El aguamanil azul
Se oyeron gritos de alarma. Probablemente, uno de ellos fue el mío. Es curioso. Por mi trabajo en Scotland Yard, he visto a muchos muertos y algunos me han parecido inquietantes y perturbadores, pero no creo que ningún cadáver corriente pueda ser un espectáculo tan terrorífico como el de una difunta sentada en una silla, como si estuviera viva, compartiendo con sus amigos una alegre merienda vespertina.
El pobre Rafal Bobak parecía bastante agitado y tembloroso, sin duda porque había estado más cerca de esa monstruosidad de lo que cualquier persona en su sano juicio habría querido estar.
—Por eso hubo que llevar el té a la habitación de Ida Gransbury —prosiguió Poirot—. La habitación 238, la de Richard Negus, habría sido el punto de encuentro más cómodo para las tres víctimas, ya que estaba en el segundo piso, entre las otras dos habitaciones. En ese caso, el té se habría cargado automáticamente en la cuenta del señor Negus, sin que él tuviera que pedirlo. Pero, por supuesto, la 238 no podía ser la habitación donde Rafal Bobak viese vivas a nuestras tres víctimas a las siete y cuarto. Para eso, habría sido preciso transportar el cadáver de Ida Gransbury desde su habitación, la 317, donde había sido asesinada varias horas antes, a lo largo de los pasillos del hotel, hasta la habitación de Richard Negus, y el riesgo habría sido excesivo. Con toda seguridad, alguien los habría visto.
Las caras de espanto del público eran dignas de verse. Me pregunté si Luca Lazzari se vería obligado a renovar el personal. Yo, por mi parte, no tenía la menor intención de volver al Bloxham en cuanto se hubiera solucionado ese desagradable asunto, e imaginaba que muchos de los presentes en la sala sentirían lo mismo que yo.
Poirot siguió adelante con su explicación:
—Piensen un poco, señoras y señores, en la munificencia, la largesse de Richard Negus. ¡Ah, qué generosidad la suya, al insistir en pagar el té, después de abonar también los viajes de Harriet y de Ida desde la estación hasta el hotel! Pero ¿por qué pidió con tanta vehemencia que le cargaran el té y los pasteles en su cuenta, cuando sabía que Harriet Sippel, Ida Gransbury y él mismo iban a morir esa misma noche?
Era una muy buena pregunta. Todos los pormenores que señalaba Poirot eran muy relevantes y, además, se trataba de detalles que yo mismo debí advertir. Por alguna razón, había pasado por alto una cantidad de aspectos de la historia de Jennie Hobbs que no encajaban con el resto de los datos. ¿Cómo era posible que no hubiese reparado en tantas incongruencias?
Poirot continuó:
—El hombre que a las siete y cuarto se hizo pasar por Richard Negus ante Rafal Bobak, y que a las siete y media repitió la actuación para el señor Thomas Brignell, no tenía el menor interés en la cuenta. Sabía que no tendría que pagarla él, ni tampoco sus cómplices. Había salido del hotel para deshacerse de la comida. ¿Cómo la transportó? ¡En una maleta! Catchpool, ¿recuerda al vagabundo que vio usted cerca del hotel, cuando salimos a dar un paseo en autobús? Se estaba sirviendo comida del interior de una maleta, ¿recuerda? Usted lo describió como «el vagabundo que se comió la nata». Dígame, ¿lo vio usted comer nata, específicamente?
—¡Cielo santo, sí! Estaba comiendo… un pastelito, un pastelito de nata.
Poirot asintió.
—¡Y lo había sacado de una maleta que encontró tirada cerca del hotel Bloxham, sorprendentemente llena de sándwiches y pastelitos para tres! Ahora pondré una vez más a prueba su memoria, mon ami. ¿Recuerda que me dijo, la primera vez que vine al Bloxham, que Ida Gransbury había traído suficiente ropa para llenar un armario? Sin embargo, en su habitación había una sola maleta, una maleta solitaria, como la que tenían Richard Negus y Harriet Sippel, que habían traído mucha menos ropa. Esta tarde, le pedí a usted que guardara la ropa de la señorita Gransbury en la maleta que ella había traído, ¿y qué comprobó?
—Que no cabía —respondí yo, sintiéndome el tonto del espectáculo.
Por lo visto, estaba condenado a parecer torpe e inútil cada vez que se mencionaba la maleta de Ida Gransbury, pero ahora por una razón diferente que antes.
—Creyó que la culpa era suya —dijo Poirot—. Es lo primero que piensa siempre, Catchpool; pero, de hecho, era imposible que todas las prendas cupieran en esa única maleta, porque habían llegado al Bloxham en dos. ¡Ni siquiera Hércules Poirot habría conseguido meter toda la ropa en una sola maleta!
Se volvió hacia el personal del hotel y dijo:
—Precisamente tras deshacerse de la maleta llena de comida, fue cuando ese hombre se encontró con el ayudante de recepción del Bloxham, Thomas Brignell, cerca de la puerta de esta misma sala donde estamos reunidos. ¿Por qué lo llamó para hablarle de la cuenta? Por una única razón: para que Brignell recordara que Richard Negus estaba vivo a las siete y media. En su interpretación del papel del señor Negus, cometió un error: dijo que Negus podía permitirse el gasto, mientras que Harriet Sippel e Ida Gransbury, no. ¡Pero eso no era cierto! Henry Negus, hermano de Richard, puede confirmar que Richard Negus carecía de ingresos y había agotado casi toda su herencia. Pero el hombre que interpretó el papel de Richard no lo sabía. Supuso que tratándose de un caballero de buena familia, que además había ejercido como abogado, debía de tener mucho dinero.
»Cuando Henry Negus habló por primera vez con Catchpool y conmigo, nos dijo que, desde su traslado a Devon, su hermano se había mostrado taciturno y pesimista. Vivía recluido y parecía haber perdido las ganas de vivir, ¿no es así, señor Negus?
—Sí, por desgracia, es así —respondió Henry Negus.
—¡Recluido y sin ganas de vivir! Y yo ahora les pregunto: ¿encaja esa descripción con la de un hombre que pide pasteles y jerez, y se entrega despreocupadamente a las habladurías con dos amigas suyas, en una habitación de un hotel elegante de Londres? ¡No! El hombre que recibió a Rafal Bobak cuando llevó el té a su habitación, y que después le pidió una copa de jerez a Thomas Brignell, no era Richard Negus. Ese hombre elogió al señor Brignell por su eficiencia, diciéndole más o menos esto: «Estoy seguro de poder confiar en usted para que me resuelva este problema, porque ya he visto que es una persona muy eficiente. Es muy importante que cargue el té para tres en mi cuenta, la de Richard Negus, en la habitación 238». Esas palabras estaban calculadas para que Thomas Brignell pensara que ese hombre, ese supuesto Richard Negus, conocía su eficiencia, por lo que a la fuerza tenía que haber tratado antes con él. Quizá el señor Brignell se sintió un poco culpable por no recordar su anterior encuentro con el señor Negus y decidió no volver a olvidarlo. A partir de ese momento, lo recordó como un hombre al que había visto dos veces. Por supuesto, como trabaja en un gran hotel de Londres, el señor Brignell trata con el público todo el tiempo, ¡con cientos de personas al día! Probablemente, le sucederá a menudo que un huésped lo llame por su nombre y que él ni siquiera reconozca su cara. A fin de cuentas, él los conoce a todos en masse. Para él, tan solo son «los huéspedes».
—Disculpe, monsieur Poirot, le ruego que me perdone. —Luca Lazzari se adelantó rápidamente—. En líneas generales, usted tiene razón; pero en el caso de Thomas Brignell en particular, me temo que se equivoca. Su memoria para las caras y los nombres es excepcional, ¡fuera de lo corriente!
Poirot sonrió de forma apreciativa.
—¿Sí? Bon. Entonces tengo razón.
—¿Sobre qué? —pregunté.
—Tenga paciencia y escuche, Catchpool. Explicaré la secuencia de los acontecimientos. El hombre que se hizo pasar por Richard Negus estaba en el vestíbulo del hotel cuando el señor Negus se presentó en el mostrador de la recepción, el miércoles, la víspera de los asesinatos. Probablemente quería reconocer el territorio, como preparación para el papel que debía desempeñar más adelante. En cualquier caso, vio llegar a Richard Negus. ¿Cómo supo que era él? Volveré más adelante sobre ese punto. Baste decir que lo supo. Vio que Thomas Brignell realizaba el papeleo necesario y le entregaba después al señor Negus la llave de su habitación. Al día siguiente, tras hacerse pasar por el señor Negus para recibir al camarero con el té, y cuando ya había salido a la calle para deshacerse de la comida, el hombre se encuentra casualmente con Thomas Brignell, mientras se dirige de vuelta a la habitación 317. Como tiene una gran agilidad mental, ve en el encuentro una espléndida oportunidad para consolidar el engaño a la policía. Se acerca a Brignell y le habla como si él, el impostor, fuera Richard Negus. Le recuerda a Brignell su nombre y hace alusión a un encuentro anterior.
»En realidad, Thomas Brignell no ha visto nunca a esa persona, pero recuerda el nombre, porque fue él quien entregó las llaves de su habitación al verdadero Richard Negus. De pronto, tiene ante sí a un hombre que le habla en tono amistoso y confiado, como si lo conociera, y que dice llamarse Richard Negus. Evidentemente, Thomas Brignell supone que debe ser Richard Negus. No reconoce su rostro, pero solo se culpa a sí mismo por esa laguna de memoria.
Thomas Brignell tenía la cara de color burdeos.
Poirot prosiguió:
—El hombre que se hacía pasar por Richard Negus pidió una copa de jerez. ¿Por qué? ¿Para prolongar un poco más el encuentro con Brignell y dejar de ese modo una huella más profunda en su memoria? ¿Para aplacar los nervios con un poco de licor? Quizá por ambas razones.
»Ahora, si me permiten que haga una pequeña digresión: en el fondo de la copa de jerez se encontraron restos de cianuro, lo mismo que en las tazas de té de Harriet Sippel y de Ida Gransbury. Pero las víctimas no murieron por beber ese té, ni ese jerez. No pudo haber sido así, porque las bebidas llegaron demasiado tarde, mucho después de que se cometieran los asesinatos. La copa de jerez y las dos tazas de té halladas en las mesas auxiliares, junto a los tres cuerpos, eran esenciales para preparar las escenas del crimen y crear la falsa impresión de que las muertes se habían producido después de las siete y cuarto. De hecho, el cianuro que mató a Harriet Sippel, a Ida Gransbury y a Richard Negus les fue administrado mucho antes y por otros medios. Hay un vaso de agua junto al lavamanos de cada habitación del hotel, ¿no es así, signor Lazzari?
—Así es, monsieur Poirot.
—Entonces, creo que así fue ingerido el veneno: con el agua. A continuación, en cada caso, el vaso fue lavado cuidadosamente y colocado una vez más junto al lavamanos. ¡Señor Brignell! —dijo Poirot sin previo aviso, consiguiendo que el ayudante de recepción se encogiera en su asiento como si alguien le hubiera disparado—. Ya sabemos que a usted no le gusta hablar en público; sin embargo, se armó de valor para hacerlo la primera vez que nos reunimos todos en esta sala. En aquella ocasión nos describió su encuentro con el señor Negus en el pasillo, pero no mencionó el jerez, aunque yo había preguntado específicamente por ese punto. Más adelante, vino a verme y añadió el detalle del jerez a su historia. Cuando le pregunté por qué no lo había mencionado la primera vez, no me respondió. Yo no lograba entender sus razones, pero mi amigo Catchpool hizo un comentario muy perspicaz y esclarecedor. Dijo que usted es un hombre muy escrupuloso, que solo ocultaría información en la investigación de un asesinato si le resultara personalmente bochornosa y estuviera convencido de que no tiene nada que ver con el caso. Acertó de lleno con su apreciación, ¿verdad?
Brignell asintió apenas.
—Permítanme que lo explique. —Poirot levantó la voz, aunque ya estaba hablando a un volumen bastante alto—. Cuando nos reunimos antes en esta sala, pregunté si alguien había llevado jerez a la habitación del señor Negus. Nadie respondió. ¿Por qué no dijo Thomas Brignell: «Yo no llevé el jerez a su habitación, pero le di una copa aquí, en la recepción»? ¡Poirot lo explicará! No lo dijo, porque dudaba. No quería arriesgarse a declarar algo que no fuera verdad.
»El señor Brignell era el único miembro del personal del hotel que había visto más de una vez a cualquiera de las tres víctimas o, más exactamente, que había creído ver a Richard Negus más de una vez. Sabía que le había dado una copa de jerez a un hombre que se hacía llamar Richard Negus y que se comportaba como si lo conociera, pero ese hombre no se parecía al Richard Negus que Thomas Brignell había atendido el día anterior. Como recordarán, el señor Lazzari nos ha dicho que el señor Brignell tiene una memoria fuera de lo común para las caras y los nombres. Por eso no dijo nada cuando yo pregunté por el jerez. Estaba absorto en sus pensamientos. Una voz interior le decía: “Tiene que haber sido él, el mismo hombre, pero no lo era. Lo habrías reconocido”.
»Unos instantes después, el señor Brignell reaccionó y se dijo a sí mismo: “Pero ¿qué clase de tonto soy? ¡Por supuesto que era Richard Negus, si dijo llamarse así! Por una vez, la memoria me ha traicionado. Además, el hombre hablaba como Richard Negus, con su cuidado acento de hombre culto y elegante”. Al honesto y escrupuloso Thomas Brignell debió de parecerle incroyable que alguien se hiciera pasar por otra persona con el propósito de engañarlo.
»Tras llegar a la conclusión de que aquel hombre tenía que ser Richard Negus, el señor Brignell decide ponerse de pie y referir su encuentro con el señor Negus en el pasillo, a las siete y media, la noche de los asesinatos. Pero le resulta embarazoso mencionar el jerez, porque teme pasar por un idiota, por no haber reaccionado previamente, cuando yo había preguntado por la bebida. Es de suponer que yo le habría preguntado delante de todos: “¿Por qué no me lo dijo antes?”. Y para el señor Brignell, habría sido demasiado bochornoso contestar: “Porque me estaba preguntando por qué razón tendría el señor Negus una cara diferente la segunda vez que lo vi”. Señor Brignell, ¿puede confirmar que es cierto lo que acabo de decir? No debe preocuparle pasar por tonto, porque es todo lo contrario. Tenía usted razón: la cara era diferente, porque era otra persona.
—Menos mal —dijo Brignell—. Todo lo que ha dicho el señor Poirot es absolutamente cierto.
—Bien sûr —dijo Poirot, sin la menor modestia—. No olviden, señoras y señores, que el mismo nombre no significa a la fuerza la misma persona. Cuando el señor Lazzari describió a la mujer que tomó una habitación en este hotel utilizando el nombre de Jennie Hobbs, pensé que quizá se trataba de la misma mujer que yo había visto en el café Pleasant. Todo encajaba: cabello rubio, sombrero marrón oscuro y abrigo marrón claro. Pero si dos personas han visto a una mujer que coincide con esa descripción, una única vez, no pueden estar seguras de haber visto a la misma mujer.
»Eso me llevó a meditar. Ya sospechaba que el Richard Negus muerto, cuyo cadáver yo mismo había visto, y el Richard Negus vivo, que habían visto Rafal Bobak y Thomas Brignell la noche de los asesinatos, eran dos hombres distintos. Entonces recordé haber oído que a su llegada al Bloxham, el miércoles, Richard Negus había sido atendido por Thomas Brignell. Si mis suposiciones eran correctas, tenía que haber sido un Richard Negus diferente, el auténtico. De repente, comprendí el aprieto en que creía encontrarse Thomas Brignell. ¿Cómo iba a decir públicamente que ese hombre parecía tener dos caras? ¡Todo el mundo lo habría tomado por un lunático!
—¡Usted sí que habla como un chalado, señor Poirot! —dijo Samuel Hobben con una mueca burlona.
Poirot continuó, como si no hubiera oído nada.
—Puede que el impostor no se pareciera a Richard Negus físicamente, pero no me cabe duda de que su voz era una imitación perfecta. Porque el impostor es un imitador excelente, ¿no es así, señor Hobben?
—¡No escuchen a este hombre! ¡Es un mentiroso!
—No, señor Hobben. El mentiroso es usted. ¿No es verdad que me ha imitado más de una vez?
Fee Spring se puso de pie al fondo de la sala.
—¡Es cierto lo que dice el señor Poirot! —exclamó—. Está diciendo la verdad. He oído al señor Hobben hablar con su acento. Con los ojos cerrados, no habría notado la diferencia.
—Y no solo con la voz miente Samuel Hobben —dijo Poirot—. La primera vez que lo vi, se presentó como un hombre de escasa inteligencia y apariencia desaliñada: tenía la camisa manchada y con un botón de menos. También estaba el detalle de la barba incompleta: solo se había afeitado un pequeño trozo de mejilla. Por favor, señor Hobben, cuénteles a todos por qué se esforzó tanto en parecer descuidado la primera vez que nos vimos.
Samuel Hobben siguió mirando al frente, con gesto resuelto, pero sin decir palabra. Su mirada rebosaba desprecio.
—Muy bien, si usted no habla, entonces lo explicaré yo. El señor Hobben se hizo un corte en la mejilla cuando bajó a la calle por el árbol que está junto a la ventana de la habitación 238, la que ocupó Richard Negus. Un corte en la cara de un hombre elegante puede llamar la atención y motivar preguntas, ¿no les parece? Una persona cuidadosa con su apariencia no permitiría que una navaja le dejara una desagradable marca en la mejilla. El señor Hobben no quería que mi razonamiento fuera por esos derroteros. No quería que yo me preguntara si no habría salido recientemente por una ventana abierta, para bajar por las ramas de un árbol, y por eso se fabricó esa imagen de descuido generalizado. Compuso su aspecto para parecer el tipo de hombre capaz de cortarse mientras se afeita y de salir a la calle con media barba, para evitar nuevos cortes. Un hombre tan negligente y caótico como el que pretendía ser habría manejado la navaja de afeitar sin el menor cuidado y, por supuesto, se habría cortado. Eso fue lo que quiso que creyera Poirot y de hecho eso fue lo que Poirot creyó al principio.
—¡Un minuto, Poirot! —intervine yo—. Si está diciendo que Samuel Hobben salió por la ventana de la habitación de Richard Negus…
—¿Estoy afirmando que Samuel Hobben asesinó al señor Negus? Non. No lo hizo. Él solo colaboró con la persona que acabó con la vida de Richard Negus. En cuanto a la identidad de esa persona… Todavía no le he dicho su nombre —me dijo Poirot con una sonrisa.
—No, no me lo ha dicho —repliqué yo con dureza—. Ni tampoco me ha dicho quiénes eran las tres personas que estaban en la habitación 317, cuando Rafal Bobak les llevó el té. Ha dicho que las tres víctimas ya estaban muertas cuando…
—En efecto. Una de las tres personas presentes en la habitación 317, a las siete y cuarto, era Ida Gransbury, ya cadáver, pero colocada en un sillón con la espalda erguida, para que pasara por viva, mientras nadie le viera la cara. La segunda persona era Samuel Hobben, en el papel de Richard Negus.
—Sí, ya veo, pero ¿quién era la tercera? —pregunté con creciente exasperación—. ¿Quién era la mujer que se hacía pasar por Harriet Sippel y chismorreaba sobre gente conocida? No podía ser Jennie Hobbs, porque como usted ha dicho, para entonces tenía que estar de camino al café Pleasant.
—¡Ah, sí, la mujer que murmuraba y se reía maliciosamente! —dijo Poirot—. Le diré quién era, amigo mío. Esa mujer era Nancy Ducane.
Conmocionados gritos de sorpresa llenaron la sala.
—¡No, no, monsieur Poirot! —dijo Luca Lazzari—. La signora Ducane es uno de los mayores talentos artísticos de este país y también una buena amiga de este hotel. ¡Tiene que estar equivocado!
—No estoy equivocado, mon ami.
Miré a Nancy Ducane, que permanecía sentada con aire de tranquila resignación, sin negar nada de lo que acababa de decir Poirot.
¿La famosa artista Nancy Ducane, conspirando con Samuel Hobben, el antiguo prometido de Jennie Hobbs? Nunca había estado tan estupefacto en toda mi vida. ¿Qué sentido podía tener todo eso?
—¿No le he dicho, Catchpool, que madame Ducane ha venido hoy con la cara cubierta con un velo porque no quiere que la reconozcan? Usted ha dado por sentado que me refería a su deseo de no ser reconocida como la famosa pintora de retratos. ¡No! No quería que Rafal Bobak la reconociera como la Harriet que vio en la habitación 317 la noche de los asesinatos. Por favor, póngase de pie, señora Ducane, y retírese el velo de la cara.
Así lo hizo Nancy.
—Señor Bobak, ¿es esta la mujer que usted vio?
—Sí, señor Poirot. Es ella.
La sala estaba en silencio, pero era un silencio audible: el sonido del aire inhalado y retenido en los pulmones. Toda la sala se había quedado sin respiración.
—¿No la reconoció como Nancy Ducane, la famosa pintora retratista?
—No, señor. No sé nada de arte y solo la vi de perfil. Tenía la cara vuelta hacia otro lado y nunca me miró de frente.
—Claro que no. Temía que fuera usted un entusiasta del arte y pudiera identificarla.
—Sin embargo, la he reconocido ahora en cuanto ha entrado en esta sala, a ella y a ese señor Hobben. He intentado decírselo, señor, pero usted no me ha dejado hablar.
—Sí, y también Thomas Brignell ha intentado decirme que había reconocido a Samuel Hobben —dijo Poirot.
—Dos de las tres personas que creía asesinadas aparecen de repente en esta sala, ¡tan vivas como usted y como yo!
Por su voz, era evidente que Rafal Bobak aún no se había recuperado de la conmoción inicial.
—¿Y qué hay de la coartada de Nancy Ducane, según lord y lady Wallace? —le pregunté a Poirot.
—Me temo que era falsa —dijo Nancy—. La culpa es mía. Por favor, no los culpen a ellos. Son amigos muy queridos y solo deseaban ayudarme. Ni Saint-John ni Louisa sabían que yo estaba en el hotel Bloxham la noche de los asesinatos. Les juré que no había sido yo y me creyeron. Son personas buenas y valientes, que no querían verme condenada por tres asesinatos que no había cometido. Creo que usted ya lo ha comprendido todo, monsieur Poirot, y por lo tanto, debe saber que yo no he matado a nadie.
—Mentir a la policía en la investigación de un caso de asesinato no es un acto de valor, madame. ¡Es algo inexcusable! Cuando salí de su casa, lady Wallace, ya sabía que era usted una mentirosa.
—¿Cómo se atreve a hablar así a mi esposa? —dijo Saint-John Wallace.
—Lamento que la verdad no sea de su agrado, lord Wallace.
—¿Cómo lo supo, monsieur Poirot? —preguntó su mujer.
—En su casa había una doncella nueva: Dorcas. Hoy ha venido con ustedes, porque yo le pedí que la trajera, ya que es importante en esta historia. Usted me dijo que Dorcas llevaba pocos días en su casa, y yo mismo pude observar que era un poco torpe. Cuando me trajo un café, derramó la mayor parte. Por suerte, no todo se derramó y pude beber lo que quedaba en la taza. De inmediato reconocí el café que venden en el café Pleasant. Es inconfundible; no hay un café como ese en ningún otro sitio.
—¡Córcholis! —exclamó Fee Spring.
—Exactamente, mademoiselle. El efecto en mi mente fue profundo: de inmediato, logré reunir varias piezas del rompecabezas, que encajaron a la perfección. El café fuerte es muy bueno para el cerebro.
Poirot le lanzó a Fee una mirada cargada de intención, mientras lo decía, y ella frunció los labios con desaprobación.
—Esa doncella tan poco hábil (discúlpeme, por favor, mademoiselle Dorcas, estoy seguro de que mejorará con el tiempo) ¡era nueva en la casa! Combinando este dato con el café del Pleasant, se me ocurrió una idea: ¿no habría sido Jennie Hobbs la doncella de Louisa Wallace, antes que Dorcas? Yo sabía, por las camareras del Pleasant, que Jennie solía acudir al establecimiento a comprar café y pasteles para su patrona, una señora de la alta sociedad. Cuando se refería a ella, Jennie utilizaba el título «lady». Sería interesante, ¿verdad?, que Jennie hubiera trabajado hasta hace pocos días con la persona que le proporcionó a Nancy Ducane su coartada. Una coincidencia extraordinaria, ¡o ninguna coincidencia en absoluto! Al principio, mis reflexiones siguieron un camino erróneo. Yo pensé: «Nancy Ducane y Louisa Wallace deben de ser amigas que han conspirado para matar a la pauvre Jennie».
—¡Qué idea! —exclamó Louisa Wallace indignada.
—¡Una mentira escandalosa! —convino su marido Saint-John.
—Una mentira no, pas du tout. Un error. Como podemos ver, Jennie no está muerta. Sin embargo, no me equivoqué cuando deduje que sirvió en casa de Saint-John y Louisa Wallace, y que hace muy poco fue sustituida por mademoiselle Dorcas. Tras hablar conmigo en el Pleasant, la noche de los asesinatos, Jennie tuvo que salir al instante de casa de los Wallace. Sabía que pronto llegaría yo, para pedir confirmación de la coartada de Nancy Ducane. Si la hubiera encontrado en la casa, trabajando para la mujer que proporcionaba la coartada, de inmediato habría sospechado. Catchpool, dígame (díganos a todos), ¿qué habría sospechado yo exactamente?
Hice una inhalación profunda, rezando para no haberlo entendido todo mal, y dije:
—Habría sospechado que Jennie Hobbs y Nancy Ducane estaban confabuladas para engañarnos.
—¡Correcto, mon ami! —Poirot me miró con expresión radiante y, volviéndose hacia el público, añadió—: Poco antes de probar el café y de relacionarlo con el Pleasant, yo había estado mirando un cuadro obra de Saint-John Wallace, que había sido su regalo de aniversario para su esposa. Representaba una planta, una dulcamara. Estaba fechado el cuatro de agosto del año pasado, un detalle que lady Wallace me señaló especialmente. En ese momento, Poirot advirtió algo: el retrato de Louisa Wallace realizado por Nancy Ducane, que habíamos visto unos minutos antes, no estaba fechado. Como aficionado al arte que soy, he asistido en Londres a numerosas exposiciones. He visto muchas obras de la señora Ducane. Sus cuadros siempre llevan la fecha en la esquina inferior derecha, junto a sus iniciales: N.A.E.D.
—Presta usted más atención que la mayoría de las personas que asisten a las exposiciones —dijo Nancy.
—Hércules Poirot siempre presta atención. A todo. Yo creo, madame, que su retrato de Louisa Wallace estaba fechado, hasta que usted eliminó la fecha pintando encima. ¿Por qué? Porque no era reciente. Necesitaba hacerme creer que le había entregado el retrato a lady Wallace la noche de los asesinatos y que, por lo tanto, era una obra recién acabada. Me pregunté por qué no habría pintado usted una fecha nueva, falsa, y la respuesta es evidente: si su obra sobrevive cientos de años y los historiadores la estudian con interés, como seguramente sucederá, usted no quiere confundir a esos estudiosos que en el futuro se interesarán por sus cuadros. ¡No, usted tan solo desea confundir a Poirot y a la policía!
Nancy Ducane inclinó la cabeza a un lado y, en tono de amable consideración, dijo:
—¡Qué perspicaz es usted, monsieur Poirot! Usted realmente entiende las cosas, ¿verdad?
—Oui, madame. Entiendo que le encontró un empleo a Jennie Hobbs en casa de su amiga Louisa Wallace, y que lo hizo para ayudarla, cuando llegó a Londres necesitada de trabajo. Entiendo que Jennie nunca formó parte de ningún plan para incriminarla a usted en un caso de asesinato, aunque permitió que Richard Negus lo creyera. De hecho, señoras y señores, Jennie Hobbs y Nancy Ducane son amigas y aliadas desde que ambas vivían en Great Holling. Las dos mujeres que amaron a Patrick Ive incondicionalmente y más allá de la razón son las mismas que formularon un plan tan ingenioso que estuvo a punto de engañarme a mí, Hércules Poirot. ¡Pero no lo consiguieron!
—¡Mentiras, son todo mentiras! —exclamó Jennie entre sollozos.
Nancy guardaba silencio.
Poirot dijo:
—Déjenme volver por un momento a casa de los Wallace. En el retrato de lady Wallace pintado por Nancy Ducane, que yo examiné de cerca durante un buen rato, aparece un aguamanil azul. Cuando me moví por la habitación y contemplé el cuadro desde diferentes ángulos, el azul del aguamanil me pareció en todo momento un bloque compacto de color, sin vida ni interés. Los otros colores del lienzo cambiaban con sutileza a medida que yo me movía, según la incidencia de la luz. Nancy Ducane es una artista de gran talento. Es un genio del color, excepto cuando tiene prisa y no piensa en el arte, sino en protegerse a sí misma y a su amiga Jennie Hobbs. Para ocultar información, Nancy pintó rápidamente de azul el aguamanil que antaño no era de ese color. ¿Por qué razón?
—¿Para tapar la fecha? —sugerí yo.
—Non. El aguamanil está en la mitad superior del cuadro, y Nancy Ducane siempre pinta la fecha en la esquina inferior derecha de sus lienzos —dijo Poirot—. Lady Wallace, usted no esperaba que yo quisiera ver toda su casa, de arriba abajo. Pensaba que después de hablar con usted y ver el retrato que le pintó Nancy Ducane, me daría por satisfecho y me marcharía. Pero me dije que sería interesante encontrar el aguamanil azul que figura en el retrato, pintado de manera mucho menos sutil que el resto del cuadro. ¡Y lo encontré! Lady Wallace fingió sorpresa por su desaparición, pero su asombro era falso. En la planta alta, en uno de los dormitorios, había un aguamanil blanco, con un escudo. Pensé que podía ser el que aparecía en el retrato, aun cuando no fuera azul. Mademoiselle Dorcas, lady Wallace me dijo que probablemente usted habría roto o robado el aguamanil azul.
—¡Yo no hice nada de eso! —exclamó indignada Dorcas—. ¡Ni siquiera he visto nunca un aguamanil azul en la casa!
—¡No lo ha visto, estimada joven, porque ese jarro no ha estado nunca en la casa! —dijo Poirot—. ¿Por qué querría Nancy Ducane pintar precipitadamente de azul un aguamanil blanco?, me pregunté yo. ¿Qué se proponía ocultar? Mi conclusión fue simple: tenía que ser el escudo. Los escudos no son meros elementos decorativos; pueden pertenecer a una familia o, en algunos casos, a un colegio de una de las grandes universidades.
—¡El Saviour College de Cambridge! —dije yo, sin poder contenerme.
Recordé que poco antes de que Poirot y yo saliéramos de Londres para Great Holling, Stanley Beer había mencionado un escudo.
—Oui, Catchpool. Cuando salí de casa de los Wallace, hice un dibujo del escudo, para que no se me olvidara. No soy ningún artista, pero me acerqué bastante al original. Le pedí al agente Beer que averiguara a qué correspondía y, como acaba de decir usted, Catchpool, el escudo que figura en el aguamanil que vi en casa de los Wallace no es otro que el del Saviour College de Cambridge, donde Jennie Hobbs trabajaba como limpiadora para el reverendo Patrick Ive. Fue un regalo de despedida para usted, señorita Hobbs, cuando se marchó del Saviour College y se fue a Great Holling, a trabajar con Patrick y Frances Ive, ¿no es cierto? Se lo llevó a casa de lord y lady Wallace, cuando entró a trabajar allí. Después, cuando se marchó a toda prisa de casa de los Wallace y fue a esconderse en casa del señor Hobben, no se llevó el aguamanil. En ese momento, no tenía la cabeza para pensar en esas cosas. Supongo que entonces Louisa Wallace trasladaría el aguamanil de las habitaciones de servicio, que usted había ocupado previamente, a uno de los dormitorios de invitados, para admiración de los huéspedes que deseaba impresionar.
Jennie no contestó. Tenía la cara vacía y sin expresión.
—Nancy Ducane no quería correr ni el más mínimo riesgo —dijo Poirot—. Sabía que, tras los asesinatos en este hotel, Catchpool y yo iríamos a hacer preguntas a Great Holling. ¿Y si el viejo borracho Walter Stoakley, exdecano del Saviour College, nos contaba que él mismo le había dado el aguamanil con el escudo a Jennie Hobbs, como regalo de despedida? Si después de eso hubiésemos visto el escudo en un retrato de lady Louisa Wallace, habríamos descubierto la conexión con Jennie Hobbs y, por extensión, el vínculo entre esta última y Nancy Ducane, que no era de enemistad y envidia, como nos han dicho las dos mujeres, sino de amistad y complicidad. Madame Ducane no podía arriesgarse a que llegáramos a esa sospecha por culpa del escudo en el retrato, y por lo tanto, pintó de azul el aguamanil blanco… apresuradamente y con muy poca sensibilidad artística.
—No siempre es posible hacer un trabajo óptimo, monsieur Poirot —dijo Nancy.
Me resultó alarmante oír un comentario tan razonable por su parte y ver que una persona que había conspirado para matar a otras tres podía ser tan sensata y cortés en la conversación.
—¿Está de acuerdo con la señora Ducane, lord Wallace? —preguntó Poirot—. Usted también es pintor, aunque de un estilo muy diferente. Señoras y señores, Saint-John Wallace es un artista botánico. Vi su obra en todas las estancias de la casa cuando estuve de visita. Lady Louisa fue tan generosa conmigo al ofrecerse a enseñarme todas las habitaciones, como lo fue con Nancy Ducane al proporcionarle una falsa coartada. Lady Louisa es una buena mujer. Su clase de bondad es la más peligrosa, porque está tan alejada del mal, que no lo reconoce aunque lo tenga delante. Lady Wallace creía en la inocencia de Nancy Ducane y le proporcionó la coartada para protegerla. ¡Ah, la adorable y talentosa Nancy es muy convincente! Seguramente convenció a Saint-John Wallace de que estaba ansiosa por probar su estilo de pintura. Lord Wallace es un hombre conocido y bien relacionado; por lo tanto, obtiene con facilidad todas las plantas que necesita para su obra. Nancy Ducane le pidió que le consiguiera plantas de mandioca… ¡las mismas plantas de las que se obtiene el cianuro!
—¿Cómo demonios lo sabe? —preguntó Saint-John Wallace.
—Una suposición afortunada, monsieur. Nancy Ducane le dijo que quería esas plantas para su arte, ¿no es así? Y usted le creyó. —Poirot se volvió hacia el mar de caras boquiabiertas y añadió—: Ni lord ni lady Wallace podrían creer jamás que una buena amiga suya es capaz de cometer un asesinato. ¡Sería una mancha para su reputación! ¡Piensen ustedes en su prestigio social! Incluso ahora, cuando todo lo que digo encaja a la perfección con lo que ellos mismos saben que es cierto, Saint-John y Louisa Wallace están pensando que este tendencioso detective llegado del continente tiene que estar equivocado. ¡Tal es la imperfección de la mente humana, sobre todo cuando intervienen el esnobismo y les idées fixes!
—Monsieur Poirot, yo no he matado a nadie —dijo Nancy Ducane—. Estoy segura de que usted sabe que digo la verdad. Por favor, dígales a todos que no soy una asesina.
—No puedo complacerla, madame. Je suis désolé. Usted no administró el veneno, pero conspiró para poner fin a tres vidas.
—Sí, pero solo para salvar otra —dijo Nancy con firmeza—. ¡No soy culpable de nada! Vamos, Jennie, contémosle nuestra historia, la verdadera historia. Cuando la haya oído, tendrá que reconocer que hicimos únicamente lo que teníamos que hacer para salvar nuestras vidas.
En la sala reinaba una calma absoluta. Todos estaban sentados en silencio. No esperaba que Jennie fuera a moverse, pero al cabo de un momento, muy despacio, se puso de pie. Apretando el bolso con las dos manos contra el cuerpo, atravesó la sala en dirección a Nancy.
—Nuestras vidas no merecían ser salvadas —dijo.
—¡Jennie! —exclamó Sam Hobben, que de pronto se levantó también de su asiento y fue hacia ella.
Mientras lo observaba, tuve la peculiar sensación de que el tiempo se volvía más lento. ¿Por qué corría Hobben? ¿Cuál era el peligro? Evidentemente, pensaba que había alguno, y sin comprender muy bien por qué, mi corazón empezó a palpitar con fuerza y a ritmo desbocado. Algo terrible estaba a punto de suceder. Yo también eché a correr en dirección a Jennie.
Ella abrió el bolso.
—¿No querías reunirte con Patrick? —le espetó a Nancy.
Reconocí su voz, pero al mismo tiempo me pareció que no era la suya. Era el sonido de la más implacable oscuridad transformado en palabras. Espero sinceramente no tener que volver a oír algo semejante mientras viva.
Poirot también había comenzado a moverse, pero tanto él como yo estábamos demasiado lejos.
—¡Poirot! —grité yo, y enseguida exclamé—: ¡Que alguien la detenga!
Vi un objeto metálico y la luz que bailaba sobre su superficie. Dos hombres de la mesa contigua a la de Nancy se incorporaron, pero les faltó agilidad.
—¡No! —grité.
Hubo un movimiento rápido —la mano de Jennie— y después la sangre, un río que manaba del vestido de Nancy hasta el suelo. Nancy se desplomó. En algún lugar, al fondo de la habitación, una mujer soltó un alarido.
Poirot había dejado de moverse y para entonces estaba completamente inmóvil.
—Mon Dieu —dijo, y cerró los ojos.
Samuel Hobben llegó antes que yo al sitio donde estaba Nancy.
—Está muerta —dijo, con la vista fija en el cadáver.
—Claro que está muerta —dijo Jennie—. La he apuñalado en el corazón. Justo en el corazón.