tiene cierta característica rusa. Y está la ineludible cuestión del estoicismo y el humor rusos, y la de la obediencia rusa al rebaño.

Eugenia Ginzburg ya había pasado dos años en la cárcel cuando la enviaron a Vladivostok en el «vagón 7», donde había otras setenta y seis mujeres. En un apeadero de los alrededores de Irkutsk subió otra tanda de presas. Las mujeres del vagón 7 estaban medio muertas de hambre o a causa de alguna enfermedad, pero el aspecto de las recién llegadas las dejó consternadas a todas: les habían afeitado la cabeza. Es difícil, de entrada, que el lector masculino entienda el sentido de esta «suprema ofensa a la feminidad» (Solzhenitsyn señala que, entre los hombres, las cabezas afeitadas no llamaban la atención): «[Las recién llegadas] miraban con envidia y admiración nuestras greñas sucias, grisáceas y enredadas […] “Mañana pueden hacernos lo mismo a nosotras”. Me pasé los dedos por el pelo. No, es una prueba que pensaba que no podría resistir». Sigue una conmovedora escena de conmiseración general. Entonces:

Del rincón en el que se habían instalado las marxistas ortodoxas (no habían cedido ni un centímetro de espacio a las recién llegadas) surgió una voz disconforme:

—¿No se os ha ocurrido pensar que la orden de afeitaros la cabeza pudo haberse dado por razones de higiene? Las mujeres de Suzdal hacía tiempo que habían pensado en esa posibilidad y la habían descartado.

—No, no tuvo nada que ver con la higiene; sólo querían humillarnos.

—Bueno, no se puede decir que cortar el pelo al rape sea precisamente una ofensa. En las cárceles zaristas era otra cosa: allí se afeitaba sólo media cabeza.

Tania Stankóvskaia [que tenía escorbuto y se estaba muriendo] ya no pudo más. Fue un milagro que pudiera reunir fuerzas suficientes para gritar de modo que todo el vagón la oyera:

—¡Así me gusta, chicas! Un voto de gratitud para el camarada Stalin […] Ya no se nos afeita sólo una parte, sino las dos. ¡Gracias, padre, jefe, creador de nuestra felicidad!

La misma Ginzburg, en el epílogo de su estoico y humorístico libro —devastador en todos los sentidos—, después de dieciocho años de torturas, nos deja pasmados cuando dice: «Menos mal que […] la gran verdad leninista ha prevalecido en el país y en el Partido […] He aquí pues los recuerdos de una comunista de base, una crónica de los tiempos del culto a la personalidad»[29]. Al leer esto, Solzhenitsyn, con su entendimiento histórico-nacional, debió de lanzar un largo silbido.

Había otra innovación soviética: los barcos de esclavos. Pero antes, en la terminal de Vladivostok, los campos de tránsito, y la escala tolstoiana de la operación, con poblaciones enteras cruzando vastos paisajes. «Hasta donde alcanzaba la vista había columnas de presos que desfilaban en una dirección u otra, como ejércitos en un campo de batalla —escribe el testigo rumano Michael Solomon—. Se veían columnas interminables de mujeres, de tullidos, de ancianos e incluso de adolescentes […] dirigidas por silbatos y banderas». En Vanino, camino de Kolymá, los presos entraron en lo que en la práctica era un mercado de esclavos, donde se les palpó, se les clasificó y se les dio destino. Los presos políticos, a diferencia de los honrados malversadores y especuladores, se destinaron a los trabajos más duros, para lo cual se necesitaba una autorización sanitaria de primera clase. Ciega y en los huesos a causa del escorbuto, a Tania Stankóvskaia («¡Así me gusta, chicas!») le dieron una autorización sanitaria de primera clase. Murió cuatro horas después. Dicen que en el planeta Tierra hay un millón de insectos por cada ser humano. Parece que los presos de paso por Vanino lo confirmaron empíricamente. «Eran unos insectos tan terribles, para lo que era normal en los campos, que casi todos los presos cuentan que se pasaban la noche matándolos» (Conquest, Kolyma: The Arctic Death Camps). Pero ni siquiera los insectos se acercaron a Tania Stankóvskaia.

Para la fantástica sordidez de los barcos de esclavos confiamos nuevamente en Michael Solomon:

[…] mis ojos contemplaron una escena que ni Goya ni Gustavo Doré habrían podido imaginar. En aquella inmensa, profunda y tenebrosa bodega había más de dos mil mujeres apelotonadas. Estaban metidas en jaulas abiertas de tres metros de lado, a razón de cinco por jaula, y las jaulas llegaban hasta el techo, como en una gigantesca instalación avícola. En el suelo había más mujeres. A causa del calor y la humedad, casi todas vestían harapos y algunas estaban completamente desnudas. Como no había donde lavarse y el calor era incesante, tenían la piel cubierta de manchas rojas, granos y ampollas de feo aspecto. Casi todas tenían alguna enfermedad cutánea, además de trastornos intestinales y disentería. Al pie de la escalera […] había un tonel gigantesco, en cuyos bordes, a la vista de los soldados que estaban de guardia en la parte superior, se acuclillaban las mujeres como si fueran pájaros, adoptando las posturas más increíbles[30]. No les daba vergüenza ni reparo agacharse allí para orinar y hacer aguas mayores. Daba la sensación de que eran seres mitad humanos y mitad pájaros, y de que pertenecían a otro mundo y otra era. Sin embargo, cuando veían que un hombre bajaba la escalera […] muchas esbozaban sonrisas y algunas trataban de peinarse.

El barco mayor de la flota (en total 9.180 toneladas) se llamaba Nikolái Yeyov, por el jefe de la Checa que fue responsable del Gran Terror; cuando las purgas alcanzaron al mismo Yeyov, en 1939, el Nikolái Yeyov pasó a llamarse Feliks Dzeryinski, en homenaje al feroz fundador de la Checa. El barco de Eugenia Ginzburg, el Dyurma, «apestaba de un modo intolerable» a raíz de un incendio en el que muchas presas, regadas con agua helada durante un disturbio, hirvieron vivas. En 1933, el Dyurma se hizo a la mar en fecha demasiado avanzada y quedó atrapado entre los hielos cerca de la isla de Wrangel: todo el invierno. Llevaba 12.000 presas. Murieron todas. A bordo de los barcos, tanto las «políticas» (o «las cincuenta y ochos», por el artículo 58 del Código Penal), como «las contras» (contrarrevolucionarias) y las «fascistas» solían entrar en contacto con otro rasgo característico del archipiélago: los urka. Al igual que muchos elementos de la historia del gulag, los urka eran una tortura dentro de otra. La señora Ginzburg se encuentra en la mazmorra flotante del Dyurma: «Cuando ya parecía que allí no había espacio ni para que cupiera un gatito, caía por la escotilla otro centenar de seres humanos […] una horda medio desnuda, tatuada y simiesca». Y se trataba sólo de las mujeres. Los urka: una clase, una casta, una cultura clandestina altamente desarrollada que «había pervivido —dice Conquest— con sus propias leyes y tradiciones desde la Época de los Disturbios, a principios del siglo XVII, y se había multiplicado considerablemente al acoger a los huérfanos y desheredados de la revolución y la colectivización». Individualmente grotescos y colectivamente un ejército mortal, los urka eran degolladores de circo que se dedicaban al juego, el saqueo, la mutilación y la violación.

En el gulag estaba establecido que los urka tuvieran la condición de presos privilegiados y autoridad absoluta sobre los políticos, los fascistas, que siempre eran el grupo más escarnecido e indefenso del sistema de los campos. Los del 58 estaban permanentemente a merced de los urka por principio, para aumentar su sufrimiento. Además, se veía que aquella política era ideológicamente constructiva. Era muy leninista hacer que una clase exterminara a otra superior a ella. Cuánto había deseado Lenin que los campesinos más pobres lincharan a todos los kulaki… Los ladrones que cumplían condena fueron amnistiados por Lenin, dentro de la campaña de «saquear a los saqueadores», en el período del Comunismo de Guerra. Como dice Solzhenitsyn, robar la propiedad del Estado pasó a ser un delito castigado con la pena máxima, mientras que el robo urkoburgués quedó como poco más que una fechoría. Aparte de la nueva «priviligentsia» y de unos cuantos proletarios hereditarios, los urka fueron la única clase que salió beneficiada con la política bolchevique. Los urka, que se jugaban a las cartas los propios ojos, que se tatuaban monos masturbándose, que hacían que sus mujeres les ayudaran a violar a monjas y políticas. En Vida y destino, Vassili Grossman habla casi con indiferencia de un urka «que en cierta ocasión había acuchillado a una familia de seis miembros». El gulag llamaba oficialmente a los urka Elementos Socialmente Simpatizantes. En el caso de Kolymá, la geografía aportaba otro rasgo extraño y cruel. No sabría decir con exactitud cómo se forjaron la idea (los guardianes parecían haberse esfumado y a los presos raras veces se les sacaba de la bullente bodega), pero tenían la impresión de que el barco estaba desapareciendo por el hombro del mundo. «Por fin», dice Conquest,

las columnas bajaban a los botes. Casi ningún preso había visto el mar hasta entonces y casi ninguno había viajado por mar anteriormente. En los rusos en concreto, el efecto de viajar por el océano hacia el norte reforzaba muchísimo la sensación, ya común entre los presos, de que habían abandonado el mundo normal. No parecía un simple traslado desde el «continente» (como los presos llamaban siempre al resto del país) hasta una lejana isla penitenciaria, sino hasta otro «planeta», como siempre se llamaba a Kolymá en canciones y dichos.

EL SUFRIMIENTO ÉPICO DEL GULAG

El calzado: trozos de neumático viejo, atados con alambre o cordón eléctrico.

A un recluso (P. Yakúbovich), el aguado puré de alforfón le parecía «indeciblemente repugnante al paladar».

En los campos del Ártico, los presos, en teoría, no tenían que trabajar en el exterior cuando la temperatura bajaba de —45 grados centígrados; o en todo caso de —50. A 45 bajo cero se volvía difícil respirar. Estaba prohibido encender hogueras.

Un grupo de presos de Kolymá tenía tanta hambre que se comió un caballo que llevaba muerto más de una semana (a pesar del hedor y de la capa de moscas y gusanos que lo cubría).

El escorbuto vuelve los huesos quebradizos; pero «todos los presos agradecen que se les rompa un brazo o una pierna». Las llagas escorbúticas extragrandes despertaban «mucha envidia». Los ingresos en los hospitales se hacían por cupos. Para que se diagnosticara diarrea había que evacuar cada media hora (con sangre). Los hospitales parecían a punto de venirse abajo, pero nunca se venían abajo. Un hombre se cortó medio pie para que lo ingresaran. Y los presos cultivaban las infecciones, echando saliva, pus o queroseno en las heridas.

El trabajo en las minas de oro podía destruir la salud de un hombre en tres semanas y para siempre. Los turnos de tala de tres semanas se conocían también como «ejecuciones en seco». Solzhenitsyn: «[Varlam] Shalamov menciona casos en los que murieron brigadas enteras durante una temporada de lavado de oro en Kolymá, pero el jefe de la brigada siempre era el mismo». El jefe de la brigada, evidentemente, era un urka.

En Serpantinka, el anus mundi del gulag, los presos tenían que estar de pie en un cobertizo, tan apretados que no podían ni mover los brazos. El hielo que llevaban encima tenían que quitárselo con la boca, como los pingüinos. Así pasaban «varios días»; y estaban esperando a que los fusilaran.

Según Solzhenitsyn, casi todas las presas —muchas eran esposas y madres— acababan acercándose antes o después a las literas de los hombres, diciendo: «Medio kilo. Medio kilo». «Una litera múltiple protegida con trapos para que no viesen nada las mujeres de al lado —dice— era una escena habitual en el campo».

A principios de los años treinta, quien no era miembro del Partido pasaba hambre en la URSS, y los campesinos morían de hambre por millones. Los zeki [presos corrientes] del gulag, de 1918 a 1956, siempre estuvieron en un punto intermedio.

El gulag maduro conjugaba la comida con la privación de comida. De manera reveladora, la historia del comunismo no deja de conducirnos a esto: a la escasez o ausencia de comida.

En 1929, Stalin conoció a un obsesivo con talento que se llamaba Naftaly Frenkel. Atención al tono de Solzhenitsyn:

He aquí que la estrella roja de Naftaly Frenkel describe otra vez su complicado bucle en el cielo del Archipiélago […] No se cansaba de ambicionar el único servicio auténtico ni se cansaba el Sabio Maestro de buscarlo.

El estilo es épico-burlesco, y queda bien, porque Frenkel es una figura estrafalaria por su severidad. Al parecer no tenía ideología (sólo deseaba dinero y poder), pero por su literalidad, su cientifismo y su natural indiferencia a todo sufrimiento humano, Frenkel era un bolchevique excelente. Fue él quien aconsejó a Stalin que tuviera subalimentado el gulag.

Una vez más, se valieron de medidas y cupos:

Medida completa: 700 gramos de pan, más caldo y alforfón para los que no llegan a la medida: 400 gramos de pan, más caldo.

La «medida completa» era casi inobtenible (en ocasiones era 200 veces más difícil que su equivalente zarista). Un superhombre del realismo socialista la habría obtenido, durante un tiempo. Pero no estaba previsto que la obtuviera nadie. Y como el zek quedaba cada vez más por debajo de la medida, se iba debilitando y su ración pasaba a ser «punitiva» (300 gramos). Por lo que se refiere a las raciones, Conquest menciona las de los campos japoneses de prisioneros de guerra del río Kwai (Tha Majam): «Allí los prisioneros recibían raciones diarias de 700 gramos de arroz, 600 de verduras, 100 de carne, 20 de azúcar, 20 de sal y 5 de aceite»; estos artículos eran manjares y auténticas rarezas en el archipiélago. Solzhenitsyn describe un trozo de pan de 218 gramos: «pegajoso como la arcilla, un taco apenas mayor que una caja de fósforos».

Marx condenaba la esclavitud porque era improductiva por definición. Pero Frenkel argüía que podía funcionar económicamente, siempre que los esclavos murieran muy aprisa. Solzhenitsyn parece que cita aquí a Frenkel: «A un preso hay que sacárselo todo en los tres primeros meses; pasados estos, ya no lo necesitamos para nada». Tres meses: aunque leamos toda una monografía sobre la esclavitud en el mundo no encontraremos una esperanza de vida tan baja. Tres meses. En las fotos de las paredes del Museo de Auschwitz que conmemoran a unas docenas de víctimas que no fueron eliminadas en el acto figuran la fecha de su llegada y la fecha de su muerte. El período medio es de tres meses. Es, evidentemente, el tiempo que el cuerpo humano puede resistir trabajando sin descanso, sin comida y, finalmente, sin esperanza.

¿Qué diferencia había entre sucumbir y sobrevivir? No hay duda de que la fuerza más poderosa del cosmos del gulag era la oportunidad, la suerte; pero había que ser candidato de la suerte. Leo acerca de dos búlgaros, dos hermanos, que se ahorcaron con su bufanda el primer día; y una parte de mí reconoce que fue un acto totalmente juicioso. Otros conseguían incorporar a su entidad parte del gulag y extraer fuerzas de aquí. En un lugar consagrado a la muerte, lo que el yo necesita es fuerza de vida: fuerza de vida. Nuestros testigos no son representativos: son profesionales, intelectuales. Las historias ajenas, las de los campesinos, por ejemplo, siguen en su mayor parte sin contarse ni escribirse. Pero no dejo de sorprenderme por la calidad de estos testimonios, por el alma que respiran y por su talento: la expresividad, el nivel de percepción. Y también estos son síntomas secundarios de una fuerza de vida.

«La peor cárcel es mejor que el mejor campo», decía categóricamente Tibor Szamuely (el sobrino). «La cárcel, y sobre todo el aislamiento —dice Eugenia Ginzburg—, ennoblecía y purificaba a los seres humanos y sacaba a relucir sus recursos más auténticos». Dice Solzhenitsyn en una de sus estrofas más extraordinarias: «¡La cárcel tiene alas!». Lo que tenemos delante es un vasto plan de autocomunión y, en principio al menos, una tremenda polémica con el miedo y la desesperación; más tarde, quizá, llega el momento en que (en palabras de Solzhenitsyn) «tenía conciencia de que la cárcel no era el abismo para mí, sino el punto de inflexión más importante de mi vida». No la convicción, sino la «conciencia», el descubrimiento de algo que ya estaba allí. Después de eso parecía posible un estado espiritual diferente, un grado de humanidad diferente. He aquí dos vislumbres de este proceso. El primero de Solzhenitsyn (después de siete días con sus noches de aislamiento e interrogatorio):

[…] cuando llegué, los de la Celda 67 ya estaban dormidos en los catres metálicos, con las manos encima de las mantas.

Al oír que se abría la puerta, los tres despertaron y levantaron la cabeza durante un segundo. También ellos esperaban a ver a cuál se llevaban para interrogarlo.

Y aquellas tres cabezas levantadas, aquellas tres caras demacradas, arrugadas y sin afeitar, me parecieron tan humanas, tan entrañables que allí me quedé, abrazado al colchón y sonriendo de felicidad. También ellos sonrieron. Qué imagen tan olvidada ya…, ¡y sólo hacía una semana!

El segundo, una vez más, de Eugenia Ginzburg:

No hay palabras para describir lo que siente la aislada que, después de dos años e incontables guardianas, ve a sus compañeras de cautiverio [todas desconocidas]. ¡Personas! ¡Seres humanos! Así pues, existís, queridas mías, amigas a las que pensaba que no vería nunca.

Tan humano, tan querido[31].

Pero la peor cárcel es mejor que el mejor campo. En los campos, estas palabras (querido, humano) se emplean en broma, o con desprecio, o no se emplean en absoluto; no se oye conjugar verbos en tiempo futuro; y en cuanto al zek, por lo general, «el natural deseo de comunicar lo que ha experimentado desaparece en él» (Solzhenitsyn); «Ha olvidado lo que es identificarse con el sufrimiento ajeno; sencillamente, no lo entiende ni siente deseos de entenderlo» (Varlam Shalamov). Así pues, no había más lugar al que dirigirse que la propia interioridad. Especulando sobre la «sorprendente escasez» de suicidios en el campo, Solzhenitsyn dice:

Si aquellos millones de ratas indefensas y desdichadas no ponían fin a su vida era porque en su interior ardía alguna clase de sentimiento de invencibilidad. Una idea muy poderosa.

Era su fe en la inocencia universal.

Porque todos eran inocentes, todos los políticos. Ninguno había hecho nada. Cuando los detenían, su reacción invariable era: Dsachtó? ¿Por qué? Cuando Nadezda Mandelstam se enteró de que habían pillado a un amigo (fue a principios de los años treinta), preguntó: Dsachtó? Anna Ajmátova perdió la paciencia. ¿No os dais cuenta, dijo, de que ahora detienen a la gente sin ningún motivo? ¿Por qué? Era la pregunta que se formulaba cada cual todos los días en el archipiélago gulag. Y podemos imaginar esta palabra grabada en todos los árboles de la taiga: Dsachtó?

Hay varios nombres para designar lo que ocurrió en Alemania y Polonia a principios de los años cuarenta. Holocausto, Shoá, Viento de la Muerte. En rumano lo llaman Porreimos, la Consumición. No hay nombres para designar lo que ocurrió en la Unión Soviética entre 1917 y 1953 (aunque los rusos, simbólicamente, hablan de «los Veinte Millones» y de la Stalinschina, la época de Stalin). ¿Cómo habría que llamarlo? ¿La Carnicería, el Fratricidio, la Matanza del Espíritu? No. Llamémoslo Dsachtó? Llamémoslo Por qué.

EL AISLADOR

«Empujando a unos individuos contra otros, el terror totalitario destruye el espacio que los separa», dice Hannah Arendt. Esto es muy cierto por lo que se refiere a la vida durante el bolchevismo. ¿Explica el tamaño de la URSS (sin duda el país más grande del mundo: la sexta parte de la superficie terrestre), explica el tamaño de la URSS, contra toda lógica, el prodigio de su superpoblación, de su densidad claustrofóbica, de su hacinamiento, del amontonamiento de personas? En el campo estaban las cabañas atestadas y, en las ciudades, detrás de cada ventana había una familia. Los tranvías (y los trenes) siempre iban peligrosamente llenos; ir en ellos era una experiencia magullante y cualquiera con más de cincuenta años tenía que pensárselo dos veces. De este modo pensamos también en las proximidades punitivas: los hombres de Stapianka, esperando la muerte, hacinados, de pie, con los brazos pegados a los costados; los hombres de Kolymá, atados y amontonados como troncos de árbol en vagones que los conducían al lugar de la ejecución; los hombres de la cárcel de Yitomir, 160 en una celda de ocho, sin espacio para que los muertos yazcan en el suelo y al parecer ni siquiera para que se desplomen. Esta forma de tortura no era ningún secreto para los rusos corrientes. Formaba parte del ambiente, del rumor, del terror. Reader Bullard, veterano funcionario del Foreign Office británico, anota en su diario con fecha de 2 de abril de 1934 (la calma que precede a la Purga):

[La mujer] no es mala persona. Estuvo nueve meses en una cárcel del OGPU[32] sin que su ánimo decayera. Me contó que, a veces, en aquellas atestadas prisiones, un preso sufre un ataque de histeria, se pone a gritar y contagia a otros, hasta que de pronto hay centenares de presos chillando de manera incontrolada. Dice que quienes viven cerca de esa cárcel de Moscú han oído los gritos más de una vez, y que es aterrador.

En los campos había momentos de soledad emocionante: en la taiga, en la estepa, en el desierto. Pero la soledad tiene también sus aplicaciones penales.

Janusz Bardach no es un literato y el libro que publicó en 1998, Man Is Wolf to Man, lo escribió con otra persona[33]. Pero tiene lo que al parecer tienen todos los supervivientes que saben expresarse: fuerza de vida, amplitud de alma. Los cinco días con sus noches que pasó en el aislador no figuran ni por asomo entre los episodios más dolorosos de la literatura sobre el gulag: el mismo Bardach tuvo experiencias peores. Pero por su lóbrego espíritu conserjeril, su modo de reflejar una condensación organizada de la crueldad, de segunda generación…

Estamos en Kolymá. Adviértase la escalofriante solidez del ritmo (y la integridad del recuerdo):

El aislador era un edificio gris de hormigón, sin ventanas, con techumbre plana e impermeabilizada con alquitrán. Pasaba por delante dos veces al día […] El edificio estaba fuera de la zona y rodeado por una alambrada doble.

Cada vez que pasaba por allí sentía inquietud y un poco de miedo. Miedo a que también a mí me encerrasen allí algún día. Era como una premonición; porque de un modo misterioso, mi suerte estaba vinculada al aislador.

A raíz de una pelea a puñetazos con un capataz feroz mente antisemita (un urka convertido en preso de confianza y por lo tanto, técnicamente, un «cabrón»), a Bardach le cayeron cinco días.

Unos aisladores consistían en una yuxtaposición de troncos partidos longitudinalmente; otros no tenían techo y dejaban al preso a merced de los elementos… y de los insectos; otros se habían construido para obligar al preso a estar de pie (a veces bastaba mantener esta postura setenta y dos horas para sufrir lesiones permanentes en las rodillas). El aislador de Bardach era de hormigón, gris y sin ventanas. Se conduce al preso a una antecámara; y Man Is Wolf to Man nos dice lo siguiente: «Había una sola bombilla encendida, protegida por tela metálica y cubierta por una película de polvo; había telarañas e insectos muertos». La bombilla está «sola» (lógicamente) y como «enjaulada». Le ordenan que se quede en paños menores y lo llevan por un pasillo. La luz de otra bombilla con tela metálica se refleja en el agua del suelo de la celda. El agua, fría como el hielo, era «un rasgo endémico del aislador; lo sabía por la gruesa capa de cieno que cubría las paredes»[34]. El techo tiene goteras. El mobiliario consiste en un cubo y un banco «de madera podrida y sin desbastar» (con «astillas blandas pero puntiagudas») en el que el preso está permanentemente tendido. Muchos pensamientos han ido a parar al banco: es una obra excelente. Pegado a la pared, con las patas clavadas en el suelo de hormigón (para que al preso no se le ocurra mejorar la postura), el banco era tan estrecho que «no podía ponerme de espaldas, y cuando me ponía de costado, las piernas me colgaban por el borde; tenía que tenerlas encogidas todo el tiempo. Costaba elegir la postura […] Me pongo de espaldas a la pared, porque prefiero tener la espalda fría y húmeda a la cara cubierta de moho». El silencio se intensifica. No tarda Bardach en ponerse a canturrear, luego a maldecir, luego a gritar.

Durante el segundo día se fue creando una especie de ritmo, un extraño pas de deux entre el agotamiento físico y el mental. En la celda había agua (las aguas residuales del suelo), pero no agua potable. Bardach pasaba tanta sed que incluso consideró la posibilidad de lamer la pasta bacteriana de las paredes. «Tenía los labios agrietados, la lengua pegada al paladar, la garganta pegajosa. Apenas podía tragar». Permanecía echado «como en un río muy lento», acumulando un pensamiento tras otro. El sueño, un tesoro de valor incalculable para el zek (cuando tocaban diana, dice Solzhenitsyn, se suspiraba con todas las células por otro medio segundo de descanso), era ahora «un refugio que se buscaba con desesperación». Estaba agotado, agotado de tanto tiritar; pero el sueño no llegaba. A la sed, el hambre, el frío, el dolor, los piojos y las chinches (le caían del techo), el aislador sumaba ahora la disentería. Y el encierro añadía el miedo, «tolerable al principio, pero más difícil de vencer conforme pasaba el tiempo». Los músculos se le contraían, le castañeteaban los dientes, la lengua reseca no le cabía en la boca.

Bardach no tuvo más remedio que emprender un viaje a su interior para analizar las fronteras de su ánimo: «¿Es insoportable o puedo resistirlo?, me preguntaba. ¿Qué es insoportable? ¿Cómo puedo saber dónde están mis límites? […] ¿En qué consiste derrumbarse?». Pensó en los que se infligían mutilaciones; pensó en el hombre «que al acercarse a los guardianes arrastraba un pie parcialmente cortado». Pensó en los dojodiaga, los «desahuciados», los que se atracaban de basura: «¿Por qué unos sí y otros no? ¿Por qué unos y no todos?». La respuesta le salió del alma sin palabras. De algún modo, «la esperanza volvió dando un rodeo, aunque no supe cómo ni por qué».

El quinto día al anochecer el guardián le abrió la puerta y Bardach se reincorporó al campo de esclavos y al invierno de Kolymá.

LOS HOMBRES NUEVOS

¿Dónde, en qué punto de este paisaje se encuentran los Hombres Nuevos? ¿Dónde está el homo sovieticus, esa nueva raza de seres humanos «plenamente humanos»?

¿Entre los profesores y bailarines de ballet que tratan de romper el suelo helado con la cuchara? ¿Entre los cabrones y los urka, entre el pasicorto conserjerado?

Tal vez los encontremos en Elgen («Elgen significa “muerto” en yakuto»), entre los trabajadores que vio Eugenia Ginzburg cuando volvían:

Era el descanso de mediodía y cerca de nosotras pasaron largas columnas de trabajadores, rodeados por guardianes, en dirección al campo […] Todos, como si obedeciesen una orden, volvieron la cabeza para mirarnos. También nosotras, sacudiéndonos la fatiga y el aturdimiento del viaje, miramos fijamente a la cara a aquellos futuros compañeros […] aquellos seres de pantalón remendado, con los pies envueltos en polainas rotas, con el gorro calado hasta los ojos y tapándose con trapos la parte inferior de una cara color rojo ladrillo a causa de la congelación.

En teoría podían ser Hombres Nuevos. Pero no eran trabajadores, sino trabajadoras. «A eso habíamos llegado», dice Ginzburg. Nadie notaba la diferencia.

Pero los candidatos más prometedores hay que buscarlos entre los dojodiaga: los desahuciados. Era fácil pasar por alto a los desahuciados porque (como dice Bardach) «escarbar entre la basura, comer restos de carne seca y masticar raspas de pescado era una práctica tan frecuente que nadie se fijaba en ella». Los desahuciados eran «medio subnormales —dice Vladímir Petrov—[35] a los que no se conseguía apartar de los montones de desperdicios por muchos palos que les dieran». Piénsese en esto: por muchos palos que les dieran. Si los desperdicios se tiraban a la letrina, los desahuciados los cogían igualmente.

«El nombre de dojodiaga viene del verbo dojorit, que significa llegar o alcanzar», dice Petrov:

Al principio no entendí la relación, pero me la explicaron: los dojodiaga eran «arribistas», los que habían «arribado» al socialismo, y eran el modelo acabado del ciudadano de la sociedad socialista.

Sabía que encontraríamos a los Hombres Nuevos. Helos aquí, apaleados, apaleados y vueltos a apalear, a cuatro patas y gruñendo como perros, coceándose y mordiéndose entre sí por un pegote de basura podrida.

Helos aquí.

BIGOTE PEQUEÑO Y BIGOTE GRANDE

En las primeras páginas del tercer volumen del Gulag, Solzhenitsyn habla de los castigos que se impusieron a los ciudadanos soviéticos que siguieron trabajando normalmente durante la ocupación alemana. Entre estos ciudadanos estaban los maestros de escuela. ¿Qué diferencia había en las aulas bajo los dos regímenes? Con Hitler, dice Solzhenitsyn, los maestros pasaban mucho menos tiempo mintiendo a los alumnos (con Stalin, «ya se estuviera explicando a Turguéniev o señalando el curso del Dniéper con el puntero, era obligatorio anatematizar el pasado azotado por la pobreza y entonar encendidos cánticos a la abundancia del presente»). Por lo demás, la diferencia era más que nada simbólica. Se celebraba más la Navidad que el Año Nuevo; un aniversario imperial se sustituía por el de la Revolución de Octubre; y «en las escuelas se quitaron los retratos del bigote grande y se pusieron los del bigote pequeño».

Solzhenitsyn reanuda el tema 400 páginas después. Estamos ya en 1952; lo han liberado del campo y lo han confinado (una existencia muy difícil que por lo general no se distinguía de la mendicidad, de la mendicidad aterrorizada en este caso). Solzhenitsyn pensó que tenía una suerte increíble: pasó a ser maestro de escuela en Kazajstán. (También sus alumnos, indudablemente, tuvieron una suerte increíble). Hasta que pasó un año no averiguó

que la escuela soviética había muerto durante la guerra o después de ella; ya no existía; allí no quedaba más que un cadáver hinchado. En la capital y en la aldea había muerto la escuela.

Más bajas: las escuelas muertas.

¿Qué diferencia hay entre el bigote pequeño y el bigote grande (en el que deberíamos incluir el bigote mediano de Vladímir Ilich)?

En 1997, en una entrevista aparecida en Le Monde, preguntaron a Robert Conquest si el Holocausto le parecía «peor» que los crímenes estalinistas: «Respondí que sí, pero cuando el entrevistador me preguntó por qué, sólo pude responder con toda sinceridad que “porque creo que es así”». Conquest, el antisoviético número uno, cree que es así. Nabokov, el noble despojado, también lo cree. Nosotros también lo creemos. Cuando leemos cosas sobre la guerra, sobre el sitio de Leningrado, o cuando leemos sobre Stalingrado, sobre Kursk, el cuerpo nos dice de parte de quién estamos. Creemos que es así. Al tratar de explicar por qué, entramos en un terreno minado por las dudas.

(I)

Cifras. Aunque añadiéramos las bajas totales de la Segunda Guerra Mundial (40-50 millones) a las del Holocausto (alrededor de 6 millones), parece que el bolchevismo podría superarlas. La guerra civil, el Terror Rojo, el hambre; una Colectivización que, según Conquest, causó tal vez 11 millones; Solzhenitsyn calcula («una estimación modesta») que fueron entre 40 y 50 millones los que cumplieron condenas largas en el gulag de 1917 a 1953 (y muchos otros después del breve deshielo de Jrushov); y luego el Gran Terror, la deportación de poblaciones de los años cuarenta y cincuenta («los especialmente desplazados»), Afganistán… Los «Veinte Millones» comienzan a parecer cuarenta. Las cifras, evidentemente, siguen sin conocerse con exactitud y varían de un modo alarmante. Pero no se trata de los ceros «imaginarios» del milenio y por lo visto necesitamos siete en el inventario del experimento soviético[36]. Necesitamos con urgencia conocer la cantidad de muertos. Más aún, necesitamos saber sus nombres[37]. También los muertos necesitan que los sepamos.

(II)

El carácter excepcional del genocidio nazi tiene mucho que ver con su «modernidad», su escala y su ritmo industriales. Este detalle nos ofende con viveza, pero el asco no es rigurosamente moral; en parte es estético. (En Hiroshima murieron alrededor de 50.000 personas en 120 segundos, casi todas en el acto. También aquí, al mismo tiempo que sentimos asco moral, sentimos asco estético, una afrenta supererogatoria. Pero ¿con cuál nos quedamos? Entre las muertes de este nutrido muestrario, yo me quedaría con la de agosto de 1945; me habría convertido en sombra chinesca a la velocidad de la luz). En los círculos nazis, a principios de los años cuarenta, hubo conversaciones serias sobre la necesidad de estilizar las matanzas, de hacerlas más «elegantes»; lo que en teoría preocupaba era la salud mental de los verdugos. «Fíjese en los ojos de los hombres de este Kommando —le dijo a Himmler el general Erich von Bach-Zelewski al término de una matanza de 1941—. Estos hombres están acabados [fertig] para el resto de su vida». La preocupación básica no era tanto la salud de los hombres cuanto su eficacia, y la búsqueda subsiguiente de «métodos [más] humanos» (es decir, el gas) era sobre todo la búsqueda del ritmo idóneo. Pero el régimen cumplió las formalidades, proveyó de «ayuda psicológica» a los verdugos, etc. Parece que en la URSS ha habido poca preocupación por los problemas morales y psicológicos de los chequistas[38]. Lo único que Lenin decía al respecto era: «Buscad personal más insensible». Y Stalin, que seleccionaba hacia abajo, como siempre, es innegable que quería que sus hombres estuvieran acabados, moralmente acabados; este factor los ponía en sus manos y, más aún, confirmaba su tácita opinión sobre la naturaleza humana. Stalin sabía que los seres humanos, en determinadas condiciones, pueden pasarse el día matando, y todo un año. ¿Hay alguna diferencia moral palpable entre los ferrocarriles y chimeneas de Polonia, y el silencio antinatural y sobrecogedor que cayó poco a poco sobre las aldeas de Ucrania en 1933? El Holocausto es «el único caso que conoce la historia en el que una política se dirigió expresamente a la destrucción física completa de todos los miembros de un grupo étnico», dicen Ian Kershaw y Moshe Lewin en Stalinism and Nazism: Dictatorships in Comparison; mientras que, bajo Stalin, «no se hizo hincapié en la aniquilación completa de ningún grupo étnico». La diferencia, pues, radica en el empleo del adjetivo «completa», porque Lenin emprendió campañas genocidas (la descosaquización) y lo mismo hizo Stalin (véase más abajo). En realidad, casi todos los historiadores están de acuerdo en que si Stalin hubiera vivido un año más, su pogromo antisemita habría producido otra catástrofe en el judaísmo a mediados de los años cincuenta. La diferencia podría estar en que el terror nazi se esforzaba por ser exacto, mientras que el terror estalinista era deliberadamente aleatorio. Todo el mundo era víctima del terror, desde el primero hasta el último; todos menos Stalin.

(III)

Ideología. Orlando Figes resume la opinión más extendida:

El programa bolchevique se basaba en los ideales de la Ilustración —partía de Kant tanto como de Marx—, motivo por el cual los liberales occidentales, incluso en la era posmoderna, simpatizan con él o, por lo menos, nos sentimos obligados a comprenderlo, aunque no compartamos sus objetivos políticos; en cambio, el empeño nazi por «mejorar la humanidad», mediante la eugenesia o el genocidio, es un escupitajo a la cara de la Ilustración y no puede producirnos más que repugnancia.

El marxismo era un producto de la clase media intelectual; el nazismo era sensacionalista, de prensa basura, de los bajos fondos. El marxismo exigía de la naturaleza humana esfuerzos sin ningún sentido práctico; el nazismo era una invitación directa a la abyección. Y, sin embargo, las dos ideologías funcionaron exactamente igual en sentido moral. «La imaginación y fuerza espiritual de los malvados de Shakespeare se detenía a la vista de una docena de cadáveres —dice Solzhenitsyn—[39]. Porque no tenían ideología». Y prosigue:

La física conoce fenómenos que se producen sólo en los límites de ciertos valores, que no existen en ningún sentido hasta que se cruza determinado umbral codificado y conocido por la naturaleza […] Como es lógico, la maldad también tiene magnitudes fronterizas. Sí, un ser humano duda y oscila entre el bien y el mal toda la vida […] Pero mientras no cruce el umbral de la maldad, siempre tendrá la posibilidad de retroceder y estará al alcance de nuestra esperanza.

La ideología fomenta una fusión catastrófica: la de la violencia y la razón, el salvajismo inocente. La ideología de Hitler era sucia, la de Lenin parecía limpia. Y aquí recordamos la sencilla observación de Figes: la revolución rusa aceleró «un experimento que la especie humana estaba obligada a hacer en algún momento de su evolución futura, la conclusión lógica de la lucha histórica de la humanidad por la justicia social y la fraternidad». Mientras que el proyecto de Hitler tuvo una excelente oportunidad para quedarse en el lugar que le correspondía: la delirante cabeza del joven pintor tendido en la litera del Asylfür Obdachlose, un refugio para indigentes de Viena.

(IV)

¿Hay alguna diferencia moral entre el médico nazi (bata blanca, botas negras, bolas de Zyklon B) y el interrogador sal picado de sangre del campo de castigo de Orotukán? Los médicos nazis no sólo participaban en experimentos y «selecciones». Inspeccionaban todas las etapas del proceso ejecutor. En realidad, el sueño nazi era en el fondo un sueño biomédico. He aquí un pasaje del clásico de Robert Jay Lifton, The Nazi Doctors:

[La doctora Ella Lingens-Reiner], señalando las lejanas chimeneas, preguntó a un médico nazi, Fritz Klein: «¿No contradice aquello su juramento de médico?». La respuesta fue: «Soy médico y, naturalmente, quiero que la vida continúe. Y, por respeto a la vida humana, extraería un apéndice gangrenoso de un cuerpo enfermo. El judío es el apéndice gangrenoso del cuerpo de la humanidad».

Fue una subversión que no practicó el bolchevismo: el empleo coordinado de los médicos como matarifes. Dice Lifton:

Podría decirse que el médico que aguardaba junto a la rampa representaba una especie de punto omega, un portero mitológico entre el mundo de los vivos y el de los muertos, la última etapa de la idea nazi de la terapia mediante el asesinato en masa.

(V)

El nazismo no destruyó la sociedad civil. El bolchevismo sí. Es una de las razones del «milagro» de la recuperación alemana y de los fracasos y la vulnerabilidad de la Rusia actual. Stalin no destruyó la sociedad civil. Lenin sí.

(VI)

La resistencia de la risa a desaparecer se ha señalado ya (y volveremos sobre el tema) en el caso soviético. Parece que los Veinte Millones no tendrán nunca la dignidad fúnebre del Holocausto. Esto no es, o no sólo es, una muestra de la «asimetría de la tolerancia» (la expresión es de Ferdinand Mount). No sería así si en la naturaleza del bolchevismo no hubiera algo que lo permitiera.

(VII)

Hitler y Stalin, o sus fantasmas, podrían hacer en este punto una alegación de responsabilidad limitada. ¿Quién presenta el alegato más débil? En su ensayo «Working Towards the Führer», Ian Kershaw se remueve, se rasca y carraspea, pero al final dice:

El régimen de Stalin, pese a todo el dinámico radicalismo del brutal programa de colectivización, el afán industrializador y la fase paranoica de las purgas, no era incompatible con un orden racional de prioridades ni con la obtención de objetivos limitados y comprensibles, aunque sus métodos fueron bárbaros y la inhumanidad de los mismos se desplegó a una escala que supera todo lo creíble. Podría discutirse si los métodos fueron los más apropiados para conseguir los fines propuestos, pero la voluntad de forzar la industrialización a una velocidad suicida en una economía tremendamente atrasada para introducir el «socialismo en un solo país» no se puede considerar un objetivo irracional o sin delimitar.

Bueno, parece que está casi lista la defensa; a nadie se le ocurriría hacer nada parecido por Hitler. Cuando leemos las mil páginas de Hitler y Stalin, de Alan Bullock, en las que los protagonistas se estudian en capítulos alternos, nos sentimos como inspectores que recorren un pabellón psiquiátrico y ven por todas partes al mismo dúo de pacientes. El paciente alemán da muestras de una vistosa megalomanía de corte obsesivo. Hitler fundó realmente un estilo nuevo de enfermedad mental que propagaba con incesantes duchas de saliva un simulacro de seguridad sobrenatural. Mientras exponía sus razones para atacar inmediatamente a Polonia (22 de agosto de 1939), Hitler, que estaba en Berghof, dijo lo siguiente a su círculo de jefazos:

Ante todo, dos factores personales: mi personalidad y la de Mussolini. Todo depende de mí, de mi existencia, a causa de mi talento político. No es probable que el pueblo alemán vuelva a confiar en nadie como confía en mí. Probablemente no habrá nunca un hombre con más autoridad que yo. Mi existencia, por lo tanto, es un factor de gran valor.

Tres días después (según la versión de un diplomático alemán):

De repente se detuvo y se quedó en el centro de la habitación, con la vista fija. Farfullaba y se comportaba como una persona totalmente anormal. Dijo con frases entrecortadas: «Si hay guerra, construiré submarinos, construiré submarinos, submarinos, submarinos». Sus palabras empezaron a ser confusas y al final no había forma de entenderle. Entonces se calmó, levantó la voz como si hablara a un amplio público y gritó: «Construiré aviones, construiré aviones, aviones, aviones, y aniquilaré a mis enemigos». Parecía más un fantasma de cuento infantil que una persona real. Yo lo miraba asombrado y me volví para ver qué hacía Göring, pero este no movió ni un músculo.

Porque Göring estaba acostumbrado. Esta era la energía demencial que Hitler utilizaba a veces en su demagogia. Después de Stalingrado sufrió una inflamación cerebral. Sus síntomas eran, hasta la fecha, dolores de cabeza espectaculares, temblores en un brazo, parálisis de una pierna, insomnio a prueba de tratamiento y depresión aguda crónica (a pesar de lo cual le daban pataletas frecuentes). Su medicación lo denota: una muestra de orina hitleriana pondría de manifiesto que le administraban hormonas y entre ocho y dieciséis dosis de un medicamento patentado, las «Píldoras Antiflato del Dr. Koester» (¡mi reino por una ele!), que consistían básicamente en dos venenos, estricnina y atropina, que avivaban el fuego de la caldera interior. Göbbels, a mediados de abril de 1945, mandó trazar el horóscopo del Führer, que vaticinó la victoria. Hitler se casó en primeras nupcias el último día completo de su vida: el 30 de abril… El otro caso, el paciente soviético, como veremos enseguida, es más difícil de diagnosticar. Es un caso de introversión inescrutable, con episodios violentos. No obstante, tenemos aquí a un demente con mayor dominio de sí; en realidad lo que tenemos aquí es un demente paciente[40].

(VIII)

Stalin, a diferencia de Hitler, hizo todo el mal que pudo. Hizo todo el mal que pudo, entregándose en cuerpo y alma a una empresa de muerte. El año que murió estaba preparando lo que por lo visto era otra gigantesca campaña de terror, víctima, a los setenta y tres años, de un antisemitismo remozado y senil. Hitler, por el contrario, no hizo todo el mal que pudo. Lo peor de Hitler se alza como una larga sombra que afecta de manera implícita a nuestro concepto de los crímenes que cometió. De haber sobrevenido, el nazismo «maduro» habría sido, entre otras cosas, un desbarajuste genético a escala hemisférica (ya había planes, a principios de los años cuarenta, para depurar más aún el linaje ario). El laboratorio de Josef Mengele en Auschwitz se habría ampliado hasta alcanzar las dimensiones de un continente. La psicosis hitleriana no era «reactiva», no respondía a los acontecimientos, sino a ritmos propios. Poseía además una tendencia fundamentalmente suicida. El nazismo fue incapaz de madurar. Doce años era quizá la duración natural de una agresividad tan sobrenatural.

(IX)

El bolchevismo era exportable y en todas partes producía resultados casi idénticos. El nazismo no se podía reproducir. Comparados con Alemania, los demás Estados fascistas fueron simples aficionados.

(X)

Hitler, al final de su trayectoria, afrontó la derrota y el suicidio. «Cuando Stalin cumplió setenta años, en 1949 —dice Martin Malia—, era realmente el “padre de los pueblos” para un tercio de la humanidad; y parecía que era posible, incluso inminente, que el comunismo triunfara a nivel mundial».

(XI)

Los historiadores la llaman tesis del Sonderweg, del «camino especial» de la modernidad alemana o, mejor dicho, del camino especial que conducía hasta Hitler. Pero Rusia también tiene un camino especial, y lo mismo cabe decir de todos los países, incluso del imaginario Estado «modelo» del que se cree que se apartó la evolución de Alemania. La combinación alemana de desarrollo avanzado, alta cultura y barbarie infinita es, desde luego, muy singular. Sin embargo, no podemos aislar el nazismo alegando que era exclusivamente alemán; tampoco podemos poner en cuarentena el bolchevismo alegando que era exclusivamente ruso. La verdad es que los dos relatos abundan en noticias terribles sobre lo que es humano. Producen vergüenza y al mismo tiempo indignación. Y la vergüenza es mayor en el caso de Alemania. Por lo menos es lo que yo creo. Prestemos atención al cuerpo. Cuando leo libros sobre el Holocausto experimento algo que no me sucede cuando leo libros sobre los Veinte Millones: es como una infestación física. Es vergüenza de la especie. Y esto es lo que el Holocausto nos pide.

(XII)

Pero Stalin, al dar las gruesas pinceladas de su odio, disponía de armas que Hitler no tenía.

Tenía el frío: el frío abrasador del Ártico. «En Oimiakón [en Kolymá] llegaron a registrarse temperaturas de —72 °C. Incluso a temperaturas mucho más altas se resquebraja el acero, revientan los neumáticos y saltan chispas cuando el hacha golpea el tronco de los alerces. Cuando baja la temperatura, el aliento se congela en cristales que tintinean en el suelo con un rumor que llaman “susurro de las estrellas”»[41].

Tenía la oscuridad: el secuestro bolchevique, la crudelísima e implacable autoexclusión del planeta, con su miedo a las comparaciones, su miedo al ridículo y su miedo a la verdad[42].

Tenía el espacio: el inmenso imperio de once zonas horarias, las distancias que extremaban el confinamiento y el aislamiento, la estepa, el desierto, la taiga, la tundra.

Y lo más importante: Stalin tenía tiempo.