Si «muerte» empezara con D
Ese día supe que no temo a la muerte. Es un estado que no contiene energía, ni ejerce fuerza alguna. Veo cadáveres con frecuencia en el desempeño de mi trabajo, y nunca me han inquietado en exceso. No, lo que me aterroriza más que ninguna otra cosa es la proximidad de los vivos a la muerte: el sonido de la voz de Jennie Hobbs cuando el deseo de matar la consumía, o el estado mental de un asesino que coloca tres gemelos con monogramas en la boca de sus víctimas y se toma el trabajo de arreglar los cadáveres en el suelo, enderezando los miembros y los dedos, y colocando las manos inertes con las palmas hacia abajo.
«Cógele la mano, Edward».
¿Cómo pueden los vivos coger la mano de los moribundos, sin temor a que los arrastren hacia la muerte?
Si fuera por mí, nadie, ninguna persona viva y vital tendría jamás ningún trato con la muerte. Pero reconozco que es una esperanza poco realista.
Después de que Jennie Hobbs apuñaló a Nancy, yo no quería acercarme a ella. No sentía curiosidad por saber la razón que la había impulsado; sencillamente, quería marcharme a casa, sentarme junto a uno de los crepitantes fuegos de Blanche Unsworth, enfrascarme en mi crucigrama y olvidar todo lo referente a los crímenes del hotel Bloxham, o los crímenes del monograma, o comoquiera que los llame la gente.
Sin embargo, Poirot tenía curiosidad de sobra para los dos, y su voluntad era más firme que la mía. Me insistió para que me quedara. Era mi caso —me dijo— y tenía que dejarlo bien atado. Hizo un gesto con ambas manos que sugería un meticuloso movimiento envolvente, como si la investigación fuera un paquete.
Así fue como, varias horas más tarde, él y yo estábamos sentados en una pequeña sala cuadrada de Scotland Yard, con Jennie Hobbs al otro lado de la mesa. Samuel Hobben también había sido arrestado y Stanley Beer lo estaba interrogando. Yo habría dado cualquier cosa por ocuparme de Hobben, que sin duda era un rufián y un maleante, pero no me había hecho oír en su voz la aniquilación de toda esperanza.
Y a propósito de voces, me sorprendió la suavidad de la voz de Poirot mientras hablaba:
—¿Por qué lo hizo, mademoiselle? ¿Por qué mató a Nancy Ducane, cuando las dos habían sido amigas y aliadas durante tanto tiempo?
—Nancy y Patrick fueron amantes en todo el sentido de la palabra. Yo no lo supe hasta hoy, cuando se lo oí decir. Siempre había pensado que ella y yo éramos iguales: las dos amábamos a Patrick, pero sabíamos que no podíamos estar con él de ese modo y, de hecho, no habíamos estado con él de ese modo. Durante todos estos años, yo creí en la castidad de su amor, pero era una mentira. Si Nancy hubiera querido de verdad a Patrick, no habría hecho de él un adúltero, ni habría ensuciado de ese modo su moral.
Jennie se enjugó una lágrima.
—Creo que le he hecho un favor. ¿No la oyeron expresar su deseo de reunirse con Patrick? La he ayudado a cumplirlo, ¿no?
—Catchpool —dijo Poirot—, ¿recuerda que, después de encontrar sangre en la habitación 402 del hotel Bloxham, le dije que era demasiado tarde para salvar a mademoiselle Jennie?
—Sí.
—Usted pensó que yo quería decir que estaba muerta, pero me malinterpretó. Ya entonces, yo sabía que Jennie estaba más allá de toda salvación, porque había hecho cosas tan terribles que ya no podría eludir la muerte. Eso fue lo que quise decir.
—A todos los efectos importantes, llevo muerta desde que Patrick falleció —dijo Jennie, con el mismo tono de desesperanza infinita.
Yo sabía que la única manera de superar ese trago era concentrar toda mi atención en los aspectos lógicos. ¿Había resuelto Poirot el enigma? Él parecía pensar que sí, pero yo seguía sin verlo. Por ejemplo, ¿quién había matado a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus, y por qué? Le formulé esas preguntas a Poirot.
—Ah —dijo él, con una gran sonrisa, como si le hubiera recordado un chiste que nos hubiera hecho gracia en el pasado—. Comprendo su situación, mon ami. Escuchó una larga disertación de Poirot y de repente, unos minutos antes de la conclusión, otro asesinato interrumpe la explicación y usted se queda sin las respuestas que llevaba tanto tiempo esperando. Dommage.
—¡Por favor, dígamelo de una vez y déjese de dommage! —repliqué yo, con tanta firmeza como pude.
—Es muy sencillo. Jennie Hobbs y Nancy Ducane, con la ayuda de Samuel Hobben, conspiraron para matar a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus. Sin embargo, mientras colaboraba con Nancy, Jennie fingió formar parte de una confabulación completamente diferente. Permitió que Richard Negus creyera que era él la persona con quien conspiraba.
—Eso no me parece «muy sencillo» —repliqué—. Al contrario, me parece tremendamente complicado.
—No, no, amigo mío. Vraiment, no lo es en absoluto. A usted le resulta difícil reconciliar las diferentes versiones de la historia, pero debe olvidar lo que nos dijo Jennie cuando la visitamos en casa de Samuel Hobben; debe erradicarlo por completo de su mente. Era una mentira de principio a fin, aunque sin duda contenía algunos elementos veraces, como pasa siempre con las mejores mentiras. Dentro de un momento, Jennie nos contará toda la verdad, ahora que no tiene nada que perder; pero antes, amigo mío, tengo que felicitarlo como merece. Fue usted, en definitiva, quien me ayudó a ver con claridad, con la sugerencia que me hizo en el cementerio de la iglesia de los Santos Sagrados.
Poirot se volvió hacia Jennie y le dijo:
—La mentira que usted le contó a Harriet Sippel, la historia de que Patrick Ive aceptaba dinero de los fieles y les transmitía a cambio mensajes de sus seres queridos ya fallecidos, la patraña de que Nancy Ducane lo visitaba por la noche en la vicaría por esa razón, es decir, con la esperanza de comunicarse con su difunto marido William… ¡Ah, cuántas veces ha oído Poirot esa terrible y ruin falsedad! Muchas, muchas veces. Usted misma, señorita Hobbs, reconoció ante nosotros el otro día que había contado esa mentira en un momento de debilidad, movida por los celos. ¡Pero eso no era cierto!
»Junto a la tumba profanada de Patrick y de Frances Ive, Catchpool me dijo: “¿Y si Jennie Hobbs no hubiera mentido acerca de Patrick Ive para herirlo, sino para ayudarlo?”. Catchpool había advertido la relevancia de algo que yo había dado por sentado, un hecho que nunca me había parecido dudoso y por lo tanto no me había detenido a examinar: el amor apasionado de Harriet Sippel por su marido George, que murió trágicamente en plena juventud. ¿Acaso no sabíamos lo mucho que Harriet amaba a George? ¿O hasta qué punto la muerte de George había transformado a Harriet, que de ser una mujer alegre y de buen corazón, se había convertido en un monstruo amargado y rencoroso? Cuesta imaginar una pérdida tan terrible y devastadora que extinga hasta la última chispa de alegría y destruya todo lo bueno en una persona. Oui, bien sûr, yo sabía que Harriet Sippel había sufrido una pérdida así. ¡Lo sabía con tanta seguridad que ya no pensé más al respecto!
»Sabía, además, que Jennie Hobbs amaba a Patrick Ive con tanta intensidad que abandonó a Samuel Hobben, su prometido, solo para permanecer al servicio del reverendo Ive y de su esposa. ¡Un amor tremendamente abnegado! Se conformaba con servir, a cambio de muy poco. Sin embargo, según la historia que nos relataron tanto Jennie como Nancy, los celos fueron su razón para contar la terrible mentira que contó: celos del amor que Patrick sentía por Nancy. ¡Pero eso no puede ser verdad! ¡No es coherente! No debemos pensar tan solo en los hechos físicos, sino también en los psicológicos. Jennie no hizo nada para castigar a Patrick Ive por su matrimonio con Frances, sino que aceptó con resignación que el reverendo perteneciera a otra mujer. Siguió siendo su sirvienta fiel y fue de gran ayuda para él y su esposa en la vicaría, y ellos, a su vez, la tenían en muy alta estima. ¿Por qué entonces, de repente, después de muchos años de servicio y de amor abnegado, el amor de Patrick Ive por Nancy Ducane inspiró en Jennie el deseo de calumniarlo y de poner en marcha la cadena de sucesos que acabó en su destrucción? La respuesta es que no fue así.
»No fue la erupción de los celos y las ansias que Jennie llevaba en el pecho durante tanto tiempo lo que la impulsó a contar una mentira. Fue algo del todo diferente. Usted intentó ayudar al hombre que amaba, ¿no es así, señorita Hobbs? Salvarlo, incluso. En cuanto escuché la teoría de mi ingenioso amigo Catchpool, supe que era verdad. ¡Resultaba tan evidente! ¡Poirot fue un imbécile por no verla!
Jennie me miró.
—¿Qué teoría? —preguntó.
Yo abrí la boca para responder, pero Poirot se me adelantó.
—Cuando Harriet Sippel le dijo que había visto a Nancy Ducane entrar y salir de la vicaría en plena noche, usted se alarmó, porque enseguida advirtió el peligro. Usted estaba al tanto de esos encuentros amorosos (¿cómo iba a ignorarlos, si vivía en la vicaría?), y estaba ansiosa por proteger el buen nombre de Patrick Ive. ¿Cómo lograrlo? En cuanto se oliera el escándalo, Harriet Sippel aprovecharía cualquier oportunidad para castigar al pecador con el escarnio público. ¿Cómo podía explicar usted la presencia de Nancy Ducane en la vicaría, las noches en que Frances Ive estaba ausente, excepto con la verdad? ¿Qué otra historia podía ser creíble? Entonces, como por arte de magia, cuando estaba a punto de darse por vencida, se le ocurrió una idea que podía funcionar. Decidió utilizar la tentación y las falsas esperanzas para eliminar la amenaza que Harriet representaba.
Jennie no hacía más que mirar al vacío con cara inexpresiva. No dijo nada.
—Harriet Sippel y Nancy Ducane tenían algo en común —prosiguió Poirot—. Las dos habían perdido trágicamente a sus maridos de muerte prematura. Usted le dijo a Harriet que, con la ayuda de Patrick Ive, Nancy había podido comunicarse con el difunto William Ducane, y que le pagaba por ello al reverendo. Por supuesto, era preciso mantener el secreto. No podían saberlo las autoridades eclesiásticas, ni la gente del pueblo; pero usted le insinuó a Harriet que, si ella quería, Patrick podría hacer por ella lo mismo que estaba haciendo por Nancy. George y ella podrían estar… Bueno, tal vez no estarían juntos de nuevo, pero al menos habría un canal de comunicación entre ambos. Dígame, ¿cómo reaccionó Harriet a su oferta?
Siguió un largo silencio y entonces Jennie dijo:
—Casi se pone a babear de gusto por la posibilidad de que fuera cierto y quiso intentarlo cuanto antes. Dijo que estaba dispuesta a pagar cualquier precio, con tal de hablar con George una vez más. No se imagina cuánto amaba a ese hombre, monsieur Poirot. Verle la cara mientras hablaba… fue como ver cobrar vida a un cadáver. Intenté explicárselo a Patrick. Le dije que se había presentado un problema y que yo lo había resuelto. Le había hecho la oferta a Harriet, sin consultarle a él primero, ¿comprende? Creo que en el fondo yo sabía que Patrick jamás iba a consentir, ¡pero estaba desesperada! No quería darle la oportunidad de negarse, ¿lo entiende?
—Oui, mademoiselle.
—Esperaba convencerlo para que accediera. Era un hombre de principios, pero yo estaba completamente segura de que querría proteger a Frances del escándalo y también a Nancy, y aquella era una manera clara de asegurarnos el silencio de Harriet. ¡La única manera! Lo único que tenía que hacer Patrick era decirle a Harriet de vez en cuando unas cuantas palabras de consuelo y presentarlas como un mensaje de George Sippel. Ni siquiera hacía falta que aceptara su dinero. Cuando se lo dije, no quiso oírme. Estaba espantado.
—Tenía toda la razón de estarlo —dijo Poirot con calma—. Continúe, por favor.
—Dijo que habría sido inmoral e injusto hacerle a Harriet lo que le estaba proponiendo; antes prefería su propia ruina. Le rogué que lo pensara un poco más. ¿Qué daño podía causar, si hacía feliz a Harriet? Pero Patrick estaba decidido. Me pidió que le dijera que no iba a ser posible lo que yo le había propuesto. Me dio instrucciones precisas: «No le digas que has mentido, Jennie, porque de lo contrario volverá a sospechar la verdad». Me indicó que le dijera simplemente a Harriet que no podía tener lo que deseaba.
—Y usted no tuvo más remedio que decírselo —dije yo.
—No tuve otra opción. —Se puso a llorar—. Y desde que le dije a Harriet que Patrick había rechazado su solicitud, se volvió su enemiga y se dedicó a repetir mi mentira por todo el pueblo. Si Patrick hubiera querido, habría podido arruinarle a ella la reputación, haciendo saber que se había mostrado ansiosa por utilizar sus dudosos servicios y revelando que solo había empezado a llamarlo blasfemo y hereje cuando él la había rechazado, pero no quiso hacerlo. Dijo que por muy viles que fueran los ataques de Harriet, él no mancharía su nombre. ¡Qué hombre tan tonto! ¡Habría podido cerrarle la boca en un instante, pero era demasiado noble para defenderse!
—¿Fue entonces cuando usted acudió a pedirle consejo a Nancy Ducane? —preguntó Poirot.
—Así es. No creía que Patrick y yo tuviéramos que ser los únicos en preocuparnos. Nancy también formaba parte del problema. Le pregunté si me aconsejaba reconocer públicamente que había mentido, pero me contestó que no. «Me temo que las críticas le llegarán a Patrick por un lado o por otro, y también a mí», me dijo. «Harás bien en quedarte al margen, Jennie. No digas nada, no te sacrifiques. No estoy segura de que tengas suficiente fuerza para soportar las infamias de Harriet». Me infravaloró. Yo estaba trastornada, desde luego. Supongo que me desmoroné un poco, porque estaba muy asustada al ver que Harriet quería destruir a Patrick. Pero no soy una persona débil, monsieur Poirot.
—Ya veo que no tiene miedo.
—No. Encuentro fuerzas en la idea de que Harriet Sippel, esa hipócrita repugnante, está muerta. La persona que la mató le hizo un gran servicio al mundo.
—Lo que nos conduce a la cuestión de la identidad del asesino, mademoiselle. ¿Quién mató a Harriet Sippel? Usted nos dijo que había sido Ida Gransbury, pero era mentira.
—No creo que haga falta que le diga la verdad, monsieur Poirot, cuando usted la sabe tan bien como yo.
—Entonces debo pedirle que se apiade de mi amigo, el pobre señor Catchpool. Él todavía no conoce la historia completa.
—Prefiero que se la cuente usted.
Jennie esbozó una especie de sonrisa ausente, y de pronto sentí que ya no estaba tan presente en la habitación como unos minutos antes; se había evadido.
—Très bien —dijo Poirot—. Empezaré por Harriet Sippel y por Ida Gransbury, dos mujeres inflexibles, tan convencidas de su propia rectitud que estaban dispuestas a acosar a un hombre bueno hasta llevarlo a la tumba. ¿Expresaron dolor después de la muerte del vicario? No, en lugar de eso, se opusieron a su entierro en suelo sagrado. Y después de mucha persuasión por parte de Richard Negus, ¿se arrepintieron esas dos mujeres del modo en que habían tratado a Patrick Ive? No, por supuesto que no. No era verosímil que se arrepintieran. Al oír ese punto de su historia, mademoiselle Jennie, supe que estaba mintiendo.
Jennie se encogió de hombros.
—Todo es posible —dijo.
—Non. Solo la verdad es posible. Sabía que Harriet Sippel e Ida Gransbury jamás habrían aceptado el plan de ejecuciones voluntarias que usted me describió. Y por eso, fueron asesinadas. ¡Qué práctico y conveniente, hacer pasar sus asesinatos por una especie de suicidios delegados! Usted esperaba que Poirot desconectara la materia gris en cuanto oyera que todas las víctimas habían aceptado voluntariamente la muerte. ¡Era su gran oportunidad de redención! Una historia muy imaginativa y poco corriente, el tipo de historia que suponemos veraz cuando nos la cuentan, porque ¿quién iba a inventarse algo semejante?
—Era mi salvavidas, en caso de necesidad —dijo Jennie—. Pensaba que usted no me encontraría, pero temía equivocarme.
—Y si la encontraba, esperaba que su coartada para el tiempo transcurrido entre las siete y cuarto y las ocho y diez funcionara, y también la de Nancy Ducane. Samuel Hobben y usted serían acusados de tratar de incriminar a una mujer inocente, pero no de asesinato, ni de confabularse con ese fin. Es muy ingenioso: usted confiesa un delito y de ese modo elude el castigo por crímenes mucho más graves. Sus enemigos han sido asesinados y nadie acaba en la horca, porque nos creemos su historia: Ida Gransbury mató a Harriet Sippel y Richard Negus mató a Ida Gransbury, antes de suicidarse. Su plan fue muy ingenioso, mademoiselle, ¡pero no tan ingenioso como Hércules Poirot!
—Richard quería morir —dijo Jennie con rabia—. Él no fue asesinado. Él tenía la determinación de morir.
—Así es —dijo Poirot—. Esa fue la verdad dentro de la mentira.
—La culpa es suya, todo este caos espantoso es culpa suya. Yo no habría matado a nadie, de no haber sido por Richard.
—Pero mató… y varias veces. Una vez más, fue Catchpool quien me puso sobre la pista correcta, con unas pocas palabras inocentes.
—¿Qué palabras? —preguntó Jennie.
—Dijo: «Si “muerte” empezara con D…».
Fue perturbador oír que Poirot elogiaba mi utilidad. Yo no comprendía que unas cuantas palabras mías, dichas sin pensar, hubieran podido ser tan trascendentales.
Poirot estaba pletórico.
—Después de oír su historia, mademoiselle, salimos de la casa de Samuel Hobben y, naturalmente, nos pusimos a analizar lo que usted acababa de revelarnos: su supuesto plan, preparado en colaboración con Richard Negus… Si me permite que se lo diga, la idea era muy atractiva. Tenía cierta sencillez, como la caída de una fila de piezas de dominó, solo que la comparación fallaba, porque, pensándolo bien, el orden de la caída de las piezas estaba alterado. No caía primero D y derribaba a C, después a B y finalmente a A, sino que B derribaba a A, después C derribaba a B… pero ese es otro asunto.
¿De qué demonios estaba hablando? Me pareció que Jennie se estaba haciendo la misma pregunta.
—¡Ah, debo ser más claro en mis explicaciones! —dijo Poirot—. Para imaginar con más facilidad el orden de los acontecimientos, mademoiselle, me permití sustituir los nombres por letras. Su plan, tal como nos lo contó en casa de Samuel Hobben, era como sigue: B mata a A, después C mata a B y finalmente D mata a C. Entonces D espera a que E sea condenada y ejecutada por los asesinatos de A, B y C, y a continuación se suicida. Habrá comprendido, señorita Hobbs, que usted es D en esta manera de explicar el plan, según la historia que usted nos contó.
Jennie asintió.
—Bon. Casualmente, mi amigo, el señor Catchpool, es un gran entusiasta de los crucigramas y, en conexión con esa afición suya, me pidió que pensara en una palabra de seis letras que significara «óbito». Yo le sugerí «muerte», pero Catchpool me dijo que no, que mi sugerencia solo le habría servido «si “muerte” empezara con D». Más adelante, recordé sus palabras y me permití una sencilla especulación: ¿y si «muerte» realmente empezara con D? ¿Y si la primera en matar no hubiera sido Ida Gransbury, sino usted, señorita Hobbs?
»Con el tiempo, la especulación fue cuajando en certeza. Comprendí por qué tuvo que ser usted quien mató a Harriet Sippel. Ida Gransbury y ella no viajaron en el mismo tren, ni en el mismo coche, desde Great Holling hasta el hotel Bloxham. Por lo tanto, las dos ignoraban la presencia de la otra y no había ningún plan acordado por todos para matarse entre sí. Eso tenía que ser mentira.
—Pero ¿cuál era la verdad? —pregunté yo con cierta exasperación.
—Harriet Sippel creía, lo mismo que Ida Gransbury, que ella era la única en viajar a Londres, por motivos privados. Harriet había recibido una misiva de Jennie, en la que le rogaba que se reuniera con ella con la mayor urgencia y le pedía total discreción. Jennie le anunció a Harriet que tendría una habitación reservada y pagada en el hotel Bloxham, y que ella, Jennie, acudiría el jueves por la tarde al hotel, quizá a las tres y media o a las cuatro, para ocuparse del importante asunto que le interesaba. Harriet aceptó la invitación, porque Jennie le había ofrecido en su carta algo que ella no podía resistir.
»Usted le ofreció lo que Patrick Ive le había negado años atrás, n’est-ce pas, mademoiselle? Comunicación con su adorado marido difunto. Le dijo que George Sippel había decidido hablar con ella a través de usted, la persona que había intentado ponerlos en contacto dieciséis años antes y había fracasado. Y ahora, una vez más, George estaba tratando de enviar un mensaje a su querida esposa y la utilizaba a usted como canal. ¡Le había hablado desde el otro mundo! No me cabe duda de que habrá sido usted muy convincente. Harriet no pudo resistirlo. La creyó, porque deseaba con todo su corazón que fuera cierto lo que le decía. La mentira que usted le había contado años atrás, acerca de las almas de los difuntos que se ponían en contacto con sus seres queridos en este mundo, le pareció creíble entonces y le siguió pareciendo creíble. Nunca dejó de creerlo.
—Muy astuto, monsieur Poirot —dijo Jennie—. Lo felicito.
—Dígame, Catchpool. ¿Entiende ahora cuál era la mujer mayor enamorada de un hombre que podía ser su hijo? ¿Entiende cuál era la pareja que lo obsesionó tanto a usted y que mencionaron Nancy Ducane y Samuel Hobben mientras parloteaban en la habitación 317?
—No creo que «obsesionar» sea la palabra. Y no, no lo entiendo.
—Recordemos précisément lo que nos dijo Rafal Bobak. Él oyó que Nancy Ducane, haciéndose pasar por Harriet Sippel, decía: «Él ya no confía en ella como antes. ¿Cómo quieres que esté interesado en ella ahora? ¡Ha dejado de cuidarse y tiene edad suficiente para ser su madre!». Piense en esas palabras: «¿Cómo quieres que esté interesado en ella ahora?». Esta idea se menciona en primer lugar, antes de presentar las dos razones para su falta de interés. Una de las razones es que ella tiene edad suficiente para ser su madre. Ahora tiene edad suficiente para ser su madre. ¿No lo ve, Catchpool? Si tiene edad suficiente para ser su madre ahora, entonces debe haberla tenido siempre. ¡Ninguna otra cosa es posible!
—¿No está exagerando un poco con el análisis? —dije yo—. Después de todo, la frase sigue teniendo sentido, aunque le quitemos el «ahora»: ella se ha abandonado y tiene edad suficiente para ser su madre.
—Pero, mon ami, lo que usted dice es ridículo —se quejó Poirot—. ¡No es lógico! El «ahora» estaba ahí, en la frase. No podemos fingir que no estaba, cuando sabemos que estaba. ¡No podemos ignorar un «ahora» que tenemos justo delante de nuestras orejas!
—Lo siento, pero discrepo —dije yo con cierta ofuscación—. Si tuviera que arriesgar una interpretación, diría que el sentido de la frase va más bien por estos derroteros: antes de que ella dejara de cuidarse, el hombre no notaba o no prestaba atención a la diferencia de edad que había entre ellos. Quizá no fuera tan evidente. Sin embargo, ahora que ella se ha abandonado, el hombre ha empezado a frecuentar a una mujer más joven y atractiva, en la que ahora «confía»…
Impaciente y con la cara enrojecida, Poirot empezó a hablar antes de que yo terminara.
—¡No tiene sentido que usted arriesgue interpretaciones, Catchpool, cuando yo sé la verdad! ¡Escuche a Poirot! Escuche una vez más lo que se dijo exactamente y el orden en que se dijo: «¿Cómo quieres que esté interesado en ella ahora? ¡Ha dejado de cuidarse y tiene edad suficiente para ser su madre!». ¡La razón número uno de su falta de interés, seguida de la razón número dos! La construcción de las frases deja claro que las dos desafortunadas circunstancias que ahora son ciertas antes no lo eran.
—No hace falta que me grite, Poirot. Ya le he entendido y todavía discrepo. No todos hablan con tanta precisión como usted. Estoy convencido de que estoy en lo cierto y de que usted se equivoca, porque, como muy bien ha señalado hace un momento, no tiene sentido pensar de otra manera. Usted mismo lo ha dicho: si tiene edad suficiente para ser su madre ahora, entonces debe haberla tenido siempre.
—¡Catchpool, Catchpool, a veces me desespera usted! ¿No recuerda cómo siguió la conversación? Rafal Bobak oyó a Samuel Hobben, en el papel de Richard Negus, diciendo: «Rechazo tu argumento de que ella tenga edad suficiente para ser su madre. Lo rechazo rotundamente». A lo que Nancy, haciéndose pasar por Harriet, replicó: «¡Como ninguno de los dos puede demostrar que está en lo cierto, dejémoslo así!». ¿Por qué no podían demostrar que estaban en lo cierto? ¿No es una simple realidad biológica el hecho de que una mujer tenga o no tenga edad suficiente para ser la madre de alguien? Si es cuatro años mayor, no tiene edad suficiente. ¡Nadie lo discutiría! Si es veinte años mayor, entonces tiene edad para ser su madre. Eso es igualmente cierto.
—¿Y si es trece años mayor? —dijo Jennie Hobbs, que había cerrado los ojos—. ¿O doce? A veces pasan cosas así… Aunque eso no tiene nada que ver con este caso, por supuesto.
Por lo tanto, Jennie sabía adónde quería ir a parar Poirot. Yo era el único ignorante en la sala.
—Trece, doce… ¡es irrelevante! Solo hay que preguntarle a un médico, a un experto: ¿es posible desde un punto de vista teórico que una niña de doce o trece años sea madre? La respuesta será sí o no. ¡Pero no nos perdamos debatiendo los límites potenciales de la edad reproductora! ¿Recuerda la otra enigmática afirmación que hizo Samuel Hobben en relación con ese hombre supuestamente más joven? «¿Su cerebro, dices? ¡Yo diría más bien que no tiene cerebro!». Sin duda, me dirá usted que el señor Hobben solo quería dar a entender que el hombre en cuestión era un imbécil.
—Desde luego —repliqué yo, irritado—. ¿Por qué no me dice de una vez lo que no consigo ver, ya que usted es mucho más listo que yo?
Poirot chasqueó la lengua con displicencia.
—Sacré tonnerre! La pareja de la que hablaban en la habitación 317 eran Harriet Sippel y su marido George. La conversación no era un intercambio serio de opiniones, sino una burla. George Sippel murió cuando Harriet y él mismo eran muy jóvenes. Samuel Hobben afirma que George Sippel no tiene cerebro, porque si existe después de la muerte, probablemente no tendrá forma humana. Es un fantasma, n’est-ce pas? Puesto que el alma no tiene órganos, George Sippel, el fantasma, no tiene cerebro.
—Yo… ¡Cielo santo! Ahora lo entiendo.
—Samuel Hobben presenta su punto de vista del modo en que lo hace («Yo diría más bien que…»), porque espera que Nancy Ducane discrepe. Ella podía decir, por ejemplo: «¡Claro que tienen cerebro los fantasmas! Los espíritus tienen voluntad y libre albedrío, ¿no es cierto? ¿Y dónde pueden residir esas capacidades, si no es en el cerebro?».
Era una opinión interesante, desde el punto de vista filosófico. En otras circunstancias, yo mismo habría expresado mi parecer al respecto.
Poirot prosiguió:
—El comentario de Nancy de que ella tenía «edad suficiente para ser su madre» se basaba en la creencia de que, cuando una persona muere, su edad permanece fija por siempre jamás. En la otra vida, el difunto no envejece. Si George Sippel volviera a visitar a su viuda, sería un hombre de veintitantos años, la edad que tenía cuando murió. En cambio ella, con más de cuarenta, tiene ahora edad suficiente para ser su madre.
—¡Bravo! —dijo Jennie sin entusiasmo—. Yo no estaba ahí, pero la conversación continuó más tarde, en mi presencia. El señor Poirot es tremendamente perspicaz, señor Catchpool. Espero que sepa apreciarlo. —Volviéndose hacia Poirot, prosiguió—: El tema dio para hablar… ¡durante siglos! Nancy insistía en que ella tenía razón, pero Sam se negaba a reconocérselo. Decía que los espíritus no existen en la dimensión de la edad: son intemporales, y por lo tanto, es incorrecto decir de cualquier persona que tiene edad suficiente para ser la madre de un fantasma.
Poirot se volvió hacia mí.
—Resulta un poco chocante, ¿verdad, Catchpool? Cuando Rafal Bobak llevó el té a la habitación, Nancy Ducane, con el cadáver de Ida Gransbury sentado en un sillón a su lado, se estaba burlando de la mujer que ella misma había colaborado para asesinar unas horas antes. ¡Pobre y estúpida Harriet! Su marido no estaba interesado en hablar directamente con ella desde más allá de la tumba. ¡No! Solo hablaba con Jennie Hobbs, por lo que Harriet no tenía más remedio que hablar con ella para recibir su mensaje. Debía reunirse con Jennie en el Bloxham y, por lo tanto, ir al encuentro de una muerte segura.
—Nadie merecía tanto que la mataran como Harriet Sippel —dijo Jennie—. Me arrepiento de muchas cosas, pero matar a Harriet Sippel no es una de ellas.
—¿Y qué me dice de Ida Gransbury? —pregunté yo—. ¿Por qué se presentó ella en el hotel Bloxham?
—¡Ah! —dijo Poirot, que nunca se cansaba de compartir los ilimitados conocimientos que solo él parecía poseer—. Ida también aceptó una invitación irresistible, de Richard Negus, pero no para comunicarse con un ser querido ya fallecido, sino para reencontrarse, después de dieciséis años, con su antiguo prometido. No es difícil imaginar cuál habrá sido el señuelo. Richard Negus abandonó a Ida y, sin duda, le destrozó el corazón. Ella nunca se casó. Supongo que Negus habrá aludido en su carta a la posibilidad de una reconciliación, o incluso de matrimonio. Un final feliz. Ida accedió (¿qué persona solitaria no le daría una segunda oportunidad al amor verdadero?) y Richard le prometió que acudiría a su habitación del hotel Bloxham a las tres y media, o quizá a las cuatro, del jueves. ¿Recuerda su comentario, Catchpool, acerca de llegar al hotel el miércoles, para poder dedicar toda la jornada del jueves a los asesinatos? Ahora todo tiene más sentido, ¿verdad?
Asentí.
—Negus sabía que el jueves tendría que cometer un asesinato y que a continuación él mismo sería asesinado —dije—. Es natural que quisiera llegar un día antes, a fin de prepararse mentalmente para una doble prueba de tanta magnitud.
—Y también para evitar un retraso de los trenes o cualquier otro detalle que pudiera interferir en sus planes —dijo Poirot.
—Entonces ¿Jennie Hobbs mató a Harriet Sippel, y Richard Negus mató a Ida Gransbury? —dije yo.
—Oui, mon ami. —Poirot miró a Jennie, que hizo un gesto afirmativo—. Hacia la misma hora del día, en las habitaciones 121 y 317, respectivamente. Imagino que en las dos habitaciones se empleó el mismo método para inducir a Harriet y a Ida a beber el veneno. Jennie le dijo a Harriet y, al mismo tiempo, Richard Negus le dijo a Ida: «Tendrás que beber un vaso de agua antes de oír lo que voy a decirte. Deja que vaya a buscártelo. Tú siéntate». Mientras llenaban el vaso que encontraron junto al lavamanos, Jennie y Negus echaron el veneno en el agua. Después, les tendieron los vasos a las víctimas, para que bebieran. Debieron de morir al instante.
—¿Y la muerte de Richard Negus? —pregunté yo.
—Jennie lo mató, según el plan ideado por ambos.
—Gran parte de lo que les conté en casa de Sam era cierto —dijo Jennie—. Richard me escribió después de muchos años de silencio. Realmente estaba devastado por la culpa, por lo que les había hecho a Patrick y a Frances, y no veía una salida, ninguna posibilidad de justicia ni de paz, a menos que los cuatro responsables pagáramos con nuestras vidas el mal que habíamos causado.
—¿Le pidió a usted… ayuda para matar a Harriet y a Ida? —pregunté, deduciendo el posible desarrollo de los acontecimientos mientras hablaba.
—Sí. A ellas, a él, y también a mí. Insistía en que teníamos que morir todos, porque de lo contrario nada tendría sentido. No quería ser un asesino, sino un verdugo (usaba constantemente esa palabra), y eso significaba que ni él ni yo podíamos eludir el castigo. Yo estaba de acuerdo con él en que Harriet e Ida merecían la muerte. Eran malignas. Sin embargo…, yo no quería morir, ni tampoco quería que muriera Richard. Para mí, su arrepentimiento era suficiente, y sabía que también sería suficiente para Patrick y para cualquier autoridad suprema que exista, si es que existe. Pero no conseguí convencer a Richard y enseguida me di cuenta de que era inútil insistir. Seguía siendo tan brillante como siempre, pero se le había alterado algo en la cabeza y se había convertido en una persona rara y propensa a ideas extrañas. Todos esos años de cavilaciones, el sentimiento de culpa… Se había transformado en una especie de fanático. Yo sabía sin sombra de duda que me mataría, si no aceptaba formar parte de su plan. No lo dijo tal cual. No quería amenazarme, ¿saben? Fue amable conmigo. Lo que quería y necesitaba era una aliada, alguien que pensara como él. Creía sinceramente que yo iba a amoldarme a sus propósitos, porque, a diferencia de Harriet y de Ida, yo era una persona razonable. Estaba tan seguro de hacer lo correcto, tan convencido de que su solución era lo mejor para nosotros, que llegué a pensar que quizá tuviera razón. Pero yo estaba asustada. Ya no. No sé qué ha cambiado en mí. Quizá entonces, en medio de mi infelicidad, confiaba todavía en que mi vida pudiera cambiar para mejor. La tristeza es diferente de la desesperanza.
—Usted sabía que tendría que fingir para salvar la vida —dijo Poirot—. Mentir de manera convincente a Richard Negus era su única salida para evitar la muerte. Como no sabía qué hacer, fue a ver a Nancy Ducane, para pedirle ayuda.
—Así es. Y ella resolvió mi problema, o al menos eso creí. Su plan era brillante. Siguiendo su consejo, le propuse a Richard una sola desviación del plan que me había propuesto. Según su idea, cuando Harriet e Ida estuvieran muertas, él me mataría a mí y después se suicidaría. Naturalmente, al ser un hombre autoritario y habituado a estar al mando de todo lo que le importaba, quería conservar el control de los acontecimientos hasta el final.
»Nancy me sugirió que lo convenciera para que se dejara matar, en lugar de que él me matara a mí. “¡Imposible!”, dije yo. “Nunca aceptará”. Pero Nancy me aseguró que aceptaría, si yo se lo proponía de la manera adecuada. Tenía que fingir que nuestro propósito común me importaba incluso más que a él. Nancy estaba en lo cierto. Funcionó. Le dije a Richard que no era suficiente con que muriéramos nosotros cuatro: Harriet, Ida, él y yo. También Nancy merecía ser castigada. Le dije que solo moriría feliz cuando supiera que ella estaba muerta, porque había sido todavía peor que Harriet. Le conté con todo lujo de detalles cómo se había empeñado Nancy en seducir a Patrick y apartarlo de su esposa, sin aceptar nunca un no por respuesta. Le dije que me había confesado que su verdadero motivo para hablar en el King’s Head no había sido ayudar a Patrick, sino herir a Frances. Le aseguré que ella había deseado que Frances se quitara la vida, o por lo menos que abandonara a Patrick y regresara con su padre a Cambridge, dejándole a ella el campo libre.
—Más mentiras —dijo Poirot.
—Sí, por supuesto, más mentiras, pero mentiras sugeridas por la propia Nancy, que al final consiguieron su propósito. Richard aceptó morir antes que yo.
—Él no sabía que Samuel Hobben estaba implicado, ¿verdad? —dijo Poirot.
—No. A Sam lo involucramos Nancy y yo. Sam formaba parte de nuestro plan. Ninguna de las dos quería salir por la ventana y bajar por un árbol. Las dos temíamos caer y rompernos el cuello. Pero después de cerrar la puerta por dentro y esconder la llave detrás de la baldosa, no había otra manera de salir de la habitación 238. Por eso necesitábamos a Sam… y también para que se hiciera pasar por Richard.
—Y la llave tenía que quedar escondida detrás de la baldosa —murmuré yo entre dientes, para comprobar si lo había entendido bien—. De ese modo, cuando usted viniera a contarnos su historia, la que nos contó en casa del señor Hobben, todo parecería encajar: Richard Negus había escondido la llave, para hacer ver que un asesino se la había llevado, porque él también participaba en el plan para incriminar a Nancy Ducane.
—Y era cierto que participaba —dijo Poirot—, o al menos eso creía él. Cuando Jennie le dio el vaso con el agua envenenada, tal como habían acordado, él creyó que ella seguiría con vida y haría lo posible para culpar a Nancy de los tres asesinatos del hotel Bloxham. Creía que ella dirigiría las sospechas de la policía hacia Nancy. ¡Pero no sabía que Nancy tenía preparada una sólida coartada con lord y lady Saint-John Wallace! Ni tampoco sabía que existía el plan, cuando hubiera muerto, de empujar el gemelo hasta el fondo de su boca, esconder la llave detrás de la baldosa y abrir la ventana. No tenía idea de que Jennie Hobbs, Nancy Ducane y Samuel Hobben harían parecer a los ojos de la policía que las muertes se habían producido entre las siete y cuarto y las ocho y diez.
—No, Richard no estaba al corriente de esos detalles —reconoció Jennie—. Ahora puede ver, monsieur Poirot, por qué dije que el plan de Nancy era brillante.
—Era una artista de gran talento, mademoiselle. Los mejores artistas tienen buen ojo para los detalles y la estructura: la manera en que todos los elementos encajan entre sí.
Jennie se volvió hacia mí.
—Ni Nancy ni yo deseábamos nada de esto. Tiene que creerme, señor Catchpool. Richard me habría matado si me hubiera resistido. —Suspiró—. Lo teníamos todo pensado. A Nancy ni siquiera la acusarían de ningún delito, mientras que a Sam y a mí nos condenarían por tratar de incriminar a Nancy, pero eludiríamos la horca. Esperábamos que nos impusieran una pena leve de cárcel. Pensábamos casarnos cuando saliéramos en libertad. —Al ver nuestras expresiones de sorpresa, Jennie añadió—: Oh, no siento por Sam lo mismo que por Patrick, pero le tengo mucho cariño. Habría sido un buen compañero para mí, si no lo hubiera arruinado todo apuñalando a Nancy.
—Ya lo había arruinado, mademoiselle. Yo ya sabía que usted era la asesina de Harriet Sippel y de Richard Negus.
—Yo no asesiné a Richard Negus, monsieur Poirot. En eso se equivoca. Richard quería morir. Le di el veneno con su consentimiento.
—Sí, pero bajo supuestos falsos. Richard Negus aceptó morir porque usted estaba de acuerdo con su plan de que murieran los cuatro, que luego se convirtieron en cinco cuando usted involucró a Nancy Ducane. Pero no era cierto que usted estuviera de acuerdo. Usted lo traicionó y conspiró a sus espaldas. ¡No podemos saber si Richard Negus habría aceptado morir en ese momento y de ese modo, si usted le hubiera dicho la verdad acerca de su pacto secreto con Nancy Ducane!
La expresión de Jennie se endureció.
—Yo no asesiné a Richard Negus. Lo maté en defensa propia, porque de lo contrario él me habría matado a mí.
—Acaba de decir que no la amenazó explícitamente.
—No…, pero yo lo sabía. ¿Qué opina usted, señor Catchpool? ¿Asesiné a Richard Negus o no?
—No lo sé —repuse yo, confuso.
—Catchpool, mon ami, no sea ridículo.
—No es ridículo —dijo Jennie—. Está usando el cerebro, mientras que usted se niega a pensar, monsieur Poirot. Por favor, le ruego que reflexione. Antes de que me ahorquen, tengo la esperanza de oírlo decir que yo no asesiné a Richard Negus.
Me puse de pie.
—Vámonos, Poirot.
Quería terminar el interrogatorio con la palabra «esperanza» flotando aún en el aire.